Y nuevamente por aquellos días yo volví a retroceder, pero no hacia el atontamiento como durante el invierno; más lejos: volví a reanudar las fantasías, los ensueños de cuando era pequeñísima.
Todas aquellas invenciones absurdas con las que entretenía mi imaginación cuando aún no tenía seriedad para ocuparme de las cosas reales, volvieron a revolotearme alrededor a cada momento. Estudiaba mal, y hasta escuchaba mal a don Daniel.
Hacía como si le escuchase con una atención enorme, pero en realidad no hacía más que mirarle. Me entretenía en observar cómo le nacía el pelo en las sienes, cómo se le recortaba alrededor de las orejas y cómo la barba le formaba distintas corrientes que partían de junto a la boca.
No podía observarle tan minuciosamente más que en numerosos intentos. Mientras él hablaba, yo iba pensando en los detalles que me faltaban; entonces le miraba fijamente, como para comprender lo que decía, y me cercioraba bien de cómo brotaban en el borde de sus párpados las pestañas, brillantes y negras como de laca.
Yo bajaba los ojos a la mesa, y cuando volvía a hablar volvía a mirarle, estudiando el dibujo de su nariz casi recta, el contorno de sus labios más bien pálidos, más bien finos, y dibujados con tanta precisión, tan rigurosamente ajustadas las curvas del uno a las del otro, que parecía que pensaba con ellos o que su boca era una boca pensada, delineada: era un modelo, lo que se dice un paradigma.
Pero mis delirios no pararon en la observación. Una de las primeras tardes calurosas, cuando llegó, bajo el sol, por toda la carretera desde el castillo, tiró la chaqueta en una butaca y se sentó junto a la mesa. Como siempre, de espaldas a la puerta de cristales. Al poco tiempo empecé a observar la luz que atravesaba su camisa. Al inclinarse apoyándose en el brazo del sillón, la camisa se le ahuecaba un poco y dejaba ver la parte lateral de su torso, no el pecho sino el costado, donde se le marcaban un poco las costillas, bajo una piel que parecía dorada, entre la blancura de la camisa.
Igual que años atrás, completamente igual que cuando me desataba en aquellos juegos de mi imaginación que no admitían barreras, igual me lancé a fantasear, a vivir en aquel clima, entre la luz de la zona aquella que me parecía a veces una gruta, a veces una selva. Era una región transparente por donde yo marchaba: dominaba su extensión, adivinaba lo que sería en ella el amanecer y el anochecer, lo que serían las estaciones.
Pocas veces he podido trasladarme tan enteramente a uno de esos lugares de mis ensueños. Tan profundamente me perdí en él, que don Daniel notó mi ausencia. Me dijo:
—No sé qué tienes hoy que no comprendes nada; a veces temo hacerte estudiar demasiado.
Yo protesté y justifiqué de mil modos mi distracción. Inventé un disgusto familiar de poca importancia. Don Daniel me dijo:
—En todo caso, hoy es inútil que te esfuerces.
Cerró el libro que tenía en la mano y se quedó mirándome fijamente, pero no intensamente, como si supiese que no iba a sacar nada con mirarme: dejó caer sobre mí su mirada con desánimo.
Yo veía que había en él una confusión y un malestar que no se avenía a dejar así. Sabía que no podía penetrar mis pensamientos, pero quería al menos arrancarme de ellos.
Abrió un cajón de la mesa y sacó una caja de madera; la echó sobre el sofá y me dijo:
—Toma, entretente en ver fotografías; mientras, yo escribiré alguna carta.
Me enfrasqué en las fotografías: quería ser obediente.
Eran casi todas retratos de familia y yo no quise interrumpirle preguntándole por cada personaje. Había también algunas de casas y cortijos de Sevilla y supuse que en alguno de aquellos sitios habría vivido él de niño. Las aparté para preguntarle cuando terminase de escribir.
Pocos minutos después volvió la cabeza; le pregunté y me señaló, en uno de aquellos campos, dónde quedaba la finca de sus padres.
Había otras de rincones pintorescos, con rejas y muchachas asomadas entre las flores y hombres abajo con la guitarra. Don Daniel me dijo que ésas eran cosas hechas para los turistas, que ya no se veía nada de eso, porque a la gente joven de hoy día ya no le divierte.
Yo dije:
—¡Qué lástima, a mí me gusta tanto! No digo como diversión, pero, en fin, es una cosa que a mí, precisamente…
No terminé la frase; hice un movimiento con la cabeza como diciendo que no tenía importancia mi predilección personal.
Don Daniel soltó la pluma, vino al sofá y se sentó con una pierna encogida, tan rápidamente y tan suavemente como sólo podría hacerlo un gato. Empezó a acosarme con preguntas: quería saber por qué había yo dicho aquello con tanto acaloramiento. Había visto transparentarse en mi cara algo, un hecho, un recuerdo que me inspiraba aquel entusiasmo.
No pude negárselo; aunque era una historia enteramente tonta, se la conté.
Me preguntaba con una avidez, con una curiosidad tal que yo, acaso por el remordimiento de tener en mi cabeza tantas cosas que no podía contarle, me propuse contarle aquélla hasta en los detalles más superfluos.
Como él no había vivido nunca en Valladolid, empecé por describirle mi barrio, mi casa en la calle que antiguamente se llamaba de la Cárcava y las historias que se murmuraban por allí de todos los vecinos.
Había un primer recuerdo que databa de los cinco años. Exactamente, yo estaría entre los cinco y los seis, cuando fui un día con el ama a la tienda de ultramarinos y dos cosas se me quedaron grabadas en la cabeza: unas bolas de sal que dan a lamer a las cabras, no sé con qué fin, y un muchacho que estaba allí sentado, muy elegante, sin despachar y con un sombrero puesto de alas muy grandes.
Mucho tiempo después oí contar los disgustos que le daba al tendero su hijo, a causa de los estudios, y al fin un día llegó a decir que le había echado de casa. Luego siguieron llegando noticias de que se había metido a organillero, de que le llamaban «el Botica» por haber dejado plantada la carrera de farmacia, y de que se daba puñetazos en el pecho hasta escupir sangre para que viesen lo valiente que era.
Después llegó la noticia más grave: tenía hasta la osadía de venir a tocar a nuestro barrio.
Yo no le hubiera reconocido, pero hice que la muchacha me lo enseñara: estaba cambiadísimo, sumamente delgado; llevaba una gorra de visera y un pañuelillo al cuello.
Venía generalmente al mediodía y tocaba una habanera encantadora. Yo quería aprenderla y un día me decidí a salir al balcón a oírle; noté que se parecía asombrosamente al rey.
Después de tocar la habanera se puso a tocar otras cosas más vulgares, y entonces yo le eché unas monedas y cuando levantó la cabeza para dar las gracias, le dije que si quería volver a tocarla. Y esto es lo que yo ya no acertaba a contar: el movimiento que hizo con los hombros y las cejas como diciéndome que no lo pusiera en duda. Me dijo: «Lo que tú quieras, salada», y tocó la habanera tres o cuatro veces.
—Bueno, después de todo, esto no tiene casi nada que ver con lo de las fotografías —dije yo, viendo que don Daniel no decía nada; y para aclararle por qué lo había contado, insistí en que había sido aquel gesto de ofrecimiento, aquel saber que tocaba para mí, que podía pedirle lo que quisiera.
Al ir terminando mi historia yo había ido metiendo las fotografías en la caja. Don Daniel seguía con los ojos fijos en un rincón del despacho, pero miraba mucho más lejos de lo que permitía la pared: miraba como si la escena que yo acababa de describir se hubiese quedado allí en el aire por espejismo y él siguiese estudiándola.
Yo no podía pensar que no me hacía caso, porque sabía que me miraba a mí, pero a mí en el balcón. Después, empezó a sonreír y me sonreía a mí en el despacho, como la otra vez sonreía sólo con la boca.
Me decidí a decir:
—Bueno, tengo que marcharme, es casi de noche; me voy.
Saltó del sofá con otro movimiento gatuno, me cogió la cabeza con las dos manos, hundiendo los dedos en mi pelo, después me apretó el pescuezo como si fuese a ahogarme; su sonrisa luchaba por ser una risa franca, pero no consiguió echarse a reír. Me llevó hasta la puerta casi en vilo y allí me empujó hacia el pasillo diciendo:
—¡Vete, vete de aquí, traidora!
Aunque mi historia había tenido más éxito del que yo esperaba, no pude consolarme con él del remordimiento que me había dejado la situación anterior.
En la base de mi buena conducta había existido siempre el temor de ser cogida en falta. Yo lo sabía bien, y muchas veces me decía que si no mentía ni hacía otras cosas peores era porque si alguien llegase a comprobar que yo no era intachable me moriría de un ataque de soberbia. Sin embargo, esta vez me dolía indeciblemente, sin bochorno, sin el menor asomo de amor propio, con verdadero dolor de corazón, el hecho de que mis pensamientos quedasen tan amurallados, tan impunes.
Tampoco sentía como otras veces el deseo de ser descubierta en ciertas cosas porque yo las considerase hazañas.
Yo no sé por qué no había hablado nunca a don Daniel de mis antiguos desvaríos. Si le hubiera contado aquellas cosas tan triviales, él sabría de lo que soy capaz y tendría una pista. También, si el reincidir en esas tonterías no me hubiera acontecido en relación con él, habría sido muy capaz de contárselo, pero el acontecimiento tuvo de por sí carácter de secreto, y el secreto era tan contra mi voluntad que me sentía como vencida por un enemigo repugnante. Eso es, exactamente, el calificativo que le di a aquella palabra «respeto». ¡Qué turbio, qué desabrido es ese ingrediente si se le mezcla a las cosas queridas! Y lo que más tiene de degradante es que le domine a uno no teniendo poder más que en lo exterior, en lo que está a la vista; por dentro, ¿dónde se queda?
Cuando el secreto está en su mundo y sabe que no tiene que salir para nada de esas regiones secretas, no hay nada que le detenga. Nunca sentí escrúpulos semejantes cuando creía vivir dentro del Santo Sepulcro, y claro que aquello también era un secreto, pero sólo para los que quedaban fuera. En cambio, este otro me pesaba sobre el pecho, me desvelaba, me desorientaba, me inspiraba reflexiones como ésta: «Es algo a lo que no tengo derecho»; y después de pensarlo, exclamaba: «¡otra palabra infame!», y así toda la noche.
Las rendijas de la ventana empezaron a dibujarse, empezaron todos los ruidos del campo, bullendo ya todas las cosas que habían descansado, y yo sin ver el medio de descansar.
Al fin, oí de lejos la campana de la ermita del Arrabal y pensé de pronto: hasta el mes que viene no tengo que confesarme. Aquella idea me hizo verlo todo de otro modo; pensé que pasaría el tiempo y que las sensaciones no serían tan febriles, podría expresarlas de un modo más razonable. Con esta certeza conseguí dormirme, y me despertó, ya pasadas las ocho, un hecho desacostumbrado: una bocina tocando insistentemente a la puerta. En Simancas nadie tenía automóvil.
Unas voces desconocidas fueron avanzando por la casa, y entre ellas la de mi tía, tan alterada que no se sabía si lloraba o reía.
De pronto comprendí: mi tío Alberto, su mujer y su chica se habían presentado de sorpresa.
Naturalmente, en los tres días que estuvieron en casa no me ocupé más que de ellos.
Mi tía Frida no estaba mal; sobre todo, iba vestida maravillosamente; pero Adriana me gustó mucho más: era la chica más bonita que yo había visto. Tenía sólo unos meses más que yo y era un poco más alta y más gruesa, pero tan aniñada que daban ganas de llevarla en brazos.
Pasamos la mañana en la huerta; como hablaba bien el español nos contamos muchas cosas. Luego, en la mesa, me fui enterando de los planes de su viaje.
Mi tío pensaba quedarse unos meses en Valladolid; quería obtener no sé qué dinero para sus empresas de Berna y venía dispuesto a zanjar un pleito que mantenían desde hacía tiempo con otros parientes.
Claro que a mí no me interesaba nada aquel asunto, pero si a alguien le hubiera interesado habría sido inútil, porque mi padre no dejó que hablasen de él: «No me consultes nada; haz lo que quieras, enteramente lo que quieras», y nadie le sacó de ahí.
En vista de eso hablaron de los planes de mi tía. Ella no pensaba quedarse en Valladolid; ya había visto el Museo y las iglesias y tenía el proyecto de irse con su hija en el coche, recorriendo toda España hasta el mes de septiembre, en que se volvería a Berna con o sin su marido, si éste no había terminado el asunto. Mi tía Frida dijo de pronto a mi padre:
—Déjame llevar a Leticia; lo pasará muy bien con nosotras.
Mi padre contestó entre dientes:
—-Ni hablar de eso.
Adriana saltó de su silla y fue a abrazar a mi padre; empezó a besarle en los dos lados de la cara, diciendo:
—Déjala, tío, déjala venir.
Mi padre le devolvió los besos, pero siguió moviendo la cabeza.
Yo le dije a media voz:
—Espérate, ya veremos.
Mi tía Aurelia estaba a punto de sentir vértigo. Mi tía Frida vio en seguida que era caso perdido y empezó a decir que ella quería ver el Archivo. Aquella palabra me llenó de angustia. La convencieron de que lo dejase para el día siguiente, y mientras duró la discusión yo me sentí como envuelta en el vaho de todas mis culpas pasadas y futuras. Porque me vino de pronto a la cabeza algo como el recuerdo de una cuestión inacabada, como si en el día anterior todo hubiese quedado a medias, y al mismo tiempo lo que pasaba en aquel momento en mi casa me interesaba demasiado para dejarme hundir en el recuerdo aquel; así que me daba cuenta de que iba a abandonar mi preocupación y esto me atormentaba. Sólo se me ocurría decir: ¿Por qué no habrán venido en otra ocasión, en otro día en que mi relación con la otra casa hubiera sido más armoniosa?
Después, me preguntaba a mí misma: Pero ¿qué ha pasado allí?, y la verdad era que no había pasado nada.
Sin embargo, yo notaba que, al inclinarse de aquel lado, mis pensamientos marchaban por una cuerda desgastada. No podía precisar dónde estaba el punto débil, pero lo sentía, y mientras, escuchaba con el oído derecho las cosas extraordinarias que me contaba Adriana.
¡Su acento me hacía tanta gracia! Entre plato y plato me entretenía en deshacerle las trenzas sólo por el gusto de volver a hacérselas.
Cortamos pronto la sobremesa y no sé cómo; sin duda, puesto que yo además de la atención que prestaba a Adriana seguía el curso de mis preocupaciones inconfesables, dejé traslucir algo como un deber o como una costumbre de todos los días, a la que no podía faltar y de la que, más o menos, ella tenía que participar aquella tarde.
El caso es que dimos unas vueltas por el pueblo, hablando siempre, y al fin nos encontramos en el comedor de doña Luisa sentadas a la mesa a la hora en que los niños tomaban la merienda.
No puedo recordar lo que dije cuando entramos; debió ser todo muy natural, pero me queda la impresión de que por un largo rato fui sorda.
Algo debí decir, pero ni mis palabras ni las de los demás llegaron a sonar en mis oídos. Sólo recuerdo, como si hubiera estado viéndolo por un agujero, que doña Luisa daba la vuelta a la cafetera rusa, que quedaba en medio de la mesa la llama del infernillo aleteando y que Adriana, Luisito y yo la mirábamos en silencio.
Teníamos delante de cada uno un tazón de leche caliente. Doña Luisa fue echándonos chorritos de café y terrones de azúcar; después comimos bizcochos y bollos de todas clases. Después, otro espacio.
Después, sin poder recordar cómo fue su entrada, ni cuál mi explicación por la interrupción del estudio, vi a don Daniel sirviéndose una taza de café, bebiéndola de pie, de un sorbo, y saliendo por la puerta. Sin embargo, sé que habló conmigo y con Adriana porque, si no, ella no me hubiera dicho que le había parecido muy simpático; pero en mi memoria sólo queda una frase que dirigió a doña Luisa en el momento que pasaba por detrás de mí al marcharse. Fue algo así como: «Ya estás viendo que este pimpollo se me ha desmandado enteramente».
De la vaguedad de aquella tarde todavía puedo recordar otro conflicto que me sobre nadaba por encima de todo: aunque hacía ya varios días que me lo había dicho, yo no me había decidido todavía a llamar a doña Luisa «Luisa». Pero no quería que creyese que había olvidado que no le gustaba, aunque no hubiera yo aceptado el cambio desde un principio sin que ella insistiera. Sobre todo, aquel día, delante de Adriana, habría sido una ostentación.
Así que todo lo que dije fue un poco forzado y como tendiendo a desaparecer de prisa.
Al final, me puse a hablar de que teníamos que armar en mi cuarto una cama para Adriana, porque el cuarto de huéspedes lo ocuparían sus padres, yeso fue todo.
Cuando llegamos a casa, la cama ya estaba armada.
A la hora de la cena, mi tía Frida sacó de su maleta muchas cosas que había traído para mí: un chaleco con florecitas bordadas en lanas de colores, calcetines gruesísimos, delantalitos de batista estampada.
Mi tía Aurelia le preguntaba a cada paso: «y estas cosas, ¿las llevan las niñas en tu tierra?».
Ella apenas contestaba porque apenas comprendía la pregunta; yo me apresuraba a decirle que todo me parecía precioso y en realidad lo era: era como un paisaje.
Mientras su madre enseñaba aquellas cosas, algunas hechas por ella misma, Adriana me dio un paquetito diciendo: «Esto lo compré para ti cuando salíamos; es el emblema de la ciudad donde yo he nacido». Era un osito tallado en madera oscura, con la boca abierta, los dientecitos blancos y la lengua muy roja.
No pude decir más que ¡ah!, de entusiasmo.
Adriana comprendió que me gustaba. Mi tía Frida se quedó pensando: Es una buena chica; y yo las miré diciéndome: Pero ¿cómo pueden saber tanto?
No, decía yo, es imposible. Miraba aquellos dos pares de ojos azules y me repetía por dentro que ellas no sabían lo que traían allí. Mi tía había bordado aquellas florecillas de colores, Adriana había escogido en la estación el osito, pero ¿quién les había dado el modelo del cuadro que componía todo aquello? ¿Comprendían ellas que yo sabía toda la historia o acaso la sabía yo sola y ellas no?
Ya no pensé más que en que durase poco la cena para hablar toda la noche con Adriana y preguntarle cosas de su país.
Como siempre, la realidad fue diferente, pero no menos brillante. Adriana no me contó historias de osos ni de valles floridos: me contó cosas de su colegio.
Me describió la fiesta de fin de curso, donde ella había tenido un primer papel porque era de las que sabían más cosas aparte de los estudios. Su madre le había puesto en casa profesores especiales para que tuviese una educación artística: sabía bailar de puntas, y, para demostrarlo, sacó una pierna por debajo de las sábanas y puso el pie derecho formando una línea recta desde la punta del dedo gordo hasta el muslo. Después me dijo que si yo supiese tararear alguna de las cosas que ella bailaba, bailaría para que yo la viese.
Me preguntó:
—¿No sabes nada de Mozart?
—No —dije yo.
—¿Es posible que no sepas ni un solo minuetto?
—No lo he oído nunca.
—Entonces, ¿qué sabes?
—Lo que oigo por ahí.
—Creo que yo no sabría bailar esas cosas —dijo Adriana, y se quedó pensando.
