El día 10 de marzo cumpliré doce años. No sé por qué, hace ya varios días que no puedo pensar en otra cosa. ¿Qué me importa cumplir doce años o cincuenta? Creo que pienso en ello porque, si no, ¿en qué voy a pensar?
En todo lo de antes no pienso; lo veo dentro de mí; cada uno de mis minutos es uno de aquéllos, pero pensar, cuando me pongo a pensar, sólo se me ocurre: el día 10 de marzo cumpliré doce años. Y es que, pensando, me pregunto: ¿qué va a suceder? Y no va a suceder nada. Solamente que seguirán pasando los días hasta que llegue el 1O de marzo, y ese día, sí, ya sé lo que pasará. Luego volverán a pasar otros sin nada más.
Cuando quiero decirme a mí misma algo de todo lo que sucedió, sólo se me ocurre la frase de mi padre: «¡Es inaudito, es inaudito!». Me parece verle en su rincón, metido en su butaca, cogiéndose la frente con la mano y repitiéndola, y yo, desde el mío, diciéndole sin decirle: «Eso es lo que yo estaba queriendo decirte siempre. Yo no sabía decir que todo lo mío era inaudito, pero procuraba dártelo a entender, y tú de todo decías que no tenía nada de particular. Claro que si ahora lo que ha pasado te parece inaudito es porque sigues creyendo que anteriormente nada tenía nada de particular».
Pero ¿a qué conduce este discutir? Estamos muy lejos, como siempre estuvimos, con la diferencia de que ahora la distancia es una ventaja para mí: me aísla, es mi propiedad y no siento aquel deseo de explicaciones. Antes, cuando hablaba de mis cosas, era como pidiendo que me defendiesen de ellas. Ahora, las peores ya no me dan miedo: me atrevo a repetirlas aquí, las escribiré para que no se borren jamás en mi memoria. Y no por consolarme: necesito mirarme al espejo en ellas y verme rodeada de todas las cosas que he adorado, de todas las cosas de que me han separado, como si ellas me hubiesen hecho daño. Aquí ya no pueden quitármelas, ni ellas pueden irse: aquí serán como yo quiera, no pueden nada contra mí, como tampoco pueden estas otras que están de veras a mi alrededor; las veo, pero me niego a creerlas.
Con todo, me pasa lo que con la rama de hiedra que llega al marco de mi ventana. Cuando la miro de refilón y la veo asomarse al cristal, me parece una lagartija que va a escaparse si me acerco. Sin embargo, no es lo que parece; no puede huir ni estremecerse, aunque pegue en el cristal con los nudillos, pero a pesar de eso me gusta creer que es mi compañera. Su vida es tan lenta; aún más que las manecillas del reloj que tantas veces he pasado horas queriendo ver avanzar. Aquí es ella la que va a medir mi tiempo. Cuando la miro, como cuando la olvido o cuando duermo, ella va avanzando; ahora llega aproximadamente a la altura del nudo más grande de la madera y sé que para ello de marzo habrá crecido un palmo o acaso más.
Menos aún no se notará lo que pueda crecer yo de aquí a entonces. Adriana me dice que muy pronto, pues ya estamos finalizando octubre, esas vertientes se cubrirán de nieve y esquiaremos, que de un momento a otro llegará su profesor y daremos clase de música en el gabinete de su madre, que tengo que aprender de prisa el alemán para poder seguir los estudios con ella. No aprenderé el alemán, ni esquiaré, ni estudiaré nada. No iré por ese camino que me marcan, no seguiré a ese paso; iré en otro sentido, hacia arriba o hacia abajo, me escaparé por donde pueda y no se darán cuenta. Me verán todos los días con los pies quietos en el mismo sitio, pero no estaré aquí: iré hacia atrás; es lo único que puedo hacer. Esto, ¿cómo van ellos a comprenderlo? No haré nada que sobresalga, no me verán mover ni una mano; volveré hacia dentro todas mis fuerzas, echaré a correr hacia atrás hasta perderme. Luego volveré hasta aquí y retrocederé otra vez.
No, aquí mismo no llegaré nunca. Me parece más fácil llegar hasta allá, hasta el principio. Todo lo demás, lo que está a la derecha o a la izquierda, puedo tomarlo o dejarlo, y no tomaré más que lo que verdaderamente quiera. No lo que quiera por capricho; lo que quiera con mi corazón, lo que quiera con ese querer que viene desde el principio; desde Dios, debe ser, porque Dios es principio y fin de todas las cosas. Aún no sé lo suficiente para pensar esto por cuenta propia y, sin embargo, hace ya mucho tiempo, cuando no sabía absolutamente nada, ya lo pensaba. Siempre lo sentí así. Cuando rezo, sobre todo cuando rezo a oscuras, cuando me vuelvo de cara a la pared en la cama y tanteo la oscuridad con los ojos y los giro en todos los sentidos y no veo nada; hasta que no estoy convencida de que no veo nada, tampoco puedo pensar en nada. A veces llego a dudar si tengo los ojos abiertos o cerrados y me toco con la punta del dedo, despacio, con mucho cuidado, como si fuese a sorprender a un ojo que no fuese mío, y cuando toco el ángulo del ojo entre las pestañas, y me convenzo de que está abierto, entonces estoy segura de que no se ve nada y paso un momento de una angustia horrible, pero al fin puedo empezar a rezar el padrenuestro.
Tengo tal necesidad de pensar por cuenta propia, que cuando no puedo hacerla, cuando tengo que conformarme con alguna opinión que no arranca de mí, la acojo con tanta indiferencia que parezco un ser sin sentimientos. Esto me atormenta más que nunca cuando quiero hacerme una idea de cómo sería mi madre. Cuando era pequeña, oía hablar de ella y me decía a mí misma: No, no era así, yo recuerdo otra cosa, pero ¿qué es lo que yo recordaba? Nada, claro, nada que se pueda decir ni siquiera oscuramente. La verdad es que nunca pude recordar cómo era mi madre, pero recuerdo que yo estaba con ella en la cama, debía ser en el verano, y yo me despertaba y sentía que la piel de mi cara estaba enteramente pegada a su brazo, y la palma de mi mano pegada a su pecho. Por muchos años que pasen, no se me borrará este recuerdo, y puedo hundirme en él tan intensamente, sobre todo de un modo tan idéntico a cuando era realidad, que en vez de parecerme que cada vez lo miro más desde lejos me parece que, al contrario, algún día pasaré más allá de él. Ahora lo estudio, lo repaso; antes lo miraba, me pasaba horas contemplándolo.
Me parecía sentir precisamente un no sentir en algún sitio, un tener una parte mía como perdida, como ciega. Era como si estuviese pegada a algo que, aunque era igual que yo misma, era inmenso, era algo sin fin, algo tan grande, que sabía que no podría nunca re correrla entero, y entonces, aunque aquella sensación era deliciosa, sentía un deseo enorme de hacerla cambiar de sitio, de salir de ella, y me agarraba, tiraba de mí misma desde no sé dónde y me despegaba al fin. Recuerdo el ruido ligerísimo que hacía mi piel al despegarse de la de ella, como el rasgar de un papel de seda sumamente fino. Recuerdo cómo me quedaba un poco en el aire al incorporarme, y seguramente entonces la miraba y ella me miraría. Sí, sé que me miraría, me sonreiría, me diría algo; de esto ya no me acuerdo.
Es raro: si recuerdo lo que sentía, ¿por qué no recuerdo lo que veía? Yo creo que debe ser porque después he seguido viendo cosas; en cambio, no he sentido nunca más nada semejante a aquello.
Todo el mundo, todos más o menos, habrán sentido una cosa así, pero si la han sentido, ¿por qué no hablan de ello? Claro que yo tampoco he hablado nunca, pero cuando los otros hablan, yo busco entre sus palabras algo que deje traslucir que lo conocen, y nunca lo encuentro. Se ve que no han empezado por ahí; hablan de otras cosas. Hablan del amor de las madres, de cosas que hacen o que dejan de hacer, y yo siempre digo en mi fondo: el amor era aquello.
Sí, después, otros han hecho también cosas por mí, todos me han querido, se han sacrificado, como dicen, pero aquello otro nada tiene que ver con esto. Esto, aunque debe ser claro, ni lo entiendo ni quiero entenderlo. Aquello era como un agua, o como un cielo. ¡Se estaba tan bien allí! Y se quería salir para sentir mejor que se estaba.
Fuera de eso, no recuerdo nada bueno de aquellos años. Sólo la angustia de tener que aprender unas cosas para comprender otras, porque la gente, por lo regular, habla de un modo que al principio no sabe uno por dónde guiarse. Tan pronto dan a las cosas más misteriosas una explicación tonta, tan pronto las envuelven, las disfrazan con un misterio odioso.
Cuatro o cinco años me pasé oyendo, sin comprender, que mi padre había ido a África a hacerse matar por los moros. Yo comparaba lo grave que me resultaba aquello con la naturalidad con que lo decían, y no acertaba a casar las medidas. Entonces pensaba: o no es tan grave o es conveniente, y el no poder juzgar sobre esto no llegaba a inquietarme. Que mi padre quisiera morir, no me era imposible de comprender, pero que quisiera hacerse matar por los moros, ¿por qué? Además, ¿por qué lo decían con aquel misterio, con aquel dejo? Cuando yo preguntaba, era un alzarse de hombros, un mover de cabeza con lo que me respondían, y yo sentía vergüenza, no sé si por mi padre o si por mí, por no entender, por no dar en el quid de aquello que no querían explicarme. Llegaban los periódicos y yo miraba las caras de todos cuando leían las noticias y suspiraban con satisfacción porque no encontraban la que temíamos, pero después movían la cabeza como diciendo: nada, todavía no ha conseguido nada…
Yo vivía con la desazón de no entender aquello, y muchos ratos lo olvidaba, pero de pronto me venía a la cabeza y me sentía tan cerca, me parecía tan cierto ir a verlo claro de un momento a otro, que me ponía colorada. Pero entonces no era vergüenza, era emoción, era como si me asustase no sé de qué. Mi corazón daba un golpe terrible, se me extendía un calor por la frente que me nublaba los ojos, y aunque no conseguía ninguna idea clara ni nueva, sentía que había tocado la verdad. Lo que me repugnaba era precisamente la envoltura que le daban los otros y las explicaciones, siempre las explicaciones, alrededor de mi padre y mi madre. Siempre aquellas sentencias: «cuando de veras se quiere a alguien, se hace esto y no esto; el amor no es así, sino de este otro modo». Y yo sin poder más que decir dentro de mí, con toda mi desesperación y todo mi asco: ¡imbéciles, el amor era aquello!
Afortunadamente, yo pasaba la mayor parte del tiempo con mi tía Aurelia, que era la menos aficionada a hablar. Vivíamos puede decirse que solas, pues el ama y las criadas quedaban perdidas en la parte interior de la casa, y no venía a vemos casi nadie. Mi profesora, unas temporadas venía muy puntualmente todas las mañanas, otras se estaba varios días sin aparecer. Tanto ella como el médico decían que yo sabía demasiado y que me convenía más pasear que estudiar. Mi pobre tía me sacaba a pasear todos los días, y siempre, antes o después de nuestro paseo, nos deteníamos en casa de mi abuela. Allí era donde había grandes conversaciones alrededor de la camilla. Las tías se entretenían en hacer encaje de Irlanda, calados de Tenerife: tenían la habitación inundada de cestillos y bastidores. Yo me asfixiaba allí, y uno de los recursos que tenía para salir pronto era preguntar a mi abuela si tenía algún encargo que hacemos. Ella lo tomaba como si yo tuviese mucho empeño en complacerla y reservaba los encargos delicados para nosotras. Había que comprarle siempre cosas únicas en sitios rarísimos, o gastar varias horas en la explicación de algo que mandaba hacer a la medida. Mi tía era la que hacía el encargo, pero al tomarlo era yo la que tenía que atender, porque confiaban en mi memoria prodigiosa.
Me gustaba sobre todo tener que ir a la farmacia, porque mi abuela tenía viejas recetas que acostumbraba a tomar, y con todas sus exigencias y requisitos sólo querían servírselas en la farmacia militar. Allí íbamos mi tía y yo y teníamos que esperar incalculablemente hasta que se podía coger solo al boticario y explicarle que la vez anterior había estado demasiado, o demasiado poco, cargado de cualquier cosa. Entretanto, yo me paseaba por el pasaje donde estaba la farmacia.
Es maravilloso ese tiempo que se pasa esperando; parece que uno no está en sí mismo, que está haciendo algo para otro, y, sin embargo, se está tan libre.
Aquel pasaje, a la entrada de la calle del Obispo, se torcía en el medio para salir a la de la Sierpe, y en el ángulo que formaba había una rotonda con montera de cristales, que tenía cuatro estatuas representando las estaciones, y en medio una de Mercurio. ¡Qué luz caía sobre aquella pequeña plaza encerrada! A cualquier hora, en cualquier época del año, había allí una luz que le hacía a uno comprender. Yo, desde allí, comprendía, no sé por qué, la historia. La historia que no me gustaba estudiar en los libros desde allí me parecía algo divino. Dando vueltas entre aquellas estatuas, bajo aquella luz, yo pensaba según fuese el día. Cuando era en verano, poco antes de las doce, el sol era terrible, era irritante, trágico. Yo pensaba entonces en los gladiadores que morían en el circo de Roma. Veía sobre todo aquellos que caían al pisar la red, veía los cuerpos arrastrados por la arena, y también algo leído no sé dónde: dos que morían a un tiempo, atravesándose mutuamente con sus espadas. Bajo aquel sol, bajo aquella luz desgarradora, veía siempre aquella escena: dos hombres desnudos que se mataban uno a otro al mismo tiempo. Cuando era la hora de la siesta, pensaba en cosas de América, pensaba en colibríes, en hamacas. Veía a una mujer vestida de blanco, dormida a la sombra de un cañaveral, con una mariposa negra posada en medio del pecho. Si era por la mañana temprano, pensaba en Grecia, sobre todo cuando el pasaje estaba recién regado y quedaban pequeños charcos con una frescura que era como una música; entonces pensaba sobre todo en Narciso. Otras veces, cuando llovía, pensaba en el Rey de la Cerveza. No sé por qué le llamaba así, ni sé de dónde había sacado aquel personaje, pero me encantaba. Cuando la luz era gris y se oía el ruido de la lluvia en la montera de cristales, yo le veía sentado en un sillón de respaldo muy alto, con hojas de vid talladas en la madera. Estaba en una habitación inmensa con ventanas góticas, y en un rincón se veía un tonel precioso, con una panza tan perfecta que parecía vivo. ¡Pero él!… yo sabía cómo era en todos sus detalles. Iba vestido de terciopelo, no siempre del mismo color, pero siempre ribeteado de martas cibelinas. Sin eso no podía imaginarle. Bajaban las dos franjas de piel por sus hombros, y entre ellas se le veía el pecho maravillosamente sonrosado y anchísimo, con una camisa de encajes que le dejaban un escote cuadrado bajo la barba rubia. Entre los pelillos de su barba, su boca brillaba cuando se reía, y sobre todo cuando comía unos pescaditos fritos que cogía con las puntas de los dedos por la cabeza y la cola. En esta actitud es como más frecuentemente le imaginaba: sentado ante una gran mesa y comiendo uno de aquellos pescaditos. Los mordía en el lomo, iba quitándoles la carne con los dientes, y siempre yo veía el primer mordisco que era en el medio, como en la cintura del pez. Mientras lo comía, miraba al espacio con sus ojos azules que casi sonreían, no sé a quién, porque le veía siempre solo en aquella gran habitación. Otras veces estaba con las rodillas separadas y los pies juntos en un cojín, sentado junto al tonel, viendo caer de la espita un chorro dorado sobre un bock, y entornaba los ojos como un gato que se adormece.
