Capítulo XXXV

ATRAVESARON Francia de sur a norte y llegaron a París a finales de octubre de 1814. Llovía intensamente y el agua les había calado los capotes de viaje. Empapados y cansados, pero en buen estado de salud, se instalaron en una fonda que Ricardo conocía bien, pues había vivido en ella durante los años en los que habitó en París antes de la guerra.

Francia entera rumiaba en silencio su derrota. Napoleón estaba exiliado en la isla de Elba y Luis XVIII, el hermano del decapitado Luis XVI, había sido colocado en el trono por los aliados con la misión de devolver Francia a la situación anterior a la Revolución y al imperio de Napoleón. Esos mismos aliados acababan de convocar un gran congreso en la ciudad de Viena en el que se iban a acordar las nuevas fronteras de Europa. Inglaterra y Austria ya habían decidido que Francia debería regresar a sus fronteras anteriores a las conquistas de Napoleón, que Austria y Rusia recibirían grandes compensaciones territoriales y que sería conveniente crear algunos pequeños reinos en el antiguo Imperio alemán.

—El dinero que tenemos nos servirá para pasar algún tiempo, pero deberemos hacer algo después, ¿no crees? —le preguntó Faria a Marín, mientras contemplaban la enorme mole del arco triunfal que Napoleón había ordenado construir en París, al final de la avenida de los Campos Elíseos, para conmemorar sus victorias militares.

—Podemos abrir una casa de comidas.

—Yo no sé nada de eso, y, la verdad, no me veo sirviendo platos o guisando en los fogones.

—De eso no te preocupes; tú serás el reclamo del negocio. Un conde español exiliado en París, héroe de Trafalgar, de Zaragoza y de Vitoria… En cuanto se corra la voz de que comes todos los días en nuestra posada, la gente acudirá como las moscas a la miel.

—¿Estás seguro?

—Claro que sí. A estos franceses les encanta la nobleza.

—Pero si les cortaron la cabeza a unos cuantos.

—Eso fue hace tiempo. Ahora han vuelto a la época de las pompas de Versalles, la monarquía absoluta y el gusto por todo lo que suene a nobiliario. Ya verás, nuestro comedor se llenará de franceses que quieran probar la comida española y de exiliados españoles que añoren los sabores de su tierra: olla podrida burgalesa, arroz a la valenciana y guiso madrileño; tendremos un éxito extraordinario.

A Faria no le convencía demasiado la idea de Marín, pero conforme pasaban los meses la bolsa de dinero iba menguando y a ese ritmo de gasto se acabaría en cinco o seis años. Con aquel mismo dinero hubieran podido vivir el resto de sus vidas en España, pero París era muy caro y todo costaba tres o cuatro veces más que en Madrid.

Solían frecuentar algunos cafés de la calle Saint Honoré y de la zona de las Tullerías, donde pasaban las frías tardes del invierno conversando con exiliados españoles, siempre hablando de la oportunidad de regresar a España si se producía un cambio en la situación política. Seguían las noticias por la prensa francesa o por las informaciones que iban proporcionando los exiliados, que cada semana llegaban a París procedentes de España. Por uno de ellos, Faria supo que su amigo Leandro Fernández de Moratín había estado preso varias semanas en Valencia, pero que al fin se había exiliado a Londres.

El mismo Goya había sido expedientado; el maestro había solicitado su depuración política y había conseguido quedar libre de toda acusación gracias a que su amigo el librero Antonio Bailo había declarado ante el tribunal que don Francisco siempre se había mantenido fiel a España, incluso durante el gobierno del rey Intruso. Sus pinceles estaban ahora al servicio de don Fernando, y estaba pintando grandes cuadros alusivos a la guerra y un retrato ecuestre del general Palafox.

* * *

A comienzos de 1815, Napoleón, emperador de la isla de Elba, había recibido decenas de visitas de británicos curiosos, ávidos por conocer al hombre más notable de Europa. Ellos no se daban cuenta, pero mientras conversaban con Napoleón, éste les sonsacaba todo tipo de información sobre el movimiento de los navíos británicos en el Mediterráneo, las tropas destacadas en Francia, la situación política en Inglaterra…, datos y más datos que iba acumulando en su cabeza. Nadie había previsto las ideas ni las intenciones que bullían en la mente de Bonaparte.

El 15 de febrero, varios partidarios de Napoleón viajaron hasta la isla de Elba para informar al emperador de que muchos oficiales del ejército francés estaban dispuestos a seguir combatiendo a su lado. En los días siguientes lo planeó todo.