Yo comprendí que como veía mi falta de conocimientos estaba buscando algo sencillo. De pronto dijo:
—Te bailaré la pavana, que es lo que tuvo más éxito. Pero me falta la otra chica que hacía de marqués. Intentaré hacer yo misma los dos papeles…
Se cambió el camisón por unos pantaloncillos, metió en las puntas de los calcetines dos pañuelos hechos dos bolas, se los puso, y dijo:
—Ya está, vas a ver; primero sale la dama.
Se escondió un poco detrás del armario y de pronto salió.
Cuando salió, claro está que no tenía puesto más que lo que llevaba al esconderse, y sin embargo estaba transformada.
Avanzó hasta el centro de la alcoba con unos pasitos indescriptibles. Raras veces posaba el talón en el suelo, y cuando lo hacía era sólo para que resultase más admirable el juego del tobillo al levantar toda la figura y dejarla mantenida en la punta del dedo.
Mientras tanto canturreaba una melodía delicadísima, y con las manos se recogía la falda, o bien las abandonaba colgando de los brazos y dejándolos ir próximos y acordes primero a un lado, luego a otro, como si se los llevase el viento.
Después, doblando una rodilla y estirando hacia atrás la otra pierna, se puso a coger flores del suelo.
De pronto dio un salto y desapareció detrás del armario diciendo:
—Ahora el marqués.
Cuando salió, era un caballerito que se apoyaba la lente en la nariz y temblaba un poco al andar. Se acercó al sitio donde estaba la dama cogiendo flores, le pidió una; ella no quiso dársela. Él la persiguió suplicándole, arrodillándose, mientras ella le pasaba por delante indiferente.
Ella le pasaba por delante, Adriana, de pronto, hacía aquel movimiento prodigioso y quedaba sobre la punta del pie; entonces, como si fuese cargada de flores, giraba haciendo gestos desdeñosos alrededor de donde estaba arrodillado el marqués. Él extendía las manos y después hacía unos ademanes como si le prometiese collares y pendientes. Ella tiraba las flores y le daba un beso.
Cuando le daba el beso era enteramente una mariposa. Sobre la punta del pie derecho, la pierna izquierda extendida hacia atrás, en el aire, casi horizontal; el brazo izquierdo en la misma dirección; el cuerpo un poco curvado hacia el que estaba de rodillas y la mano derecha abierta apoyando la barbilla en la palma, como dejando escurrir el beso.
Después se cogían de la mano y bailaban la pavana.
La bailaban los dos porque se sustituían con tal ligereza que la imagen del uno no se borraba antes de que el otro estuviese presente.
De pronto oímos unos golpes en la pared y la voz de mi tía Frida gritando: ¡Adrgiana! Nos callamos. Adriana saltó a la cama y se tapó hasta la cabeza. Yo noté por primera vez que mi tía decía: Adrgiana y le pregunté en voz baja:
—Oye, ¿por qué no te han puesto un nombre de tu país?
Adriana sacó la cabeza y puso una cara como el que va a contar una historia lejana y encantadora, que le es ya difícil recordar. Me dijo:
—¿Sabes? Mis papás se conocieron en el Adriático; mamá estaba en Italia estudiando arqueología…
No quise preguntarle más, incluso la detuve con el gesto como diciéndole que había comprendido. Vi además que ella tenía sueño y me dispuse a apagar la luz. Recuerdo que en el momento de hacerla, al apretar la bolita del conmutador, me acordé de mi padre, me reproché no haber ido a su cuarto para ver cómo se quedaba ya acostado, para arreglarle lo que necesitase, como si lo hiciera todas las noches, cuando no lo había hecho jamás.
Al otro día se intentó compaginar los caprichos de unos y los deberes de otros, resultando una amalgama de cosas absurdas tal como la casualidad quiso ensartarlas.
Mi tía Frida, desde que saltó de la cama, empezó a hablar del Archivo. Yo quería a toda costa que Adriana bailase delante de doña Luisa. Mi padre no quería nada. Mi tía Aurelia decía que ella no podía evitar el hacerse presente. Mi tío Alberto quería todo lo que los demás quisieran. Adriana, lo que quisiera yo.
Cada uno se apresuró a poner en práctica sus planes; yo me adelanté a preparar los míos y dije:
—Antes de ir al Archivo, nosotras nos pasaremos por casa de doña Luisa para ver si tiene las piezas de música que baila Adriana y decirle que a última hora iremos a estar un rato con ella.
Nadie se opuso.
El silencio de la siesta nos permitió salir sigilosamente, como si fuese la madrugada. Una vez fuera, no quisimos correr por nuestra calle empinada; seguimos junto al muro, del lado de la sombra.
No habíamos dado cincuenta pasos, cuando oímos unas pisadas enérgicas que nos ganaban terreno. Adriana se volvió en seguida: era su madre.
Antes de llegar junto a nosotras empezó a decir:
—Yo quiero ver el pueblo. ¿Por qué estar siempre en casa, siempre en casa? ¡Es cosa de locos!
Nos sonreímos de mala gana.
—¿Adónde vais? —dijo mi tía.
—A aquella casa —contesté yo, señalándola.
—Bueno, os dejaré en la puerta y andaré un poco por ahí hasta la hora de visitar el Archivo. Allí nos reuniremos todos —añadió—. Les he dejado para que Aurelia se arregle despacio, todo lo despacio que quiera y, además, para que pueda hablar un rato a solas con su hermano. ¿Quién sabe si quiere contarle algún secretillo?
Estábamos ya a la puerta de doña Luisa, teníamos cada una en el hombro una mano de mi tía Frida, que seguía haciendo frases ingeniosas sobre la familia. La puerta estaba entornada y allá por la región de la luz verde pasó una figura ligera. Yo la vi de reojo evolucionar en sus quehaceres con su actividad siempre decidida y nunca rápida. La vi, sin poder evitarlo, detenerse, mirar a lo largo del pasillo y venir hacia la puerta; me había oído hablar.
Abrió de par en par, saludó con su imperceptible sonrisa y dijo a Adriana:
—¿Es tu mamá?
Mi tía se abalanzó a saludarla.
—¿No quieren pasar un rato? —insinuó doña Luisa.
El movimiento de su mano invitando a pasar el umbral de la puerta era ya un convite.
No hubo más remedio que resignarse: me decidí a ensordecer otra vez.
A mí me gustaba llevar allí a Adriana para que doña Luisa la viese, pero que mi tía Frida fuese a ver todo lo que había en aquella casa, todo lo que doña Luisa había hecho, me irritaba a pesar de saber que iba a encontrarlo muy bien y que era persona capaz de juzgarlo.
Yo me repetía: Estamos perdiendo el tiempo. Mi tía Frida había venido a ver el Archivo, quería ver el pueblo, iba a ver después toda España. ¿Por qué se le antojaba también ver aquella casa?
Se metieron en el gabinete; yo retuve a Adriana a la puerta y pedí permiso para subir al salón.
Subimos corriendo, y al abrir la puerta, yo dije:
—Tienen todavía la casa a medio arreglar.
Adriana no me hizo caso, ni observó el salón vacío; esto me gustó mucho en ella. Fue en seguida a ver la música y separó unos cuadernos, diciendo que había encontrado sus piezas favoritas. Abrió el piano e hizo una escala, pero yo no la dejé seguir porque supuse que los niños estarían aún durmiendo la siesta.
Cuando bajamos encontramos a mi tía sola en el gabinete; había convencido a doña Luisa de que viniese con nosotros al Archivo y la había hecho ir a vestirse.
Volví a tirar de la mano de Adriana y la llevé al jardín, le enseñé el palomar que estaba ya desocupado, el emparrado, el pozo: aquel día había que ver cosas.
Salimos al fin con las dos señoras y vimos calles en cuesta desde donde se divisaba la ribera del Pisuerga. Vimos la iglesia por los cuatro costados y algunos paredones de casas señoriales; después, fuimos a ver el Archivo.
Mis dos tíos, Aurelia y Alberto, nos esperaban en la puerta, y entramos todos hasta el despacho de don Daniel, a quien ya se le había anunciado la visita.
Estuvimos allí sólo un momento, pero yo vi su mesa de trabajo y el ambiente que le rodeaba todos los días entre sus secretarios y ordenanzas.
Toda la patulea, uno detrás de otro, fuimos visitando salas con estanterías, con vitrinas y facistoles.
Yo quería que Adriana se metiese conmigo en los huecos profundísimos que formaban los muros en las ventanas y que dejáramos a los otros seguir viendo cosas, porque allí sí que había cosas que ver: desde unos se veían patios grises, profundos, desde otros la llanura. Allí estaba todo. Había, a veces, hierros rotos que sobresalían de la pared y no se podía saber para qué habían servido; huellas en la piedra como del roce continuado de sabe Dios qué.
Yo estaba segura de que si hubiera podido concentrarme y quedarme quieta un rato en aquellos banquitos laterales que tenían las ventanas, habría llegado a comprenderlo todo, a ver todo tal cual había sido en otro tiempo, pero no nos dejaban tranquilas ni un momento. Había que seguir, había que pasar a otra y otra sala, donde estaban las cartas de santos y de reyes.
Mi tía gritaba constantemente: «¡Adriana, ven aquí, fíjate en esto!». Le hacía observar una fecha o cualquier otro detalle, y para remachárselo en la cabeza le decía dos o tres palabras en suizo-alemán.
Después vimos los sótanos, los fosos, las poternas. Después salimos, al fin, al aire libre; había ya estrellas.
Vi que era poquísimo el tiempo que quedaba, pero cuando me preparaba a disponer de él, comprendí por la conversación que mi tía Aurelia les había invitado a venir a casa y que todos tomaban ya el camino.
Cosa increíble, había llegado el momento del deber. Mi tía Aurelia tenía que cumplir con ellos; esto lo repetía varias veces por semana y había aprovechado aquella tarde en que, secundada por sus hermanos, tenía más fuerzas.
Hubo dulces y copitas de Málaga. El ama trajo las bandejas y mi tía llenó las copitas cuidadosamente, como si fuesen de medicina.
Yo atendía sólo a lo que pasaba en un rincón de la sala. Mi padre, instalado en su butaca, había vuelto a tomar su actitud de convaleciente. Claro que el estar tan definitivamente impedido le daba ocasión a ello, pero los relatos de la campaña, que no se habían vuelto a oír en casa, con el pretexto de que mi tío no estaba en España a su llegada, fueron volviendo a salir, escuchados atentamente por la perra. Pero esto no duró mucho tiempo: mi tía Frida cogió una silla y fue a instalarse al lado de don Daniel, tratando de acaparar su atención con preguntas relativas a cosas que había visto en el Archivo. Él no quería desatender el relato de mi padre: parecía que le impresionaba mucho; pero mi tío Alberto no comprendía que le interesase más que la charla de su mujer y redobló su atención a mi padre como disponiéndose a cargar él solo con tan penoso deber.
Puesto que seguían aislados, mi tía Aurelia fue a llevarles dulces nuevamente. Yo aproveché la ocasión, tiré con una mano de doña Luisa y con la otra de Adriana y me las llevé al comedor. Cerré la puerta y empecé a suplicar a Adriana que bailase:
—Sea como sea, igual que lo hiciste anoche. Fue improvisadamente y resultó maravilloso.
Ella se resistía; yo no cejaba:
—Baila, por favor; si tardas en decidirte vendrá alguien y no podrá ser. ¿No ves que os marcháis mañana? Si no lo haces ahora, ya no hay otra ocasión.
Adriana se quitó los zapatos, se escondió detrás del aparador y dijo: «La dama».
Su voz no era la del día anterior, pero empezó a bailar. Yo estaba segura de que acabaría animándose, pero no había dado diez pasos cuando irrumpió en el comedor el ama, pasó por delante de ella, sacó cincuenta cosas del aparador y se marchó al fin.
Mis ojos iban de Adriana a la cara de doña Luisa; quería ver si producía en ella el mismo entusiasmo que en mí la noche anterior y vi que sí le gustaba, pero que repartía su atención entre el baile y el empeño que yo ponía en hacérselo admirar. Yo le apretaba el brazo y le decía:
—Me he pasado el día entero pensando en que pudiera usted verlo. ¿Verdad que vale la pena?
No pude oír su respuesta: mi tía apareció, queriendo arrancar a doña Luisa de la molestia a que se dejaba someter por condescendencia. Mi tía le decía:
—Venga usted acá, por Dios, la tienen aquí encerrada estas chicas obligándola a ver sus pantomimas.
Cuando mi tía entró, Adriana estaba haciendo de Marqués.
Doña Luisa quiso protestar, pero no hubo medio; nos sacaron de allí y se acabó todo.
En la sala siguieron hablando de cosas estúpidas. Al fin se levantaron para marcharse.
Ya en la puerta, doña Luisa volvió a decir a Adriana que su baile le había gustado mucho; le dio dos besos y le dijo como a mí el primer día:
—Adiós, querida.
Después se despidió de mí y me dijo sólo adiós. Me rodeó los hombros con el brazo, me apretó con fuerza y me dio un beso. Me besó en la mejilla, junto alojo; sentía sus labios entre mis pestañas; me retuvo largo rato apretada contra ella. La calle estaba oscura y yo la contemplé en el abrazo que me dio, como los ciegos que leen con el tacto. Me quedó impresa en los hombros la fuerza de su brazo delgadísimo; sentí apretado contra mi mandíbula el hueso que se le dibujaba en el nacimiento del cuello, y al mismo tiempo me pareció tan frágil. No sé si fue el perfume que llevaba o si fue que al sentir el relieve de su pecho me acordé del día aquel que la vi en la tartana al amanecer, con aquella piel transparente llena de venas azules.
Aquel abrazo, aquel beso más largo que lo acostumbrado, me ayudaron a conocerla, aunque su conocimiento siguiera siéndome inexpresable. Toda la noche pensé en ello y pensé que yo no merecía aquella ternura inmensa.
Al día siguiente los viajeros se fueron temprano.
Adriana y yo habíamos estudiado a fondo las posibilidades que había de que yo me uniese a su viaje, y habíamos llegado a la conclusión de que no existía ninguna, porque el único capaz de salir vencedor en la empresa era mi tío, y por el momento tenía que emplear toda su astucia en arrancar a mi padre algunas palabras fundamentales para su asunto. Pensamos que acaso si el pleito saliese bien, Adriana le pediría a su padre, para celebrarlo, que se metiese en aquel torneo y quién sabe si él obtendría también ese triunfo.
Claro que yo también hubiera podido obtenerlo, pero como en realidad eso significaba derrotar a mi padre, no quise que me viera tomar el partido de mi tío.
Desde que él llegó, yo había visto claro que mi padre le miraba como a un favorecido de la naturaleza. Mi tío tenía un año más y parecía hijo suyo. Llevaba con desparpajo aquellos trajes claros, extranjeros; él, que tenía un tipo más español que mi padre, y se veía que en Suiza coqueteaba de eso. El bigote rubio de mi padre estaba ya casi blanco: parecía uno de esos galos vencidos que se ven en las láminas.
El caso es que se fueron y todo volvió a quedar como antes. Aunque no enteramente igual que antes: las huellas de Adriana tardaron en borrarse de Simancas.
Había una cosa que me dolía y me descorazonaba: era que se creyese que mi entusiasmo por ella era una niñería.
Sólo doña Luisa había comprendido. ¡Qué misterio! Tengo la seguridad de que si yo hubiese explicado lo que significaba para mí Adriana, no sería ella la que mejor pudiera comprenderlo, y sin embargo le había bastado mirarme a la cara unas cuantas veces cuando yo le apretaba el brazo en el comedor.
Don Daniel, en cambio, me había dicho al día siguiente:
—¿Qué, ya se fue la niña de mazapán?
Y había empezado a venir tarde a clase.
En sus explicaciones mismas apareció de pronto una frialdad, como si estuviese arrepentido de haberme dado antes tanta importancia.
¿Qué podía yo hacer? ¿Echarle un discurso sobre lo que pensaba respecto a Adriana? De esto me consideraba enteramente incapaz. No había podido contagiarle mi emoción, ¿cómo iba a convencerle con razonamientos que resultarían enteramente torpes?
Fui retrayéndome yo también; en vez de estudiar hacía que doña Luisa se sentase al piano y tocase para mí sola las piezas que había separado Adriana. Ella no titubeó en complacerme.
Hacía una temporada que no venían las chicas del coro; los niños se entretenían ya uno con otro en la galería del comedor, y nosotras nos estábamos en el salón, que se llenaba de la música como un vaso se llena de agua bajo el chorro.
El salón seguía vacío, pero ya no tenía aquel aspecto de desván con cables enrollados sobre la puerta y cajas de cerillas por el suelo: ahora estaba pulcro, los cristales impecables, los postigos lavados con patas a y la tarima con arena. Doña Luisa no tenía nunca tiempo de ir a buscar los muebles antiguos que quería, por las almonedas de Valladolid.
Yo escogí para oírla el hueco del balcón más distante. Me sentaba en el suelo con la espalda apoyada en el postigo y veía todas las formas que aquella música dibujaba como moldes para el baile de Adriana. Todo estaba allí marcado: sus pasitos, sus reverencias. Caía la luz y doña Luisa seguía tocando, porque tocaba de memoria.
A veces, la imagen de Adriana desaparecía porque la música, aun siendo siempre semejante a aquélla, tomaba un acento más dramático; yo diría heroico. El compás ya no se ceñía a los ademanes de coger flores ni saludar a una dama. Había algo allí desesperado sin dejar de ser sereno. A mí me parecía que aquello quería expresar el peligro, algo así como el estar al borde de la muerte. Aquellas formas ya no expresaban los movimientos del baile, sino los de la esgrima.
Por la semioscuridad del salón pasaban fantasmas admirables, pero algunas veces yo no podía menos de quedarme mirando la única forma real que había allí, con sus hombros anchos y huesudos, su vestidillo de vuela y sus chinelas rojas jugando en los pedales.
A pesar de aquellos hombros, yo volví a ver allí su fragilidad. Los bucles castaños, que nunca estaban sujetos en su cabeza, se despeinaban aún más agitados por la música, y yo llegaba a pensar que aquello tenía que hacerle daño.
Esto ya me ha ocurrido varias veces: en momentos de gran emoción, cuando parece que mis cinco sentidos están absorbidos en algo, he visto, de pronto, así como lateralmente, alguna otra cosa ajena en todo a la que causaba mi emoción, como si mis facultades se centuplicasen y rebosaran de la zona donde parecen detenidas. Esas visiones no llegan a desviar mi atención, pero tampoco se pierden en el olvido: se quedan rondando como satélites de las emociones principales, sin desvanecerse nunca.
Abajo, en el despacho, hasta había vuelto a aparecer el médico. Cuando yo bajaba del salón y oía la famosa conversación ya empezada, me sentía ahogar como un náufrago en mi propia cólera y me decía: «¿Para qué vengo? ¿Cómo he podido creer a veces que yo llegaría a significar algo aquí?». Pero entraba y abría un libro, o decía que ya había estudiado en casa.
Don Daniel venía hacia la mesa y me hablaba con acento de condescendencia. Mientras tanto, el brazo del médico pasaba por encima de mi cabeza y sacaba un puro del mono; después se iba a un rincón del despacho, y con el puro entre los bigotes y la cabeza metida en un libro, murmuraba unas palabras. Don Daniel decía: «¿Qué? ¿Cómo?» y como el otro no contestaba más claro, acababa por ir a ver lo que estaba diciendo.
En la famosa conversación había un tema nuevo, tema que era el médico solo quien lo desarrollaba: adulaba constantemente a don Daniel.