No sé si a todas estas cosas que yo imaginaba en el pasaje se les puede llamar la Historia. El caso es que yo sentía que allí aprendía mucho. Porque en todas partes tenía estos ensueños, pero fuera de allí eran muy diferentes. Unos eran los que me acompañaban en las visitas, otros en la cama antes de dormirme, otros en la iglesia. Los de las visitas eran, generalmente, alrededor de unos seres pequeñitos que veía de pronto, en algún mueble, en algún rincón donde yo sorprendía a veces como un ambiente a propósito para ellos. Mi tía me llevaba con frecuencia a casa de unas amigas suyas, dos hermanas solteras ya muy mayores; las más joven tocaba el piano y todas las tardes estudiaba un par de horas. Cuando nosotras llegábamos a su casa, ella seguía estudiando, y mientras mi tía hablaba con la otra en el gabinete, yo me estaba con ella, sentada en la alfombra, en un rincón, junto a la consola. Un día le pregunté qué era lo que tocaba, y me dijo que estaba repasando las fugas. Tocaba muy bien; su música era tan ligera, tan limpia. Yo no la atendía, pensaba en otra cosa mientras tanto, pero a veces se destacaba un trozo que se llevaba mi atención, causándome una sorpresa, un deslumbramiento, como cuando se está mirando al cielo distraídamente y de pronto corre una estrella.
Las cosas que yo pensaba en aquella sala eran todas como aquellas fugas, siempre cosas ligeras, transparentes. Por el asiento de una butaca forrada de peluche verde, veía correr un caballo blanco. Tenía la piel como de madreperla, los ojos negros, y echaba hacia atrás la melena con un movimiento de cabeza como el de una niña. Alguna vez vi que se paraba y se quitaba con la mano el mechón que le caía sobre la frente. Sí, con la mano, yo lo veía así. También veía entre las patas de la consola unas zonas brillantes en la madera negra, unos rincones oscuros, unos cambios de luz y de sombra que eran como un mundo negro iluminado por un sol negro. Por allí había siempre dos seres muy pequeños, blancos y transparentes como hadas, que se abrazaban y se querían mucho.
En todo esto que veía, yo no tomaba parte, aunque sentía todo género de sentimientos y como la atmósfera donde ocurría; en cambio, en las fantasías que pensaba en la iglesia me veía siempre a mí misma, transformada, haciendo cosas imposibles, pero enteramente yo.
En todas las iglesias de Valladolid tenía imágenes y rincones queridos, pero en San Sebastián estaba el Cristo yacente en la urna, dormido sobre el cojín blanco bordado de oro. Nunca pude rezarle, no me gustan las oraciones; únicamente el padrenuestro y ése no es a Cristo. Yo me arrodillaba allí y hacía por acercarme a Él, nada más; era un esfuerzo enorme de toda mi imaginación el que hacía. Salía de mí misma, vivía, respiraba el aire que corría entre aquellos cristales que le guardaban, veía el brillo de sus ojos entre los párpados medio cerrados, los extremos de su boca por donde parecía que escurría algo como un aroma.
Mi sitio habitual en el altar era la mitad del escalón que quedaba a la cabecera, pero no siempre conseguía entrar verdaderamente en la urna. Siempre me lo imaginaba, siempre me concentraba en la idea de que andaba por allí dentro, de que me encogía para caber en el pequeño espacio que quedaba al lado de su cuerpo, pero algunas veces no era imaginar: enteramente, con mis cinco sentidos, entraba allí. Entonces veía aquellas sombras moradas alrededor de sus ojos, en sus mejillas, en sus sienes, como si se moviesen. Ya no eran un tinte o un tono que tenía, ya no eran que era así, sino que eran como algo que aparecía, algo que pasaba por Él. Yo le sentía sufrirlo, hundía mis ojos en aquellas sombras de su agonía como en un agua oscura, profunda, que permaneciese agitada por los siglos de los siglos, y mi corazón se aceleraba pensando en aquella agitación sin fin, en aquella tortura que movía aquellas sombras como alas negras. Y entonces sentía la necesidad de descansar, de dormir viéndolas agitarse, de dejar caer mi cabeza sobre su pecho, mientras siguiesen aleteando.
Esto no era pensar, pienso ahora, para ver hasta dónde llegan mis recuerdos, pero entonces era otra cosa, enteramente otra cosa. Entonces no llamaba sombras a aquello que veía, ni me proponía estar en ninguna posición especial: me sentía allí, estaba allí, me abandonaba, me olvidaba allí, hasta que pasaba dentro de mí algo sólo comparable al fluir de las lágrimas. Algo lloraba dentro de mí, un hilo de llanto corría por un lugar que era como el escondrijo del alma, tan breve como un relámpago. Jamás hubiera confesado esto a nadie: era como un secreto terrible, aunque al mismo tiempo me enorgullecía, pero hubiera sido descubrir que yo no era una niña. Mucho antes de los siete años ya llevaba encima de mí ese secreto.
A los ocho decidieron llevarme al colegio de las Carmelitas para que tuviese trato con otras niñas, y allí fue donde mi secreto me resultó abrumador. Empecé a ver lo que eran las chicas.
A propósito de mí, mi familia se expresaba siempre con el mismo misterio que cuando hablaban de mi padre, como si supiesen lo que yo tenía dentro de mi cabeza y como si fuese algo tan tremendo que no se pudiese ni nombrar. Me mandaban allí como a curarme de algo: a que aprendiese a ser niña, decían. Pero cuando empecé a tratarlas me produjeron horror, horror y asco. Eran ellas las que estaban enfermas de su niñez; unas parecía que no podían nada; todo lo que intentaban les quedaba corto, como si no estuviesen enteramente despiertas; otras, al contrario, ya habían aprendido todo lo que tenían que aprender; las lecciones era lo de menos. ¡Aquel machacar ladrillos y repartirlos en porciones! En el recreo yo las veía jugar a hacer comiditas y hubiera querido pisotearlas. Sin embargo, me portaba bien con ellas; jamás reñí con ninguna; sólo las miraba hasta salírseme los ojos, pero ellas no sabían por qué.
Y aunque las miré tanto las he olvidado casi enteramente. Sólo se me destaca de entre ellas una que nunca olvidaré jamás. Aquella chica era la única que tenía como yo su secreto. Pero nunca hubiéramos podido unirlos. No tenía nada de común, no, Dios mío, no. ¿Cómo he podido creerlo más tarde? Esa idea no ha sido más que un deseo de castigo. Era la penitencia que me imponía a mí misma. Porque nos hayan podido juzgar iguales, porque el ama, que no es más que una vieja llena de resabios y malos sentimientos, me haya querido envolver en la misma palabra que a ella aquella monja, que era otra arpía, he podido yo creer alguna vez que había algo semejante. Pero ¿cómo puede ser? Yo les preguntaría a todos dónde está la semejanza. No lo comprenderé jamás. Y sin embargo me hiere, me enloquece recordar sus voces llenas de experiencia, diciendo aquello, escupiendo aquello.
Yo a la chica la despreciaba, me parecía bizca sin serlo. Todo en ella, sus posturas, su cuerpo, sus pies bizcaban. Se sentaba sobre los riñones, las piernas separadas, las puntas de los pies hacia adentro. En la hora de la labor se iba a un rincón y no daba una puntada: lamía la pared. Yo no sé qué maniobra hacía allí metida, pero eso lo vi claramente: lamía la pared, que estaba recubierta de tablas amarillentas barnizadas. Yo sentí tanto horror cuando vi aquello, que deseé con toda mi alma que nadie lo viese, pero sin duda las monjas se dieron cuenta y fue bien casual que tuviese yo que atravesar la galería cuando estaban echándole la reprimenda. La superiora la sacudía con sus frases como para despabilarla de su actitud entre adormilada y burlona, le dejaba caer encima todo el infierno con sus tormentos horrorosos. La monja de nuestra clase, que era muy dulce y muy instruida, no hacía más que lamentarse. Le pasaba la mano por la cabeza y repetía: «Yo quisiera que fueses una niña limpia y bonita». Y la otra, que seguramente era la que la había delatado, iba renqueando galería adelante, sin darse cuenta de que yo iba detrás de ella, y repetía a un lado y a otro: «¡Cuánta basura en este mundo, cuánta basura en este mundo!»…
Yo no era desinteresada en el dolor que me causaba esta palabra. La rechazaba por mí, aunque creyese que era por la otra. ¡Si entonces me hubieran dicho que tiempo después, en mi propia casa, casi en mi cara iba yo a ir por el pasillo e iba a tener que oír aquello, referido a mí misma, con un acento aún más bajo, con mayor desgarro! Porque el ama decía: «¡Cuánta basura hay en el mundo!», y su retintín parecía querer decir que si la dejaran a ella lo arreglaría de un escobazo. La monja no: decía en este mundo, como si sólo el otro pudiese estar limpio de ella.
¿Por qué exclamar lo mismo ante cosas tan diferentes? ¿Es que yo no entiendo lo que hago? ¿Es que podré llegar alguna vez a entender las cosas como los otros? Eso sería el mayor castigo que pudiera esperarme. Porque las gentes viven, comen, van y vienen, como si tal cosa, aunque vean el mundo con ese asco. Yo no: yo, si llego a verlo así, me moriré de él. Yo no quiero vivir ni un día más si voy hacia eso.
Pero ¿qué puedo temer si he decidido no ir a ningún sitio, volver hacia atrás y mirar todo sin que cambie nada?
Al colegio no fui más que unos meses y aquellos días a veces los confundo. Sólo tengo algunas señales para guiarme: algún traje que estrené en determinada fecha y que en otra ya no pude ponerme porque se me había quedado corto.
Cuando cambió todo fue a la vuelta de mi padre. Los días en que se supo que estaba herido se animó todo el mundo en las dos casas. Las noticias llegaban a la de mi abuela; mi tía y yo íbamos allí y parecía que unos y otros teníamos ya algo que hacer: esperarle, cuidarle luego.
¡Yo esperaba tanto de su llegada! Creía que él iba a explicarme, que él iba a estar cerca de mí en todo lo que me interesaba, que con mirarle sólo comprendería aquellos misterios, aquellos dramas que yo sabía que llevaba dentro. Pero no fue así, y no es que él se apartase, no; me quería mucho, quería tenerme siempre con él, pero no quería que le preguntase. Mi mirada, mi ansiedad, yo creo que le hacían daño. No tenía valor para recordar. No había conseguido que le matasen los moros, pero sí que matasen sus recuerdos.
Las peripecias de la campaña, sus sufrimientos en el hospital, la amputación, las curas horribles le daban ocasión de hablar incesantemente. Yo creo que hablaba tanto para que no hablasen los otros, es decir, para que no se hablase más que de lo que él quería.
Se había acostumbrado a tener a los pies a su vieja perra de caza, y quería que todos le escuchasen como ella, sin rechistar. La perra tendida delante de él, con el hocico sobre las patas, no se movía; sólo dirigía hacia él los ojos cuando la señalaba con el dedo. Porque la perra era uno de sus temas de conversación. A todo el que venía a verle le contaba la historia de su pobre perra, que al fin se había aclimatado al terreno seco porque era una setter muy fina y al principio creyó varias veces que se le moría en las carreteras polvorientas. Contaba cómo consiguió una vez arrastrarla hasta un charco, cómo la abandonó allí dándola por muerta y cómo ella le alcanzó al poco tiempo. Hablaba también de los chacales e imitaba su lloriqueo, que oía en el campamento por las noches. Porque los moros los cazaban con lazos y luego los agarraban por el pellejo del pescuezo y por la cola y los echaban por encima de las alambradas.
Así pasó el invierno. Mientras duró su convalecencia, estuvo siempre acompañado y entretenido. Luego empezó a salir y a decir que no podía soportar la ciudad. Él decía que era el clima, pero yo sé que era otra cosa. Decía que le era difícil cruzar las calles con muletas, que no sabía hacer nada sirviéndose de la mano izquierda, que necesitaba vivir en un sitio donde pudiera tener aire sin necesidad de moverse. Al fin decidió salir de Valladolid, arreglar la casa que teníamos en Simancas y encerrarse en ella para siempre.
En los primeros días de abril salió para allá mi tía con la criada, y poco después mi padre, el ama y yo.
Salimos por la mañana temprano y llegamos en cosa de una hora. Hacía mucho calor.
Mi tía me tenía preparada una sorpresa en mi cuarto: un mirlo en una jaula de juncos. Durante todo el día no hice más que mirarle. Había unas rosas en un jarro, de esas bastas, tan olorosas, y siempre que me acuerdo de ese día me parece ver el pájaro negro, tan esbelto, sobre el rosa de aquel perfume que llenaba la casa.
Mientras duró aquel olor duró la novedad, estuvieron presentes el viaje y la mudanza, vivimos en ese desorden tan agradable que hace pasar deprisa el tiempo unos ratos y otros lo retarda. Después tuve que empezar a aclimatarme porque nuestra vida cambió enteramente, sin que hubiese grandes motivos para ello. Claro está que ya no podíamos hacer las mismas cosas que hacíamos en Valladolid, pero no fue sólo eso lo que cambió; hubo un cambio desconcertante: yo dejé de ser el centro de la casa.
Una vez en Simancas, mi padre ya no necesitó ningún cuidado especial y, sin embargo, la atención que mi tía me prestaba antes de que él viniera no volvió a recomenzar.
Me di cuenta una noche al cogerme los bigudíes; empecé a sentirme cansada de tener los brazos en alto tanto tiempo y entonces caí en que antes mi tía me ayudaba todas las noches al irme a la cama.
En los días que mi padre estaba grave aún empecé a hacerlo yo sola, porque mi tía no se separaba de su lado un momento, y después ni ella volvió a ayudarme ni yo fui a pedírselo. Desde ese momento empecé a encontrar el cambio en muchas cosas. No puedo decir que estuviese descuidada, pero empecé a tener una libertad que antes no había tenido.
En Valladolid no había salido sola a la puerta de la calle jamás. Mi tía odiaba la vida del campo; para ella estar en Simancas mucho tiempo era un sacrificio enorme y no se avenía a dar a nuestra vida una verdadera seriedad. Estábamos como de paso, no hacíamos la vida de las tres o cuatro familias de señores, ni me permitía tampoco andar con las chicas del pueblo. Se hacía la desentendida como diciéndome: puedes escaparte si quieres; aquí no hay muchos peligros. Pero yo no me escapaba; buscaba de cuando en cuando un pretexto para salir: ir al estanco a comprar un lápiz, o algo así, y me detenía muy poco más de lo necesario.
Estaba tan desorientada que a veces me parecía que me estaba volviendo tonta. Todas las cosas que antes me preocupaban dejaron de interesarme. No volví a acosar a mi padre con mis miradas interrogantes, no volví a coger los libros ni a entretenerme en mis fantasías de otras veces. Cuando me acordaba de ellas me parecían niñerías, y el caso es que las cosas que había entonces en mi cabeza no eran muy importantes. O ya no me acuerdo o en aquellos días no pensaba más que en comer. Me tiraba de la cama temprano y me ponía a la puerta a esperar al panadero. Mi desayuno solía durar una hora. Mi padre desayunaba en la cama y mi tía no tomaba más que un sorbo de café; yo me quedaba sola en el comedor mojando pan en la leche hasta que se me acababan las fuerzas. Después me iba a la huerta, echaba un poco de agua a los cuatro tiestos que había por allí y me ponía a mirar a los conejos. Me pasaba las horas muertas oyendo el ruidito que hacen al roer los tronchos de col; éste era mi entretenimiento. Lo más que se me ocurría a veces era hacerme un columpio con una cuerda que colgaba de una viga.
A eso de las diez y media volvía a pedir por la ventana de la cocina pan con chorizo, y me ponía a comerlo sentada en el columpio. Cuando al mediodía empezaban a cantar los gallos ya tenía yo otra vez un hambre loca.
En cuanto el gallo empezaba a cantar, yo me daba cuenta de que tenía eso que llaman aflicción de estómago y me parecía que era su canto el que me producía aquella sensación de vacío.
Unas veces empezaban a cantar lejos, y otras era una ventana del granero que tenía las bisagras oxidadas la que chirriaba al moverla el aire de un modo tan parecido al canto de un gallo que todos empezaban a cantar. El nuestro estaba casi siempre subido en el tronco de una higuera y yo le veía allí hacer aquel ademán de ansiedad, sacudiendo la melena dorada, formándosele un hueco en el buche al estirar el cuello y aleteando como si quisiera coger algo con las alas, y me daban ganas de llorar de hambre.