El 26 de febrero soplaba un viento ligero y cálido del sur, suficiente para empujar la embarcación de Napoleón rumbo a Francia. El emperador escapó de Elba y desembarcó cerca de la ciudad de Cannes. Los aliados se encontraban reunidos en Viena; allí estaban el duque de Wellington, el zar Alejandro de Rusia, el emperador Francisco José de Austria, el rey de Prusia y el ministro francés Tayllerand, el gran superviviente de todas las situaciones.

Cuando se enteraron de la fuga de Elba, Napoleón ya marchaba triunfante hacia París seguido por sus fieles partidarios, que por los caminos de Francia se sumaban a las huestes de su emperador al son de La marsellesa.

Ante la inminente llegada de Napoleón a París, el rey Luis XVIII salió huyendo del palacio de las Tullerías. Faria y Marín se enteraron de la cercanía de Bonaparte mientras cenaban en un café en la isla de la Cité, al lado de la catedral de Notre-Dame. Habían quedado con unos exiliados españoles recién llegados para informarse de lo que ocurría en España, pero todas las noticias quedaron relegadas ante el rumor de que Napoleón estaba ya a las puertas de París al frente de un gran ejército.

—¿Y bien, ahora qué? —preguntó entre divertido y despistado Ricardo Marín.

Faria estaba confuso. Se había exiliado de España porque corría peligro de ser encarcelado por orden de Fernando VII, cuyo régimen absolutista detestaba, se había refugiado en Francia bajo la protección o al menos la acogida del régimen absolutista de Luis XVIII, no menos despreciable que Fernando VII, y ahora llegaba un revivido Napoleón, a cuyos ejércitos había combatido Faria en la guerra de España, que podía liquidar de un golpe a Luis XVIII, sin duda para instalar un régimen igual de absolutista, aunque se promulgara con los acordes revolucionarios de La marsellesa.

—No sé qué hacer. Ya he luchado en otras ocasiones contra Napoleón, pero lo hacía por la independencia de España; constituía mi deber como soldado. Ahora es diferente; estoy en un país extranjero, no debo fidelidad a nadie, mas creo que si Napoleón triunfa, volverá a invadir España, y habrá otra guerra, y otra, y otra, porque ese hombre no renunciará a su ambición de dominar el mundo jamás.

—Haz lo que te dicte tu conciencia —asentó Ricardo Marín—. La mía me dice que es mejor el peor gobierno de Napoleón que cualquiera de Luis XVIII o de Fernando VII.

El emperador entró en París el 20 de marzo, entre vítores a su persona y a los nuevos días de gloria que se presumían para Francia.

Entre tanto, Inglaterra, Rusia, Austria y Prusia acordaron combatir a Napoleón aportando cada una de esas naciones un ejército de ciento cincuenta mil hombres, que se pondría bajo el mando supremo de Wellington y que se concentraría en los Países Bajos; habían apostado que en una gran batalla se decidiría el futuro de Europa.

* * *

Los primeros días de primavera trajeron días de sol y lluvia; por las mañanas, el cielo de París amanecía despejado, con un brillante sol que comenzaba a cubrirse a mediodía para descargar lluvia durante un par de horas mediada la tarde.

París hervía de júbilo ante el regreso del emperador, pero Faria pensó, al fin, que si triunfaba Napoleón volvería la guerra, y con ella los crímenes, las violaciones y los saqueos; y ya había visto demasiados.

—Me marcho, Ricardo —le dijo a su amigo una tarde de mediados de abril, mientras tomaban un café con bollos.

—Yo no lo haré, me encuentro bien aquí. No regresaré a España, no hay nada ni nadie que me espere allí. Me quedo en París; la comida es excelente, nadie te pregunta de dónde eres y las mujeres son hermosas, libres y les encanta hacer el amor. Sí, creo que éste es mi lugar de destino. Por si te interesa, Goya ha sido absuelto definitivamente por el Tribunal de la Inquisición que instruía su proceso; lo han comentado esta mañana unos compatriotas. Tal vez eso sea un síntoma de que en España están cambiando las cosas; a lo mejor puedes regresar sin peligro.

—No, no vuelvo a España, a lo mejor en otra ocasión, si triunfan los liberales y se acaba el reinado de Fernando VII. Me voy al norte, a unirme a los aliados. Va a producirse una gran batalla, la batalla decisiva, y creo que debo estar frente a Napoleón.