Desde que había visto instalada la biblioteca y había contado por sí mismo los miles de volúmenes que contenía, no dejaba pasar diez minutos sin hacer alusión a la cultura de don Daniel, y no se daba cuenta de que a él eso no le hacía mella. Le contestaba con evasivas, con chistes, hacía caricaturas de su sabiduría. Un día, para sacudirse aquellas alabanzas pegajosas, le dijo:
—¡Qué quiere usted! Se nace con una predestinación, fíjese bien en esto.
Yo volví la cabeza; don Daniel señaló un rincón de la librería:
—Éste es el panal donde yo enterré mis catorce años.
Los ojos del médico se hincharon de admiración, como dos pompas, y se quedó un gran rato repitiendo:
—¡Es asombroso, es asombroso!
Don Daniel había puesto la mano en una obra que quedaba en el estante del fondo a la altura de su cabeza. Me fijé bien; eran nueve tomos de color café con leche.
Al otro día llegué temprano y dije a doña Luisa que no había podido estudiar en casa. Me abalancé al primer tomo y lo abrí.
La primera página, escasamente un par de minutos de lectura, fue la verdadera sensación del fin del mundo.
Me puse a considerar el libro por fuera, volví a leer el título: Historia de las ideas estéticas en España; cerré los ojos y seguí leyendo.
Si fuera verosímil, creería que había leído con los ojos cerrados, tal era la convicción que tenía de la inutilidad de mi esfuerzo.
No sé cuántas páginas llegué a tragar; sentí pasos y volví el libro a su sitio; la conversación venía ya por el pasillo.
Poco después, se quedó estacionada detrás de mí como una gran oscuridad, como una nube de tormenta, y detrás de ella, por las paredes, los siete mil libros llenos de desprecio, llenos de maldad; cerrados, aunque se dejasen abrir. Porque se nace con una predestinación, pero ¡hay que probar tantos resortes hasta encontrarla!
Cualquier reflexión que tendiese a calmar mi angustia me parecía necia; sólo se me ocurría buscar una especie de tranquilidad en el recuerdo de frases ajenas que en otro tiempo había juzgado llenas de mala intención. Frases de mi abuela que disimulaban mal su deseo de crítica: «Esta niña habla como un libro». «Esta niña no es más que cabeza».
Pues bien, me decía yo en aquel momento, si ése es mi destino, ¿por qué no puedo entrar en él?
No sabía por qué, pero el caso es que no podía.
Las palabras del libro que había intentado tragarme seguían delante de mí como una masa sin forma, como un fango donde iba hundiéndome; sin embargo sabía que otros habían avanzado por ellas; luego, aquella blandura, aquella viscosidad que yo notaba no estaba en el terreno que pretendía atravesar, sino en mis propios pies.
Mientras pensaba esto mordía la pluma y aspiraba el olor desesperado de la tinta. La mesa, la carpeta, todo estaba lleno de manchas de tinta que soltaban aquel olor, tan acre como el que salía de la cunita del chico del jardinero, tan desapacible como si fuese causado por la indecisión y la torpeza de un bebé que acaba de nacer y parece que está agonizando. Porque la gente no se da cuenta de cómo los bebés luchan con sus dificultades y encuentra graciosos sus titubeos, ¡cuando son horribles!
Querer coger lo que está a la derecha y quedarse corto, no alargar la mano lo suficiente o pasarse, abalanzarse bruscamente y derribarlo y quedarse siempre con las manos en el aire sin saber si llorar o reír.
Enteramente igual era mi lucha: leer un párrafo y no comprender, volver atrás, seguir adelante y encontrar una frase que se tambalea porque más de la mitad es incomprensible, encontrar aquí y allá las palabras del uso diario y, entre unas y otras, puentes o callejones oscuros por donde no se puede pasar y, si se pasa, es como si no se hubiese pasado.
¿Por qué no le advertirán a uno algo de esto? Tienen por sistema quedarse a la orilla; así les sentía yo, parados detrás de mí, a ver si nada uno en esta agua turbia o si se va al fondo.
Pero ni siquiera esperaron allí el resultado, pues no sabían que yo estaba empeñada en aquella lucha; se fueron, pasaron junto a mí, y cerraron la puerta.
Yo fui pausadamente, como cuando quiere uno convencerse a sí mismo de que no tiene miedo, cogí el libro otra vez y lo abrí. Pausadamente, me esforzaba en ir pausadamente, y avanzaba en la sombra o en la luz cegadora, pero seguía adelante, sin aturdirme. Dos, tres, quince páginas amarillas, con señales de lápiz en los márgenes, con algunas manchas como de dulce, con insectos aplastados en las junturas de las hojas. Lo veía todo porque iba muy despacio; después empecé a leer de prisa, y ya no vi más detalles.
Me pareció que se hablaba allí de un sitio conocido, no se describía ningún paisaje, y aunque se hubiera descrito, yo no podía conocerlo, puesto que todavía no había salido jamás de la provincia, pero sentía que las cosas de que se hablaba estaban por allí muy cerca. Lo que comprendí al fin enteramente fue la descripción de dos caballos que tiraban del carro del alma. Sus fisonomías se destacaban de las páginas como uno de esos cuadros que se salen del marco: uno, perfecto, de formas puras, obedeciendo a las órdenes del conductor; el otro, irritado, con los ojos colorados y las crines revueltas, tozudo.
Yo no sabía dónde había visto ya todo aquello y realmente puedo asegurar que no lo había visto nunca; en primer lugar porque no estaba en ningún sitio; era como una visión celestial, pero si estaba en el cielo debía encontrarse en el distrito que correspondía exactamente a la provincia de Valladolid. Me parecía haberlo visto siempre pintado en nuestro cielo como en el techo de uno de esos salones imponentes donde hay jueces y magistrados.
¡De qué felicidad se sentiría uno comunicado si pudiera vivir siempre bajo un techo pintado así!
Yo había visto alguno, no sé si en la Universidad o en el Ayuntamiento. Recuerdo que lo vi desde la puerta del salón que estaba vacío. Andaba por allí un bedel quitando el polvo y dos gatos por entre las patas de los sillones, y yo había pensado que así tenían que ser las salas donde se administrase la justicia.
No sé por qué, desde el quicio de aquella puerta, había visto aquella palabra con un trazo noble, porque era una de las que yo abominaba de ordinario. Siempre que oía a los demás: «Esto es justo, esto no es justo», yo me decía: «Bastante me importa a mí de vuestra justicia». En cambio, bajo un techo así, la veía enteramente de otro modo.
No sé si estos pensamientos me sacaron del libro o me ayudaron a entrar en él; leí muy poco más y me parecía que lo había leído todo.
Desde entonces, la idea de no poder comprender algunas de las cosas que dijera ya no me resultó humillante. Era tan cierta la altura de todo aquello, que no significaba derrota el que tardase mucho en llegar a ello.
Cuando salí del despacho, doña Luisa estaba en el comedor; al despedirme de ella le eché el brazo por la cintura y la llevé hasta la puerta. Nos quedamos allí un rato y yo tenía ganas de hablarle de las cosas en que estaba pensando, pero, como siempre, no le dije nada: esperé que el contenido de mi cabeza bajase por mi brazo, penetrase en su cintura y subiese hasta la cabeza de ella. Al cabo del rato me miró muy fijamente y me dijo:
—¡Qué tarde te has dado de estudiar!
—¿Cómo lo sabe usted…? —yo iba a decir «doña Luisa», pero ella me miró antes de terminar la d y dije Luisa sólo.
Ella dijo:
—No sé, pero lo sé.
Entonces me marché y al día siguiente volví con un ánimo templado como en los mejores días. Iba ligera por la calle, sintiendo que los paredones grises de las casas tenían encima aquel cielo azul donde galopaban los dos caballos, y cuando llegué Luisa estaba cosiendo en el lado derecho de la galería, don Daniel leía en el sofá del despacho y no estaba el médico; no podía pedir más.
Abrí los libros, haciendo por no hablar para no distraerle de la lectura, pero él me dirigió algunas palabras de cuando en cuando. Después se acercó a la mesa, abrió como por azar una Historia y también como impensadamente se puso a hablarme del Derecho Romano.
Hasta aquello me resultó ligero, como me hubiera resultado cualquier otra cosa en ese día.
Le escuché con atención; pero al mismo tiempo, con ese discurrir que funciona siempre aparte, en un rincón de mi cabeza, fui considerando lo fácilmente que se había reanudado aquella situación tan perfecta, en la que no quedaba el menor rastro de mis estúpidas ambiciones ni de mis disparates.
¡Estábamos tan bien en ese momento! Pero yo había dejado la cartera de mis papeles en una esquina de la mesa, y empujada por uno de los libros que manejábamos se cayó al suelo. Como estaba abierta, los cuadernos se escaparon de ella y de uno de los cuadernos una hoja que yo había guardado, arrancándola de mi vieja Historia Sagrada cuando iba a desecharla.
Don Daniel la recogió y la puso sobre la mesa: tenía un grabado que representaba al profeta Daniel en el foso de los leones.
No podía parecer que estaba allí por casualidad, pero si hubiese podido parecer lo, yo lo habría desmentido poniéndome colorada hasta echar fuego por la piel.
Don Daniel hizo como que no lo notaba, pero cuando yo fui a guardarla me apartó la mano, la cogió él y se quedó mirándola tiempo y tiempo.
Me fue difícil adivinar por su cara lo que estaba pensando: la examinaba con una atención enorme y yo no podía imaginar qué detalle estaría descubriendo. Al fin vi que la examinaba con la atención con que se confronta un dibujo con el modelo, y en seguida él me confirmó en mi idea. Me miró y me dijo:
—Hay una gran diferencia. Hay una diferencia inmensa, Leticia.
Hizo un silencio tan grave, que yo creí que se disponía a revelarme algo tremendo, pero sólo volvió a insistir:
—Yo quisiera que te dieses cuenta por ti misma de que hay una diferencia inmensa.
Vio que estaba asustada y quiso zanjar la situación con una broma; echó el grabado sobre la mesa y dijo como conclusión de lo anterior:
—A mí me comerán mis leones.
Aproveché la ocasión que me daba de seguir la broma y dije:
—No lo creo, estoy segura de que a usted tampoco le habrían comido.
Me atajó:
—No estoy hablando de si me habrían o no comido: digo que me comerán.
Metió la hoja en la Historia que había quedado abierta, allí donde estaba lo del Derecho Romano, la cerró y la echó a un lado.
Volvimos a estudiar, volvió a explicarme algo, no recuerdo qué, sin interés por parte de ninguno de los dos, pero con gran empeño de borrar la escena pasada y terminar la lección en el mismo tono que había empezado.
De pronto oímos —acaso hacía ya tiempo que sonaba, pero los dos nos dimos cuenta en el mismo momento— una música que llegaba al despacho. Luisa estaba tocando arriba, en el salón, y no lo comentamos. Podíamos haber dicho: «qué bien toca»; o simplemente: «está tocando», porque la cosa era desacostumbrada, pero no lo comentamos y esto le dio más gravedad al hecho.
Vi que don Daniel esperaba que yo quisiera irme con ella; yo no disimulé que la estaba escuchando; le dejé mucho rato esperar que le pidiese que terminásemos la lección. Yo no notaba en que sacaba temas de esos que lo mismo pueden prolongarse que interrumpirse. Decía de pronto: «Bueno; de esto tendríamos que hablar más largamente», y hacía un silencio para ver si yo lo aprovechaba, pero yo dejaba que el silencio quedase vacío, es decir, lleno de la música que bajaba del salón. Hasta que la música cesó; Luisa no pudo resistir mucho tiempo aquella soledad. Oí sus chinelas por la escalera.
Al poco rato don Daniel dio por terminada la lección y yo me fui como si no hubiera pasado nada.
Creí que lo habría sólo por matar el aburrimiento un rato, pero no fue así: Luisa siguió tocando un día y otro a la hora que dábamos la lección y yo seguí sin comentario y sin sospechar que tocase también cuando yo no estaba allí.
Una mañana salí a comprar no sé qué y al cruzar la plaza oí desde lejos su piano.
Lo oía y no lo creía; me fui acercando; eran poco más o menos las doce, caía el sol de plano y ella tocaba sin parar.
No tocaba las piezas de Adriana; esto era algo diferente. Yo tenía ya hecho el oído a aquella música que ordenaba las notas como en collares y me parecía conocer las guirnaldas que formaba con todas sus variantes posibles; en cambio, esta otra describía una curva muy diferente; más lánguida, aunque muy hermosa también.
Yo iba pensando en esto y en que allí había un misterio; mientras tanto iba subiendo las escaleras de puntillas.
Me quedé en la puerta del salón, que estaba a medio cerrar, y cuando terminó hice un poco de ruido; ella volvió la cabeza.
—La oí desde muy lejos —le dije.
Luisa hizo un movimiento con las cejas que quería decir que había hecho bien en ir. Esperó un momento que yo le hiciese una pregunta y en seguida decidió decir algo que, siendo una explicación, no respondiese a lo que yo pensaba preguntar. Se miró las manos y dijo:
—Los dedos se oxidan enteramente si los abandona uno.
—Estaba usted tocando de un modo maravilloso —dije.
—¡Oh! No, todavía no —contestó—, aunque no sé si sería más exacto decir ya no.
Se agarró con las dos manos al asiento de la banqueta, y apoyando las puntas de los pies en el suelo, la hizo girar hasta sacar todo el tornillo que la elevaba; después encogió las piernas y se dejó descender, dando vueltas rápidamente. Daba vueltas para tomarse el tiempo de decidir si me contaba o no su secreto. Pero oímos los pasos de don Daniel abajo y salimos a la escalera.
Cuando don Daniel nos vio juntas, creyó explicarse mi silencio de por las tardes suponiendo que venía por las mañanas a acompañar a Luisa en sus estudios; y a mí no me dijo nada, pero a ella le preguntó de pronto:
—¿Qué tal, va progresando eso?
Y ella dijo:
—Poco a poco.
Entonces yo me di cuenta, no ya de cómo se hablaban, sino de que se hablaban; hacía tiempo que no les había oído cruzar una sola palabra.
Analicé a fondo aquellas dos frases, pero no saqué nada; sólo conseguí que el misterio de la música pasase a segundo término.
Y en casa, durante la comida, pensé todo el tiempo que acaso había entre ellos un silencio igual al que reinaba de ordinario en nuestro comedor. Claro que allí estaban siempre los niños que gritaban y se abalanzaban a las cosas, pero ellos seguramente seguirían sin hablar.
Me empeñaba en encontrar en las dos frases que había oído algo como la clave de todas las frases que pudieran cruzarse entre ellos y me parecía verlas, sin sospechar, claro está, las palabras de que estuviesen compuestas. Lo que veía era sólo aquella brevedad seca con que don Daniel había soltado la suya, y aquella firmeza tímida con que Luisa había contestado.
Algún otro diálogo así me parecía que podría estar originándose en aquel momento, rompiendo el silencio que flotase sobre los platos y las copas.
Lo que más me llevaba a sentirme en su comedor y a imaginar su diálogo o su silencio, era que recordaba perfectamente el olor de la comida que tenían aquel día. El olor de su cocina, que tenía un atractivo tan irresistible, no podía compararse con el de la de mi casa: de allí siempre trascendía alguna especia exquisita o ese vaho que dejan como una estela las cosas que salen doradas del horno.
Cuando yo estaba bajando la escalera tenía aún la imaginación ocupada por el secreto de Luisa; después, don Daniel soltó aquella frase, en el mismo momento en que yo iba a decir: «¡Qué olorcito llega hasta aquí!». Con esto habría bastado para que Luisa me hubiera hecho quedar y hubiera podido observar si hablaban, y, si hablaban, cómo hablaban.
En silencio, como todos los días entre nosotros, mi tía me puso en el plato un enorme pedazo de gallina cocida en el puchero; yo lo hice desaparecer en cuatro bocados y ella volvió a servirme otras muchas cosas. Como vio que yo no la contenía, exclamó: «¡Qué modo de comer, señor, no he visto cosa igual!».
Ella no podía comprender que el hambre que yo tenía en aquel momento no podía saciarse con nada.
Otra persona, con semejante angustia, no habría podido tragar una miga de pan. Yo estaba sintiendo una especie de impaciencia que me atragantaba, y devoraba todo lo que tenía delante como para acabar con ella. Porque de pronto me parecía que lo primero que había que hacer era acabar con algo, o hacer que algo cambiase, que ocurriese cualquier cosa.
Bien que mi padre y mi tía hubieran decidido morir lentamente; nadie podía impedírselo. Luisa tenía su música, don Daniel sus libros y su conversación; yo les tenía a ellos, es verdad, pero era necesario que en Simancas un día al menos fuese diferente de los otros.
Cuando dejaron de ponerme cerca cosas comestibles, seguí rebuscando migas por el mantel y pensando que aquella inquietud que me invadía era una cosa sin sentido, que no podía comunicar a nadie, y que si la comunicase nadie la comprendería ni me secundaría en combatirla. Esto lo sentía con una firmeza que tenía el ímpetu de una provocación. Hubiera querido gritar aquello, echárselo en cara a alguien, acaso porque sentía que podía hacer brotar algo de la sombra, que algo estaba germinando a escondidas de mí.
No dije nada, se sucedieron dos o tres lecciones más sobre temas pétreos, sin que decayese un momento el rigor de la explicación ni la intensidad de la atención. Encima, los acordes, como un fenómeno natural, como el viento cuando silba en las chimeneas.
Al cuarto día, llegué y encontré la casa como desierta, pero al estar todo abierto, comprendí que alguien andaría cerca. Me puse a estudiar en el despacho; al poco rato oí unos pasitos, y Luisa apareció en la puerta.
Entró, y apoyó los codos en una pila de libros que había sobre la mesa, dejando colgar las dos manos delante de mí.
Sus manos estaban transfiguradas.
Parecía imposible que aquellas manos que yo tenía delante se hubiesen hundido jamás en las pastas harinosas, que hubiesen martillado, ajustado tuercas, desenrollado la pegajosa cinta de empalme. Sus manos, en aquel momento, eran espíritu puro.
Llevaba junto a la alianza un anillo que siempre había llevado: era un arito estrecho, de turquesas; el azul cambiaba de matiz haciéndose más verdoso en algunas piedras, de esas que parecen maceradas y que la gente llama enfermas. Esto le daba un aspecto de cosa tan viva, que más que anillo parecía una vena: tenía exactamente el color de las venas que se le transparentaban en el dorso de la mano.
Yo empecé a decir:
—Me…
Y en aquel mismo momento Luisa dijo:
—Sabes…
Nos callamos en seco, y en seguida empezó una discusión sobre cuál de las dos tenía que hablar primero. Al fin ella cedió.
—Te iba a preguntar —dijo— si sabes que en el mes que viene son las bodas de plata de la maestra con su escuela.
—¿Cómo es posible, si parece tan joven?
—Cerca de los sesenta —dijo Luisa— hay que hacerle un gran homenaje, ¿no te parece? Se inaugurarán con él las clases el primero de septiembre, que fue el día que ella tomó posesión.
En seguida empezó a contarme que había venido el alcalde a leerle una carta de las damas que formaban la sociedad benéfica que había costeado los estudios a la maestra, donde pedían a las señoras de Simancas su cooperación en el homenaje que pensaban rendirle. La maestra era la primera de las jóvenes pobres a quienes habían favorecido, y querían conmemorar aquellos veinticinco años de vida virtuosa como el mayor triunfo de su sociedad.