Mi tía se daba cuenta de que yo estaba poniéndome muy fuerte, y claro está que se alegraba, pero al mismo tiempo le indignaba tener que reconocer que aquella vida que llevábamos traía algunas ventajas. De cuando en cuando decía: «Esta niña se pasa el día sin hacer nada; antes había que quitarle los libros por la fuerza y desde que estamos aquí no ha vuelto a ocuparse de ello: se va a embrutecer». Yo alzaba los hombros o me echaba a reír para tranquilizarla, pero por dentro pensaba seriamente: «Debo estar embruteciéndome».
Sólo que yo sabía que lo que me embrutecía no era la falta de libros, no era que antes estudiase y ahora no hiciese nada, sino precisamente que ahora el no hacer nada lo hacía de otro modo. Antes ponía más atención en ese no hacer nada que en cualquier otra cosa. Para levantarme de la cama había una lucha que duraba media mañana todos los días; para arrancarme del balcón o del patio, o del rincón donde me metía a jugar, para hacerme acostar a una hora razonable, la misma historia. Porque precisamente cuando no hacía nada me ponía furiosa que me interrumpiesen, que me hiciesen cambiar de postura inesperadamente. En cambio, desde que caí en el pueblo, todo me dio igual: me levantaba sin llamarme nadie y en cuanto oscurecía ya estaba deseando irme a la cama.
Cosa extraña: mi tía, que siempre se había quejado de mi desobediencia, estaba verdaderamente irritada con mi docilidad. Cuando alguien comentaba mi buen aspecto, mi tía decía siempre: «Sí, está cambiando por momentos»; y esto en ella quería decir mucho, porque su estribillo predilecto era: «Más vale lo malo conocido que lo bueno por conocer».
No es que fuese agorera; es que estaba cansada. Si yo hubiese caído enferma hubiera resistido diez noches a la cabecera de mi cama. En cambio, verme así, rebosando salud, la fatigaba.
Yo oía discutir lo que había que hacer conmigo durante la comida y la cena con completa indiferencia. ¿Sería mejor llevarme interna a las Carmelitas, sería mejor ocuparse de mi salud que de mi educación, sería mejor hacer venir a una institutriz a Simancas? Esto, aun reconociendo que era lo más conveniente, fue desechado, pues ni mi padre ni mi tía podían soportar a una persona extraña viviendo en la casa.
Parece que al fin lo más cómodo resultó hacer que la maestra del pueblo me diese una hora de lección después de terminar sus clases de la tarde.
Se arregló todo al estilo de la ciudad, se combinó con la maestra para que viniese a casa de cinco a seis y se preparó una mesa en mi cuarto con los libros que habían venido en el fondo de un baúl. Con esto pareció que yo podría reanudar mi vida de Valladolid, pero fue imposible. ¡Era tan extraña para mí aquella señora! Yo no me había sentido nunca confusa delante de mi profesora cuando era pequeña; al contrario, me parecía la persona que mejor podía comprenderme, y yo la comprendía a ella a través de las murmuraciones de mi familia.
He nacido destinada a eso: a oír murmurar de las personas que quiero. Decían que era de una familia noble venida a menos, que había viajado hacia los cuatro puntos cardinales y que era muy machuna. Yo estaba dispuesta a imitarla en todo, pero la olvidé. No, no la olvidé; al contrario, la recordaba continuamente comparándola con la otra; pero al fin llegué a interesarme por ésta, sin que me inspirase en el fondo una verdadera simpatía.
Las primeras lecciones fueron tan angustiosas para ella como para mí: preguntas y respuestas que se iban consumiendo poco a poco, y, al cerrar cada libro, un carpetazo como un suspiro de descanso. Luego media hora dedicada a la lucha con la caligrafía. Ella dictaba monótonamente, yo escribía veloz, terminando antes de que hubiesen dejado de sonar sus palabras, y resultaba que mi letra era ininteligible y mi ortografía absurda. Entonces la pobre señora se esforzaba en explicarme, y se daba cuenta ella misma de que sus explicaciones me parecían tontas. Desfallecía, cogía la pluma y me demostraba cómo había que hacer. Me decía: «Si al menos escribieses despacio. Tienes que dar forma a las letras», y de su pluma iban saliendo letras y letras, todas con las barriguitas iguales.
Yo no quería descorazonarla, pero estaba dispuesta a que aquello no continuase. Intenté mil veces sacar alguna conversación que me diese una pista de sus gustos o de sus habilidades: inútil. La pobre se escondía porque sabía que su instrucción era muy escasa y no quería perder su autoridad cometiendo algún error.
Un día, al fin, llegó con un gran paquete mal envuelto en periódicos que dejó sobre una butaca. Al irse a marchar yo le dije que podía darle un papel mejor y me ofrecí a ayudarla a empaquetar todo aquello: eran labores de las chicas de la escuela que ella se llevaba a su casa para preparar.
En aquello se me presentó una nueva perspectiva de mi maestra y un mundo nuevo, toda una especie de trabajos que, aunque no eran desconocidos para mí, no había practicado nunca. Al fin pudimos entendemos ocupando cada una nuestra posición verdadera. Yo le repetía constantemente que no sabía hacer nada de aquello, y ella, sintiéndose al fin maestra en algo, me fue enseñando cada pieza, sacando de las entrañas de su paquete cositas absurdas: relojeras, bolsas para peines, todo hecho con sedas de colores sobre raso almohadillado.
Al día siguiente la lección quedó anulada a los diez minutos de empezar: yo me puse en seguida a hablar de labores y pedí a la maestra que me hiciese una lista de todo lo que era necesario mandar a buscar a Valladolid. En esto se nos fue la tarde.
Después tuve que discutir durante dos días en casa para que me dejasen ir a la escuela a hacer labor con las chicas mayores. Al tercero gané: me dijeron que hiciese lo que quisiera, por no oírme, y hasta mandaron a buscar los utensilios que necesitaba. Los libros volvieron a quedar arrinconados.
Yo no era modesta ni trabajadora, ni me desvivía por aprender, y sin embargo no me encontraba a gusto con las gentes hasta que las llevaba al terreno de aquellas cosas que sabían mejor que yo; si no, no les sacaba substancia. Fuese lo que fuese, aunque yo no hubiese de hacerlo jamás: ver cepillar una tabla al carpintero, ver al carnicero separar con el cuchillo el hueso de la carne; cuando lo hacían con verdadera maestría me producía una admiración y un bienestar que yo no podía expresar más que diciendo: «Eso es hacer las cosas como Dios manda». Cuando descubrí que la maestra era capaz de hacer aquellos primores ya tuve de qué hablar con ella. Le preguntaba de todas las labores que había visto hacer a mis tías y todas las conocía. Allí, en casa de mi abuela, en aquel odioso gabinete donde se hablaba de cosas nunca claras y siempre mal intencionadas, los bastidores y cestillos me parecían embelecos estúpidos. Miraba a veces por encima del hombro de alguna de mis tías y aquello no tenía secreto para mí: yo era tan hábil como cualquiera de ellas, pero no me interesaba demostrarlo. En cambio a mi maestra me gustaba dejarla que me enseñara, me gustaba verla empezar y rematar las cosas, verla fundir las puntadas matizando con las sedas de colores, verla afilar los realces en el bordado en blanco. En esto sobre todo la admiraba. ¿De dónde podría sacar ella tanta finura para ajustar las cinturitas de aquellos realces que se curvaban en las iniciales de letra inglesa que ponía en los pañuelos, en las flores, con media hoja en relieve y media en sombra? Preparaba primero un relleno de puntadas suficientemente grueso y luego lo iba cubriendo de un lado a otro con el algodón satinado. Empezaba las medias lunas engordando hacia el centro y disminuyendo al final, y luego las bruñía con el punzón de marfil. ¡Con qué cariño las atusaba! Quedaban como perlitas, como caramelos; brillaban tanto que, al sol, no se podía mirar su blancura.
Yo me pasé los meses extasiada con aquello: es increíble, pero así es.
Llegaron las vacaciones y sólo dos chicas muy mayores y yo seguimos yendo a casa de la maestra por las tardes y bordando con ella bajo la parra de su huerta. No hablábamos apenas: las abubillas se paseaban por encima de la tapia como si no hubiese nadie. Cuando terminábamos nuestra tarea comíamos uvas y pan que la maestra nos daba en pago a nuestra compañía. Después bajábamos aquellas dos chicas y yo hasta las eras que estaban junto al río, y nos sentábamos en un montón de paja hasta que empezaba a oscurecer.
Ellas se me ponían siempre una a cada lado y luego decían que conmigo allí no podían hablar de ciertas cosas porque yo era pequeña. Yo les decía: «No seáis idiotas y hablad de lo que os dé la gana». Siempre acababan por hablar de lo que ellas llamaban picardías; a veces me interesaba lo que decían, a veces me aburría, porque repetían las mismas cosas por centésima vez; entonces me dejaba caer hacia atrás en la paja y veía ir apareciendo las estrellas.
El primero de septiembre se abrió la escuela y todo volvió a empezar con una normalidad que parecía que no tendría fin, pero a mediados del mes se alteró, simplemente por un cambio de tiempo. Se desencadenó una racha furiosa de tormentas. Por la mañana no pasaba nada extraordinario, pero después del mediodía se empezaba a ver el cielo gris sobre Valladolid y la nube iba avanzando poco a poco por el valle; después salía otra por detrás de la colina y cuando se encontraban encima de Simancas parecía que no iba a quedar una piedra en su sitio.
Dentro de la clase se empezaba a sentir la tormenta en la inquietud de las chicas. La maestra daba golpes con la regla en la mesa, pegaba gritos desaforados para mandarlas callar, poniéndose ella tan excitada como la que más, hasta que sonaba el primer trueno, lejos todavía, pero lo suficiente claro como para borrar el ambiente de discordia: entonces se le echaba la culpa a la tormenta, se encendía el cabo del Santísimo y se rezaba mientras iban creciendo los truenos hasta estallar sobre nuestras cabezas.
Después de uno o dos de esos que suenan como a hoja de lata, los goterones de la lluvia empezaban a dar en los cristales, ladeados; a los primeros se les veía pasar como flechas y en seguida se convertían en una cortina espesa.
Las chicas se agolpaban a las ventanas para ver correr los arroyos que se formaban frente a la escuela y no había medio de calmadas. La maestra, abrumada, con las manos en la cabeza, se volvió a mí de pronto y me dijo: «Leticia, hija, cuéntales un cuento». Y antes de que yo contestase se puso a gritar a las chicas: «¡Callad, niñas, que Leticia va a contar un cuento! ¡Callad, niñas!…». Y así por diez veces.
Cuando se hizo el silencio, yo conté un cuento y después otro y después otro; así se pasó la tarde, hasta que los arroyos se fueron reduciendo a las cunetas y fue posible salir. Al día siguiente todo se repitió punto por punto, y cuando la maestra gritó: «Callad, niñas, que Leticia va a contar un cuento», empezó un nuevo alboroto porque unas querían que contase los mismos del día anterior y otras otros nuevos. Entonces, una de las mayores le dijo algo al oído a la maestra, y ella, sin detenerse a más, gritó pegando en la mesa con la regla: «¡Silencio, niñas, que Leticia va a cantar!».
Esto las apaciguó mejor aún, y hasta primeros de octubre las tardes se desenvolvieron lo mismo: primero se reñía, luego se rezaba y luego se cantaba.
Cuando las tormentas pasaron se volvió a hacer el trabajo de la tarde con formalidad y yo volví a ocupar mi silletín al lado de la maestra, sobre la plataforma.
Un día, cuando el cuchicheo de las chicas no era demasiado fuerte, la maestra dijo:
—¿Sabes lo que estoy pensando, Leticia? Que deberías estudiar música. ¡Tienes tan buen oído!
Yo exclamé:
—Me gustaría mucho; pero aquí, ¿dónde voy a estudiarla?
—Ya veremos; conozco a una señora que ha dado lección de música a otras niñas; es la esposa del archivero. Yo te llevaré a verla; pide permiso a tu papá.
Cuando llegaba una de estas ocasiones yo me daba cuenta de que en mi casa estaba cada día la atmósfera más cargada. Cualquier proposición, cualquier innovación que yo intentase levantaba un torbellino de malestar. Había de ser una cosa tan sencilla como aquélla y las miradas con que me respondían parecían decir: «Pero ¿cómo se te ocurre? ¡También esto!…». Y no era que les pareciese mal; yo veía en mi tía sobre todo la desesperación de no encontrar razones para oponérseme. Sus miradas de angustia empezaban al empezar yo a hablar, antes de que ella supiera lo que iba a decir, y cuando terminaba me decía, enteramente abrumada: «Haz lo que quieras, haz lo que quieras». Mi padre sólo decía entre dientes: «Lo que diga tu tía».
Yo no comprendía lo que les pasaba. Estaba claro que, por egoísmo, no querían relacionarse con gentes que no les interesaban, que podrían venir de cuando en cuando con visitas inoportunas, pero además su descontento de mí era manifiesto. Continuamente tenía que oír lamentaciones por mi abandono del estudio y predicciones de que acabarían por pegárseme los modales de las palurdas con que trataba. Por debajo de lodo esto había como un barrunto de desgracias que me irritaba. Yo estaba tan tranquila, tan segura de mí misma; y cuando me ponía a pensar en sus temores sentía dentro de la cabeza una especie de ausencia, como si fuese a desmayarme; al fin sacudía aquel vértigo y acababa por hacer lo que quería.
Mi aprendizaje de la música quedó reducido al mínimo. El jueves por la tarde la maestra me llevó a casa de doña Luisa y allí se me ofreció todo lo que pudiera desear, pero no por el momento. Doña Luisa llevaba pegado a sus faldas un pequeño de tres o cuatro años, y otro en los brazos de pocos meses. Nos dijo que, en efecto, el año anterior había preparado a unas niñas para examinarse de solfeo en el conservatorio, pero que después del nacimiento de su hijito no podía continuar con tanto trabajo. La crianza debía durar aún algunos meses y después estaba dispuesta a volver a empezar. Me dijo también que, entretanto, como no podía pasarse el día sin abrir el piano por lo menos media hora, tenía organizado un grupo de muchachas a las que enseñaba al oscurecer coros y novenas para la iglesia, y que yo podía ir a cantar con ellas para empezar a acostumbrarme. Recordaré siempre que al despedimos en la puerta me dijo: «Ya sabes, puedes venir desde mañana a eso de las seis. Bueno, tú puedes venir a cualquier hora; adiós, querida».
Cuando le oí decir «adiós, querida», me di cuenta de que no era castellana. Su desenvoltura me deslumbró; no era elegante como algunas señoras de Valladolid que yo admiraba, no sé si se puede emplear aquí esta palabra, pero yo diría que era mundana. Ya sé que le doy a esto un sentido que no es el que se le da generalmente: para mí, mundana quiere decir que no tiene la manía de estarse quieta que tiene toda mi familia. Tampoco tenía el aire de viajera de mi primera profesora. Bueno, aquélla era una princesa, pero tenía algo de persona emprendedora. Llevaba un vestidillo de vuela que se le desabrochaba por todas partes y tenía puestas unas chinelas de tafilete rojo que hacían que sus tobillos resultasen aún más huesudos.
Ésa fue mi impresión cuando la miré al marcharme, a la puerta de su casa. Había un cerco oscuro, entre azul y verde, alrededor de sus ojos grises muy grandes. Sólo por tener aquellos ojos ya se podía decir que era muy guapa, y en realidad lo era. Estaba mal peinada, de un modo gracioso, y tan delgada que parecía que en vez de estar criando a un hijo estuviese criando diez a un tiempo.
Entonces me pareció que nos decía adiós con una mirada tan franca, tan abierta; después, fui viendo que su cara era siempre igual; no podía cambiar de expresión sino en algunas ocasiones muy graves, en las que aquella misma franqueza se hacía ruda, y su voz, que en general era suave, se hacía chillona. Yo no vi nunca más que momentos pasajeros de ese aspecto suyo, pero ahora estoy segura de que se habrá quedado así para siempre. Aquella mirada de confianza no volverá a repetirla nunca. Al menos, esto sé que ha desaparecido; en cambio, la casa probablemente sigue igual. ¡Cómo puede ser! Y antes, antes de todo aquello, ¿también había sido igual? Si pienso en esto acabo por perder la fe. Me vuelve loca esta soledad; que esté yo aquí con mi desesperación y otros en otro sitio con la suya, y que al mismo tiempo las cosas se queden como estaban. Porque entonces pienso: aquella luz de otras veces, aquel ambiente, no querían decir nada, no estaban hechos para mí.