—Si te alistas con los aliados, estarás defendiendo el absolutismo, a los monarcas más corruptos de Europa, a cuanto odias —le previno Ricardo.

—Lo sé, lo sé, pero estoy cansado de tanta lucha. Si Napoleón pierde la batalla, habrá perdido su Imperio y se acabará la guerra; es la única salida a esta catarata de despropósitos.

—Pero Napoleón ha ofrecido la paz a los aliados.

—Se trata de una estratagema para ganar tiempo, no de una propuesta de paz permanente.

—En ese caso, si crees que eso es lo justo, adelante.

—¿Sigues pensando en abrir esa casa de comidas?

—Por supuesto. Te lo iba a decir hoy mismo. Ayer estuve viendo un local cerca de la torre de Santiago; es un bajo muy amplio, con espacio para cocina y un patio con cuadras para que puedan acogerse dos docenas de caballos al menos. Pensaba compartir el negocio contigo.

—Yo siempre he sido un desastre para los negocios. Recibí una gran herencia en Castuera y ya ves, la vendí por cincuenta reales. No, no sirvo para los negocios.

—¿Te marcharás pronto?

—Mañana por la mañana. Diré que marcho al exilio a Londres. Ya sabes que Napoleón goza de muy buena prensa entre los liberales ingleses, que incluso lo admiran. Al ser español, me dejarán salir de París sin trabas, pues para los parisinos un exiliado menos es un problema menos. Después intentaré llegar hasta Holanda y unirme al ejército de Wellington. No creo que rechacen a un soldado que combatió en Trafalgar.

—Aquélla fue una heroica derrota —dijo Ricardo.

—Sí, pero jamás se ha ganado una guerra con una derrota heroica.

—Te echaré de menos, Francisco.

—Yo también, y espero que volvamos a vernos en mejor ocasión. Toma —Faria le entregó una bolsa con algunas monedas de oro.

Ricardo la abrió y comprobó el contenido.

—Lo siento, no puedo aceptarlo.

—No es un préstamo ni un donativo; tómalo como una participación en el negocio. Y además, a donde voy no necesitaré ese dinero.

Ambos amigos se dieron un gran abrazo.

—Si algún día decides regresar, siempre tendrás un sitio aquí.

—Lo sé.

* * *

Napoleón instauró el 20 de marzo en París el que se llamaría Imperio de los Cien Días, y con su habitual vitalidad comenzó a organizar una nueva administración y a dar instrucciones a todos sus colaboradores. A algunos, como a Tayllerand, que seguía en Viena, o a los mariscales Masséna y Marmont, los denunció como traidores, pero otros, como Lefèvbre, el que mandara el ejército en el primer asedio a Zaragoza, continuaban fieles a su lado.

Faria llegó sin contratiempo a Holanda en una embarcación que lo trasladó a través del canal de la Mancha, desde Le Havre a Calais y luego hasta Rotterdam.

Se presentó en la oficina de reclutamiento de los aliados, alegando su rango de coronel de la guardia de corps y el haber pertenecido al Estado Mayor de Wellington en España. El sargento inglés que atendía la inscripción de reclutas lo miró atónito y enarcó la ceja como si le estuvieran tomando el pelo.

—No admitimos a locos en este ejército —le dijo.

—Es la verdad, sargento.

—Lárgate de aquí, a tomarle el pelo a otro, o haré que te encierren una buena temporada.

—Cuanto le he dicho es verdad. El duque de Wellington me conoce bien.

—¿No serás un espía de Napoleón? Porque alguien con una historia como ésta sólo puede ser un espía o un idiota.

—O alguien que dice la verdad. ¿Por qué iba a inventarme semejantes cosas?

El sargento dudó un instante.

—¿De verdad conoces a su excelencia?

—Ya le he dicho que he combatido a sus órdenes en la guerra de la Península.

—Eres joven para ser coronel.

—Combatí en Trafalgar; eso debería ser suficiente.

—Pero lo hiciste en el bando equivocado.

—En ese tiempo yo era demasiado joven y mi país era aliado de Napoleón; ahora es diferente.

* * *

La batalla se avecinaba.

