TRAS su derrota en Waterloo, Napoleón regresó a París. Al entrar en la ciudad, observó una bandera que tenía bordado su lema: «Todo por el pueblo francés». El emperador había apostado todo su destino a una gran batalla, y la había perdido. El 22 de junio se produjo su segunda abdicación, y ésta sería definitiva.
Unos días después, tras reponerse de la batalla, los prusianos avanzaron hacia París. Napoleón salió de la capital y se dirigió hacia Rochefort; allí se enteró de que los aliados habían entrado triunfadores en París el 7 de julio y que, al día siguiente, Luis XVIII había sido repuesto en el trono de Francia.
El emperador se rindió al capitán del navío inglés Bellephoron, de dos puentes y setenta y cuatro cañones, que ya combatiera el 21 de octubre de 1805 en Trafalgar, y que bloqueaba el puerto de Rochefort. Los aliados decidieron que Napoleón fuera trasladado, como prisionero, a la isla de Santa Elena, una posesión británica en medio del Atlántico sur. Cuando embarcó rumbo al olvido, en su ensoñación alocada todavía pensó en alcanzar las costas de América del Sur y dirigir la independencia de las colonias españolas, y fundar sobre ellas un nuevo gran imperio.
Francisco de Faria, conde de Castuera, coronel de la guardia de corps del ejército español y teniente de caballería del primer escuadrón de Dragones de Escocia, continuaba vivo.
Regresó a París, donde su amigo Ricardo Marín acababa de abrir una casa de comidas a la que puso de nombre La Belle Alliance, el mismo que el de la granja donde se habían reunido el duque de Wellington y el mariscal prusiano Blücher para certificar la victoria en Waterloo.
Los aliados y los partidarios de los Borbones, repuestos de nuevo en el trono de Francia, no habían parado de celebrar la victoria sobre Napoleón. El ministro Tayllerand, taimado y astuto como pocos, que fuera ministro de Napoleón, a quien después traicionó, regresó a París, llevando consigo su fama merecida de vividor, amante de la buena mesa y hombre ingenioso.
Ricardo Marín se alegró al ver a su amigo sano y salvo.
—¡Francisco!, bendita sea la Virgen del Pilar o quien quiera que te haya protegido. No sabía nada de ti. He llegado a pensar que habías muerto en la batalla.
—A punto estuve; allí cayó la mitad de mi unidad.
—Debió de ser terrible.
—Como Trafalgar, Zaragoza o Vitoria, algo muy similar al infierno.
—Te quedas aquí, claro.
—Sólo unos días.
—¿Estás pensando en regresar a España? No corren buenos tiempos. Me acabo de enterar por otro exiliado de que Palafox ha sido relevado como capitán general de Aragón; el rey ha nombrado para ese puesto al hermano de Palafox, el marqués de Lazán, un absolutista recalcitrante, como bien sabes.
—No. España ya es para mí sólo un recuerdo. Nada me ata a ella, no me reconozco en su Gobierno, no tengo seres queridos a los que visitar, no siento la necesidad de luchar por nada que no sea yo mismo.
—Quédate conmigo en París; haremos negocios, conspiraremos con los exiliados españoles, si eso te divierte, gozaremos con las más bellas mujeres y beberemos el mejor champán y los más delicados vinos.
—Tu oferta es tentadora, pero necesito una nueva vida. Me persiguen los fantasmas del pasado y no podré librarme de ellos si me quedo aquí.
—Pero entonces, si no regresas a España, todos estos años de lucha…, ¿no te han servido de nada?
—Al mirar hacia atrás y preguntarme por qué he luchado, no he encontrado ninguna respuesta satisfactoria. Sólo he atisbado un gran vacío y la desesperación por la muerte de la mujer que amaba. He visto que los juramentos, las alianzas, las promesas, la palabra dada, no sirven para nada.
—No todo el mundo es como Fernando VII —asentó Marín.
—Afortunadamente.
—¿Entonces, te rindes?