Yo conocía la casa aquella de pasar por la calle. Me había fijado en su fachada de piedra oscura, que no tenía más que dos ventanas con una reja a cada lado del portal, y arriba cuatro huecos unidos por un balcón corrido con bolas doradas en las esquinas de la barandilla. Junto al alero, sólo un camisón muy sencillo. Pero, el portal… Ni siquiera la costumbre que adquirí de entrar en él a diario pudo borrarme la impresión que me causaba su luz al llegar a la puerta. Aunque la entrada era un vestíbulo cuadrado, lo que atraía en él era un pasillo muy ancho con techo abovedado que partía del fondo y atravesaba la casa. Al final había una galería de cristales enteramente cubierta por una parra, y desde la calle oscura el pasillo parecía un túnel lleno de luz verde. Cuando yo pasaba por allí, antes de saber que entraría jamás en aquella casa, ya me parecía aquello la entrada al paraíso. Pasaba siempre despacio para mirarlo, para cambiar con él una mirada, porque me parecía que me miraba como un ojo.
Al día siguiente fui antes de las seis: estaba loca de impaciencia. Doña Luisa se puso a enseñarme toda la casa antes de que yo mostrase interés por ella, pero me dijo que era para que supiese las costumbres. Me dijo: «Mira, aquí abajo, en el ala izquierda, no hay más que dos habitaciones, una que da a la calle y otra al jardín; las dos se le reservan a mi marido, porque si no los niños no le dejan leer». Entreabrió la puerta de la segunda y vi que había una mesa llena de libros y un sofá con dos butacones de cuero. Siguió enseñándome: a la derecha estaba, delante el gabinete de recibir, y detrás, el comedor y la cocina. La galería cogía toda la planta baja de un lado a otro, pero la habían dividido con un tabique para que el olor de los guisos no fuese hacia la izquierda.
Doña Luisa me dijo: «Ahora vas a ver la leonera». Subimos por una escalera de piedra que quedaba como incrustada en uno de los lados del vestíbulo, y arriba, dividida la parte de detrás del mismo modo, me enseñó su cuarto con las cunitas de los niños a la derecha; y a la izquierda, una habitación donde había de todo: armarios, perchas, bañeras. El cuarto de las chicas estaba en el sobrado.
Al abrir una puerta que quedaba en medio del rellano donde desembocaba la escalera, me dijo: «Éste es el salón del piano». Yo paseé mi mirada por él y dije con toda mi alma: «¡Qué bonito!».
Aquel salón era algo que nadie hubiera podido sospechar. Era inmenso; cogía toda la fachada con sus cuatro balcones y estaba enteramente vacío, desnudo; ni una silla, ni una cortina, ni un clavo en una pared. Sólo en el rincón de la derecha un piano de cola con su banqueta. En medio del techo, en una viga, quedaban los restos de un gancho para sostener la lámpara, pero el garfio estaba roto y el cable había sido recogido, hecho un ovillo sobre el montante de la puerta.
Yo había dicho aquello y ella vio que lo decía de verdad. Además, nunca lo hubiera dudado porque a ella le parecía igual. Nos quedamos en silencio, sin saber qué más decir. Yo, cruzada de brazos y apoyada en la pared. Ella, conteniendo siempre el pataleo de sus dos hijos. Entonces yo conseguí que el pequeño pasase de los brazos de su madre a los míos, y así ella pudo estirarse un poco: se esponjó el vestido, logró libertar su falda de las manos del otro; parecía una chica pequeña.
De pronto oímos pasos en el portal y doña Luisa se asomó a la escalera gritando: «¿Estáis ahí? Subid, chiquitas».
Subieron dos muchachas que yo ya conocía; detrás de ellas, la niñera, con una caja de cerillas, cogió a los dos niños y se los llevó al rellano de la escalera.
Doña Luisa encendió las velas del piano, puso en el atril unos papeles, se sentó y dijo: «La salve».
Después de unos acordes, las chicas empezaron a cantar, pero al poco tiempo doña Luisa se interrumpió. No adaptaban bien la letra a la música; naturalmente, cantaban sin saber lo que decían. Ella, sin aclararlo, les enseñó solamente el tiempo que tenían que dar a cada sílaba. Volvieron a empezar, y cuando iban ya por la mitad yo empecé a oír detrás de mí pasos en puntillas que se acercaban. Doña Luisa, sin interrumpirse, dijo: «¡Qué vocación, chiquitas, qué vocación!». Las cuatro muchachas que llegaban se pusieron al lado de las otras y se echaron a cantar, entrando por donde pudieron.
Mi vida se repartió entre la escuela y aquella casa; no sé qué fue de las mañanas. En cuanto cogía el bastidor y me sentaba al lado de la maestra empezaba a contarle lo que había hecho en casa de doña Luisa el día anterior. Mi llegada allí era ya habitual a las cinco y minutos, los minutos que tardaba en llegar de la escuela a todo correr; y hasta que llegaban las otras chicas yo ayudaba a doña Luisa en las mil cosas que hacía; generalmente cocinaba. Dejaba cosas preparadas para terminar después de la lección de música. Su cocinera guisaba muy mal, y ella en cambio hacía platos catalanes maravillosos. Cuando yo se los explicaba a la maestra, ella los ensayaba en su cocina y me decía al otro día el resultado para que consultase con doña Luisa las imperfecciones que habían tenido.
Pero no sólo manipulábamos en la cocina; goloseábamos continuamente. Yo en mi casa no lo había hecho jamás y ella me enseñó. Fuese lo que fuese, todo lo probábamos, hasta las cosas que no se le ocurriría a uno nunca comer entre horas. Cuando hacía aquellas alubias blancas con lomo y perejil, preparaba siempre más de las que cabían en el molde y las que quedaban nos las comíamos entre las dos con dos cucharitas de postre. Ella escogía los pedacitos de lomo y me los daba todos, y cuando ponía el relleno en las empanadillas, al meter en cada una un piñón, una aceituna, una pasa, me iba dando a mí y a su chico, que se acercaba a la mesa y abría la boca como un gorrioncillo. Después, cuando calentaba el aceite, freía cuscurros de pan para las muchachas.
La cocinera a veces la reñía, porque decía que golusmeaba tanto en la cocina que luego no comía en la mesa y que por eso estaba tan delgada. Ella la miraba con los ojos muy abiertos, sin reírse ni ponerse seria, y le decía: «Pues es verdad, tienes razón»; pero seguía haciendo lo mismo.
A veces llegaban las discípulas a cantar y tenían que esperarla porque no podía dejar lo que tenía entre manos. Otras se entretenía tanto con ellas que llegaba la hora de la cena y no había preparado nada. Entonces se azoraba mucho y daba vueltas buscando con los ojos a quién echar la culpa.
Uno de los días que más habíamos cantado, desde las flores de María hasta los villancicos, estábamos aún en el portal hablando de lo que pensábamos cantar todas en corro alrededor de doña Luisa, cuando apareció su marido en la puerta. Le acompañaba el médico, y doña Luisa se abalanzó a saludarle buscando pretextos para disculpar el descuido en que la encontraban. Ponía las manos en los hombros del médico y le decía: «¡Ay, doctor, estas muchachas me tienen loca!». Pero miraba a su marido y yo veía que tenía ansias de preguntarle: ¿Qué hora es?
Él sonrió al oírla y miró al grupo moviendo la cabeza. De pronto alargó una mano y cogió en un puñado todos mis tirabuzones, apretándolos junto al cogote. Dijo: «Ésta es la que tiene que darte más guerra; con estos pelos, buena debe ser».
Las chicas se habían ido deslizando entre ellos y la puerta y habían desaparecido; doña Luisa repitió unos cuantos cumplidos al médico y se fue a la cocina; la mano que sujetaba mi pelo lo había ido soltando todo menos un tirabuzón que se quedó entre sus dedos. Yo miraba aquellos dos hombres que hablaban sin ocuparse de mí y miraba el extremo de mi bucle que seguía en aquella mano, que lo estrujaba como cuando se experimenta la calidad de una tela, sin tener en cuenta que estaba pegado a mi sien.
A fuerza de tirar con disimulo conseguí que lo soltara; dije apenas buenas noches y eché a correr.
Corrí como si me persiguiesen y llevaba una sensación muy extraña; no sabía si por haberme comportado yo torpemente o si por cómo se habían comportado conmigo. También estaba inquieta por doña Luisa. Miré al pasar por una tienda el reloj, y eran las nueve. Temí que pudiese tener un disgusto con su marido: me había dado la impresión de ser un hombre sumamente arbitrario y muy poco amable.
No era aquélla la primera vez que le veía. El mes anterior, cuando aún duraba la racha de lluvias, pasaba yo con otra chica junto al castillo y nos detuvimos sin saber por qué a ver caer los goterones de un canalón en el foso. En esto salió él, cruzó el puente y pasó a nuestro lado. Llevaba un impermeable pardo con capucha echada y un pañuelo de seda blanca al cuello. La chica que estaba conmigo me dijo:
—Ése es el archivero.
Y yo contesté:
—Parece un rey moro.
Cuando llegué a mi casa enteramente embebida en este recuerdo, me esperaba a mí también una tragedia por mi retraso, pero una tragedia de silencios, y precisamente en ese momento tuve un golpe de claridad y comprendí lo que pasaba en mi casa.
Yo estaba más excitada que de ordinario, más sensible, y me pareció verlo todo claro; hice del silencio un puesto de observación. Cuando mi padre se fue a su cuarto, pregunté de pronto a mi tía:
—¿Quién vino esta tarde?
Ella, maquinalmente, me contestó:
—Nadie.
Pero en seguida me miró y vio que en mi pregunta había una intención escondida. Se corrigió y dijo:
—No sé, yo salí un rato, no sé si habrá venido alguien.
Mientras yo observaba, ella me había observado a mí: comprendí que de allí no sacaría nada y pensé buscar otra pista para mi comprobación. Me fui a la cama dispuesta a poner al otro día toda mi energía en ello, pero al día siguiente no pude conseguir la suficiente decisión. No es que lo hubiese olvidado ni que me pareciese demasiado difícil de comprobar: es que todo el calor, toda la trascendencia que tenía para mí la noche anterior habían desaparecido. Por la mañana lo veía como algo probable, pero no seguro, y sobre todo, como algo que había de comprobarse por sí solo, aunque no dejaba de pensar también que yo no debía descuidarlo. Sin embargo, mis aficiones de todos los días tuvieron más fuerza y volvieron a apoderarse de mí por entero.
En casa de doña Luisa no encontré la menor huella de borrasca; al contrario, ella estaba esperándome con impaciencia, sin abrir un gran paquete que acababa de traer el ordinario. Lo deshicimos entre las dos en seguida, sacando de él un verdadero ejército de tornillos, destornilladores, martillos, metros de flexible y aisladores de porcelana.
Teníamos en aquellos días el proyecto de hacer un gran arreglo en la casa y nos dispusimos a empezar por la instalación de la luz; cambiamos los interruptores que estaban estropeados, pusimos enchufes para lámparas portátiles en todas las habitaciones, y en el piano velas artificiales con bombillas eléctricas.
La empresa era tan grande que tuve que dejar de ir a la escuela muchos días y algunos hice escapadas también por la mañana. Se arrancó la estera que había en el gabinete para encerar el piso, porque toda aquella innovación se hacía por la llegada de los muebles que habían dejado en Sevilla al trasladarse, y que al fin habían mandado facturar y estaban ya en la estación de Valladolid.
El día que llegaron, a las nueve de la mañana ya estábamos las dos esperándolos. Se abrieron las puertas de par en par y los gañanes que los traían entraron por todas partes.
Los únicos bultos importantes eran cuatro enormes cajones de libros que se depositaron en un palomar abandonado que había en el fondo del jardín. El resto era unos cuantos muebles antiguos que los hombres se pusieron a desembalar, y cuando estaban en medio de su faena, doña Luisa llamó a la cocinera y le dijo:
—Anda, tráeles a éstos unos buenos vasos de vino.
Puso las manos separadas un trecho una de otra, como para indicar que fuesen de los grandes, y la chica, mientras les miraba beber, le dijo:
—Menos mal que no vuelven por aquí, que, si no, también a éstos les hacía usted lamerones.
Ella asintió con la cabeza como si fuese cosa indudable.
Toda una semana estuvimos arreglando el gabinete, que quedó perfecto.
Pusimos un gran espejo sobre una consola y por las paredes muy pocas cosas más: dos cornucopias y unos retratitos pequeños de la familia. La sillería era de esas de respaldo ovalado. Delante del sofá un velador pequeño de laca y, el último día, los visillos, que doña Luisa había hecho ella misma de vuela blanca, lisos, fruncidos arriba y sueltos hasta abajo.
Cuando yo creí que ya estaba todo, la vi aparecer trayendo una enorme damajuana llena de agua y ponerla en el suelo delante del balcón. Después fue al jardín, trajo una vara de malvas reales y la metió en el cuello del botellón aquel. En ese momento volví a verla como el día que la conocí y me acordé del calificativo que yo le había dado. Volví a ver aquella condición suya que yo llamaba mundana y que no era más que un desparpajo acertado en todas las cosas del mundo.
La obra estaba rematada y las dos nos quedamos a la puerta un rato mirando cómo la luz atravesaba los visillos, brillaba en el agua de la damajuana y se extendía por el encerado del suelo, por los respaldos de las sillas y por las cornucopias.
Yo estaba extasiada, hubiera querido expresarle mi admiración, me volví a mirarla para decirle algo. Ella también me miró y también tuvo la necesidad de decir cualquier cosa; entonces me cogió por el brazo y me dijo: «Hoy, para cenar, voy a hacer un timbal».
Nos fuimos de allí cerrando la puerta y encargando bien a las muchachas y al niño que no pisasen la cera del suelo.
Ya en los últimos días de noviembre, algunas tardes de sol, en vez de ir a la escuela salía de paseo con doña Luisa nada más comer. Bajábamos a sentamos en aquellos restos de construcción que se adentraban en el río a la derecha del puente y nos estábamos mucho rato calladas mirando los abedules pelados en las islas. Cuando nos íbamos de allí, nos quedaba en los oídos el ruido del agua que se arremolinaba entre las piedras.
Otras veces salíamos con la niñera y los niños; entonces bajábamos por el otro lado hasta la iglesia del Arrabal, donde siempre entrábamos un rato a rezar. Y sucedió lo que tenía que suceder. Una tarde, en la puerta de la ermita, nos encontramos con mi tía Aurelia.
Doña Luisa la saludó en seguida como si la conociese de toda la vida, y mi tía, entre el azoramiento y la contrariedad, empezó a estrujar su cerebro para buscar disculpas por no haberla visitado nunca. Le agradeció más de cien veces las atenciones que tenía conmigo y le describió con la mayor exageración los cuidados que tenía que prestar a mi padre, que eran la causa de que hiciese una vida tan retirada.
Doña Luisa se sentía deprimida por aquellas disculpas quejumbrosas e intentaba atajarla y tranquilizarla con su franqueza. Le repetía: «No tengo nada que perdonarle a usted; Leticia es mi mejor amiga y yo estoy encantada de tenerla conmigo a todas horas», y ponía toda su voluntad en arrastrar a mi tía a una conversación más animada y natural. Pero a mi tía esto le era imposible. Comprendió que tenía que cambiar de tema y en seguida buscó otro; el único en que pudiese seguir poniendo su acento de lamentación: la inquietud en que mi educación la tenía. Con esto ya consiguió ser escuchada, pero no contaba con el carácter emprendedor de doña Luisa, que empezó en seguida a buscar la solución, y como por el momento no la encontraba, para que mi tía confiase en ella le contó los innumerables casos en que había ayudado a resolver situaciones parecidas.
Doña Luisa hablaba de colegios, de institutos, de planes de estudio sin cuento. Mi tía hablaba de educación: yo sé bien lo que quería decir. Pero como de lo que se trataba era de lamentarse de algo, y de mi educación no podía lamentarse porque yo me comportaba de un modo irreprochable, se veía precisada a hablar también de mis libros abandonados, a encarecer lo mucho que se habían esmerado en mi instrucción y lo triste que era ver que yo lo dejaba de pronto perder todo.