Mientras Luisa me contaba todo esto, yo me sonreía, recordando que días antes, al llegar a casa, había visto que salía el alcalde y que se detenía largo rato platicando con mi tía en la puerta. Yo le había preguntado a mi tía:
—¿Qué te decía?
Y ella me había respondido:
—Nada, tonterías.
Se lo conté a Luisa, y ella, un poco desconcertada, dijo:
—Pues yo le contesté que haré todo lo que esté en mi mano.
—Usted no podía contestarle otra cosa —dije yo—; pero ¿usted sabe qué es todo lo que está en su mano?
—No. ¿Qué es lo que está?
Me reí tanto de su mirada inocente que no pude responder, y ella exclamó:
—¡Ah! ¿Qué era lo que ibas a decir antes?
—Iba a decir, precisamente iba a decir que me gustaría ver en su mano una espada.
—¿Una espada?
—Sí, he visto tantas cosas en sus manos, que de pronto pensé que me faltaba por ver eso: así, como se dice, una espada refulgente. Me gustaría ver que su mano la cogía por el puño de oro, junto a la cruz, y la levantaba en alto.
Seguí diciendo no sé qué tonterías sobre el arcángel san Miguel y vi que Luisa se retraía ante aquella idealización de sus manos, se encogía asustada, casi temblando, pero en realidad como ya otras veces la había visto, no asustada, sino desorientada, indecisa, sin saber cómo reaccionar, sin querer reaccionar.
Al fin, con uno de esos suspiros que van hacia adentro absorbiendo el aire por la nariz, se sacudió la indecisión y alargando la mano, me dio una palmada en la frente, con fuerza, diciendo:
—¡Qué cabeza a pájaros!
Yo me había concentrado tanto en la contemplación de su mano, que habría necesitado besarla, pero se me escapó: don Daniel estaba en la puerta.
Vino hacia la mesa, se sentó en su silla, tenía una sonrisa extraña; no puedo menos de decirlo: cruel.
Empezó diciendo:
—Hoy tienes la vena épica, ¿no?
No contesté. Él siguió:
—Me parece que la historia de Alejandro Magno te resultaría hoy un cuento de niños.
No pude contestar. Don Daniel dijo:
—Mejor una ojeada a la regla de tres, eso templa más los nervios.
Contesté al fin con voz enteramente serena:
—Mucho más.
Días después, al encontramos juntas, entregadas a la costura, don Daniel soltó otra frase sarcástica:
—Eso, más que homenaje, va a ser una fiesta galante.
Luisa y yo nos callamos; ahora le tocaba a él el turno de no ser comentado.
Yo dejé sobre la mesa lo que estaba cosiendo y pasé al despacho. Me había esforzado en estudiar más que nunca, a pesar de que pasaba horas enteras ayudando a las chicas en casa de una de ellas a terminar sus labores para la exposición que pensaban hacer, y de que luego, con Luisa, me ocupaba del vestido que iba a llevar a la fiesta y del papel que me estaba destinado, pero creía que podría abarcarlo todo y en realidad podía.
Ni mi atención ni mi inteligencia quedaban mermadas por aquel esfuerzo; lo que pasaba era que don Daniel falseaba su técnica: antes no había hecho más que enseñarme lo que yo ya sabía, en aquel momento se me hizo evidente. Todas sus explicaciones habían tomado siempre como base puntos centrales cuyo conocimiento poseía yo profundamente y él a aquello le añadía ramas por donde corría una sustancia que nunca era extraña para mí. De pronto cambió, aunque no de un modo ostensible. No me daba lugar a preguntarle por qué las cosas eran diferentes, pues, es más, si yo hubiera intentado demostrar que percibía la diferencia, no me habría sido posible señalar en qué consistía. El caso es que cuando todo parecía marchar por sus cauces habituales, con un inciso abordaba regiones desconocidas, sin prevenirme, como dando por sentado que aquellas regiones habían sido siempre dejadas al margen por condescendencia suya o más bien por certidumbre de que mis fuerzas eran escasas para penetrar su intrincamiento. Así, al abordarlas, lo hacía siempre con una frase neta, precisa y tan compleja que en un instante proyectaba delante de mí todas las perspectivas de mi ignorancia. La frase no era nunca una explicación ni tampoco una pregunta brusca, pues con esto hubiera descubierto su nueva táctica: era generalmente una alusión a cosas de las que se podía decir mucho y de las que no había ni por qué preguntar.
Yo tenía la fuerza de voluntad suficiente para no demostrar mi desconcierto, pero me iba a casa llevándome dentro aquellos enigmas, tan irremediablemente como el que se ha tragado un veneno y sabe que no puede deshacerse de él y que poco a poco va a ir invadiéndole.
El efecto de aquellas palabras era realmente mortífero, porque todo se anulaba delante de su vacío. Estaban bien delimitadas en mi cerebro, pero como figuras recortadas en un papel; toda su área era un hueco, y el resto de mis facultades se asomaba allí, fascinando, a punto de dejarse tragar.
De pronto, la memoria, cuando ya no le quedaba nada que hacer en el terreno de la inteligencia, traía al primer plano un sentimiento, una especie de pasión. Y digo una especie, porque era una especie de mala pasión, mezclada también de buena: algo así como una ambición, como una venganza y como una ilusión encantadora al mismo tiempo. Entonces me abalanzaba sobre el libro, y leía un par de veces el poema que había elegido para recitar en la fiesta; después, a oscuras, lo repetía infatigablemente, aunque me lo sabía de memoria, sin fallar en una coma, pero ensayaba mentalmente las inflexiones que daría a la voz, las pausas o los bríos que tenía que poner en determinados pasajes.
Nunca me atreví a recitarlo en voz alta y, sin embargo, estaba segura de que mi voz sería perfecta.
A veces, en mi cuarto, había dicho un par de versos y me había callado en seguida, con una especie de vergüenza de estar diciendo aquello ante el espejo del armario, viendo reflejados en él la cama, la percha y el lavabo, y sobre todo viéndome yo así, en traje de casa, tan diferente de lo que tenía que ser, de lo que tenía que lograr ser el día de la fiesta.
A Luisa le había recitado sólo algunos trozos; ella parecía no haber leído el poema; yo no le dejé nunca el libro. Le hice una descripción aproximada y ella me dijo que le parecía espléndido antes de escucharme.
Lo más difícil fue imponer les nuestro plan a los de la Comisión Organizadora.
Una tarde, el alcalde los reunió a todos y fue aceptado sin oposición de nadie todo lo que propusieron para la primera mitad del día: la misa, la exposición de las labores, el banquete para la gente importante.
Luego se pasó a discutir la fiesta solemne en el Ayuntamiento, que sería a media tarde.
Todos convenían en que debía durar poco aquella fiesta, pero según el número de cosas que pensaban acumular en ella parecía incalculable su duración.
Luisa se había empeñado en llevarme con ella a aquella reunión, pues decía que así tendría más valor para hablar. En efecto, intervino con gran aplomo.
Empezó diciendo que ella, como no era de Simancas ni tampoco podía considerarse forastera, quería hacer algo particularmente y se ofrecía a tocar unos valses de Chopin para que la fiesta resultase más amena.
El alcalde dijo en seguida:
—Bien, muy bien, no puede haber una fiesta sin música y a mí me parece que tratándose de una señora la banda no está indicada.
Todos aprobaron. Luisa añadió:
—Leticia, la niña del coronel Valle, está en un caso parecido; no aprendió sus primeras letras con la maestra, pero ha recibido de ella algunas enseñanzas y sobre todo le tiene mucho afecto; puede recitar en honor suyo algunas poesías.
Todos dijeron ¡muy bien! también, y el médico añadió:
—Sería conveniente que recitase alguna poesía alusiva.
Luisa le atajó:
—¿Quién iba a escribirla? —creyendo que no tendría el valor de contestar, pero, por si lo tenía, antes de darle tiempo a tomar aliento, siguió—: Aquí no hay nadie destacado en las letras, es mejor que diga versos de algún gran poeta de la localidad; recitará un poema de Zorrilla.
—¡Qué barbaridad! —exclamó el médico. Después, asustado de su exclamación, añadió—: ¡Pero, doña Luisa, Zorrilla es un poeta que ya no interesa a nadie!
—No me negará usted que es un gran poeta.
—Un gran versificador, señora, un gran versificador, que no es lo mismo.
La discusión duró eternidades. El alcalde no se atrevía a imponer su criterio porque no lo tenía, y miraba al espacio por encima de las cabezas de los otros. Miraba muy lejos; yo creo que se había trasladado mentalmente al paseo central de los jardines de Valladolid cuya avenida remata en un extremo con la estatua de Colón y en el otro con la de Zorrilla, y como él tenía una medida justa del valor del primero, pensaba que el hombre que estaba en la otra punta del paseo no podía menos de ser alguien. Al fin intervino, invocó la cortesía, la caballerosidad, y tomó el partido de Luisa.
Todo quedó establecido tal como nosotras lo habíamos proyectado.
Después vino una semana de fiebre: mañana y tarde bordaba en la escuela con las chicas y luego corría a casa de Luisa. Me había llevado allí mi vestido de la primera comunión, y, entre las dos, lo transformamos un poco: largo hasta el tobillo, la banda de seda bien ajustada a la cintura, sin cuello, por supuesto, y las mangas fruncidas, sujetas en el antebrazo con una gomita.
Luisa me dijo:
—¿Por qué te empeñas en ponerles un elástico?
Y yo le confesé:
—Ya verá usted el mecanismo, mi tía no me deja nunca llevar mangas enteramente cortas.
A última hora de la tarde empezaba el suplicio. La sonrisa de don Daniel se había congelado en su boca; andaba con ella por la casa sin variar, sin atenuarla ni acentuarla. Más que una sonrisa era un modo incalificable de enseñar los dientes: era la sonrisa de un lobo.
Es fácil imaginar que si un lobo se sonriese se sonreiría así, pero es que si un lobo se metiese las manos en los bolsillos del pantalón también lo haría igual que él, igual que él se apoyaría en los quicios de las puertas o se marcharía por el pasillo en silencio.
Lo que era mucho peor que todo lo que pudiese hacer un lobo eran las frasecitas que dejaba caer de cuando en cuando.
Una tarde, al levantarme para ir al despacho, a Luisa se le ocurrió decir:
—Hoy tienes una cara de cansancio atroz.
Don Daniel añadió:
—Mejor será que dejes los estudios hasta que terminéis de preparar entre las dos la enésima olimpíada.
Entonces me marché, dije que era cierto que estaba rendida, y me fui a la calle, pero no a mi casa. Bajé por un callejoncito a la izquierda y oí la campana de la ermita del Arrabal; fui hacia allí. Entraban muchas mujeres a la novena; acorté el paso hasta que entraron todas; sólo quedaba una pobre, con su perro en la puerta, y al fin acabó por entrar también.
Llegué a la ermita y la rodeé hasta encontrarme detrás, enteramente junto al ábside; desde allí apenas se oía el murmullo de dentro. Había una soledad maravillosa. En toda la vertiente de la colina no se divisaba ni un alma, aunque, a pesar de estar ya puesto el sol, la luz era tan limpia que se podía contar las pajas que habían quedado de la siega.
El silencio era absoluto. Tosí un poco para ver qué resonancia tenía allí la voz: no había ningún eco. Si hubiera gritado, mi voz se habría perdido en seguida en la llanura, y hablando a media voz podía percibir muy bien el tono justo, que sin duda no llegaría al interior de la iglesia.
Recité el poema entero. Los cuatrocientos cuarenta y ocho versos se extendieron por el espacio tal como el autor los había concebido: formando un gran camino ancho al principio, y al final como un hilo delgadísimo.
El poema era La carrera, ese leyenda del rey moro cuyo caballo desbocado le lleva al paraíso, y allí, en aquella paz perfecta, me convencí de que resultaría hermosísimo. Brotaría de mis palabras la figura sublime que se escapa de la tierra, y yo, de cuando en cuando, extendería un brazo que sin señalar, con la mano abierta, indicase, entre las filas de la gente notable, una figura tan superior como la de uno de esos personajes que están señalados por un destino singular.
Estaba segura de lograr el efecto deseado, porque mi voz era la única cosa que consideraba verdaderamente satisfactoria en toda mi persona, y mi dicción era tan perfecta, que hasta la gente del pueblo me la elogiaba continuamente.
Dudaba más de la presentación, el traje, el modo de poner los pies: allí no me veía en ningún espejo y, sin embargo, notaba que estaba bien.
De pronto, apareció el perro de la pobre y se me acercó esperando que le acariciase, pero yo no me interrumpí; seguí recitando y le miré fijamente. Se azoró y se marchó con la cabeza baja.
Estuve allí mucho tiempo, hasta que se hizo de noche y empezó a darme miedo; decidí entrar, pero habían terminado los rezos y salía ya la gente. Me metí entre el grupo y nadie se dio cuenta de dónde salía yo.
Yo no creía que en la mañana del día aquel pudiese pasar nada: estaba ausente, concentrado mi pensamiento en las cinco de la tarde que habían de llegar, pero a las diez de la mañana empezaron a aparecer en la plaza los coches que llegaban de Valladolid, y en uno de ellos, el que menos curiosidad me inspiraba por estar ocupado por las damas más nobles de la sociedad benéfica, se presentó mi profesora.
Cuando yo vi, entre aquel montón de faldas negras, enormes, su figura esbelta, con un traje sastre gris muy ajustado, sentí que perdía el compás, el equilibrio, el centro de gravedad para todo el día.
Habría querido esconderme, habría querido también tener cerca a Luisa para apretarle el brazo y cambiar con ella una mirada, pero estaba con mi tía, que se había creído comprometida a ir a la iglesia, y yo esperaba que se fuese a casa para unirme al grupo de los que iban hacia la escuela. La vi y no pude dar un paso.
También mi tía la vio y dijo:
—Hay que ir a saludarla.
Yo le indiqué que era mejor esperar a que no estuviese tan rodeada de gente. Claro está que mi indicación le pareció acertada.
Me quedé reflexionando. Luisa iba ya con la maestra y la vi que echaba miradas en redondo buscándome. No podía comprender por qué no estaba yo con ellas; pero yo quería ordenar mis ideas.
Al fin, mi profesora nos vio desde lejos y le salimos a la mitad de camino. Me puso una mano en el hombro y dijo:
—¡Lo que ha crecido esta chica!
Me pareció muy fría su voz. Siempre me había tratado como se trata a un muchacho, pero antes, en Valladolid, eso era como un estilo, como un juego convenido más bien. En esta ocasión me pareció simplemente una muralla, una restricción, porque en el juego yo ya no podía entrar.
Mi tía se puso a charlar con ella; es la única persona a quien la he visto hablar con naturalidad. Yo me escapé: no podía más.
Corrí hacia la escuela, donde estaban preparando todo para la llegada de las damas de la comisión. Luisa me interrogó con los ojos, yo hice un gesto como si escapase de una gran tortura y dije: «¡Mi tía!…», nada más. Así Luisa podía suponer que había tenido una de esas escenas desagradables, sin importancia en el fondo…
No sabía cómo contarle mi encuentro; yo le había hablado muchas veces de mi profesora con todo el entusiasmo que su recuerdo me inspiraba, y en aquel momento me resultaba infinitamente penoso que la viese tan distanciada de mí y que se diese cuenta de que aquello podía influir en mi estado de ánimo y dar ocasión a que me pusiese en ridículo por la tarde. Pero fue inevitable que nos quedásemos más o menos solas y que pudiésemos hablar lo que quisiéramos porque las dos nos pusimos a arreglar una larga mesa donde estaban expuestas las labores. La mesa la habían compuesto de pupitres unos junto a otros, recubiertos por sábanas blancas, y nosotras empezamos a sujetar con chinches una cinta amarilla y encarnada formando guirnaldas todo alrededor, con lazos en las esquinas.
Yo me sentía morir por no poder explicarle a Luisa que aquello me resultaba horrible. Horrible no es la palabra: desastroso.
Si mi profesora no hubiera aparecido allí, yo no lo habría notado, pero saber que iba a pasar sus ojos sobre todas aquellas cosas, me deprimía hasta dejarme sin fuerzas.
Mi desesperación debía ser tan visible, que Luisa me dijo al fin:
—Pero ¿qué te pasa?
En aquel momento las damas llegaban a la puerta de la escuela, y con mi profesora, muy aparte del grupo, cogida de su brazo, y cuchicheándole al oído, mi tía.
Sobre aquel hecho fabriqué una explicación absurda, tan absurda que no puedo ni recordarla: algo así como que ya no tendría libertad para nada.
Luisa me suplicó que tuviese serenidad y yo le prometí tenerla. Para fingir que la tenía, me ausenté, dejé que las cosas pasasen a mi alrededor como si no las viese, y pasaron aquellos saludos, aquellas felicitaciones, aquellas alabanzas.
Al fin todos se fueron al banquete y yo con mi tía a casa.
La mesa estaba ya puesta. Al sentamos, mi tía dijo de aquel modo impersonal con que se hablaba en casa, como dirigiéndose a alguien que no se pudiera asegurar si estaba presente, sólo así, por si estuviese…:
—Ahí apareció, entre las beatas de la comisión esa, Margarita Velayos.
Mi padre levantó las cejas y sonrió:
—¡Hombre, Margarita!
Mi tía añadió:
—Dijo que cuando salga del banquete pasará un momento para verte.
Y después, como reflexionando ella sola:
—No sé qué habrá venido a hacer aquí, con todos estos pardillos.
Nadie dijo más, pero la expresión de mi padre quedó como dulcifica da mucho rato.
Yo tenía ya sobre la cama preparado el vestido, el cinturón, la cinta que iba a llevar en la cabeza; pensaba haber gastado dos horas o más en arreglarme, pero aunque pasaba el tiempo no me decidía a empezar. Sabía que iba a llegar mi profesora y no quería tener que explicarle lo que me disponía a hacer.
Paseé durante largo rato por mi cuarto, sin saber qué actitud tomar, sin acordarme siquiera del poema, prestando sólo atención a los ruidos que se producían en la puerta de abajo. Al fin oí abrir y las voces de ella y mi tía; bajé.
Cuando llegué al cuarto de mi padre, mi profesora estaba sentada en una silla baja junto a la butaca. Había un silencio como si nunca fuesen a romper a hablar. Al fin, mi tía se decidió a decir:
—¿Qué tal el banquete?
Mi profesora contestó, alzando los hombros:
—Lo peor fue el café.
—Eso se arregla tomando uno bueno —dijo mi tía, y salió de la habitación.
Ni una palabra más; los dos siguieron en un silencio apacible, sin violencia ninguna. Se veía que si no hablaban no era porque no pudiesen, sino porque no lo necesitaban, como si lo supiesen todo el uno del otro, como si fuese la visita a quien no se pudiese dar una sola noticia.
Yo me había puesto de espaldas al balcón, apoyada en la falleba de hierro, y les miraba recordando aquellos relatos forzados con que mi padre acostumbraba paralizar a sus visitantes. El campamento, los chacales, la perra, y el fondo nocturno de un designio que no había medio de penetrar.
Lo que pasaba en aquel momento no era que aquellas cosas quedasen olvidadas, sino, al contrario, que las callaban porque los dos las sabían.
Margarita Velayos, allí sentada, casi tocando con su rodilla la de mi padre, era como un oficial que hubiese luchado junto a él, que hubiese explorado con él las avanzadas en la sombra, que le hubiese visto caer y que fuese el único que conociese la cara del que le había herido.