—Sí, definitivamente, sí. Un país que se humilla y se doblega ante un canalla como el rey Felón no merece la pena.
—¿Y adónde vas a ir?
—He decidido viajar a América. ¿Sabes?, allí hay un mundo nuevo, sin reyes, sin tiranos, donde todos los hombres son iguales. Fue lo último que hablé con Cayetana, antes de despedirnos. Ella me dijo en esa ocasión que le gustaría viajar conmigo a América. En Estados Unidos existe libertad, nadie te pregunta quién eres, de dónde vienes, o por qué has ido. Y también están las colonias españolas, donde ya han brotado movimientos por la independencia, que conseguirán a no tardar demasiado.
—¿Vas a continuar luchando en América, ahora contra España?
—No. Estoy cansado de luchar, no he dejado de hacerlo desde que siendo casi un crío combatí, a mi pesar, en Trafalgar. Ahora deseo una vida nueva, una vida en la que no interese el pasado, en la que ni siquiera exista el pasado, en donde sólo importen el presente y el futuro.
—Te devolveré el dinero que…
—No, ya te dije que no se trataba de un préstamo ni de una donación.
—Lo necesitarás para el viaje a América.
—Tengo suficiente, y una vez allí, ese nuevo mundo está lleno de oportunidades. Todas las semanas parte algún barco desde Inglaterra hacia América. Me he enterado de que existe una próspera ciudad llamada Nueva York en la que la vida bulle como en ninguna otra parte del mundo. Me lo ha dicho un joven soldado escocés a cuyo lado combatí en Waterloo. Nos iremos juntos dentro de un mes.
—En ese caso, te deseo lo mejor, pero hasta que te marches, déjame que te presente a un par de jovencitas; no te harán olvidar a Cayetana pero endulzarán tus últimas noches en París.
* * *
El último buque de transporte de pasajeros rumbo a Nueva York zarpaba de Portsmouth a mediados de octubre.
Faria había quedado con Walter MacDonald, cabo del primer regimiento de Dragones de Escocia, en ese puerto del sur de Inglaterra para viajar juntos a Estados Unidos. Tras la batalla de Waterloo, el joven soldado, ascendido a cabo a causa de su valor en el combate, le había hablado a Faria de la existencia de esa ciudad a la que estaban comenzando a emigrar algunos escoceses e ingleses que buscaban escapar de la pobreza y la falta de libertad, buscando un mundo mejor en el que vivir.
Habían decidido hacer el viaje juntos, y habían quedado en encontrarse en Portsmouth el penúltimo martes de octubre, en la taberna que fuera más popular en la ciudad, a mediodía.
Faria, tras pasar unos días en París, atravesó el canal de la Mancha y se presentó en el día y a la hora convenida en Las Tres Ocas, la taberna más famosa de Portsmouth. Y allí estaba Walter MacDonald, vestido con un pantalón de lona, como el que llevaban los marineros, un jersey de lana azul y una gruesa chaqueta de fieltro verde.
—¡Teniente Faria!, no creí que viniera. Pensé que estaba hablando en broma.
—Pues ya ves, aquí estoy.
—¿Entonces, viene a América?
—¿En eso quedamos, no?
—Claro, claro.
El Polar Star era un navío de tres palos, equipado con veinte camarotes en los que podían acomodarse centenar y medio de pasajeros. Parecía un barco muy marinero, aunque su aspecto era más propio de los navíos del siglo pasado, diferente al de los nuevos barcos que estaban comenzando a construirse.
—Es hermoso —comentó MacDonald a la vista del Polar Star, la nave que los iba a llevar hasta Nueva York.
—Sí, muy hermoso —ratificó Faria, iniciando ya el ascenso a bordo por la pasarela—. Vamos, este barco no espera —dijo a la vez que comprobaba la hora en su reloj de oro, el que le diera su padre, el que primero le robara y luego le devolviera Cayetana.
—Yo espero encontrar fortuna y una bella esposa en América. ¿Y usted, teniente? —le preguntó excitado el joven escocés.
—A mí mismo.