Era casi imposible que se transparentase un pensamiento a través de aquellos ojos grises que yo conocía tan bien, pero al menos yo tenía ya sorprendida una parte de su mecanismo: cuando se quedaban fijos en un punto durante unos segundos, era porque algo había pasado por detrás de ellos, y ese algo salía siempre media hora después en una u otra forma.
Doña Luisa propuso a mi tía subir por el atajo para aprovechar los últimos rayos de sol, arriba, en la carretera. Mientras íbamos subiendo, repitió como si siguiese el hilo de la conversación de mi tía: «Tiene usted mucha razón, es una verdadera lástima, con el talento que tiene esta niña».
Nunca me había elogiado; yo no había hablado nunca con ella más que de cosas tontas. ¿Por qué sacaba de repente lo de mi talento?
Me resultó extraño y al mismo tiempo me impresionó mucho. Yo no daba importancia jamás a las alabanzas y, sin embargo, aquella vez hubiera querido detener allí la conversación, hacerle explicar por qué decía aquello; pero con mi tía delante, no podía ser.
Empecé a preparar en mi imaginación un plan para llevarla a una conversación semejante cuando estuviésemos solas.
Yo iba embebida en esto, mirando al suelo, cuando la oí decir: «Mire usted, ahí viene mi marido con el médico; todas las tardes pasean juntos por aquí, a la salida del archivo».
Hubo saludos, presentaciones, preguntas tontas sin sentido, cuando de pronto doña Luisa se dispuso a pegar la hebra en el tema de un rato antes: «La señorita de Valle venía diciéndome»… Yo me puse a mirar al cielo.
No sé cuánto duró aquello, ni me acuerdo de lo que dijeron. Mi tía, como se encontró secundada, siguió lamentándose; doña Luisa siguió aportando soluciones y repitiendo como un estribillo: «A nosotros siempre nos gustó mucho la enseñanza».
En un momento en que mi tía se dirigía al médico, yo vi que le preguntaba a su marido a media voz: «¿Tú, ahora, no tendrías tiempo?». Él hizo un movimiento con la cabeza que no quería decir ni que sí ni que no.
Los dos caballeros continuaron su paseo. Nosotras seguimos hacia el pueblo.
No recuerdo cómo terminó aquella tarde, pero sí que yo perdí mi tranquilidad. Pesaba sobre mí una amenaza y lo más terrible era que no acababa nunca de estallar.
Todos los días, al ir a casa de doña Luisa, me proponía guardar el más completo silencio respecto de aquellas cuestiones. Me decía a mí misma que, si yo no lo recordaba, todos los planes que ella hubiera podido urdir en un momento de animación irían cayendo en el olvido; y después, cuando comprobaba que así era en realidad, sentía una inquietud y un descontento que se apoderaban de mi imaginación y no me dejaban pensar en otra cosa. Llegué a sorprenderme intentando hablar de estudios, pronunciando frases que pudiesen recordar la conversación de aquella tarde, y cuando yo dudaba ya de que ella tuviese la facultad de la memoria siquiera en su mínimo grado, me dijo un día de pronto:
—Te advierto que lo que dice tu tía es la pura verdad; tú tienes una cabeza hecha para los libros.
Esperé que continuase, pero no continuó. Creyó que mi silencio era un punto final y se puso a hablar de otra cosa.
Estábamos en la cocina; empezábamos en aquel momento a cortar la pasta de macarrones que acabábamos de hacer, cuando la oí decir:
—¡Ay! ¿Qué pasa para que aparezcas a estas horas?
Levanté la cabeza y vi que no hablaba conmigo: el señor de la casa había entrado como una sombra y estaba apoyado en el quicio de la puerta mirándonos.
Él, en vez de contestar, preguntó:
—¿También te ayuda en la cocina mi discípula?
Y ella, como si la conversación estuviese empezada hacía rato, como si todo el mundo se hubiese puesto ya de acuerdo, repuso:
—Todo lo que yo le he enseñado ya lo aprendió; veremos cuándo puedes tú decir otro tanto.
Hubo un silencio y yo me afirmé a mí misma que estaban hablando en broma. Sonriendo, con una sonrisa que saqué de no sé dónde, miré primero a ella y luego a él, y él, haciendo un movimiento de cabeza, me dijo: «Anda, ven que te voy a examinar».
Yo me quedé paralizada; él se separó como para dejarme pasar por la puerta, y sin dudar si yo iría o no, añadió: «Vamos a ver ese talento».
Yo no quise volver a mirarle; me parecía que la cólera me estaba saliendo por los ojos. Con lo que yo pensé en el trayecto de la cocina al despacho podría llenar cientos de páginas; envejecí diez años es ese momento. Me vi tan pequeña, que me dio lástima de mí misma como sólo a los mayores puede darles lástima de los pequeños.
No había nada que me inspirase más horror que un examen. Hasta en los momentos en que yo estaba habituada al estudio, el examen me había parecido una cosa aborrecible, porque yo sabía que del desorden de mi cabeza nunca conseguiría sacar lo necesario en el momento oportuno, y de pronto caía en aquel lazo como una liebre, cuando hacía ya casi un año que llevaba una vida enteramente idiota.
Entramos por la puerta del pasillo y me hizo sentar junto a la mesa, frente a la gran puerta de cristales que daba a la galería; él se puso de espaldas a la luz y yo comprendí que acabaría atolondrada si seguía mirando, a través de las hojas de la parra, el sol que daba en el jardín. Para evitarlo, y sobre todo para que él no viera que estaban a punto de saltárseme las lágrimas, me puse a mirar como distraídamente las cosas que había sobre la mesa. Él me preguntó: «¿Te gusta el mono?». Yo no me había fijado en nada, pero de pronto me saltó a la vista una cabeza de mono del tamaño de un coco, sumamente real y expresiva, con una especie de gorrito turco puesto.
Él la corrió sobre la mesa para acercármela, diciendo: «Parece de bronce, pero es de tierra cocida». Le levantó el gorrito, que era como una tapadera, para que viese que estaba llena de puros. Después lo volvió a su puesto, acariciándole el hocico y cambiándolo varias veces de posición hasta encontrarle el punto de vista que más le gustaba. Entonces empezó a contarme que se lo había regalado un amigo que lo compró en París en la Exposición de 1900, que hacía ya más de diez años que se lo habían dado y no quería dejar de tenerlo sobre su mesa, en parte porque lo encontraba muy simpático, en parte porque aquella exposición señalaba una página de la historia.
Me miró como para ver si yo comprendía y me dijo:
—¿Sabes? Entonces el mundo era un mundo de Julio Verne.
Yo pegué un salto en la silla, que disimulé cruzando una pierna sobre la otra. Toda mi angustia desapareció como por encanto y me puse a escucharle.
Habló durante más de hora y media; yo no podía jamás repetir lo que él dijo; sólo puedo decir que las cosas que nombraba brotaban en la habitación.
Yo vi pasar por allí a Ataúlfo en su caballo, vi la escala de Jacob y la guillotina de la Revolución Francesa. Al fin me trajo a la realidad diciendo:
—Parece que eres tú la que me está examinando a mí. Yo hablo, hablo, y tú callada, en vez de haberte exigido que me contases los hechos de nuestra gloriosa historia.
Debí dejar traslucir en la cara el terror, porque extendió una mano como conteniéndome y dijo:
—No te esfuerces, la verdad es que no creí que supieses tanto.
Como yo no había abierto la boca, me pareció que empezaba a burlarse de mí y volví a verlo todo negro. Hice un esfuerzo inmenso para recobrar la serenidad, y al fin pude empezar a decir:
—Le aseguro que he estudiado bastante hace tiempo, sólo que…
Me interrumpió:
—Pero, tonta, ¿qué crees que he estado haciendo? ¿Contándote cuentos? Pues no: me percaté en seguida de que contigo sería inútil empezar con preguntas, y en cambio, mientras yo hablaba, me ha sido muy fácil ver en tu cara lo que comprendías y lo que no.
Volví a sentirme caída en una ratonera, pero esta vez ya no me molestó y me reí casi hasta llorar. Salimos al pasillo, y acercándome a la puerta del comedor, grité:
—Adiós, me voy corriendo, es tardísimo.
Llegué hasta casa sin poner los pies en el suelo y vi que no era tarde. Estaban empezando los preparativos para la cena, con toda lentitud. Yo no sabía qué hacer, porque no podía estarme quieta, y determiné salirme a la puerta y decir que me llamasen cuando se pudiera cenar.
Hacía frío; nuestra calle era estrecha y oscura; sólo había en la esquina una bombilla con reflector blanco, que se bamboleaba sin cesar. Me apoyé en el quicio de la puerta, dándole la espalda, para ver sólo la parte de la calle que quedaba en sombra. El frío, que detesto generalmente, me resultaba tan agradable al pasarme por la frente como cuando se echa un chorro de agua de colonia en la cabeza; y a fuerza de mirar la oscuridad conseguí no pensar en nada.
Una hora después estaba en la cama tiritando y haciendo por ver claramente todo lo que había pasado.
Al principio, mis sentimientos fueron, como siempre, una alegría loca de que hubiesen terminado tan bien los acontecimientos que habían empezado produciéndome terror, y una satisfacción, un saborear todo lo que había oído en sus más pequeños detalles. Eso era lo que yo llamaba estar en mi elemento: tener algo que admirar. Sólo me había sentido en un estado semejante algunas veces al salir del teatro; tanto, que no querían llevarme nunca porque decían que me emborrachaba con lo que veía. Solamente que esto no era como el teatro: un cuadro cerrado donde no se puede entrar y que no hay medio de alargar una vez terminado. Esto, al contrario, no había hecho más que empezar y en mí estaba el saber mantenerlo.
Pensé en seguida en reunir todos mis viejos libros que había quedado en llevar al día siguiente para ver si eran aprovechables, y aunque bien sabía que mi nuevo profesor no había de hacerme nunca esas preguntas bruscas que le ponen a uno en el caso de demostrar que no sabe nada ni nunca lo supo, quise someter yo misma a mi memoria a una prueba parecida. Como si me dispusiese a contar el dinero que tenía en el bolsillo, me dispuse a repasar lo que sabía.
Tenía el recuerdo de haberlo hecho otras veces. En las épocas que estudiaba mucho, mi cabeza entraba en reacción algunos días de tal modo que no había medio de pararla: unas cuestiones me llevaban a otras y oía dar la una y las dos en el reloj del comedor sin poder dormirme. Repasaba en mi memoria todos mis libros, desde el primero que había leído en mi vida hasta el último, y recordaba las frases tal como estaban situadas en la página, con los pequeños defectos de la imprenta, con las señales de lápiz que yo había hecho. Después repasaba todos los versos que sabía de memoria: las fábulas, las canciones, y las oraciones por último. De los siete a los nueve años hacía esto con frecuencia, hasta que acababa por darme fiebre. Pues bien; aquella noche pretendí hacer lo mismo y mentalmente repasé las primeras hojas de mi Historia Universal. Muy de prisa, sin ningún detalle, sin ningún calor, pasé por los hechos de los pueblos antiguos hasta la Edad Media. Empecé a pensar en la primera Cruzada, siguiendo mi libro textualmente, y al decir: «La segunda mitad, formada de caballeros acaudillados por Godofredo de Bouillon»…, recordé que por la tarde, al pronunciar ese mismo nombre, mi profesor había cogido un lápiz que estaba sobre la carpeta. Lo hizo sin darse cuenta y se quedó con las manos sobre la mesa manejando aquel lápiz con las puntas de los dedos. Según hablaba, el lápiz aquel tomaba actitudes de lanza, de cruz, de pendón.
No era delirio mío, era la realidad misma, y contemplándolo otra vez al aparecer en mi memoria olvidé el ejercicio a que me había sometido. Cuando me di cuenta lo reanudé por donde pude y volvió a borrárseme cien veces, siempre acosada por recuerdos del mismo género.
Cada vez que recobraba la conciencia me decía a mí misma que había sido tal el embelesamiento de aquella tarde que no podría fácilmente borrar la impresión; pero yo a mí misma no me miento jamás; deseché en seguida esta idea y vi clara la verdad del caso. Lo que me pasaba era que empezaba a sufrir las consecuencias de mi embrutecimiento.
La pereza había llegado a serme tan habitual que ya no podía lanzarme a aquella actividad de otro tiempo: ahora resbalaba en seguida a una especie de ensueño. Me abandonaba a pensar en aquellas cosas que me envolvían en un encanto, en un calor… Aquello era una sensación llueva para mí, pero era también, sin duda, el resultado de la vida que venía llevando.
Me había zambullido de tal modo en el mundo de las mujeres, «con sus tonterías y sus pequeños vicios»; ésta era la frase de mi confesor. Cuando me reñía por mis goloseos, me contaba siempre la historia de santa Mónica y me repetía aquello de acostumbrarse a no beber agua para ser capaz más tarde de no beber vino.
Yo nunca le había sacado sustancia a esta historia, pero aquella noche creí entender que se trataba de habituarse a un esfuerzo pequeño para llegar a ser capaz de uno mayor, y en aquella flaqueza que me acometía al intentar concentrarme en el estudio encontré demostrado todo su sentido. Entonces sentí un asco de ser mujer que me quitó la fe hasta para llorar.
Otra vez igual que en el momento en que me dispuse a dejarme examinar, me vi a mí misma con una compasión y un alejamiento indecibles.
Ya me di yo cuenta de que allí empezaba una nueva fase de mi vida; adquirí en aquel momento como una nueva facultad, que empezó en seguida a desarrollarse porque ya por la noche era diferente y mucho más complicada. En realidad, tenía también lástima de mí misma, pero ¡con qué crueldad me miraba al mismo tiempo!
Me encontraba tan ridícula con mis pretensiones que no se fundaban en nada. Embrutecida, eso sobre todo; enteramente embrutecida y sin gracia, sin carácter de ningún género.
Bien estaba para sentarme al lado de la maestra, con mis cincuenta tirabuzones cayendo sobre el bordado y mis brazos como patas de araña estirando la hebra, pero en aquel despacho por donde jamás habría pasado nada semejante a mí… Discípulos sí, sin duda, pero chicos; bárbaros si se quiere, pero no esto, esto que era yo.
¿Dónde habían quedado aquellas ilusiones que yo me hacía cuando estudiaba con mi profesora? Cada vez que dábamos lección yo observaba su traje sastre, su sencillez, su aire varonil y pensaba: cuando yo sea como ella… y precisamente cuando me encontraba en una situación que ni soñada para ser así, resultaba que yo era una chica como las demás. Ni eso, yo no era más que una perfecta marisabidilla.
El desvelo que no había conseguido al proponerme pensar en los libros, me lo produjeron aquellas pasiones revolviéndoseme dentro hasta dolerme la garganta como si no pudiese tragarlas.
Vi la luz del alba antes de dormirme y, sin embargo, a las ocho salté de la cama; creía que no iba a tener tiempo en toda la mañana para los preparativos que pensaba hacer, que al fin y al cabo no eran más que reunir mis libros y cuadernos, afilar un lápiz y poner punto nuevo a la pluma.
Una vez hecho me vestí, y no me puse sobre el vestido el delantal blanco de otros días porque decidí ir a la escuela sólo para contar a la maestra mi nuevo plan de estudios y decirle adiós. Me puse un traje escocés rojo y azul, porque era el más oscuro que tenía y porque una vez había oído a mi antigua profesora elogiar las telas escocesas.
Nada más comer me fui a mi cuarto para cogerlo todo y marcharme, pero de pronto me acordé de una cosa y volví al comedor. Allí estaba mi tía preparando la bandeja con el café y el coñac, para llevarle a mi padre a su cuarto. Me puse a hablar con ella afectando una calma como si estuviese por allí porque no tuviese otra cosa que hacer. En el momento que ella levantó la bandeja de sobre la mesa, yo se la quité de las manos y sin dejar de hablarle entramos juntas en el cuarto de mi padre. Puse las cosas en la mesita junto a su butaca y en seguida hablé de algo que pudiese interesarle a él. Le dije: «Todos los días me propongo pasar por el estanco, al volver, para comprarte escobillas para las pipas y siempre se me olvida; de hoy no pasa. ¿Tienes todavía alguna que tire?».