Tomaron el café. Ella bebió su copa de coñac en tres sorbos: tres sorbos pequeños, pero bebidos largamente, con la copa abrigada por la mano, como los fumadores sostienen la pipa. Y al mismo tiempo que hacía aquel ademán varonil, su cabeza tomaba una actitud tan delicada como la de una virgen.
Tenía un perfil recto, impecable, una piel morena, y el pelo liso, muy oscuro, le caía naturalmente en bandeaux junto a la cara. Lo llevaba recogido en un moñito pequeño y sedoso que le colgaba en la nuca bajo el sombrero de panamá.
Las contradicciones que había en ella estaban tan depuradas, tan elevadas por su nobleza, que parecían como incorruptibles en aquel clima frío que se desprendía de ella.
Yo sentía mientras la contemplaba un dolor horrible en la espalda: era el pestillo del balcón que estaba clavándoseme junto a la columna vertebral, y dejaba caer sobre él todo mi peso, intentando domar por me dio de aquel dolor el torbellino de impulsos discordantes que se me revolvía dentro.
Al marcharme, mi padre tuvo mucho rato su mano cogida y le dijo solamente:
—He tenido una alegría muy grande.
La miró con una tristeza inmensa, como si le dejase ver aquella tristeza infinita para que por ella calculase lo grande de su alegría.
Yo llegué a la fiesta. Llegué vestida, peinada y dispuesta en todo exteriormente; el derrumbamiento de mi ánimo nadie lo conocía.
Fui con mi tía; yo misma la animé. Luisa y yo teníamos convenido ir juntas, pero por la mañana yo ya la había prevenido deciéndole que no podría zafarme del plan familiar y a ella no le extrañó. Con aquello yo seguía teniendo un pretexto para mostrarme desesperada y para justificar todos mis desaciertos. Pero una vez allí no pude continuar apartada; la gente se iba agrupando a su gusto. Luisa llegó con don Daniel, pero en seguida les separaron y ella vino a buscarme: creía que yo esperaba su ayuda.
Nos sentamos juntas. No sé quién estaba cerca de nosotras, no sé cómo empezó aquello. Discursos, aplausos, discursos.
La sala estaba llena; habían venido en ómnibus, chicos de las escuelas de Valladolid que bordoneaban como un enjambre. Era inconcebible que una voz, una sola voz, lograse imponerse a aquel murmullo, y yo no quería acordarme de que mi voz tenía que sonar poco tiempo después.
Pasó dos o tres veces por mi cabeza la duda de si recordaría el poema; esbocé mentalmente el primer verso y lo rechacé en seguida con una especie de repugnancia. Lo llevaba escrito en un papel, pero sentía que no tendría lucidez ni siquiera para leerlo y concentré toda mi atención en la forma que debía dar a la larga tira en que estaba escrito, sosteniéndola con una sola mano.
Había copiado el poema con letra menuda en una tira de papel apergaminado, que al sostenerla desenrollada formaría dos volutas en los extremos.
Tenía perfectamente ensayada la postura de la mano izquierda con la que lo sujetaría, y había invertido horas, días antes, en resolver el problema geométrico que diese una voluta para un lado y otra para el otro; porque si la tira estuviese hecha un simple rollo, al soltarlo formaría como una C, y lo que yo quería era que formase como una S, para lo cual había tenido que doblar la tira en dos, y así, una vez estirada, cada mitad se desenrollaría para el lado contrario de la otra.
Durante mucho tiempo esta idea fue el refugio de mi imaginación, y, mientras tanto, apretaba el rollo de papel hasta dejarlo demasiado fino. Luego temía que ya estuviese viciado y no reaccionase por sí mismo al soltarlo; lo aflojaba y después de tenerlo un rato suelto, volvía a ajustarlo.
Los discursos se sucedían en la gran plataforma donde habían puesto la mesa presidencial; a la derecha el piano de Luisa y a la izquierda un pequeño hemiciclo formado por macetas de laurel donde se situarían los que iban a recitar.
Subió primero un grupo de chicos a los que el maestro había enseñado un paso de comedia donde alguien moría y caía violentamente al suelo, dando con la cabeza en las tablas: ¡vergonzoso!
El brazo de Luisa que había estado enlazado al mío se deslizó por debajo de él; la miré, y vi que estaba empezando a quitarse el sombrero. Comprendí que iba a actuar. Llevaba una gran pamela de paja tostada sujeta con agujones; se la puso en las rodillas y sacudió los bucles, que parecían no haber sido chafados por el menor peso.
El alcalde anunció su actuación, rebuscó y amontonó frases, esforzándose en hacer que aquello pareciese razonable. Dijo que era un homenaje de amistad, que era el mejor ramo de flores; ponía los pelos de punta oírle.
Luisa, igual que había deslizado su brazo de debajo del mío, se desprendió de la silla que ocupaba, dejó el sombrero en el asiento y fue hacia las tres gradas que había delante del piano. Entonces me fijé en que llevaba un vestido que yo no conocía y yo no había hecho el menor comentario. Era estampado en los tonos de las hojas secas, y llevaba puesto un collar largo hasta la cintura, de color amatista. Cuando subía las gradas de la plataforma, resplandecía.
La música llenó la sala, como siempre. Yo olvidé todo el malestar pasado, porque de la majestad de aquella música emanaba una soledad en la que se disolvía cualquier circunstancia fea.
Oyéndola, había que olvidar el resto del universo y sentirse solo con ella, como en la soledad de su salón o como cuando, yendo por la calle, llegaban desde lejos sus acordes y todo quedaba como hipnotizado, y se reducía el mundo a una esquina, a una losa de la acera.
Cuando terminó hubo una salva de aplausos larga y prolongada, que decrecía y volvía a crecer numerosas veces, porque querían obligarla a repetir, y cuando unos aplausos aminoraban, arreciaban otros, en verdadera disputa, dejando a la sala a la expectativa de una cosa incierta, como cuando vuela sobre uno una bandada de palomas que se aleja y vuelve y no se sabe dónde va a posarse.
Hasta allí yo me sentí en una especie de éxtasis, pero de pronto entré en una confusión como si me viese acosada por algo que se lanzase contra mí inevitablemente: las palabras del alcalde, donde pude entender algo así como «La composición del eximio poeta…».
Me crucé con Luisa delante de la tribuna y le apreté la mano. Subí, y al pasar por delante de la mesa hice una reverencia. El alcalde señaló el hemiciclo de laureles y me dijo rápidamente en voz baja:
—Ponte allí, que se te vea bien.
Que el alcalde me encontrase digna de ser vista no quería decir nada; sin embargo, cuando llegué a los laureles—-el trayecto me había parecido una legua— estaba casi serena, porque al pasar por delante de la mesa miré maquinalmente hacia arriba y vi, entre los terciopelos escarlata que formaban el dosel, el retrato de don Alfonso XIII. Yo pasaba de prisa, pero en la mirada rápida que le eché, su actitud arrogante me pareció transformarse en un mohín despreocupado. Estaba representado de pie, sosteniendo el ros con una mano y apoyando la otra en la empuñadura del sable, y me pareció que alzaba los hombros con aquel mismo gesto que había visto hacer bajo mi balcón al hijo del señor Marcos. Me pareció oír la frase inolvidable: «Lo que tú quieras, salada», y sentí que me concedía de antemano el triunfo, que todo sería lo que yo quisiera; desplegué el papel y empecé a recitar.
Si es difícil en cualquier caso medir el aliento que hay que dar al primer verso, mucho más lo es en La carrera, pues el poema se desboca en las primeras palabras con el impulso de un caballo que no obedece al freno.
En los cuatro primeros alejandrinos ya me sonó a mí misma mi voz como un galope, y en seguida me esforcé en suavizar lo que había oído al médico llamar la monotonía onomatopéyica: no me fue difícil. Después de sugerir el ímpetu del caballo, empieza la descripción de las imágenes airadas que pasan junto al rey moro: el ritmo puede hacerse menos duro entonces, se puede realzar más las palabras, que son de por sí tan hermosas:
Del álamo blanco las ramas tendidas,
las copas ligeras de palmas y pinos,
las varas revueltas de zarzas y espinos,
las hiedras colgadas del brusco peñón.
Extendí el brazo derecho con un ademán vago. Me había levantado disimuladamente las mangas hasta el hombro antes de subir a la tribuna; aunque mis brazos eran sumamente delgados, no se les marcaban los huesos en las articulaciones; por lo tanto no eran prosaicos, por lo tanto podía accionar con ellos, y entonces giré un poco sobre los talones, dirigiendo el ademán como hacia el fondo de la sala.
En la primera octava, al aludir a la figura del héroe, mentando apenas al jinete real arrebatado por el ímpetu del caballo, yo miraba hacia la presidencia, sin poner en mi actitud más que la precisión pasiva de cuando se relata un hecho inactual. Después, al empezar a aludir a las imágenes y monstruos que poblaban el delirio del rey en su carrera, fui dirigiendo mis ademanes hacia todo el ámbito, como si empezasen a brotar allí, y en un momento dado, después de haber repetido varias veces que las imágenes pasaban en tal y tal forma, al decir nuevamente:
Pasaban y Al-hamar las percibía
pasar sin concebir su rapidez…
extendí el brazo hacia un determinado lugar, exactamente tal como lo había ensayado detrás de la ermita. Señalé a un sitio en la primera fila de espectadores, con la mano abierta, como si tocase algo con la punta de los dedos, como si descorriese un velo que descubriese el misterio. Y desde allí, desde la tribuna misma, sentí latir su corazón.
Esto no son sólo palabras: lo sentí.
Por la misma razón que mis sentidos naturales estaban casi anulados; miraba y no veía.
El murmullo, la inquietud del gentío, todo se había borrado, y también la distancia de cinco o seis metros que me separaba de don Daniel.
Era lógicamente imposible que yo desde donde estaba oyese latir su corazón, y también era fuera de toda lógica que él se sobresaltase al oír el nombre del rey Al-hamar como si hubiese oído su propio nombre. Sin embargo, así fue: en aquel momento no había entre él y yo ni distancia ni secreto.
Él veía las ideas que se agolpaban en mi cabeza como yo veía que la sangre se aceleraba en sus venas, porque además el poema me ayudaba no sé si a descubrirlo o a provocarlo. También era aludida allí la agitación interior del que cabalgaba fuera de donde es lógico cabalgar.
Recalqué, con el brazo extendido otra vez en la misma dirección:
Y en sus sienes golpeando sin tiento
de la sangre el latido violento
sus oídos zumbaban con lento
y profundo y monótono son.
Pero yo no quería sólo atormentarle, y, además, ¿por qué había de sentirse atormentado con aquello? No es posible explicarlo. Lo que puedo asegurar es que él sufría en aquel momento una verdadera tortura y que en mis planes había figurado desde un principio la posibilidad de lograrlo.
Ya en otra ocasión he hablado a propósito de esto, de venganza; sí que la había, y la prueba de que era justa es que apareció en seguida en sus ojos aquella expresión sombría que parecía que iba a desatar de un momento a otro un acontecimiento terrible. Exactamente igual que el día que se escapó de entre mis papeles el grabado del profeta Daniel.
En esta otra ocasión era yo quien le enseñaba la imagen desde la tribuna, con toda mi osadía, porque él no podía hacerme callar ni obligarme a cambiar de tema.
Su palidez, las sombras que le proyectaban en las ojeras las luces de la sala, no sé si despertaban en mi fondo una marejada de ternura o de miedo; el caso es que seguí porque la sonoridad de aquellos versos me arrastraba y porque quería llegar al fin. Aunque no tuviese fin, es decir, finalidad ninguna.
Aquello no conducía a nada, no tenía un desenlace que llegase a demostrar algo. No, era sólo el vértigo de acumular, de mentar cosas, de rodear y adornar la figura elegida con todas las bellezas de la tierra y el cielo. Y el hecho de nombrarlas, realzado no ya por las palabras sino por las sílabas, por sonidos verdaderamente celestes que con la pureza de sus matices diesen la sensación de que iba dejando atrás la atmósfera de las cosas materiales.
Así, cuando el rey cree ir a repetir «el místico y nocturno viaje del Profeta», hay frases que relumbran como ésta:
Los astros vio suspensos
de auríferas cadenas
y sus lumbreras llenas
de espíritus de luz.
Pero desgraciadamente aquí falla el consonante. No puedo comprender que un escritor tan magistral tuviese la debilidad de cometer ese provincialismo; después de unos versos como ésos, seguir:
Espíritus inmensos
en forma de caballos,
de corzos o de gallos
de enorme magnitud.
Se conoce que cuando era pequeño le dejaban en su casa decir magnituz, como dice en Valladolid la gente poco educada; a mí eso me resulta intolerable y me costó un trabajo atroz disimular la cojera de esa rima.
Todo menos decir magnituz, pero si hubiera dicho magnitud dejando sonar la d, se hubiera notado demasiado la falta de concordancia; entonces opté por decir magnitú, alargando la u con cierta maña.
Ese truco me salió tan espontáneo como le sale a toda la gente de la ciudad el decir Valladolí. No queremos decir Valladoliz, como la gente ordinaria, ni queremos marcar la d al final por no parecer afectados: entonces suprimimos la consonante, así, con desparpajo.
No sé si fue la influencia de ese defecto, que al sonar en público me pareció que alcanzaba dimensiones enormes; el caso es que empecé a sentir una inseguridad angustiosa respecto a la belleza del poema.
Seguí la descripción de las visiones y encontré que de pronto decía:
Vio grutas pintorescas
por sílfides moradas.
¡Pintorescas! La verdad es que es abominable la palabra.
¿Sería esto lo que el médico quería señalar, por lo que decía que ya no podía interesar a nadie?
No me atreví a mirar adonde él estaba sentado. Seguí; al final volvería la evocación del rey, ya en el trance de alcanzar la región donde sólo entran los elegidos, afrontando la senda estrecha que se tiende vacilante:
Tan delgada
como el hilo
en que se echa
descolgada
una oruga.
Volví a sentirme segura, volví a entrar en el ambiente, en el aura del héroe y ahora ya con el aceleramiento del verso corto, que marca tanto el sentimiento del riesgo:
Es el puente
de la vida
que la gente
a luz venida
ha por fuerza
de pasar.
Seguí largo rato sin hacer más comentarios mentalmente; me olvidé a mí misma hasta que llegué a no reconocer mi propia voz. Si el poema era onomatopéyico, mi voz se identificaba como el camaleón con sus matices. El poema borbotaba en mi voz con toda su turbulencia:
Temeroso
de mirar,
espumoso,
siempre hirviente,
rebramando
eternamente
y azotando
siempre el puente
con horrísono
bramar,
bajo de él
hierve el mar.
Israfel
allí está
para ver
el que va
sin caer
y pasar
no dejar
al infiel,
y he aquí
que por él
va a pasar
el corcel
de Al-hamar.
Había un gran silencio. Las personas mayores puede que sólo por educación, pero los chicos no rebullían porque seguían el cuento con los cinco sentidos. Acaso para ellos era más claro que para nadie: lo veían, lo seguían con los ojos.
Yo señalaba al fondo de la sala como si estuviese allá lejos:
Llega, avanza,
ya se lanza,
ya en él entra.
Ya se encuentra
suspendido
sobre el puente,
sacudido
por el piélago
bullente
cuyo cóncavo
rugido
se levanta
sin cesar.
Aturdido,
sin mirar
a la indómita
corriente
que le espanta.
Sin osar
aspirar
el ambiente
que le anuda
la garganta,
sin que acuda
tierra o cielo
en su ayuda…
Y ya con más serenidad, como con la certeza del final glorioso, como si el rey empezase a pisar la tierra firme de sus propias virtudes. Y nuevamente señalando a la primera fila de butacas:
Vuela y pasa,
justiciero,
rey prudente,
juez severo,
y valiente
caballero
el primero
de la casa
de Nazar.
Pestañeó, como si hubiese sentido un contacto brusco en los párpados. Yo vi que con aquel sacudir las pestañas rechazaba la frase que yo había enviado con todo mi aliento: «¡el primero!».
Mi voz, en aquel momento, habría sido envidiada por todos los generales que han mandado batallas. Y tuvo que callarse. No pudo decir: «Hay una gran diferencia, hay una diferencia inmensa».
Pensé de pronto: «y Luisa, ¿qué dirá? ¿Qué diría, si pudiera decir algo ahora?».
La miré: al principio no vi más que una mancha dorada donde relucía el collar amatista; por fin, conseguí ver la claridad de su frente.
No diría nada, porque no pensaba nada, pero eso no quiere decir que no sintiese nada: sentía que yo estaba bien. Haber estado bien también ella, le era indiferente: todo lo había hecho por mí. Pero si lo hubiera hecho sólo por bondad, me habría impresionado menos. El fondo era mucho más complicado. Luisa deseaba casi tanto como yo misma que yo realizase mis ambiciones, necesitaba ver que yo hacía lo que quería y que lo hacía bien y poder decir ella: «Eso es».
Su serenidad aumentó mi ánimo y me lancé con brío hacia el final. Sobre el puente inseguro.
Perdido
el sentido,
demente,
transido
de horror,
ya toca
la opuesta
ribera,
ya poca
carrera
le cuesta,
¡valor!
Muy difícil, con la respiración ya agitada, no sólo por los diez minutos de discurso, sino por estar viviendo el poema, dar la precisión justa a las palabras finales, pues los versos monosilábicos se pierden si una sola vocal queda empañada:
Saltó,
pasó
con bien.
Y allá
cayó
de pie,
salvo fue,
¡oh!
Ya,
¿quién
ve
do
va?
Aplaudieron, no sé si mucho o poco porque al decir el último verso perdí la conciencia de todo. Pasé de unas manos a otras por toda la gente de la presidencia, las señoras me abrazaron, los hombres me dieron palmaditas en los carrillos. Yo debía tener la expresión de una loca, porque procuraba sonreír, pero sentía que odiaba a todo el mundo.
Al abrazar a la maestra apoyé mi cara contra su mejilla mojada por las lágrimas. Me retuvo un rato estrujada sobre su enorme pecho, y a punto estuve de echarme a llorar yo también, pero no sucumbí. Al bajar de la tribuna seguí repartiendo sonrisas y miradas feroces, hasta que volví a encontrarme junto a Luisa. Volví a sentarme a su lado, volví a enlazar su brazo con el mío y no pensé más; creí sentirme en paz y a cien leguas de todo hasta que la fiesta terminó.
Desde mi sitio observé que la silla de don Daniel estaba vacía y me pareció imposible que se hubiera ido. Cuando nos levantamos, vi que paseaba junto a la salida con el médico; procuré que no me viesen.
Al ponerme el abrigo me di cuenta de que estaba temblando. Habían abierto las puertas y había entrado un frío cortante. Terminé las despedidas apresuradamente porque deseaba lanzarme hacia aquel frío. Dije adiós a Luisa y me fui con mi tía, arrancándola del grupo donde estaba Margarita Velayos, que me despidió tan glacial como me había recibido. Las señoras que estaban con ella le hablaban de mí, sin duda, porque la oí decir:
—Siempre tuvo una memoria fuera de lo normal.
Con mi tía hasta casa. La miré de reojo y vi que movía la cabeza imperceptiblemente, porque se había quedado confusa de todo aquello.
Subí corriendo a mi cuarto; no quería que mi padre me viese vestida de aquel modo. Después bajé a decide buenas noches y no cené: me metí en seguida en la cama.