Napoleón presidió una ceremonia militar en el Campo de Mayo de París, en donde revisó las tropas que en los últimos dos meses había logrado reunir para el combate decisivo. El emperador ya sabía que Wellington mandaba un ejército de más de quinientos mil hombres, integrado por austríacos, británicos, rusos y prusianos, además de algunos españoles, suecos y daneses, pero confiaba en la heterogeneidad de esas tropas, en su diversa procedencia y en la dificultad para coordinar un contingente tan variopinto. Y, sobre todo, confiaba en su propia capacidad táctica y en la segunda oportunidad que le brindaba la Historia.

Ante sus leales, Bonaparte pronunció un vibrante discurso en el que alentó a sus tropas a morir antes que ver su patria gobernada por extranjeros. Ante un altar, desfilaron doscientas águilas imperiales y ochenta y siete banderas; ciento un cañonazos se dispararon desde diversos puntos de París, saludando la presencia de Napoleón, ante los gritos de júbilo de «Vive l’Empereur!».

El 12 de junio, al frente de algo más de ciento veintidós mil hombres y trescientos sesenta y seis cañones, Napoleón salió de París al encuentro de Wellington.

Faria pidió audiencia a Wellington, que acababa de llegar de Viena para hacerse cargo de la jefatura del ejército aliado. Tuvo que insistir mucho, y al fin uno de los ayudantes de campo del duque, que conocía a Francisco de las campañas en España, le comunicó que un coronel del ejército español, que vestía la casaca roja de los soldados ingleses, le solicitaba una audiencia. Wellington puso los ojos como platos cuando oyó el nombre de Francisco de Faria, y, ante semejante sorpresa, tuvo curiosidad por conocer qué hacía aquel tipo allí, y aceptó recibirlo.

—Coronel, no esperaba volver a verlo, al menos hasta el infierno. ¿Cómo demonios ha llegado hasta aquí, y qué hace con ese uniforme británico?

—Es una larga historia, general; me he alistado en el ejército aliado.

—¿Tiene destino?

—No, señor; estoy en espera de él.

—En ese caso, queda asignado al regimiento de Dragones reales de Escocia; tendrá el grado de teniente. Allí necesitan oficiales que dirijan la caballería.

—Gracias, señor.

—Si combate como en las colinas de Vitoria, me daré por satisfecho. Puede retirarse.

—¿Me permite una cosa más, señor?

—Dígame.

—Quiero pedirle perdón por mi actitud…

—No se preocupe por ello, ya lo he olvidado —zanjó la cuestión el duque de Wellington.

* * *

El 15 de junio de 1815, Napoleón cruzó la frontera belga y ocupó Charleroi; al día siguiente derrotó a los prusianos en Ligny y arrinconó a los aliados cerca de Waterloo, al sur de Bruselas. Ante la acometida de Napoleón, Wellington dudó, pero el día 17, el emperador cometió un tremendo error. Se despertó como cansado y ausente, probablemente a causa de alguna enfermedad, y tomó varias decisiones equivocadas. Parecía agotado, falto de energía, se movía despacio, con desesperante lentitud, y no daba las órdenes con la viveza y la contundencia que en él habían sido habituales.

A la mañana siguiente, la del día 18, se desencadenó la batalla decisiva. La infantería francesa cargó de manera contundente con la intención de romper las defensas británicas, que permanecían intactas a causa de la parálisis de Napoleón en el día anterior.

Faria, al frente del primer escuadrón de Dragones escoceses, formaba en el ala izquierda con dos brigadas de caballería, que recibieron la orden de atacar a la infantería francesa. Cuando un capitán le transmitió la orden, el conde de Castuera observó el frente francés y calculó que al menos los quintuplicaban en número. Se resignó a una muerte segura; sacó su reloj de oro de un bolsillo interior de su casaca, lo besó y recordó a Cayetana, y sólo pensó en matar al mayor número de franceses antes de caer en la pelea. Desenvainó su sable y al observar la orden de ataque dada con la bandera de señales, ordenó a su escuadrón cargar contra los infantes franceses.

Las dos brigadas de la caballería pesada británica arrancaron al galope hacia la muerte. El frente de la infantería francesa, sorprendida por lo que se le vino encima, cedió; los británicos la rodearon y capturaron dos águilas imperiales y nada menos que tres mil prisioneros. Eufóricos por la victoria, los jinetes continuaron su avance, adentrándose peligrosamente en el sector enemigo.