Mi padre me enseñó la que tenía en la mano. Yo le prometí que al día siguiente se las limpiaría todas. Revisé de pasada las demás, toqué todos los objetos que había sobre la mesa y al fin di un beso a mi padre y me marché.
Me latía el corazón como debe latirles a los espías. Hacía ya muchos días que proyectaba aquello y no había tenido fuerzas para hacerlo. Me dije a mí misma: En fin, ya está hecho.
Fui corriendo a la escuela; aunque no, no fui corriendo, porque sin el delantal blanco no me atrevía a correr. Pero llegué en seguida. Todavía no se había sentado nadie en su sitio.
Mi llegada bastó para desorganizar la tarde, porque la maestra misma dijo:
—Ya sé, ya sé lo que vienes a decirme; desde ayer por la mañana sé yo que vas a dar clase con don Daniel.
Yo le dije:
—Entonces lo ha sabido usted antes que yo misma.
Y le conté en pocas palabras cómo había sido mi primera lección. Claro que se lo conté del modo especial que yo le contaba las cosas, muy por encima y como en broma, recalcando bien el aspecto cómico que pudiera tener el susto que me había llevado.
Ella estaba radiante porque, aunque sentía mi deserción de la escuela, al fin y al cabo había sido la que me había presentado en aquella casa.
Me hizo prometer mil veces que volvería de cuando en cuando y las chicas me despidieron ruidosamente con gritos y abrazos.
Cuando ya iba a salir, una chica poco más alta que yo vino hacia mí y yo creí que iba a volver a abrazarme, pero ella me miró de arriba a abajo, me rodeó con un brazo la cintura y me hizo dar un par de vueltas de baile.
Me escapé en seguida, y cuando ya iba por la calle comprendí que aquello no había sido una crítica, pero sí un comentario de mi vestido. La chica aquella no me quería mal, pero era de las que se fijan en todo y lo había hecho como diciendo: ¡Qué cinturita!
En seguida empecé a imaginarme cómo estaría yo cinco minutos después delante de aquella mesa imponente con mi cabezota y mi cinturita: como un insecto, ridícula como una hormiga de esas que se meten en todas partes.
Me sentí tan contrariada que me detuve para torcer por una calle e ir a casa a mudarme de ropa, pero era demasiado tarde y volví a echar a andar pensando: ¿Por qué poner tal exageración en todo? ¿Qué necesidad tenía de haber cambiado de ropa aquel día, cuando podía haber venido como de costumbre, sin traer aquella preocupación en la cabeza? Y le había dicho a la maestra que dejaba de ir a bordar con ella porque necesitaba todo el tiempo para estudiar.
Esto no era cierto porque bastaba con que estudiase por las mañanas. Realmente decidí dejarlo por ir apartándome de aquellas ocupaciones de mujer, y ni siquiera en el momento en que había tenido lucidez para tomar tal decisión había sido capaz de dejar de ponerme un vestidito de circunstancias.
En fin, el caso era que ya me había deshecho de la maestra. En cambio, mi relación con doña Luisa iba a ser cada día más estrecha, y ella era mucho más absorbente que la otra. ¿Llegaría yo a poder transformarla, o ella misma comprendería? Porque, después de todo, ella había sido la que había decidido el cambio de mi vida como por real decreto.
Cuando llegué a su casa me pareció encontrarla muy bien dispuesta. Nada más verme con la cartera llena de libros soltó su delantal, me hizo ponerlos en la mesa del comedor y se enfrascó en ellos. Abrió la geografía, empezó a buscar algo y cuando yo, harta de esperar, iba a preguntarle qué leía, la cerró y me dijo:
—Estaba viendo el lugar que ocupa el Levante de España en la producción de la seda.
¡Qué extraña curiosidad me resultó aquello! Pero no dije nada. Ella cogió unos cuantos libros en la mano, me dijo que recogiese el resto y que me instalase en el despacho; allí podría estudiar sin que nadie me molestase.
Detrás de nosotras, con sus pasos insensibles, entró mi profesor. Doña Luisa le dijo: «Ya ves que no estaba perdiendo el tiempo», y se fue en seguida. Él revisó mis libros en un momento y los desahució todos. Me dijo que había que pedir a Valladolid los textos del Instituto y se puso a hacer una lista.
Antes de que terminase, doña Luisa apareció en la puerta. Dijo:
—Os interrumpo porque sé que todavía no habéis empezado a trabajar en serio.
Se quedó un rato callada, apoyada en el borde de la mesa. Sus manos largas y tan delgadas que dejaban ver el movimiento de los tendones bajo la piel, tenían pegados alrededor de las uñas residuos de masa de harina. Ella empezó a quitárselos de unas con otras, diciendo al mismo tiempo:
—Mañana, cuando vengas, antes de ponerte a estudiar, tenemos que tomar las medidas para las estanterías de este despacho: los libros allá en el palomar deben estar ya alimentando a los ratones.
Cuando hubo terminado la lista, aunque no había dicho nada al hablar doña Luisa de las estanterías, mi profesor dijo echando una mirada alrededor de la habitación:
—Me aterra la idea de tener que ponerme un día a ordenar todos los libros.
Yo sentí que aquélla era la última frase de la tarde. Todo había quedado en preparativos. Dije «¡hasta mañana!» y me marché.
Al llegar ya cerca de casa, me acordé de que tenía pensado aquel día entrar por la puerta de detrás, pero todo había languidecido tanto aquella tarde, mi ánimo estaba tan apagado, que me dije a mí misma: ¿Para qué?, y seguí por el camino de siempre. Ya en el último momento, pensé: Es indigno desfallecer así. Torcí la esquina y entré por la puerta del huerto.
En la cocina estaban el ama y la criada, que no se asombraron al verme; me acerqué a calentarme las manos en la lumbre y pregunté de pronto:
—¿Vino hoy el médico?
—No, ¿por qué? —me dijo el ama con su acritud de costumbre.
Yo respondí:
—Por nada, me duele un poco la garganta —y añadí—; bien podría venir más frecuentemente y no dejar que mi padre se pase las tardes solo.
Nadie contestó. Disponiéndome ya a marchar, dije aún:
—¿No vino nadie hoy tampoco?
—Nadie —dijo el ama.
Fui al comedor. Mi tía no estaba allí. Abrí el aparador y comprobé la señal que yo había hecho en la etiqueta del coñac. Estaba apenas empezado cuando yo serví una copa y ahora faltaban casi dos tercios.
Aquella noche, en la mesa, observando ya con toda la certeza, fui midiendo las dimensiones del mal, los estragos que había hecho y los que podría hacer.
En un principio estaba tan abrumada que no me atrevía a levantar los ojos del plato, pero oía la manifestación que había dado origen a mi sospecha. En realidad, aquélla era la única: mi padre, cuando hablaba, pronunciaba muy mal. Lo que decía era perfectamente sensato, pero las erres sobre todo no podía pronunciarlas. A veces repetía una palabra y no conseguía que la segunda vez le saliese mejor que la primera.
Yo pensé: Probablemente no pasará de aquí, será un hábito adquirido en la campaña y tendrá la suficiente voluntad para no dejarlo crecer. Con esto me conformaba, pues no se me ocurrió ni siquiera pedir en el fondo de mi alma que disminuyese. Comprendí que era como una niebla artificial que formaba en torno suyo para quedar escondido, para aislarse. Vi también que mi tía estaba en el secreto y contribuía al aislamiento de la casa. Lo comprendí tan bien, que me propuse no estorbarles en su acuerdo.
Cuando me metí en la cama, mi tristeza era inmensa, pero al mismo tiempo me sentía descansar en ella: era como tocar tierra firme, sufría por algo verdaderamente doloroso, no me debatía como otras veces en aquellas aventuras angustiosas de mi imaginación. Todavía era capaz de sufrir de verdad por alguien; mi alma no estaba enteramente perdida.
Aquella noche dormí con un sueño maravilloso.
Era inevitable dar cuenta en mi casa de las nuevas ocupaciones que me había creado. Pensé hablar sólo a mi tía, pero no tenía ganas de veda poner los ojos en blanco sin dejarme llegar al fin, y con mi padre me era difícil hablar, sobre todo desde que conocía su estado, porque yo me esforzaba más de lo necesario en hacerle comprender y aquello mismo le estorbaba para entenderme más que su propio entorpecimiento.
Decidí hablar cuando estuviesen los dos juntos. Así que por la mañana salí, compré las escobillas, y mientras mi padre tomaba el café me puse a limpiar las pipas. De paso, empecé a hablar de mis estudios, y empecé intencionadamente recordando cómo mi tía se había lamentado de mi abandono de los libros, que era lo que había inspirado a doña Luisa la idea de aquella decisión. Con esto no tuvo más remedio que asentir, puesto que ella había sido la inspiradora, pero sus lamentaciones empezaron en el acto, como si lo que yo estuviese diciendo quisiera decir: En vista de lo que tú dijiste, yo no estudiaré en la vida.
Claro que la pobre no se opuso ni un momento. No hacía más que repetir:
—¡A ver si quiere Dios, a ver si quiere Dios!
Afortunadamente, mi padre cortó sus lamentaciones, porque se le ocurrió preguntar en qué forma habría que pagar a aquellos señores el trabajo que se tomaban por mí. Yo le dije que la maestra, que les conocía bien, me había dicho que eran personas que no admitían nunca ser pagadas; ellos hacían aquello conmigo como lo habían hecho con otros chicos, por amor al estudio y nada más.
Mi padre, enteramente perplejo, exclamó:
—¡Eso es lo que no comprendo, que la gente trabaje por trabajar!
Yo vi en seguida que aquella idea le era antipática. Mi padre tenía un concepto del trabajo muy particular. Cuando se hablaba de mi tío Alberto, que se había creado tan buena posición en Berna, él decía siempre: «¡Mi hermano es muy trabajador!», como si dijese: «¡Mi hermano está completamente loco!».
En seguida intenté sugerirle alguna cosa que fuese más próxima a él y le dije:
—Me extraña que tú precisamente digas eso. No creo que todo lo que has hecho en África lo hayas hecho porque te pagaban.
Él exclamó en seguida:
—¡Claro que no, claro que no! Pero es muy diferente. Yo… es mi deber; un militar, ¿qué quieres que haga? Yo a eso no le llamo trabajar.
—Naturalmente —dije yo—, ellos tampoco se lo llaman a pasarse unas horas sobre los libros. Igual que tú, completamente igual. Es por un sentimiento por lo que lo hacen, no por la ganancia.
Mi padre dijo:
—Bueno, bueno, allá vosotros. Dentro de unos días es Navidad y se les puede hacer un buen regalo.
Yo había terminado con las pipas y me disponía a marcharme. Al despedirme de mi padre, se me quedó mirando y me dijo:
—Te has hecho una bachillera que eres capaz de hacerle a uno ver lo negro blanco.
Mi única reflexión fue: ¿Por qué tanta lucha, tanto manejo y tanto hacer equilibrios por cualquier cosa?
Debo reconocer que, en cambio, ni a mi padre ni a mi tía les costó nunca trabajo gastar dinero en mis caprichos. Mandé a pedir los libros con el cartero. Los trajo en el acto con la cuenta, la pagaron y nadie dijo más.
Las lecciones empezaron con regularidad, no con puntualidad, unos días de cinco a seis, otros de seis a siete, y se empezaron aunque estábamos ya en diciembre, pero nos pareció absurdo pensar en vacaciones cuando llevaba un año sin estudiar. Además, mi profesor dijo que precisamente en aquellos días que no tenía que ir al archivo podía ocuparse más de mí y luego marcharía yo sola sin sentir.
¡Sin sentir! Mi cabeza estaba como una máquina oxidada; me pasaba las mañanas estudiando y me cogía la frente con las manos como para sujetada sobre los libros. Era imposible retener allí mi imaginación. Me hacía todo género de cargos a mí misma, porque sabía que una vez que llegase a casa de doña Luisa, aunque me instalase en el despacho con toda formalidad, ella vendría cada cinco minutos a proponerme una cosa. Inútil, estaba encerrada en mi cuarto, pero mi pensamiento estaba en el despacho aquel; era como si la viese llegar continuamente asomando la cabeza por la puerta y recordándome las mil tonterías que no llegaban nunca a dejar de preocuparme.
Continuamente me asaltaba la idea de si habría tomado mal las medidas de las estanterías, de si estaría bien encendida la estufa o si se habría apagado antes de que yo llegase.
Todas estas preocupaciones me obsesionaban mientras estaba en casa. Luego, una vez allí, no pensaba en nada, pero tampoco podía estudiar. Entonces empezaba el temor de que la puerta se abriese de pronto y las preguntas inoportunas espantasen mi recogimiento, y cuando al fin aparecía doña Luisa, hablaba un poco temerosamente y desaparecía en seguida, me quedaba después la preocupación de si habría estado poco amable con ella, de si le habría dejado entrever que ya no me interesaba por sus cosas.
Era tan difícil saber si algo la lastimaba, la contrariaba o la alegraba, que no había medio de seguir una táctica con ella; pero en realidad estaba entristecida y como desorientada a consecuencia de los hechos que ella misma había provocado.
Y lo peor era que su marido le hacía comprender su inoportunidad sin ningún miramiento. Él le contestaba bruscamente cuando entraba a preguntar algo, le lanzaba una mirada furibunda cada vez que abría la puerta, y, cuando se iba, la despedía con una sonrisita que parecía querer decir: Todo llega.
No sé por qué cuando yo veía que ni una línea de sus facciones cambiaba de expresión, pensaba siempre: No tiene serenidad, lo que le falta es serenidad; tiene tenacidad solamente.
Yo la veía dar vueltas por la casa como el que ha perdido algo, como el chico que ha dado su juguete y después lo siente, como el que quiere arreglar una cosa que no tiene arreglo; pero no desistía, esperaba su día, y, al fin, un día ella ganó.
Cuando llegué a su casa la encontré en el vestíbulo con la cara de siempre, pero más derecha, más llena de actividad. Me dijo en seguida:
—¿Sabes a cuánto estamos?
—A veintidós —respondí.
—Pues bien, mañana veintitrés nos lleva el médico en su tartana a Valladolid para comprar cosas —y añadió—: ¿Vienes?
Esto, antes no lo hubiera preguntado. Yo, sin titubear, alcé los hombros, como diciéndole que estaba de más la pregunta. Entonces dijo:
—Vamos a pensar bien lo que necesitamos.
Yo dejé los libros en la mesa del despacho y me fui con ella al comedor. Cuando don Daniel llegó quiso escandalizarse de nuestro desorden, pero ella zanjó toda cuestión diciendo:
—¿Qué quieres? Estos dos días que vienen son sagrados.
¿Para qué recordar la discusión familiar consabida? Duró más o menos y terminó como todas. A las siete y media estaba yo al balcón arreglada, esperando ver aparecer la tartana del médico.
En cuanto la vi doblar la esquina, me precipité por las escaleras, y antes de que llegase a parar abrí la portezuela y salté dentro. Pero el médico paró y bajó del pescante para damos otra manta que iba bajo el asiento.
La tartana era confortable, bien cerrada por todas partes, con magníficos almohadones en los asientos y cueros de borrego en el suelo, donde se hundían los pies.
El médico nos ayudó a empaquetamos bien en las mantas. A un lado, doña Luisa con la niñera y el chiquitín. Al otro, Luisito y yo. Le senté en mi falda para calentar sus piernas con las mías y nos dejamos envolver en la manta hasta la barbilla.
El médico, antes de cerrar la puerta, le dijo a doña Luisa:
—Cuando anoche su marido decía que acaso viniera con nosotros, ya sabía yo que él se quedaría bien arropado en la cama y que seríamos los demás los que nos echaríamos a pisar la escarcha de la mañanita.
—Yo también lo sabía —dijo ella.
La puerta se cerró y la tartana empezó a rodar.
Como estábamos una en frente de otra nos miramos sin decir nada, y aunque apenas había luz para vemos, yo distinguí que ella me decía con los ojos: ¡Vamos bien!, ¿eh? Vamos bien así.
Yo le sonreí, pegando mi cara a la de Luisito, que sonrió conmigo.