Acaso algún día, con los años, adquiera una condición que ahora me falta: el sentido de la continuidad. No logro imaginar siquiera lo que harán las personas mayores al día siguiente, cuando han hecho una gran barbaridad, cuando se han puesto en ridículo o se han entregado desenfrenadamente a una emoción, pero quiero creer que obrarán en consecuencia. Me parece lógico que, según los caracteres, unas se mantengan en su disparate y otras disimulen o se esfuercen en borrado. Yo no puedo hacer ninguna de esas cosas, yo no sé más que morir con el último chispazo de mi energía.
Morir es una expresión tonta, puesto que jamás se me ha pasado por la cabeza la idea de morir ni mis disparates han tenido nunca bastante grandeza para ello. Lo digo así porque no encuentro otro modo de decir que algo termina, que algo se extingue en mí en momentos como ésos. Mi voluntad se agota bruscamente y con ella mi memoria y mi entendimiento, como si se volcase el recipiente que los contenía y no quedase una sola gota.
El hecho de reflexionar sobre esto puede que sea señal de que va pasando el tiempo, pero de todos modos temo seguir sufriendo siempre esos eclipses, no mirar nunca cara a cara las consecuencias de mis cosas hasta cien años después de realizadas, cuando ya nadie se acuerda ni tienen el menor arreglo, habiendo pasado por ellas con una estupidez que parece un egoísmo ciego.
¿Será eso lo que la gente llama inocencia? ¡Qué asco! Nunca me cansaré de decir el asco que me da esta enfermedad que es la infancia. Lucha uno por salir de ella como de una pesadilla y no logra más que hacer unos cuantos movimientos de sonámbulo y volver a caer en el sopor.
En el día de hoy, ya distante de los hechos, puedo traer a la memoria aquellos momentos de agitación reviviendo sus más pequeños detalles, porque la que actuaba en ellos era yo misma, la que soy ahora; pero el día después, ¿quién era yo el día después? Sólo puedo recordarlo como se recuerda lo ajeno, como si me hubiera visto a mí misma, desde una ventana, salir de casa con mi cartera debajo del brazo. Yo no era más que un muerto que andaba. Tengo que volver a emplear esa expresión. Aunque, más que un muerto era un autómata: algo que nunca había vivido, porque después de la muerte queda el cadáver con sus modificaciones naturales y después de un terremoto quedan las ruinas, pero después de esa muerte no queda ni la señal. El olvido sustituye a la vida, al aire que se respira, al tiempo mismo. El día de la fiesta yo tenía quince o veinte años, al día siguiente cinco o seis.
Y todavía hay algo más doloroso: las personas mayores ven esas caídas con toda naturalidad, con la misma naturalidad con que ven a un chico de dos años caerse a cada rato. No le reprochan a uno nada, se ponen a tono y con eso demuestran que a lo anterior no le habían dado el menor crédito.
¿Podría alguien creer que después de lo pasado volvimos a resbalar hacia una situación idéntica en todo a la de un mes antes?
Algunos comentarios entre Luisa y yo tuvieron más carácter de secreto que cuando estaba en proyecto la cosa. Y con don Daniel, un nuevo acercamiento gradual, en proporción al olvido de aquello. Porque el mío fue, desde un principio, un verdadero olvido mortal, pero el suyo, ahora lo veo claro, estuvo primero al acecho y no se manifestó hasta que vio claramente aquella devastación que había quedado en mí, aquel desierto inmensurable como mi pequeñez.
Entonces volvió a ser cordial, volvió a prodigarme las explicaciones fáciles, aquellas que me proporcionaban el goce de comprender, de creer que ejercitaba mi inteligencia, y yo las acepté como si aún tuviese fe en mí, como si no supiese de una vez por todas que estaban expresamente confeccionadas.
¿Hasta dónde tenía que llegar mi olvido para volver a pasar las tardes mojando la pluma en el gran tintero semiesférico y contemplando la tinta violeta a través del vidrio espeso, sin más, sin ningún otro pensamiento, saboreando el silencio del despacho, que para mí era confortable, era ameno, porque estaba poblado por los objetos de encima de la mesa e incluso animado por los libros detrás de mí en las estanterías? Desde él, yo no pensaba ni siquiera en el silencio que quedaba fuera. Debía ser tan árido, y sobre todo tan invencible, tan ilimitado, que Luisa no lucharía por romperlo; estoy segura de que voluntariamente no hizo nada. Acaso su angustia conjuró a las fuerzas infernales, porque el hecho es que acudieron a su llamada. Y que eran infernales lo demuestra el que acudieron, pero como acuden los buitres al que cae en un barranco.
Sucedió precisamente en aquel pasillo de la luz celestial, cuyo suelo estaba siempre brillante y rojo. Ponían cera sobre el almazarrón hasta que quedaba como un espejo; yo había pensado muchas veces que era forzoso caerse allí.
Una tarde, cuando llegué, encontré a Luisa tendida en la cama y a su alrededor don Daniel, a quien habían mandado llamar, y las muchachas poniéndole paños con árnica en una rodilla. Nunca llegué a saber cómo había sucedido.
Su expresión de sufrimiento era horrible. Aquella serenidad habitual en sus rasgos, que hacía a su semblante parecer al mismo tiempo firme y vago o más bien distante, pues ninguna de las contracciones que alteran de ordinario las caras de las gentes se dibujó jamás en la suya, aquella grandeza impasible, que no parecía ni mucho menos insensible ni fría, había desaparecido. No puedo decir que se había borrado, más bien se había roto en cincuenta pedazos.
Ante el dolor concreto que estaba allí, en la rodilla y nada más, que tenía por causa un golpe, y el golpe un paso en falso únicamente, Luisa gritaba y se crispaba con una furia tan desmedida como si aprovechase una ocasión largo tiempo deseada. Se quejaba con la voz, con las manos, con los ojos, como diciendo: «¿Por qué no? Ahora puedo quejarme sin pudor alguno, de esto cualquiera se quejaría», y su modo de quejarse era tal que parecía que no era de aquello de lo que se quejaba.
Me dio casi miedo acercarme a ella, me pareció que no iba a reconocerme, pero vencí aquel momento de horror, me acerqué y le cogí una mano, y, efectivamente, su mano no me reconoció, no pudo quedarse entre las mías: estaba dominada por una inquietud que la endurecía, por un empeño que parecía no tener más fin que el de demostrar lo feo y lo bochornoso que es el sufrimiento.
Al fin vino el médico, le vendó la pierna y le dio un calmante; sus facciones se serenaron un poco al reposar en la almohada, pero en una mano siguió conservando el pañuelo hecho una bola, húmedo de haberlo mordido, apretándolo con fuerza.
Me fui tarde a casa, aunque no se podía hacer nada por ella, y a la mañana siguiente fui en seguida a ver cómo estaba, pero se habían ido a Valladolid. Había pasado la noche con dolores fortísimos, y al ser de día habían pedido por teléfono un coche para llevarla a ver con los rayos X.
Bajé maquinalmente hacia la carretera, me apoyé en el brocal del puente, mirando al camino. Era absurdo salir a esperarles tan pronto, pues no hacía ni dos horas que se habían ido, pero mientras no volviesen no podía hacer otra cosa.
Di varias vueltas, estuve un rato entreteniendo a los niños que parecían consternados pero no protestaban, fui a casa a explicar lo ocurrido, y mi tía se lamentó, no ya de que hubiese sucedido tal desastre, sino de que hubiese sucedido algo.
Volví al puente; sobre el agua del río iban hojas recién caídas de los álamos; no sé por qué su frecuencia me impacientaba, como si en cada una de ellas esperase ver llegar algo que no llegaba. Las veía venir desde lejos, acercándose hasta desaparecer bajo mis pies, en los ojos del puente, y me impedían pensar, no podía dejar de atenderlas. Otra más, otra más y lejos, allá en el fondo del valle de donde venían, sabe Dios qué: la sospecha de alguna escena horrorosa, con gritos, con gestos desesperados.
Tardé en decidirme a pensar en aquello; por esto, seguía con la vista a las hojas secas. Cada vez que mi imaginación me llevaba a reflexionar sobre la escena del día anterior, retrocedía y me aferraba a cualquier cosa pasajera; sin embargo, llegó un momento en que me encontré reviviendo todo lo que había visto.
Del mismo modo que aquel día en que dos frases cruzadas entre ellos me hicieron suponer todos sus posibles diálogos, así, al haber visto a Luisa manifestar su dolor —más bien su cólera contra el dolor, su intolerancia— no pude menos de parangonarla con los breves gestos sombríos o melancólicos que había sorprendido a veces en don Daniel.
Era difícil, muy difícil explicarse aquella especie de discordancia. Luisa, que era en todo tan armoniosa, que parecía tan firme en sus modales, en sus palabras, generalmente escasas, de pronto dejaba ver que era débil; esto ya lo había yo entrevisto en otras ocasiones, pero sobre todo dejaba ver que su belleza, o más bien, que su grandeza, no aumentaba en los momentos que podría uno llamar culminantes. Don Daniel, en cambio, era cien veces más admirable cuando uno de aquellos gestos de tristeza le pasaba por la cara. Yo no había visto nunca más que, a veces, como la sombra de un pensamiento que cambiaba su fisonomía, y siempre había lamentado que no se detuviese en él, porque me parecía que aquella región debía ser su verdadero reino. Sonreír o reír francamente, lo hacía como todo el mundo. Unas veces se veía en su sonrisa la burla, otras la inteligencia, otras la crueldad, otras, incluso, la alegría. Esto raras veces y nunca por sí mismo. Acaso, si intervenía en las cosas de otros o si veía algo bonito, un objeto o un animal hermoso.
En cambio, cuando pasaba por su cabeza una idea dolorosa o terrible, entonces era único. La tristeza que salía de sus ojos modificaba la luz del ambiente, se extendía por él, parecía que no podía quedar nada sobre la tierra que no participase de aquella tristeza. Era como una de esas bocanadas de fuego que se escapan a veces por la portezuela de un horno y nos dejan ver un instante la violencia del elemento que se encuentra allí dentro encerrado.
Desde las ocho de la mañana hasta las seis de la tarde, les esperé. Hice todo lo que es posible hacer en numerosas ideas a su casa y a la mía, y a cada rato volvía al puente; allí me concentraba en estos pensamientos y así creía estar acompañándoles. El tema aquel del dolor me parecía que era lo que más me acercaba a ellos. En la incertidumbre de la espera, hora tras hora, había momentos en que me parecía que ya no volverían jamás.
Al fin, apareció a lo lejos el auto. Don Daniel venía junto al chófer, y Luisa dentro, con las piernas extendidas sobre el asiento. Yo me metí y me senté en el suelo del coche; allí me fue contando hasta llegar a la casa lo que había.
Estaba mucho más serena que el día anterior. Tenía una pequeña fractura en la rodilla y los médicos que la habían reconocido aseguraban que era cosa de poca importancia; no le dejaría la menor molestia; únicamente la esperaban cuarenta días de inmovilidad en la cama.
Fue muy difícil sacarla del coche. Ella podía apoyarse sobre la pierna izquierda, pero había que impedir cualquier contacto o movimiento en la otra. Todos prestamos nuestra ayuda y al fin conseguimos sacarla de allí. Una vez fuera, don Daniel la cogió como si fuera una pluma y la subió al cuarto en un momento, pero antes de ponerla en la cama, Luisa dijo:
—Espera un poco, es mejor que separen la cama del rincón para dejarme yo caer sobre el lado izquierdo y así moverme con más facilidad.
Él iba a discutirle que daba lo mismo, pero desistió, porque Luisa añadió:
—Yo lo prefiero así.
Las dos muchachas corrieron la cama dejándola como un metro separada de la pared.
Don Daniel pasó con Luisa al rincón para ponerla en la cama y ella dijo aún:
—Las almohadas, ponedme muchas almohadas.
Yo había observado todo el tiempo que duró la maniobra, pero ¿cómo puedo decir que lo observé? Si lo hubiese observado, ¿quién podría darme crédito? ¿Es que yo voy a considerar que mi observación queda tan fuera de lo común, o que mis dotes son tan excepcionales que sobrepasan infaliblemente las de los demás seres humanos? No, yo no observé nada: yo me transporté —pues si acaso poseo algún don excepcional es ése únicamente—, me uní, me identifiqué con Luisa en aquel momento, recorrí su alma y sus cinco sentidos, como se recorre y se revisa una casa que nos es querida. Vi todo lo que había en su pensamiento, percibí lo que sentían sus manos, sentí el sentimiento que se imprimía en su voz.
Don Daniel la sostenía sin dificultad ninguna; ella le tenía un brazo echado alrededor del cuello y con la otra mano hacía como que se agarraba un poco al hombro contrario, pero no se agarraba a ningún sitio, porque no era preciso; solamente sus manos recorrían con suavidad los hombros de él, como si estuviese insegura, como si buscase mejor apoyo, pero no buscaba, realizaba aquello que aquel día era posible, que ocasionaba aquella circunstancia tan breve —por eso procuraba prolongarla con una especie de ansiedad en los ojos y pedía que arreglasen todos los detalles— que le permitía tocar el paño del traje de él, oprimirle un poco entre el brazo y el pecho, más fuerte al sentirle inclinarse sobre la cama, y desprenderse lentamente, como si fuese muy expuesto dejar caer al fin la cabeza en las almohadas.
¿Quién podría negarme que yo sentí todo lo que pasaba dentro de Luisa, como si estuviese yo misma dentro de ella? Las mil preguntas que yo me había formulado otras veces, incluso las cosas que no podía comprender y que esperaba que cuando fuese mayor ella me contase, todo quedó aclarado de pronto. En un momento supe de ella tanto como ella misma y esta vez mi emoción quedaba libre de todo escrúpulo de egoísmo. Lo que vivía en aquel momento no era una maquinación de intereses míos más o menos provocadores. No, yo vivía en ella y exclusivamente por ella, su vida, sus secretos más íntimos, y puedo jurar que yo sentía con ella, desde su último fondo, aquella especie de sed con que las palmas de sus manos parecían absorber el paño del traje.
Los niños quisieron subir a la cama para besar a su madre; yo no les dejé, los arranqué de allí, diciéndoles que podían hacerle mucho daño. Procuré evitarle todo contacto, alejar todo ruido de su alrededor. Procuré yo también salir de ella, olvidar los momentos anteriores, y me fui con los niños a la cocina; allí estuve un rato entreteniéndoles hasta que fue la hora de acostarles.
Al día siguiente hubo mucha actividad en el cuarto de Luisa. Por la mañana vino un practicante de Valladolid para ayudar al médico a ponerle la escayola en la pierna, y por la tarde empezaron a llegar visitas. Esto duró varios días; todas las señoras de Simancas fueron cayendo por allí.
Yo me pasaba el día entero con ella; naturalmente, no estudiaba.
Al bajar del cuarto una tarde, vi a don Daniel en el despacho.
Entré resueltamente y no conseguí en la primera mirada hacerme cargo de su disposición de ánimo; entonces, antes de que él tomase una actitud, me puse a hablarle de Luisa. Le pregunté si era cierto que los médicos no habían dado importancia al accidente y él me respondió sin escatimar detalles. Dibujó en un papel la cabeza del hueso, tal como él la había visto con los rayos, y me indicó dónde se adivinaba la fractura, que no era más que como una astilla no enteramente desprendida. Me aseguró que podía soldarse perfectamente y que no le quedaría molestia alguna al andar.
Era la primera vez que allí, en aquella habitación, se hablaba de lo que pasaba en las otras, pero yo me había propuesto que sobre aquello no se hiciese el silencio y no se hizo. Don Daniel accedió a hablar, no por debilidad ni por deber: le gustó la decisión mía y correspondió con largueza.
En toda la primera semana no pasó nada extraordinario. Al octavo día llegaron por la tarde dos señoras: una era una mujer malvada, no había más que verla; la otra era tonta, completamente boba, y en la primera parte de la conversación no hubo nada de particular; Luisa, como siempre, enteramente ajena a todo aquel barajar de asuntos domésticos y chismes del vecindario.
De pronto, la señora malvada empezó a decir que Luisa debía ser muy feliz por tener aquellos dos niños tan hermosos. Luisa movió la cabeza afirmativamente, sonriendo un poco; la señora siguió diciendo que se parecían mucho al padre y que era lástima que no tuviese también una hija que se pareciese a ella. Luisa apartó su mirada de la de aquella mujer y la dejó reposar en la de la otra, que tenía unos ojos muy tranquilos. Influida por la confianza que se desprendía de ellos, respondió:
—Sí, me gustaría mucho tener una hija que se pareciese a su padre, porque los niños se parecen demasiado a mí.
La señora boba repuso:
—Pero, doña Luisa, usted es casi rubia, ¿cómo puede decir que se le parecen?
—Me refiero al carácter —dijo Luisa.
Y la mala añadió:
—Los hijos, unas veces sacan el físico del padre y el carácter de la madre; otras lo contrario. El caso es que los padres nunca están contentos.
Parecía que iba a callarse, pero tomó la decisión de seguir:
—Lo que demuestra que es usted una esposa modelo, es que considere que lo mejor de su marido es el carácter.
Luisa sonrió y se llevó una mano a la frente; no se tomó la molestia de aclarar que lo que había querido decir era enteramente otra cosa.
Yo pensé: ¡un secreto más! Y entonces vi en su cara, que tenía aparentemente la serenidad habitual, ir grabándose una serie de pequeños rictus, de variaciones que iban dejando en ella los pensamientos y que antes yo no habría podido percibir. Y creí sentir algo parecido a esas veces que me había puesto a buscar entre la hierba del pinar los piñones caídos y no había podido al principio distinguir nada de la monotonía de las briznas, hasta que descubría el primero y en seguida iban apareciendo más por todas partes, porque ya conocía las características de claroscuro que los delataban.
Temí que ella notase que mi modo de mirarla era otro; entonces, procuré dar a mi mirada una fijeza que pudiese parecer perplejidad o cansancio y que me permitiese al mismo tiempo seguir estudiando el nuevo campo abierto a mis conocimientos.
Don Daniel hacía todas las tardes varias apariciones en el cuarto, siempre breves: decía unas cuantas palabras y se marchaba. En una de ellas aludió a mi abandono de los libros; fue enteramente en broma y una broma sin maldad. Dijo que era una cosa curiosa la considerable holgazanería que yo llevaba dentro, y después añadió que si le parecía curiosa era porque nadie podía sospechar que la llevase cuando se me veía ya entregada a la actividad del estudio y que, en cambio, así que aparecía en el horizonte la posibilidad de zambullirme en ella, me arrojaba con verdadera fruición.
Mientras don Daniel hablaba de esto, yo estaba preparando una taza de café para Luisa, así que no le miré; me hice un poco la sorda porque en el fondo me estaba dando risa la razón que tenía, pero cuando oí que siguió como disculpándose de decir aquello, como justificándolo con toda clase de explicaciones, tales como «es un mero comentario, es una observación psicológica», comprendí que aquellas disculpas no iban conmigo y miré a Luisa.
Estaba recostada en los almohadones, un poco inclinada hacia la izquierda, con la sien apoyada en la mano y el otro brazo extendido a lo largo del cuerpo. ¿Quién habría podido adivinar las pasiones que animaban su alma? Yo, sólo yo. Yo vi que sus ojos, aunque medio entornados, se quedaban fijos en una mirada al sesgo y que las pestañas, que seguían la misma dirección de la mirada, por quedar el párpado un poco abultado en el punto que tocaba a la córnea, parecían lanzas. Su mirada era amenazadora, pero era como el que amenaza con rencor y angustia al mismo tiempo. Su mirada decía exactamente: «Quieres quitarme lo único que tengo».