Faria advirtió que la segunda línea de la infantería francesa se había reorganizado y había logrado adoptar la formación en cuadrado, que bien compuesta era muy complicada de atacar por la caballería. Intentó detener el avance de los hombres a su mando; fue inútil. Los Dragones escoceses cabalgaban eufóricos, aullando como lobos, directos hacia una masacre, pues justo enfrente de la carga estaba la gran batería de cañones franceses. Una descarga atronadora derribó a decenas de jinetes, entre los que cayó el comandante del regimiento de Dragones de Faria.

El conde de Castuera gritó a sus hombres para que se retiraran, pero o no lo oyeron o no quisieron oírlo, y siguieron avanzando hasta la primera línea de cañones, logrando acallar a quince de ellos. En ese mismo momento varios regimientos de caballería de lanceros y de coraceros franceses aparecieron por los flancos y sorprendieron a los jinetes escoceses, ciegos en su ataque frontal. En apenas unos minutos, la mitad del primer regimiento de Dragones escoceses había muerto en combate; Faria se puso al frente de los supervivientes, que habían perdido a la mayoría de sus oficiales, y consiguió que se retiraran hasta posiciones seguras.

Aquella maniobra de la caballería de Dragones de Escocia dio tiempo a Wellington para organizar en cuadrados a la infantería del centro de su ejército. Cuando Napoleón ordenó a su caballería cargar contra ella, los infantes británicos habían logrado formar varios cuadros perfectamente cerrados, con las bayonetas de los fusiles apuntando hacia el exterior, en todas las direcciones. Los caballos rehusaron cargar de frente contra lo que parecían gigantescos puercoespines de color rojo, y la caballería francesa se fue agotando poco a poco en el embarrado suelo del campo de batalla, fracasando en inútiles cargas.

Aquellas cerradas formaciones sólo hubieran podido ser deshechas con la artillería, pero la descoordinación de los diferentes grupos de combate franceses comenzó a hacerse evidente.

Wellington, montado sobre su formidable caballo Copenhague, vestido con su abrigo azul y sus pantalones de cuero blanco, recorría una y otra vez el campo de batalla, en tanto Napoleón permanecía más estático, delegando muchas de las operaciones en el mariscal Ney. Inmerso en la batalla, Wellington parecía indemne al fuego enemigo. Varios de sus ayudantes cayeron muertos o heridos a su lado a causa de la metralla, pero él no recibió un solo rasguño.

Faria pudo verlo poco después de mediodía. Wellington se acercó hasta la posición a la que se había retirado el conde de Castuera, conduciendo a los supervivientes de la alocada carga de caballería del primer escuadrón de Dragones de Escocia; con el duque iba el general español Álava.

—Tal vez sea usted el mismo demonio, Faria —le dijo—. Enhorabuena por su acción.

—Gracias, señor.

Aquélla fue la última vez que Francisco de Faria vio al duque de Wellington, que se alejó recriminando al general que mandaba la brigada de caballería que no hubiera logrado detener la carga suicida de sus hombres.

Napoleón, que seguía extrañamente como paralizado, dio al fin la orden de que la Guardia Imperial atacara en el centro. Las mejores tropas francesas lo hicieron avanzando en formación de cuadro, y se convirtieron en fácil blanco para la artillería inglesa, que les provocó una gran cantidad de bajas.

Wellington ordenó entonces un contraataque masivo. Faria volvió a subir al caballo y se lanzó a través de los campos embarrados contra los franceses, que se retiraban en desorden hacia el sur. El duque, a la vista de la victoria, alzó su sombrero de tres picos, en el que había cosidos emblemas de España, Prusia, Austria e Inglaterra, y gritó «¡Gracias, Dios, por enfrentarme a él!».

Faria tenía el uniforme rojo empapado de sangre y barro. No había sufrido ninguna herida, pero le dolía el muslo derecho, tal vez por algún impacto recibido durante el combate, del que no fue consciente hasta que observó el enorme moratón que se extendía por toda la zona exterior de la pierna.

Caía una fina lluvia sobre el campo de batalla, en el que los camilleros comenzaban a recoger a los heridos y a amontonar los cadáveres de los muertos. Algunos soldados vagaban sin rumbo, con las botas llenas de barro, la mirada ausente y la cabeza abatida.

Un jovencísimo dragón escocés, que había permanecido cerca de Faria durante toda la batalla, rompió a llorar como un niño cuando se miró las manos y las vio manchadas con sangre coagulada. Una carreta pasó al lado cargada con pedazos de cuerpos humanos destrozados por el fuego de los cañones; alguna cabeza se reconocía por los cabellos, en medio de una maraña de brazos y piernas sangrantes.