Cuando empezó a clarear fui fijándome en lo bien vestida que iba. Yo no la había visto nunca en traje de ciudad y me quedé maravillada. Llevaba un abrigo muy gordo a cuadritos, color tabaco, con grandes solapas de nutria, y un pequeño canotier del mismo color, con cinta de terciopelo.
De pronto me acordé de lo que había dicho mi padre días antes. Era preciso encontrar un regalo bonito; seguramente descubriría en alguna tienda algo que mereciese la pena. Pero ¿qué genero de regalo y para cuál de los dos? Una cosa para el comedor era prosaico; para el despacho era difícil; las paredes iban a quedar enteramente cubiertas por las estanterías, y sobre la mesa ni pensarlo: aquello era el reino del mono y ni el regalo de un sultán podría destronarle. De pronto tuve una idea, y debió darme tal chispazo en la cara, que doña Luisa me preguntó:
—¿Qué vas pensando?
Yo dije:
—Nada, un complot, estaba tramando un complot, pero no puedo contarlo hasta dentro de unos días.
Creyó que era una evasiva y no me preguntó más; cogió al chiquitín, que estaba dormido todo el tiempo, enteramente oculto entre toquillones blancos, y dijo:
—El caso es que tengo que darle algo antes de llegar, porque ya es su hora.
Fue difícil, pero ella consiguió adaptarle no sé cómo. Estaba tan extraña con su canotier y sus solapas de cazador entreabiertas, entre las que le asomaba el pecho izquierdo con una vena transparentándose tanto, que parecía una y griega dibujada con tinta azul.
Yo la miraba desde mi asiento y pensaba: Qué bien estaría si en vez de llevar esas mantas ordinarias de Palencia llevase los pies envueltos en una de esas mantas afelpadas que parecen de piel de leopardo. Tengo que encontrarla, me dije, y para que ella no me viese otra vez sonreír me volví a mirar por entre las cortinillas del coche.
Estábamos ya en La Rubia; miré, al pasar por «El Edén», el merendero que yo adoraba en verano, cuando su arboleda estaba cuajada de mirlos y vi, entre las ramas peladas, las mesas en sus balconcillos sobre el río, todo cubierto por la pelusa de la escarcha.
El sol estaba ya alto, pero no calentaba. Cuando llegamos, cerca ya de las diez, el frío era horroroso, pero las calles hervían de animación.
El médico guardaba su tartana en casa de un boticario que tenía un corralón en la calle de Miguel Iscar; nos despedimos de él, quedando en volver a encontramos allí.
Fuimos en seguida al mercado del Val, y del Val al Campillo; de allí salimos con un chico cargado de apios, cardos, lombardas y besugos, que fue a depositarlo todo en casa del boticario.
Después, en los soportales de la acera compramos embutidos en las salchicherías, y en las tiendas de ultramarinos aceitunas y barrilitos de ostras. Al fin entramos en casa de Rodríguez.
La aglomeración de gente era tal, que habían tenido que quitar los veladores, pero en el fondo de un rincón había quedado uno que nadie ocupaba, porque la gente, señoras en su mayoría, se agolpaba junto al mostrador.
Nosotras instalamos a la niñera con los niños en el rincón, y nos dispusimos a luchar como las demás.
Doña Luisa dijo:
—El caso es que son ya las doce y el niño hace más de dos horas que no toma nada; mejor será darle ahora porque ¿quién sabe cuándo saldremos de aquí?
Este ejercicio lo hacía, claro está, todos los días, cada dos horas, pero en casa no tenía la menor importancia. Aquel día, en cambio, resultaba un conflicto y teníamos la sensación de que había que hacerlo cada cinco minutos.
Se sentó entre el velador y el rincón, ladeando la silla un poco hacia la pared, y volvió a instalar al pequeño entre sus solapas.
Se colocó con tanto disimulo que nadie veía lo que estaba haciendo. Apoyó el codo en el velador y volviendo hacia atrás la cabeza, me dijo:
—Tú ve filtrándote por ahí, y, en cuanto llegues al mostrador, pide. Ya sabes, nada más las figuritas de mazapán, las peladillas y la pasta para la sopa de almendras. Los turrones iremos a buscarlos al puesto de los valencianos.
Intenté cumplir mi empresa, pero no había ni una sola grieta en aquel apiñamiento de mujeres y yo empezaba ya a desfallecer de sofocación cuando oí un grito: un ¡ay! no muy fuerte, pero ¡tan horrible! Me volví y vi que doña Luisa se levantaba y ponía su niño en las manos de una señora que estaba junto a ella. No comprendí qué pasaba; sólo vi que ella seguía gritando: «¡Ay Dios mío, ay Dios mío!», con una voz cada vez más aguda.
Tenía en las manos un pañuelo; clavó en él las uñas y lo desgarró. Su cara no había contraído un solo músculo, pero en sus ojos había como una ceguedad brutal que parecía que no podía terminar más que en la locura.
Alrededor de la señora que tenía el niño se había formado un corro. Yo no sé cómo llegué junto a ella y vi que el niño estaba amoratado, rígido y como sin respiración. No duró más que un instante; reaccionó en seguida, le salió la leche por las naricillas y empezó a llorar; se lo arrebaté y se lo llevé a su madre.
Yo gritaba: «¡Ya está bien, no ha sido nada, absolutamente nada!», pero ella no me oía. Quise ponerle el niño en los brazos para que se convenciese, pero comprendí que no podía tenerle: estaba aún crispada, desgarrando el pañuelo, y entonces vi por primera vez formársele un pliegue recto entre las cejas. Con aquel pliegue sacudió su sufrimiento y volvió a la razón. Se dejó caer en la silla y dijo:
—¡Ay, qué susto más horrible, qué susto más espantoso!
Nos fuimos de allí por entre todas aquellas mujeres que hacían comentarios. Doña Luisa dijo:
—Vamos a comer a cualquier sitio, es necesario tomar en seguida una sopa bien caliente.
Nos metimos en el restaurante Castilla.
Después de la comida todo había pasado y se reanudaron las compras. Cuando hubimos terminado con las cosas necesarias, tuvimos tiempo aún para andar por las tiendas de juguetes comprando cosas para el niño. Él quería detenerse en cada uno de los puestos que había bajo los soportales, y yo tiraba de él diciéndole:
—Ven, que en casa de Guillén hay cosas mejores.
Su madre me decía que el niño era demasiado pequeño para apreciar la diferencia, pero yo les arrastré hasta allí, les metí dentro de la tienda, pasé de la sección de juguetes a la de artículos de viaje, y allí, en un estante bajo, a la altura de la mano, estaba la manta tal como yo la había imaginado: exacta. Yo no hice más que señalarla con los ojos y doña Luisa le pasó la mano diciendo:
—¡Qué suave es! Parece una fierecita echada ahí.
Entonces les dejé volver a los juguetes.
Íbamos ya hacia el coche cuando doña Luisa exclamó:
—¡La fruta! Se nos ha olvidado comprar la fruta fina, no tenemos más que granadas.
Volvimos a remontar la calle de Santiago hasta el primer trozo. Allí entramos en aquella frutería pequeñita llena siempre de frutas de otras tierras. Parecía increíble estar respirando el hielo en la calle y entrar a oler las piñas de América y las limas colgadas en grandes guirnaldas por las paredes.
En aquel momento me di cuenta de que don Daniel no había venido. Pensé: ¡Si hubiera venido él, habría dicho algo de esto! Claro que puedo contárselo, pero si se lo cuento yo no será más que una tontería. En cambio, si me lo contase él a mí… Lo estaba viendo y me parecía una cosa que él me había contado.
En un rincón de la tienda había flores, unas flores miserables que quedaban ya como restos, y, sobre un banco de madera, tallos cortados y trozos de cordel, como si hubiesen estado confeccionando ramos. Entre ellos descubrí una minúscula rosa de té. Era un capullito tan pequeño, que había quedado allí oculto por unas hojas. Lo cogí, pensando pedírselo al dependiente, pero nadie me hizo caso y me decidí a llevármelo. Al salir se lo prendí a doña Luisa en la solapa y ella exclamó:
—¿Dónde has encontrado este portento? Precisamente me había fijado en las flores sintiendo que no hubiera nada que poder comprar.
Fuimos por el camino hablando de flores, proyectando poner en la primavera tulipanes y en el otoño crisantemos. Me fue explicando todo lo que había que hacer para cultivarlos, hasta que llegamos a casa del boticario.
Allí empezó el acomodar las compras en el coche. El médico iba y venía detrás de nosotras, ayudándonos a trasladar paquetes. Yo, mientras, iba sugiriéndole a ella en voz baja la idea de que le preguntase si no le molestaría mucho parar un momento en casa de mi abuela para que yo subiese en un salto a felicitarles las Pascuas, porque no estaba bien que supiesen que había estado en Valladolid sin ir a verlas.
La proposición fue aceptada y diez minutos después entraba yo como una tromba en el gabinete donde mi abuela hacía un tricot y mis dos tías bordaban.
Besos, exclamaciones. Decían las tres a un tiempo: «Estás desconocida, estás desconocida».
Yo hablé lo más que se puede hablar en el menor espacio de tiempo. Volví a besarlas y al salir me llevé a mi tía Inés hacia el pasillo. Allí le expliqué que mi tía Aurelia me había recomendado darle bien los detalles de un encargo que pensaba hacerle. Se trataba de comprarle una cosa para un regalo. Iban a mandarle un papelito con el cartero al otro día, pero para que no hubiese confusiones yo había quedado en explicar bien de qué se trataba. Le describí la calidad, color, dimensiones y lugar donde se encontraba la manta, como para ir a buscarla con los ojos cerrados.
Cuando yo volví a estar dentro de la tartana, rodamos otra vez hacia Simancas y volvimos a pasar otro largo rato en la penumbra del coche, calladas por no despertar a los niños.
El día había sido feliz; solamente hubo aquel momento horroroso en la confitería, pero la calma había vuelto y yo estaba segura de que aquellos rasgos tan correctos, como sólo se encuentran en las figuras que decoran las monedas o las orlas de los diplomas, seguirían envueltos en la sombra, quietos como siempre, hasta que llegásemos a casa.
Desde mi sitio sólo distinguía la rosa de té que me parecía que iba sentada en la solapa de nutria.
Sería estúpido dorarme la píldora a mí misma; en aquellos dos días siguientes me hundí con más pasión que nunca en las cosas que estaba proponiéndome evitar.
Todo el arte que desplegaba a diario en mis enredos y que interiormente me dejaba muy orgullosa porque yo me decía a mí misma que tenía fines muy altos, lo desplegué aquellos días desenfrenadamente en futilezas.
Yo no recuerdo cómo arrastré al médico a mi casa y menos aún cómo le obligué a decir que no era conveniente que yo me viese privada de la alegría de aquellas fiestas que mi padre se oponía rotundamente a celebrar en casa. No recuerdo cómo le sugerí que se ofreciese a ser embajador de la invitación de doña Luisa; el caso es que se puso a contar que él, como solterón sin familia, cenaría las dos noches en casa de sus amigos y que no le costaba ningún trabajo acompañarme a la vuelta. A fin de cuentas, de esto era de lo que se trataba.
La noche de Nochebuena pasó ligera, porque doña Luisa había prometido tocar en el coro en la misa del Gallo y, para que pudiesen asistir hasta las criadas, todo se preparó de prisa y con sencillez.
Las chicas que iban a cantar los villancicos vinieron a ensayar por la tarde, así que no tuvimos mucho tiempo para preparativos.
Doña Luisa había dicho: «Estos dos días son sagrados», y aquella frase me pasaba con frecuencia por la cabeza como justificación de todo. Recuerdo que me vino a la memoria algunas veces al levantar la tapadera de una cacerola. Había un misterio, había una fuerza mágica en los olores de aquellos días.
Cuando abríamos el horno donde el pavo se doraba en la manteca, cuando espolvoreábamos la canela en la sopa de almendras caliente, cuando cortábamos las pencas de apio sobre la ensalada de escarola y granada, los olores de aquellas cosas nos hablaban y nos mantenían en una animación que nos impedía cansamos de aquel trajinar.
Teníamos las manos húmedas y heladas y los carrillos ardiendo de inclinamos sobre el fogón, pero estábamos alegres e incansables y cada ráfaga de vapor oloroso que nos pasaba por la cara nos hacía cambiar una mirada.
Doña Luisa, llena de confianza en su maestría, me decía: «Ya verás tú, ya verás tú».
No faltó nada en la mesa. Cuando hubo puesto la guirnalda de acebo, doña Luisa dijo:
—Esto estaría más bonito con una luz suave, pero yo voy a poner una fuerte; para las cuatro moscas que somos vale más que la luz sea alegre —y puso bajo la pantalla una gran lámpara.
A mí precisamente aquello de ser tan pocos era lo que me encantaba, a diferencia de las Navidades de casa de mi abuela, donde siempre éramos en la mesa veintitantas personas que no tenían nada que decirse y que se agitaban estúpidamente hasta lograr un poco de barullo.
La mesa bien iluminada y el brillante acebo resaltando sobre el mantel eran lo único que imponía carácter de fiesta. Por lo demás comimos casi en silencio todas aquellas cosas exquisitas y ni siquiera hubo los taponazos del champagne; en las manos de don Daniel las botellas perdían sus corchos sin meter ruido, soltando sólo un humillo como una gasa al inclinarse sobre las copas.
Como doña Luisa no podía tomar otra cosa a causa de la crianza, fue lo único que se bebió durante la comida; después, a los postres, ella instó a todos a pasar de allí e hizo traer junto a la mesa una mesita con ruedas cargada en sus dos pisos de botellas de todas clases.
Doña Luisa cogió dos y me hizo el gesto con picardía con que ella acompañaba aquellas cosas. Sirvió una copa, que dio al médico para que me la pasase a mí, y me dijo: «Esto con los turrones: Cariñena, y después esto con el café», y me alargó también una copita de Marie Brizard.
Don Daniel arrastró hacia sí la mesita y empezó a ojear aquél batallón. Comentaba cada una de las etiquetas con letras y estilos de todos los pueblos de Europa, como si fuesen libros. Las destapaba, las olía, se las pasaba al médico: probaban de todo.
En la mesita había también una caja de puros; yo vi que faltaban ceniceros y se me ocurrió ir a buscarlos al despacho. Cuando volví, el médico me había quitado mi puesto, y al verme entrar me dijo: «Tú perdiste la silla, pero el que fue a Sevilla fui yo».
Todos se rieron, pero a mí aquella gracia me resultó odiosa y vulgar.
Aquello ya no tenía arreglo. Los dos se habían acercado hacia el ángulo de la mesa, dejando entre ellos la mesita de las botellas. Habían encendido dos puros y hablaban ya de lo de siempre.
Yo no sé de qué era aquella conversación interminable que empezaba todos los días a la puerta del castillo; tenía un carácter especial que no era secreto; siempre hablaban alto delante de todo el mundo como si a pesar de ello nadie fuese a comprender, y así era. Yo me atrevería a decir que, incluso de ellos dos, sólo uno comprendía.
También en los dos minutos que había durado mi ausencia había aparecido en el comedor la niñera con Luisito, que se había desvelado al notar la falta de su madre y había exigido que le llevasen con ella.
Sin vestir, envuelto en un chal de lana, doña Luisa le acomodó en su falda y empezó a darle de todo lo que había quedado sobre la mesa: frutas escarchadas, mazapán… Yo cogí la silla que el médico había dejado y me acerqué a ella, en el ángulo opuesto de los que conversaban.
La aparición del niño había acabado de aislamos, y yo me decía con desesperación: Si no hubiera venido, acaso nos hubiésemos acercado allí también nosotras; pero no, tampoco en ese caso nos hubiésemos acercado porque doña Luisa no se sentía lejos.
Esto era lo que yo no acababa de comprender. Ella sabía más que yo de todo. Era verdaderamente instruida, y, sin embargo, se mantenía sin sufrimiento a aquella distancia, porque no dejaba enteramente de prestar una cierta atención a lo que decían. Dos o tres veces intervino, yo no sé si con acierto o sin él; pero una de ellas, en un momento en que don Daniel titubeaba a propósito de un libro de que estaban hablando, ella apuntó en seguida: «Eso viene en el cajón número tres». Sin volver siquiera la cabeza, sin dejar de atender al pedazo de guirlache que sostenía con dos dedos y que Luisito roía sin rechistar.