Para sacarla de aquel pensamiento le hice beber el café y le pregunté implacablemente si estaba fuerte o flojo, dulce o amargo, si era suficiente o si quería más. Mientras tanto, don Daniel desapareció, se borró del cuarto, sin que oyésemos siquiera sus pasos por la escalera. Mucho más tarde, cuando ya parecía imposible acordarse de la escena anterior, y, sin mentarla, sin advertir que se refería a ella, como si en realidad el discurso no se hubiese interrumpido ni por una coma, Luisa dijo:
—La verdad es que has perdido casi todo el mes de septiembre, y de aquí a junio me parece imposible que estés preparada para un examen.
Yo no hice más que levantar los hombros, como diciendo, no que me fuese indiferente, sino que ya veríamos.
Al día siguiente me dijo ya con toda naturalidad:
—Vete a estudiar, no pierdas una tarde más.
Y después de un pequeño titubeo, yo bajé, porque pensé que si lo dejaba para cuando don Daniel estuviese ya de vuelta, me costaría más trabajo.
Poco después asomó por la puerta, me dijo «¡hola!», dio unos cuantos paseos por la habitación, se sentó al fin y abrió un libro. Ninguna alusión a mi pereza, ninguna ironía y el estudio más serio y más intenso que nunca, pero no con un rigor forzado como la otra vez, sino con una eficacia, con una claridad que hacía avanzar las cosas como sobre ruedas.
Luisa llegó a lo increíble: llegó a superar su serenidad, que yo creía insuperable. ¿Sentiría que yo la asaltaba, que yo le había encontrado la brecha? No sé, el caso es que por las mañanas, cuando yo llegaba, ya estaba a su alrededor todo en orden; estaba peinada, acicalada, recostada la espalda en los almohadones y como entregada desde allí a actividades triviales.
Un día, entrada ya en la segunda semana, la encontré con la cama llena de cosas: cajas de collares que estaba poniendo en orden y varios libros. Tenía junto a ella una novela inglesa y un diccionario; entre las páginas de éste asomaba el borde de un pequeño folleto azul. Luisa cogió el diccionario y dijo:
—Anoche me puse a leer ese libro y me encontré aquí dentro una cosa. ¿A que no sabes lo que es?
Señaló el bordecito azul que sobresalía. Como yo hice un movimiento negativo, siguió:
—Es una cosa que metí en este diccionario el primer día que tú viniste a esta casa, para dártela, y después la olvidé.
Lo sacó al fin y dijo:
—¿Ves? Es la teoría del primer año de solfeo. ¿Recuerdas que viniste a eso?
Yo me sentí transportada a aquel día con no sé qué añoranza, dominada por la evocación.
Luisa siguió:
—Claro, que el año pasado yo no estaba para meterme en una empresa así; que a ti te convenían mucho más los libros, que ya eres demasiado grande para empezar el solfeo con intenciones de tocar seriamente y que además no tienes carácter para pasarte varias horas al día al piano; sin embargo es una lástima.
—Sí, es una lástima.
El folleto estaba ya en mis manos; yo lo hojeaba y Luisa seguía:
—Lo que habría que hacer, dentro de un cierto tiempo, es impostarte la voz, porque, eso sí, cantar, puedes llegar a cantar muy bien.
Yo dije:
—No sé, no tengo notas altas; en cuanto intento subir, la voz me falla.
—Porque tu voz es de contralto y no tomas nunca el tono debido: eso es cuestión de educártela. Como no debes esforzarte demasiado pronto, sería mejor que hubieses dominado el solfeo para cuando tuvieses hecha la voz.
Aquella tarde yo tuve un cuidado extremo de que no cayese al suelo la cartera de mis libros, porque entre ellos estaba el cuaderno azul. Y a la mañana siguiente, sentada sobre la cama de Luisa, me aventuré en aquella nueva disciplina, en forma muy diferente de lo que habían sido los canturreos de los coros, tiempo atrás.
Aprendí en seguida a leer la música, me familiaricé en la primera lección con todos los signos: me fue fácil, muy fácil. Alrededor de la lección hablábamos de lo que podría llegar a cantar. Luisa me enumeraba todas las óperas en las que la parte de contralto era importante, me contaba los argumentos y me cantaba a media voz algunos trozos que ella sabía en italiano, en francés y hasta en alemán. Sabía romanzas en número incalculable, melodías de todos los pueblos; tenía en la cabeza una verdadera geografía musical, pero no cantaba nunca porque tenía muy poca voz y porque además el cantar no era para su carácter.
Acaso por eso mismo deseaba tanto que yo cantase. Tenía verdadera impaciencia por levantarse para poder emprender aquello con entusiasmo. Total, quince o veinte días más y podríamos ir a Valladolid a buscar piezas que fuesen adecuadas a mi voz y, si no lo eran, ella las transportaría.
Lo que me parecía más admirable era verla escribir la música. Tarareaba cosas medio olvidadas y las apuntaba con lápiz en trozos de papel pautado que había entre los métodos. Yo no había visto nunca la música escrita así. Los signos musicales, tan duros, tan estrictos en la escritura impresa, quedaban allí reducidos a unos garabatos ligeros, a unos moñitos, a unos rabitos, siempre inclinados por la velocidad de la mano de Luisa, que dejaba en ellos la oblicuidad suave de la letra inglesa.
Llevábamos tres o cuatro días de lección, que se limitaba a la mañana; por la tarde, todo aquello era relegado. Subía a ver a Luisa al llegar y no me quedaba con ella más que un momento; cuando cerraba la puerta del cuarto todo quedaba allí dentro y me ponía a estudiar en el despacho con verdadero empeño, con verdadero furor.
Yo estaba segura de que no había ningún indicio para que don Daniel supiese que malgastaba mi tiempo. Recogía los métodos y papeles antes de que él llegase a mediodía y Luisa tenía tanto empeño como yo en no hacer ningún comentario. Sin embargo, no sé si fue de pronto, o poco a poco, no sé si conscientemente o como un mero barrunto, el caso es que don Daniel volvió a emanar desconfianza, ironía, acritud.
Y ante eso se me plantea una dificultad que no sé si podré vencer. Quisiera dejar formulada aquí una incertidumbre que ya me asaltó en el momento de los hechos y que hasta ahora no he conseguido aclarar. No sólo no he conseguido aclararla, sino que ni siquiera pensarla. Me ha estado rondando, me ha estado amenazando, y nunca tenía valor para afrontarla.
En primer lugar, no hay ninguna razón para que no les suceda a los demás las mismas cosas que me suceden a mí. Que yo no haya notado nunca que a otros les suceden, no quiere decir que no sea, pero sí me lleva a pensar que, puesto que yo no me entero de las cosas de los otros, tampoco los otros se enterarán de las mías.
Parece una deducción justa, y no, no lo es: hay que plantearlo de otro modo.
Yo creo poder a veces entrar en el alma de los otros, unirme, identificarme con ellos. Lo único que atestiguaría que no es pura imaginación sería que los otros lo percibiesen en alguna forma. No lo demuestran; por tanto, es lógico pensar que no lo perciben; pero también podría suceder que, cuando yo estoy creyendo ejercer mi voluntad, no esté haciendo más que obedecer a una llamada y que los otros se queden igualmente sin saber si obtuvieron respuesta, porque nadie es capaz de confesar secretos de ese género.
Sólo los santos, los espíritus que han consumido toda su vida en la contemplación, están seguros de ser correspondidos y acaso este no saber, esta resistencia a la confesión entre los seres humanos, indica que jugar con esas cosas es un grave pecado.
Es tan grave, que ni siquiera en la confesión de la iglesia se deja desvelar. Yo he hecho mil veces el propósito de confesar largamente todas estas aventuras de mi alma, pero lo he hecho a altas horas de la noche, cuando me sentía realmente zozobrar en la angustia.
Por la mañana, o no recordaba nada, o recordaba algo tan frío, tan intrascendente, que el confesor me decía: «¡Bah, bah!, no le des importancia a esas fantasías».
¿Por qué las confieso ahora? Porque es más de la una, porque me levanto a veces de la mesa, me acerco a la ventana y miro a través del doble vidrio la noche que parece helada, hojeo lo que llevo escrito y veo que es una cosa insípida y monótona; busco, rebusco en el fondo de la angustia que me va invadiendo y encuentro esto y lo escribo, porque lo que me pasa es que tengo miedo de seguir adelante. Aún puedo decir algo más de aquellos acontecimientos secretos y dudosos, aún puedo recordar infinitos detalles, antes de pasar a otra cosa.
Ya he dicho que no había indicios que delatasen mis entretenimientos. No los había materiales, pero de un modo automático e irremediable se repetía el fenómeno de siempre. Yo estudiaba, centuplicaba mi esfuerzo y con buen resultado; pues bien, en vez de permanecer concentrada o absorbida por el estudio, mi habitual multitud de ideas laterales me zumbaba alrededor, y entre ellas, preponderantes, las que partían de las experiencias recién adquiridas, las que se habían concretado, iluminadas por las emociones que aún quedaban próximas.
¿Hasta dónde alcanzaba el poder envolvente de esas ideas? ¿Llegaban a transmitirse produciendo repercusiones de su misma índole, o es que por azar coincidían con otras que, sin ser iguales, concordaban con ellas?
Sólo pude notar que en los ratos que estábamos sentados junto a la mesa, don Daniel hablando y yo escuchando, de pronto su mirada se apartaba bruscamente de mí. No como cuando alguien aparta los ojos de otro, intimidado. No, en él eso no podía suceder: cambiaba súbitamente la dirección de su mirada, como si de pronto le asaltase una idea que necesitase esclarecer con atención intensa, y miraba a un rincón oscuro, donde debían estar brotando para él fantasmas horrorosos.
Y, ¿cómo decirlo?, lo que se reflejaba en su cara en esos momentos —tan pasajeramente como cuando el temblor de una vela hace oscilar las sombras, como si las visiones del rincón proyectasen sobre él el ondear lúgubre de un velo negro— era exactamente lo que yo había estado queriendo provocar con mi pensamiento.
El tema desarrollado en la página del libro abierto, podía ser cualquiera, de geografía o de gramática; entre párrafo y párrafo, entre pregunta y respuesta, a veces simultáneamente a un período largo, mi pensamiento se afincaba en la obsesión del dolor.
¿Dolor concreto, de algo o por algo, ideas razonablemente tristes? Nada de eso: yo no hacía más que invocar al dolor, como esos personajes de los cuentos del Norte que llaman al miedo en medio del bosque.
Si yo fuese perversa y además tan necia que no tuviese luces ni para comprender que lo era, todo esto resultaría degradante para mí, pero sinceramente creo que no es eso lo que me pasa: creo que es otra cosa.
En primer lugar, hoy día veo que no es el dolor lo que yo invocaba, sino más bien el horror; algo fuera de lo cotidiano, uno de esos sentimientos o situaciones que llaman de prueba. ¿Cómo iba yo a querer atraer el dolor hacia un ser que adoraba y admiraba sobre todas las cosas? Lo que pasaba era que la parte de su personalidad que entraba en juego en el trato diario conmigo era tan limitada y yo entreveía en él tal grandeza, que me era difícil resignarme a no participar más que de aquello.
Luego, el accidente de Luisa, las reflexiones de aquel día en que la larga espera en el puente me había llenado la cabeza de pensamientos y reflexiones penosas, es lo que me había llevado a darle esa especie de fórmula.
Fuese como fuese, lo único comprobado es que yo pensaba, al mismo tiempo que aparentaba atender, en aquello que yo llamaba las ideas dolorosas u horribles; que anhelaba con todas mis fuerzas contemplar uno de aquellos gestos, sorprender una de aquellas miradas borrascosas y que la intensidad de mi empeño lograba que los gestos y las miradas llegasen a aparecer.
De ellos provenía toda la irritación y la acritud de don Daniel. Una tarde cortó la lección bruscamente, diciendo que tenía que ir a no sé qué sitio. Al día siguiente, antes de empezar la lección, sus preguntas fueron ya ponzoñosas:
—¿Has estudiado todo?
—Todo.
—¿Y lo sabes?
—Naturalmente.
—«¡Qué talento, qué talento! Prosigamos».
Me soltó esa frasecilla de una zarzuela antigua, que va acompañada de un cierto soniquete. Ya me lo había dicho otras veces y en tales ocasiones, que, repetirla ahora, era dar por declarada la guerra. Yo sabía que detrás de ella venían las explicaciones enigmáticas, las preguntas insospechables.
Vio que la amenaza me había puesto tan en guardia, que, acaso por defraudarme, no pasó de una discreta crueldad.
No sé si a la mañana siguiente yo llegué al cuarto de Luisa enteramente descorazonada o si acabé de ponerme al verla a ella en el mismo estado.
Luisa venía llevando su enfermedad con una paciencia heroica. Desde el día de la caída no había vuelto a quejarse, como si hubiese ya rebajado el sufrimiento a la categoría de costumbre, pero aquella mañana, apenas repasamos una lección, dijo que no se sentía bien porque había pasado muy mala noche. La pierna escayolada se le había quedado como entumecida, y además había venido el médico temprano y le había dicho que no podría levantarse a los cuarenta días, sino que probablemente necesitaría un par de semanas más.
Las dos pasamos la mañana como abrumadas, como sintiendo que era inútil hacernos ilusiones o proyectos, que todas las cosas que deseábamos podrían retardarse o interrumpirse o deshacerse. Nos quedamos como esperando que alguna solución llegase de pronto, pero lo único que llegó fue el mediodía y, como era lógico, don Daniel volviendo del archivo.
En cuanto entró en el portal oí sus pasos, pero no fui capaz de recoger los métodos.
Los días anteriores lo había hecho con naturalidad, como dando por terminada la tarea; hacerlo en aquel momento habría sido demostrar a Luisa que lo ocultaba —cosa que ella sabía perfectamente—, y no lo hice. La vi quedarse a la expectativa un rato, y luego afrontamos las dos juntas la mirada inquisitorial que se percató de todo en un momento y se mantuvo completamente inalterable, como si no hubiese visto nada.
Volví a primera hora de la tarde, me encerré abajo y abrí los libros. Pasó tiempo, un tiempo como una mole, y creí que don Daniel no vendría, pero oí un reloj que daba las cinco y a poco apareció como de costumbre.
Después del ¡hola! habitual se fue hacia la estantería; le oí revolver libros, andar de un lado para otro; tuve el valor de no volver la cabeza. De pronto dijo:
—Por fin apareció la historia que buscábamos el otro día. Puedes llevártela a casa y leerla, si es que te quedan fuerzas después de tus múltiples actividades.
Yo me dije: Ya empezó el fuego. No contestar es contestar, es demostrar que ha dado en el blanco y que estoy dispuesta a seguir recibiendo el tiroteo. ¿Por qué no cambiar de actitud, por qué no contestar con una sinceración que haga imposible todo ese juego de indirectas? Me volví un poco y le miré. Empecé diciendo:
—No crea usted que me he puesto a estudiar la música seriamente; sólo estoy preparándome un poco porque por ahora —iba a decir «dice Luisa», pero me lo callé—, todavía es pronto para impostarme la voz. Luego, cuando tenga edad, ya me gustaría cantar bien.
Logré desarmarle, pero menos de un minuto. Cuando empecé a hablar, él notó mi acento inocente y franco y, casi sin querer, se puso a escucharme en una actitud semejante, pero después que se percató del sentido de mis palabras, levantó las cejas con un asombro afectado, soltó un ¡ah!, que se prolongó sin fin, mientras acumulaba ironía, y dijo:
—¿Con que vas a dedicarte al bel canto?
Yo no me di por vencida. Contesté en el tono de antes:
—Como profesión ni pensarlo, pero, en fin, me gustaría cantar con algo de escuela.
—¡Perfecto, perfecto! —exclamó, y dio con la palma de la mano en el lomo del libro que tenía—. No puede habérsete ocurrido nada más perfecto ni más adecuado. ¿Cómo no me habré yo dado cuenta antes de que eras una artista?
Vino hacia la mesa, soltó el libro y me miró como… no sabría decir cómo.
Siguió:
—Eso es lo que tú eres, exactamente, de pies a cabeza: una artista, una verdadera artista. Te creo capaz de incendiar Roma.
No dijo más; hubo un silencio corto y pavoroso, y bruscamente se fue. Pero al marcharse, yo pude oír aún algo que no sé si fue un rechinar de dientes o una pequeña risa o una ligera tos. En su garganta o en su boca se produjo un sonido chirriante, tan inhumano como el crujido de un armario. Uno de esos ruidos que causan terror, precisamente porque no sabemos si es o no es un alma quien los produce.
Cuando nos describen el infierno siempre imaginamos un antro, un agujero profundo en las entrañas de la tierra, negras e infranqueables; en cambio, el cielo se concibe más bien como una inmensidad vaga e ilimitada. Pues bien, en ese momento, yo me hundí en una inmensidad de miseria, oscura como el infierno e ilimitada como el cielo. Pero es inútil querer decir cómo fue, más bien diría que sentí de pronto que todo iba a dejar de ser.
Me dejé caer en el sofá, de bruces, y escondí la cara entre los almohadones. Quería impedir que se oyesen desde fuera mis sollozos y me enloquecía su estruendo.
No sé cuánto tiempo pasé así, ni sé por qué de pronto levanté la cabeza. Don Daniel estaba apoyado en el quicio de la puerta: mi llanto se cortó en seco.
De su semblante habían desaparecido por completo la crueldad, la inhumanidad y la ironía; sólo estaba presente lo otro, lo horrible, lo indefinible.
Entró y cerró la puerta detrás de sí; parecía que no podría hablar, porque tenía los labios entreabiertos, pero los dientes apretados unos contra otros; sin embargo, dijo:
—¡Te voy a matar, te voy a matar!
Ahora es muy otra cosa lo que me queda por decir. Si pudiese seguir llenando páginas con los detalles olvidados de imágenes o de pensamientos, eso significaría que la vida continuaba; pero no, no continúa.
Contar esto otro, temo que sea superior a mis fuerzas, temo que sea demasiado difícil para mí, que no consiga demostrar de un modo enteramente claro cómo son las cosas imposibles, cómo se puede vivir dentro de su atmósfera, sabiendo que de un momento a otro van a explotar y todo va a hacerse añicos.
No, no; tengo que cambiar de método. Es estúpido querer describir una fiebre alta; basta con decir los grados que llegó a alcanzar. Basta con contar las cosas que sucedieron, una tras otra, pasando deprisa por ellas, hasta el fin, y se acabó.
Al día siguiente no sucedió nada; de mí no hay por qué hablar. No fui a ver a Luisa por la mañana, no fui y nada más: sin más explicación. Por la tarde fui, pero no subí, del mismo modo. Sin embargo, al otro día —pues llegó el otro día— tampoco fui a ver a Luisa, pero ya pensé que no había ido y que el ir, si es que llegaba a ir al día siguiente, era algo sólo comparable a lo que sería ir caminando a la orilla del río, y, en vez de seguir a lo largo, torcer de lado y descender hasta el fondo. Eso es prácticamente posible, pero ¿quién podría hacerlo?
Al día siguiente, tampoco fui a ver a Luisa. No fui por la mañana ni subí por la tarde, pero, claro está, la obsesión de veda y el convencimiento de la imposibilidad de veda abarcaban el día entero, el día y la noche, y lo destruían todo.
Destruían hasta la facultad de comprender las cosas más sencillas. Yo había tenido siempre, desde muy pequeña, por naturaleza, la condición de poder descubrir por una palabra cazada al vuelo cualquier trama o maquinación complicada de las gentes. Pues bien, al cuarto día oí por el pasillo de mi casa aquellas inmundas reflexiones que el ama iba haciéndose y no comprendí.