¿Por qué, en cambio, yo, que no podía decir ni una palabra, no podía tampoco desprender de allí mis cinco sentidos?
Estuve mil veces a punto de preguntarle de qué hablaban, pero temí que su respuesta, aun siendo exacta, no me diese ninguna luz. Yo pensaba que me faltaba el principio, que nunca llegaría a comprender sin haber oído lo que habían dicho antes, pero no momentos antes, sino días antes, siglos antes. Porque en realidad las palabras eran las que se emplean todos los días: varias veces oí la palabra amor, y sin embargo, sabía que no hablaban de amores.
Al fin me pareció comprender que hablaban de alguien, pero no sabía si era de alguien que conocían o si era de un personaje legendario. Aludían a lo que hizo o a lo que dijo en tal ocasión. Don Daniel dijo, esto lo recuerdo punto por punto: «Cuando más me gusta es cuando se pone a considerar las peripecias de la vida». Dijo así exactamente, y añadió: «¡Aquello de la lagartija que atrapa la mosca!». Y se quedó callado.
Yo me dije: «Si siguiera contando eso yo comprendería; parece una cosa tan sencilla». Pero no siguió; todo el mundo debía saber aquella historia de la mosca y la lagartija.
Miré a doña Luisa y sí, ella lo sabía, pero si ella me la hubiera contado no me hubiese dado con ello acceso a la conversación.
El médico hablaba con su voz opaca, de la que no se podía esperar que se destacase un punto luminoso. De pronto, don Daniel le interrumpió diciendo: «No, no es la santidad lo mejor de san Agustín».
Me pareció sentir un golpe en la frente: ¡de esto era de lo que hablaban!
Una ola de tristeza, de terror, de remordimiento me dominó como una amenaza espantosa, como si tuviese delante de mí a alguien que me estuviese mirando sin piedad.
¿Por qué, por qué hablar de san Agustín en aquella ocasión, Dios mío, para que yo tuviese que acordarme de su terrible madre?
Luchando como para salir de una pesadilla, me esforcé en abrir los ojos, diciéndome a mí misma que si era de aquello de lo que hablaban no había ninguna razón para que yo no comprendiese; pero paseaba la mirada del uno al otro y notaba que en ella mi entendimiento se arrastraba como una mosca con las alas mojadas. Había algo pesado, algo pegajoso que me quitaba la agilidad: aquella comida, aquellos vinos que me pesaban en los párpados como si tuviese la cara cerca de una llama.
Esto estaba claro; con menos inteligencia de la que me quedaba en aquel momento hubiera podido comprenderlo; lo otro, jamás.
Las palabras que llegaban hasta mí volvieron a hacerse misteriosas; volvieron las alusiones a hechos o anécdotas cuyo sentido ya no podía ni sospechar.
Probablemente san Agustín estuvo tan lejos de su madre como aquel ángulo de la mesa del que yo ocupaba; del que ocupábamos nosotras, las mujeres. Desde aquí sólo se comprendía, no ya la voz de santa Mónica, que al fin y al cabo era alguien, sino la de su aya amonestando con aquellas palabras: «Cuando seas ama de casa y tengas las llaves de la despensa»…
Pero ¿es que en realidad aquello rezaba con nosotras? ¿Es que aquello tenía algo que ver con doña Luisa, que estaba allí, con su frente de ángel, con su nariz en medio de la cara como una columnita, con su niño dormido sobre el pecho?…
Esta vez fue mirándola a ella cuando sentí que se me cerraban los ojos para ocultar un enternecimiento lleno de tristeza y de confusión.
Ella me dijo: «¿Tienes sueño?». Y yo asentí. Me alargó una mano, dejando el brazo extendido sobre la mesa; yo la cogí entre las mías y sentí que mi cabeza iba a caer sobre ella, pero me defendí aún un momento.
La conversación ya no era más que un ruido para mí. No conseguía entender distintamente ni las palabras, pero en los ademanes, en el aspecto de las dos fisonomías entendía al menos cómo lo estaban pasando.
El médico tenía los carrillos arrebatados, brillantes, movía la cabeza y las manos torpemente, se recostaba de cuando en cuando en el respaldo de la silla. Don Daniel estaba pálido como siempre, permanecía derecho, sin tocar la silla con el cuerpo. Cuando no hablaba, sostenía el puro con los dientes contrayendo los labios en un gesto que parecía sonrisa, pero que no lo era. Sólo sus ojos brillaban más que de ordinario, pero con un brillo oscuro. Era como si tuviesen más brillo y más sombra al mismo tiempo.
En sus manos la misma elegancia de siempre; la botella de kirsch seguía vaciándose en su copa, pero él parecía cada vez más ágil, más ligero.
Contemplándole aún, apoyé mi mejilla en la mano de doña Luisa, que aún retenía, y seguí largo rato echada sobre ella, no sé si dormida o no. Al menos, no luché más por comprender, cerré los ojos y seguí acariciando dentro de mi cabeza todas aquellas cosas queridas. Así conseguí sentirme un momento superior a mí misma.
Salí de allí casi inconsciente; sólo recuerdo que el frío me hizo empezar a darme cuenta de que marchaba al lado del médico hacia casa. El empedrado de las calles me parecía tan extraño y tan próximo a mi cara como si hubiese andado a gatas. Aquel señor, que acaso no marchaba más firme que yo, bastaba para conducirme, y si hubiese llegado a caerme, él me habría recogido; sin embargo, no éramos amigos, no. Ya en la puerta, le di las gracias, no menos heladas que el ambiente, y así terminaron aquellos dos días sagrados.
Hubiera podido pasar también allí la noche de Año Nuevo, pero no quise contrariar más a mi familia y accedí a quedarme en casa y a meterme en la cama a las nueve.
Fui sólo por la tarde a casa de doña Luisa. Por la mañana le habían enviado con la criada la manta, que hasta ese día no había conseguido hacer llegar.
Se la mandé llena de dudas. Estaba ya tan lejos el momento en que se me había ocurrido, que me parecía el regalo más sin sentido y menos a propósito que pudiera hacérsele; pero, en fin, una vez enviada tuve que decidirme a afrontar el efecto que hubiese hecho.
Cuando llegué, la manta estaba sobre la mesa del comedor, al lado de la gran caja donde la habían llevado y todos los papeles y cintas con que venía envuelta. Doña Luisa la acariciaba lo mismo que había hecho en la tienda: estaba encantada.
Cuando llegó don Daniel, le dijo:
—¿Qué te parece, qué te parece la ocurrencia de esta chica?
Y él, en vez de contestarle a ella, se quedó mirándome, con las manos en los bolsillos, y me dijo:
—Me parece que si tú fueras un caballerito tendrías el arte de hacer regalos a las damas, y me parece también que a ti te gustaría mucho algunas veces ser un caballerito.
¿Qué quiso decir con esto? No lo sé; pensé en un momento que me comprendía, que se daba cuenta de que yo estaba descontenta de ser como era, pero no, no estoy segura de que fuera eso lo que quería decir.
Yo me reí, un poco azorada, y pensé que pronto llegaría a explicármelo. Íbamos a volver a estudiar largamente, a recomenzar aquellas lecciones que, empezasen como empezasen, tenían siempre algún oasis, alguna isla inesperada en la que se podía encontrar todo lo que se quisiera.
El año había terminado, pero no cambió nada, no se empezó una vida nueva; al contrario, vivimos como de las sobras del año anterior; todo se fue agotando, todo se fue amorteciendo.
¡Los dos primeros meses de este año me parecen tan lejanos! ¿Qué pasó en esos sesenta días? Nada: llovió y nevó y vivimos tan empequeñecidos como los lirones.
Puede que fuese yo sola la que sufrió ese apagamiento; el caso es que cuando me acuerdo de lo que hice durante esos dos meses, el único recurso que tengo para defenderme de la vergüenza que me da es pensar que debe haber algún misterio en ello, porque no puedo decir que me vencieran los acontecimientos. Yo tenía mis proyectos, mis deseos, mis ambiciones, y nadie se me opuso; fui yo misma la que languidecí como si me hubiese echado a dormir.
¡Es imposible! Es imposible que yo, tal como soy ahora, fuese como era hace unos meses, y me da miedo pensar que acaso toda la vida tendré esas lagunas, caeré de cuando en cuando en esos pozos.
No tiene ningún sentido escribir esto, es infinitamente estúpido y bochornoso; y, sin embargo, necesito decirlo, quiero hacerle esta advertencia a mi orgullo. Yo no soy nada excepcional; consigo encaramarme algunos ratos a una altura maravillosa y después caigo a lo que soy, lo mismo que cualquiera. El caso es que durante aquellos meses, después de atravesar la nieve y el lodo para llegar a casa de doña Luisa, yo me encerraba allí, en el despacho, delante de un libro abierto, y no la miraba; pero no porque soñase o pensase en otras cosas, no. No pensaba en nada; reaccionaba poco a poco, después de frotarme las manos amoratadas, y la mayor parte del tiempo hacía pompas de saliva.
Ésta es la pura verdad. Hacía una pequeña pompa entre los labios y la cogía con el rabo del palillero que sostenía en una mano; hacía otra y la cogía con la punta del lápiz, y entonces las juntaba para que se fundiesen en una mayor.
Era muy difícil; casi siempre reventaban, pero algunas veces conseguí reunir tres o cuatro.
Parece imposible, pero de esto no hace más que unos meses.
El mes de marzo ya fue diferente. En los primeros días hacía todavía un frío horroroso, pero la luz era ya de primavera y se atrevía uno a desafiarlo.
El hombre que venía a arreglamos el jardín me había dicho que su mujer acababa de tener un niño muy hermoso, y yo había prometido ir a verle. Vivían en una huerta que cultivaban del otro lado del río, y un día, después de comer, me fui a su casa; mi tía me dio un paquete de casillas para la mujer.
En su cocina de debajo de la campana del hogar salía ese olor purísimo de la retama quemada, y el poco de humo que se escapaba por la habitación hacía denso el ambiente. Tenían las puertas y ventanas cerradas para que no se enfriase el niño.
Cuando me acerqué al rincón donde estaba la cuna, un olor más penetrante sobresalió, anulando los otros.
El pequeño, gordísimo, abotargado, se revolvía entre sus envolturas de lana. Parecía satisfecho y al mismo tiempo incómodo, pero no porque le molestase nada, sino porque luchaba con ese indecisión que tienen los niños recién nacidos. Y el olor aquel tan penetrante, me parecía que olía a su mal humor.
Estuve allí mucho rato, me atracaron de pastas; al fin me marché y al salirme pareció que el frío me clavaba las uñas en los párpados y en la nariz.
Iba ya pasando el puente, hacia el pueblo, cuando vi venir hacia mí a una muchacha que parecía criada de alguna casa buena. Traía un cesto al brazo y yo pensé que iría a llevar un regalo a la mujer del jardinero.
Me fijé en ella desde un principio, pero no me di cuenta de que iba acortando el paso y maquinalmente lo acorté yo también. No sé por qué no sospeché ni un momento que ella fuese a pararse, pero al llegar cerca de ella me paré, me asomé a la barandilla, y ella también se asomó. Yo miraba al agua, pero de reojo vi que la muchacha metía la mano en el cesto y tiraba algo al río. Una, dos, tres, cuatro cosas pequeñitas cayeron al agua antes de que yo me diese cuenta: eran cuatro perritos. Entonces me volví y vi la cara horrible de la chica. Claro que yo sabía de toda la vida que la gente tira al río los perritos que no quiere criar, pero ¡que una muchacha joven pudiera hacerlo!
Estábamos casi en un extremo del puente, donde el agua no era profunda y se detenía arremolinándose entre las piedras y raíces de la orilla. Se quedaron mucho rato en uno de aquellos remansos, luchando; parece imposible, pero nadaban, conseguían flotar, braceando con sus ademanes de recién nacidos, sin que el agua helada consiguiese apagar la fuerza de su desesperación.
Al fin, la corriente fue llevándoselos.
Yo tanteé desde allí las posibilidades que había de bajar a sacarlos, pero era muy difícil; cuando hubiera llegado, ya sería inútil, no habrían sobrevivido después de aquel baño.
Cuando se alejaban en la corriente eran ya como viejecitos.
Creí notar que la chica iba a hacer algún comentario y me marché corriendo por no volver a encontrar sus ojos.
No sentí más el frío; mi cuerpo estaba mucho más frío que el ambiente. Me parecía imposible llegar a casa de doña Luisa. Tenía que poner toda mi atención en respirar, y cada vez que lo hacía me parecía que era la última. La impresión pasada se había borrado de mi imaginación; ya no podía pensar nada más que en que tenía que respirar, otra vez, todavía otra vez.
Llegué al portal, pasé por el pasillo y no sentí haber entrado, no noté que la temperatura de la casa fuese diferente de la de fuera.
Cuando entré en el comedor, me miraron consternados. No sé cómo, expliqué lo que había visto, y doña Luisa exclamó:
—Te has impresionado mucho, bebe un poco de agua.
Don Daniel le arrebató el vaso.
—¡Qué ocurrencia —gritó—, un vaso de agua! ¿No ves que está enteramente inhibida?
Echó en el vaso dos dedos de ron y me lo hizo beber de un trago. Me llevó al despacho; en el sofá había unos cuantos almohadones y la manta afelpada; parecía que él había dormido allí la siesta.
Me hizo echar en el sofá, me envolvió en la manta y me dijo:
—Duerme un poco.
Fue hacia la puerta y al salir se volvió a mirarme, se quedó un rato mirándome, apoyado en el quicio.
Aunque ha pasado mucho tiempo, todavía no comprendo; tienen que pasar muchos años para que yo comprenda aquella mirada, y a veces querría que mi vida fuese larga para contemplarla toda la vida; a veces creo que por más que la contemple ya es inútil comprenderla.
Alrededor de aquella mirada empezó a aparecer una sonrisa o más bien algo semejante a una sonrisa, que me exigía a mí sonreír. Era como si él estuviese viendo dentro de mis ojos el horror de lo que yo había visto. Parecía que él también estaba mirando algo monstruoso, algo que le inspirase un terror fuera de lo natural y, sin embargo, sonreía.
Yo sentí que el ron empezaba a envolverme en una oleada de calor; dejé de mirarle, no sé cuánto tiempo estuvo en la puerta. Me adormecí respirando profundamente: todavía pensaba en respirar.
Cuando abrí los ojos, vi que daba un poco de sol en el jardín. Todo el día había estado el cielo cubierto, y al ponerse el sol asomaba por entre unas ráfagas de nubes que parecían las últimas y que fueron las últimas del invierno.
Al otro día, al llegar, creí que no había nadie en la casa. Vi en el fondo del jardín a la cocinera y le grité:
—¿No está doña Luisa?
—Sí —dijo—, está en la galería.
La encontré bajo aquella luz cruda, por estar aún la parra sin hojas, con un espejo en la mano y unas pinzas; estaba rebuscando media docena de canas que le salían en las sienes.
Nada más verme, me dijo:
—Oye, no vuelvas a llamarme doña Luisa, que no soy tan vieja.
—Ni tanto ni nada —le dije—; usted no tiene edad, parece que ha nacido así.
No quiso recoger el halago que había en mis palabras; me dijo con su impasibilidad de siempre:
—Podría muy bien ser tu madre.
Y yo repuse:
—Pues, a veces, me parece que por dentro podría yo ser la suya.
Contestó en el mismo tono:
—En ese caso voy a tener que respetarte.
—¡Oh!, no diga usted esa palabra repugnante. Le aseguro que me suena como una mala palabra. No sé si porque cuando quiero a alguien no me es necesaria o si porque se la he oído sólo a personas a quienes no puedo querer.
Su cara siguió inalterable, pero sus manos titubearon. No fue temblor, sino desconcierto lo que las alteró; se cambiaron el espejo y las pinzas de una a otra varias veces. ¿Tenía miedo de seguir aquella conversación? ¿Le faltaban fuerzas? Maquinalmente, se miró un rato en el espejo como para reconfortarse con la serenidad de su propia imagen; después, hizo como que escuchaba algo y dijo:
—¿No te parece que llora Luisito?
Echó a correr escaleras arriba; yo sabía bien que el niño no lloraba.