¿Qué hubiera hecho si hubiera comprendido? ¿Qué hubiera podido poner en salvo? Nada, ya no era tiempo.
Y de pronto, recuerdo algo que me parece trivial comentar, interrumpiendo el relato de los hechos escuetos que me proponía. Sin embargo, aunque parece una fantasía, un entretenimiento como los anteriores, demuestra que yo comprendía ya en aquel momento la inutilidad de comprender.
Todo aquel cuarto día me acompañó una idea fija. De pronto, me pregunté: ¿Por qué será que no ve uno nunca por el campo pájaros muertos, conejos muertos, ratones u otros bichos pequeños? Y en seguida encontré la respuesta: Porque esos bichos no viven más que mientras tienen fuerzas para huir de sus enemigos; en cuanto pasa un cierto tiempo caen, sucumben, porque están rodeados de peligros por todas partes.
Pensaba en los pájaros y en los conejos. Me parecía que me refugiaba en esta idea para no pensar en otra cosa, para quitarme las otras ideas de la cabeza. Pero no: pensaba en esto para comprender que en un cierto momento ya no es tiempo de huir.
El quinto día no fui a ver a Luisa por la mañana, no subí por la tarde y la puerta del despacho volvió a cerrarse.
Inesperadamente, el pestillo se levantó con violencia y toda la puerta fue zarandeada un momento. Yo estaba sentada delante de la mesa. Don Daniel abrió: era mi padre.
Oí que don Daniel pronunciaba una palabra que no comprendí; sólo sentí que su acento era cortés y sereno.
Mi padre entró sin decir nada, cerró la puerta y apoyó en ella la espalda. Entonces dijo:
—Ante todo, no levante la voz.
Don Daniel contestó:
—No tengo por qué. Quisiera transcribir aquí letra por letra todas las palabras que sonaron allí dentro, pero ¿cómo podría transcribir los silencios?
No era posible saber cuál de los dos era dueño de la situación. Mi padre estaba allí, quieto, lleno de una decisión que nadie ni nada podría torcer. Don Daniel, firme en una serenidad que parecía poder soportado todo. Y de pronto, una pequeña desviación de su mirada, un movimiento ligero, me hizo temer que le faltasen fuerzas; pensó que yo estaba allí; quiso indicar a mi padre que me hiciese salir, pero vio que mi padre no iba a escucharle y no dijo nada; recobró la serenidad.
Mi padre empezó a decir cosas tan extrañas. Me pareció en el primer momento que no estaba en el uso de sus facultades, pero sí lo estaba; sólo que empezó hablando como si siguiese un discurso interrumpido. Dijo:
—Cuando uno ha hecho ya una cosa una vez en la vida no la repite. No, no hay cuidado de que la repita.
Don Daniel le escuchaba callado; mi padre siguió:
—Yo podría perfectamente hacer lo que usted está pensando, pero no voy a hacerlo. Ya sé lo que es eso: lo hice hace diez años y me quedé aquí solo —daba con la muleta en el suelo—, aquí solo, de pie. ¿Cree usted que voy a repetir la suerte?
Don Daniel no contestó.
—Esta vez le toca a usted. Me voy a permitir esa satisfacción. Es muy fácil; desde mi casa, sin moverme, le voy a ver a usted salir de aquí con todo el cortejo: con el deshonor, con el escándalo, con un golpe bien asestado, de esos que le parten a uno por el eje para todo el resto de su vida. Es muy fácil, no tengo más que pedir su destitución por…
Creo que mi padre pronunció una palabra más, pero no pude oírla, porque la voz de don Daniel, guardando un tono comedido, le atajó tan cortante que borró lo que mi padre estaba diciendo. Exclamó:
—¡Haga usted salir de aquí a Leticia!
Mi padre no se movió, no volvió siquiera la cabeza hacia mí; dijo solamente:
—No me interrumpa. Pero le había interrumpido; quiso recomenzar y siguió implacable, pero no tan arrollador como antes:
—Tengo hasta la satisfacción de que va usted bien acompañado. Usted no tiene el recurso de irse al Riff, usted lleva arrastrando a otros tres, que lo van a pasar tan mal como usted mismo.
Aquello, que era tan horroroso como uno de esos suplicios que acaban por provocar los gritos o las convulsiones de la víctima, pareció extender sobre la frente de don Daniel una gran paz. Fue tan visible el movimiento de sus cejas indicando la inutilidad de todo ataque, que la violencia de mi padre descendió aún otro grado.
Siguió hablando; creo no haber perdido nada, o más bien, creo haber podido reconstruirlo todo, porque en aquel momento yo no era más que como un residuo, como una de esas plantas que se arrancan de la tierra en invierno y se tiran a la cuneta y se quedan allí muertas y heladas.
Mi padre dijo:
—Supongo que no lo pondrá usted en duda.
El tono era como interrogante, y se calló un rato, dejando un margen a la respuesta.
Don Daniel se hizo esperar y no respondió acorde; empezó a decir él, como por su cuenta:
—Yo no sé cómo procedió aquella vez, pero me imagino que le dejaría usted al otro tener un arma en la mano.
—Por supuesto, tenía un arma —dijo mi padre.
—Entonces, deme usted derecho a emplear unas cuantas palabras.
Mi padre alzó los hombros, concediendo con indiferencia. Don Daniel meditó todavía un poco y al fin dijo:
—Es comprensible su actitud; me explico que ese plan que usted ha trazado sea lo único que pueda satisfacerle. Lo que le vaya decir no es una advertencia ni un consejo, de ningún modo; es eso, en fin, en dos palabras: lo que usted se propone no puede ser.
Mi padre quiso indignarse, casi gritó:
—¡No he visto un cinismo mayor!
Don Daniel repuso:
—Usted sabe perfectamente que lo que está viendo no es cinismo —y siguió, porque mi padre no pudo contestar con rapidez—. Si usted, cuando salga de aquí, reflexiona siquiera media hora, verá que todo lo que acaba de exponer no es factible. Está todo planeado con refinamiento, no ha escatimado usted nada para darle caracteres horrorosos, pero no ha pensado en que puede haber algo que lo haga imposible.
Mi padre estaba desconcertado por dentro, pero no lo demostraba, y como no encontraba respuesta, ni daba con el enigma que se le proponía, optó por callar, haciendo como que esperaba el final.
Don Daniel dijo:
—Cuando salga usted por esa puerta, un poco de tiempo después lo comprenderá.
Al decir esto señaló a la puerta, y mi padre, como obedeciendo sin querer a la indicación, se despegó de ella. Inició un movimiento lento y trabajoso, intentando equilibrarse en las muletas, como para ponerse en marcha, pero entonces don Daniel le detuvo con el gesto.
—Quería decirle todavía —empezó—. Bueno, es innecesario, porque también esto el tiempo lo va a demostrar, sólo que yo quiero decir que tengo la seguridad de ello antes de que sea demostrado por nada. Me refiero a la importancia en el porvenir… Hay una palabra que no quiero ni pronunciar; pero, en fin, si digo el porvenir moral, quiero decir el futuro desenvolvimiento… Sobre ese punto yo sé muy bien que no hay nada que temer.
Entonces fue cuando mi padre exclamó:
—¡Es inaudito, los días que me queden de vida no me van a bastar para repetirlo! ¡Es inaudito, es inaudito!
Don Daniel siguió:
—Reflexione sobre lo que le he dicho. El hecho es tan desmesurado que no cabe en sus planes, por perfectos que sean. Tiene que resolverse por sí mismo. Reflexione en esto, coronel, piénselo siquiera media hora.
Mi padre repetía la misma palabra en voz baja, y ya separado de la puerta, dio unos cuantos pasos indecisos como queriendo justificar con la torpeza de sus pies la desorientación de su cabeza.
Don Daniel, en cuanto vio libre un pequeño espacio, con un movimiento de rapidez indescriptible me cogió por el brazo casi junto al hombro —creí que el brazo iba a desprendérseme del cuerpo—, abrió la puerta como medio metro y me lanzó fuera.
El impulso de su mano fue como si me hubiese llevado en vilo hasta casa: no sentí el suelo bajo los pies.
Entré por la puerta del huerto, pero no pasé por la cocina; subí por una escalerita que daba al mirador y éste comunicaba con el pasillo de arriba. Me metí en mi cuarto y cerré por dentro con llave.
Escuché un rato; la criada me había visto desde el fondo de la cocina, pero nadie subió detrás de mí. Había un silencio como si la casa estuviese sola. Miré por detrás de los cristales del balcón; aún no habían empezado a encenderse las luces, pero a pesar de la oscuridad, distinguí a mi padre que doblaba la esquina. En cada paso que daba procuraba abarcar un gran espacio, pero luego titubeaba antes de dar otro y así venía avanzando trabajosamente. Yo le miraba con fijeza, haciendo por adivinar en sus movimientos el estado de su ánimo. La acera por donde él venía quedaba muy en sombra, y por encima de las casas se veía un cielo transparente que me obligó a detener en él la mirada. Y me pareció que en medio de su quietud estallaba algo como una pompa. Fue un pequeño estampido, lejano y tan breve, que se preguntaba uno si podía tener realidad una cosa tan sin tiempo. Paseé en un momento los ojos por todo el espacio que podía abarcar, buscando una huella, una comprobación: todo seguía en la misma quietud; sólo abajo mi padre en la acera titubeaba aún más. Se volvió y desanduvo unos cuantos pasos; se paró a escuchar, dio de nuevo un paso hacia casa y volvió a detenerse. De pronto echó a andar desatalentadamente, como pasando por encima de todas sus molestias, como atropellándose a sí mismo y entró en el portal; la casa entera retumbó del portazo cuando se metió en su cuarto.
Se volvió a hacer el silencio, y fuera siempre una quietud completa; de pronto pasó un hombre corriendo hacia la derecha, y a poco otro detrás de él; cuando ya iban lejos se alcanzaron, se dieron palmadas en la espalda: eran mozos que iban jugando. Todas las luces se encendieron y entonces me fue más difícil ver en el primer momento. La calle parecía mucho más oscura, con un punto brillante en cada esquina.
Pasó un coche que parecía venir de fuera y que se paró al doblar la calle de al lado, junto a la tapia nuestra, pero no oí más. Seguí mirando por el cristal, estudiando las figuras de mujeres apresuradas que pasaban bajo las luces, sin darme tiempo a sorprender en sus actitudes si iban a algo, si sabían algo.
Empecé a oír voces en el portal, varias voces, todas cuchicheando y confundidas unas con otras. Sólo pude distinguir que entre todas aquellas gentes mi tía Aurelia lloraba, pero no lloriqueaba como otras veces: lloraba ahogadamente, profundamente. Ya no necesité saber más, pero no pude llorar; esperé aún el milagro.
La puerta del cuarto de mi padre volvió a sonar con fuerza y volvió a hacerse el silencio en el portal; me senté en el borde de la cama.
¿Me callé por cobardía, por indiferencia? No, sólo porque sabía que lo que hubiera querido hacer no era posible. No habría conseguido llegar a ningún sitio; si hubiera salido a la puerta, cualquiera, una de mis criadas, un hombre de la calle habría podido pisarme como a un ratón.
Permanecí en silencio en el cuarto semioscuro.
Volvió a sonar la puerta del cuarto de mi padre y esta vez suavemente. Unos pasos cruzaron el portal y empezaron a subir la escalera; unos pasos de hombre que subía deprisa, con agilidad. Pensé y viví en aquel momento una alucinación tan poderosa como debe ser el espejismo en el desierto: era la esperanza, que se agolpaba en mi corazón a medida que los pasos se acercaban a la puerta. Al fin, un par de golpes con los nudillos y una voz llamándome por mi nombre. Reconocí en seguida la voz: era mi tío Alberto. Insistió:
—Abre en seguida, abre en el acto.
Abrí. Entró y empezó a mirar por todas partes. Me dijo nada más:
—Vamos, date prisa; te vienes conmigo.
Se abalanzó a un cesto de costura que había en un rincón y lo volcó sobre la cama; después abrió un cajón y echó en el cesto un puñado de cosas, siempre diciendo:
—Vamos, no pierdas tiempo, ponte un abrigo.
Cogió del armario unos cuantos vestidos y se los echó al brazo. Me sacudió un poco porque yo no reaccionaba; casi me arrastró hasta la puerta; allí me dijo, con un gesto cariñoso:
—Ahora, silencio: ya hablaremos tú y yo.
Bajamos por la escalerilla del mirador, porque mi tío había dejado el coche junto a la puerta de detrás. No encontramos a nadie a nuestro paso; nos metimos en el coche y echamos a andar hacia Valladolid.
Podría dar por terminado el relato. Estamos ya en el mes de marzo. Han pasado cinco meses y mi vida en este tiempo me es tan ajena como la de cualquier vecino de la ciudad, cuyo idioma casi desconozco.
Recuerdo que, al empezar este cuaderno, hice ciertos planes de conducta en oposición con el ambiente: he faltado a todos. He estudiado con Adriana y me he dejado deslizar por la nieve como los demás.
Mi tía Frida sigue creyendo que soy una buena chica; tanto ella como su marido se han impuesto como misión el convencerme de ello.
Ya en Valladolid, la noche que pasé en el hotel, en el cuarto de al lado de mi tío, donde me tuvo escondida hasta la hora de tomar el tren para que la cosa no trascendiese hasta casa de mi abuela, estuvo haciendo por animarme como una persuasión que iba en ese sentido. Me repetía continuamente: «Tú no tienes la culpa de lo que ha pasado: eso tenía que pasar, si no hubiera sido por esto, habría sido por otra cosa. En fin de cuentas, el único responsable es tu padre por no haberte puesto desde hace tiempo en un ambiente adecuado», etcétera.
Yo le miraba en silencio y me preguntaba por dentro: ¿Qué pasaría si yo le dijese ahora que me da asco oírle? ¿Qué pasaría si le diese una patada? Que me volvería a llevar a Simancas, y no, no tengo fuerzas para descender lentamente hasta el fondo del río.
Al mismo tiempo, veía que su intención era buenísima, que había hecho y seguiría haciendo todo lo que se podía hacer para salvarme, pero es que me parecía degradante dejarme salvar, sabiendo que no merecía ser salvada. Sin embargo, me dejé.
Él creyó que me había reconfortado y me aconsejó que durmiese para no emprender el viaje tan cansada. Al marcharse a su cuarto, me enseñó su billete, que ya tenía sacado desde el día antes. Me dijo:
—Venía de sacarlo en el momento en que Aurelia me telefoneó pidiendo socorro.
Y añadió, con esa vanidad de las gentes que están seguras de saber arreglar los asuntos:
—Anda, que si no llego a estar yo aquí, te habías caído, pichona.
Es maravilloso llorar en un cuarto donde entra la luz del pasillo por el montante de la puerta y se puede estar viendo una de esas perchas de Vitoria de ganchos retorcidos, o también en las literas del tren, junto al techo, cerca de la lucecita azul, oliendo el humo que entra al pasar los túneles y sintiendo la trepidación que le mece a uno como si el tren fuese un ser muy poderoso que corriese llevándole a uno en brazos.
Todo es maravilloso, pero es repugnante que todo esto se le ofrezca incluso a la criatura más vil. Aunque no sé si encontrarlo repugnante es no querer comprender la misericordia de Dios.
¿Será que no la comprendo? No sé; creo que si alguna gratitud existe en mí, existe sólo en forma de fuerza bruta. Es algo irracional, algo así como la salud. Cuando siento el frío en los carrillos, cuando corro con Adriana por la nieve o por entre los árboles oscuros que cubren estas laderas, me invade una especie de bondad que casi me hace sonreír extasiada ante las cosas hermosas.
De pronto me acuerdo… No, eso no lo escribiré. Describí todos mis sentimientos sublimes hasta que desembocaron en aquello, porque para eso lo hice: para que se viese dónde fueron a parar. De lo de ahora no quiero decir nada, no quiero que resulte conmovedor mi sufrimiento; al contrario, si sigo escribiendo es sólo porque no quiero pasar por alto esta red de detalles grotescos que se teje alrededor mío, para mi bien.
A mi tía, con sus estudios arqueológicos por el Mediterráneo, le gusta mucho enseñarme a sus amigas. Vienen generalmente unas cuantas a tomar el té con ella, junto a la chimenea, y luego hacen tricot y charlan todas a un tiempo. Cuando llegamos Adriana y yo de la calle, al quitarme la caperuza, todas elogian mis bucles, que ellas llaman negros. Hay una que me llama siempre «Mignon», y un día me dijo que tenía que enseñarme unos versos que empiezan: «¿Conoces el país donde florece el naranjo?».
Mi tía, con esto, encontró ocasión para explicarles las diferencias que hay entre Italia y España, y les dijo también que yo no soy ni mucho menos un tipo del sur, que en la región donde yo he nacido no hay naranjos, pero que hay un castillo maravilloso lleno de documentos.
Entonces yo me marché de la habitación, después de decir a la señora que tengo muy mala memoria para aprender versos, y Adriana vino detrás de mí, encantada de celebrar que fuese capaz de decir una mentira semejante.
Cuando todas se marcharon, fui a sentarme junto al fuego en el poyo de la chimenea. Adriana preparaba sus lecciones y yo me estuve allí largo rato, comiéndome las rebanadas de pan que habían quedado del té. Mi tío llegó y le dijo algo a su mujer que en seguida me hizo prestar atención. No podían verme, porque me ocultaba una enorme butaca que había delante de mí. Hablaban de una carta de España y se acercaron a una lámpara para leerla. No sé de quién era la carta, probablemente de una de mis tías. Mi tío dijo: «Han hecho bien, la pobre Aurelia no podía más».
En lo que habían hecho bien era en quitar la casa de Simancas.
Entonces empezó a explicarle a mi tía que ya la otra vez también se había ido mi padre a la finca de Margarita Velayos; había estado allí unos meses hasta que se había ido a África, y ahora, sabe Dios hasta cuándo. Y volvieron a comentar que lo único acertado había sido deshacer la casa. Esto era lo que más les tranquilizaba. Ahora, ya cada uno de nosotros tres por separado, éramos menos peligrosos; de lo demás, ni hablar. Ni un comentario, ni una alusión al drama que había determinado todo aquello. Pero yo sabía muy bien lo que pensaban: pensaban que si no hubiera sido por aquella causa habría sido por otra.
Mi tía, además, dejaba bien sentado que, en parte, ella lo había previsto todo. Repetía: «Ya te lo dije yo desde un principio; aquello no podía ser, aquello era cosa de locos. Aquello no podía ser, no podía ser».
Y no se daban cuenta de que lo que no podía ser estaba detrás de la butaca.
No sé si era la cólera o la amargura lo que me llenaba los ojos de lágrimas. Me parecía que ya, en los días de mi vida, no volvería a sentir nada a lo que se le pudiese llamar en una u otra forma amor.
Después, pensé que acaso aquello que yo llamaba la fuerza bruta fuese lo único seguro que me quedaba. Entonces empecé a bostezar y a sentir unas ganas locas de dormir profundamente. No había dejado de comer rebanadas de pan negro a pesar del llanto.
Salí tranquilamente del rincón, y, aunque se asombraron, creyeron que lo mejor era no darle importancia, que lo mejor era suponer que yo no había oído nada.
Dije que estaba cansada y que quería irme a la cama; nadie se opuso.
Al entrar en mi cuarto me acordé de que al día siguiente era el 10 de marzo. Miré la rama de hiedra que subía por el marco de la ventana y había crecido lo que yo tenía calculado.