UNA fina pero constante lluvia le retrasó en el camino hacia la villa de Molina de Aragón. Según su cálculo de ruta, debería haber llegado a media tarde, poco después de las seis, pero su caballo avanzaba a un ritmo más lento del previsto debido al barro arcilloso que se acumulaba en el camino.
Atardecía sobre las sierras Ibéricas. El sol de finales del verano, redondo y rojo, teñía de carmesí las laderas terrosas de los páramos mesetarios y prolongaba las sombras de los álamos y los chopos como espectros fantasmales en el silencio del paisaje serrano.
En un recodo del camino, en una vereda al lado del río Gallo, apenas a una hora de camino de Molina, un hombre muy grueso, de aspecto amenazante, embozado con una manta de lana de las que usaban los viajeros en esas frías tierras, le salió al encuentro. Las sombras del atardecer difuminaban la figura de aquel tipo, del cual sólo podía ver sus dos ojos, brillando en una línea abierta entre el sombrero y la manta. Tenía las manos a la espalda, como escondiendo algo, tal vez un trabuco o un pistolete.
Al contemplar a aquel individuo que se interponía en su camino, Francisco de Faria tiró de las riendas de su caballo y lo detuvo. La lluvia había dejado de caer hacía un par de horas pero el sendero seguía embarrado.
—¡Alto! —ordenó el embozado.
—¿Quién lo manda? —le preguntó Faria.
—Nosotros —dijo otra voz a su espalda.
Faria giró su cabeza despacio, intentando no perder la cara del que le había interceptado el paso, y advirtió de reojo cómo había al menos tres hombres a su espalda y otro más a su derecha, que habían surgido de repente de entre la espesura.
«Son al menos cinco —calculó el coronel—, y van armados con escopetas y trabucos; no tengo la menor oportunidad».
Echó mano a la parte posterior izquierda de la silla y palpó la empuñadura de su sable de caballería, que colgaba de la vaina en ese flanco, y en el lado derecho llevaba un pistolete aunque no estaba cargado; y aunque lo hubiera estado, de ninguna manera hubiera podido sacarlo a tiempo de su funda y menos tumbar a cinco hombres, si es que no había alguno más escondido entre la maleza. Pero además, pensó que seguro que estaban apuntándole, y que si hacía el menor movimiento lo abatirían sin que tuviera tiempo siquiera de acabar con uno de aquellos tipos, de modo que intentó ganar tiempo.
—Imagino que sois bandoleros, ¿me equivoco? —les preguntó.
—Pues te equivocas; somos los guardias de estas sierras y protegemos a los viajeros. Y claro, para que esa protección pueda tener efecto, necesitamos dinero. ¿Cuánto llevas encima?
—Nada. Unos bandidos me han atracado un par de leguas más atrás. A lo que parece, habéis hecho mal vuestro trabajo de protección.
—Eres muy gracioso.
—Es cierto; eran varios bandoleros que me han dejado sin nada. En un primer momento creí que eran franceses que se habían quedado aislados en España y tenían que ganarse la vida asaltando a viajeros indefensos, pero pronto me di cuenta de que eran unos simples bandidos.
Faria había pensado en espolear a su caballo en cuanto aquellos tipos se despistaran un poco y salir a todo galope camino adelante. Sabía que Molina estaba muy cerca y que si conseguía esquivarlos y ganar algún espacio arrancando por sorpresa, tal vez pudiera llegar a las cercanías de la villa de Molina y conseguir protección antes de que le dieran alcance. No faltaba mucho para que oscureciera, de modo que quizá pudiera evadirse, porque si no, estaba convencido de que lo matarían sin remedio.
Maldijo no haber cargado su pistolete, porque con él podría haber abatido al que le impedía el paso, y se dispuso a clavar sus tacones en los flancos del caballo y soltar las riendas para jalearlo, confiando en que saliera a toda velocidad hacia delante. Planeó que justo en ese momento sacaría su espada de la vaina, se inclinaría sobre el flanco izquierdo de su montura y lanzaría una estocada al hombre que le había dado el alto. Si los demás tardaban algunos segundos en reaccionar, tal vez tendría alguna posibilidad de huir.
Ya había deslizado su mano cerca de la empuñadura de su espada y había tensionado los músculos de sus piernas para acicatear los flancos del caballo, cuando el que estaba a su derecha exclamó en voz alta:
—¡Coronel Faria!
El conde de Castuera giró de nuevo la cabeza, ahora más deprisa, y observó que ese tipo bajaba su arma y caminaba unos pasos hacia atrás.
—¿Qué te hace suponer…?
—Lo acabo de reconocer; estuve a sus órdenes en los montes de Somosierra, en la primavera y el verano de 1810; tal vez me recuerde, yo estaba presente el día que se reunieron en aquella cueva los jefes de todas las partidas de guerrilleros para recibir sus últimas instrucciones antes de que se marchara a Madrid.
Lo cierto era que Faria no recordaba a aquel hombre, pero tan precisos eran los datos que le proporcionó que hacían suponer que era cierto, que había estado allí.
Al oír a su compañero, el que parecía ser el jefe de aquellos bandidos, dudó.
—¿Este hombre es coronel? —preguntó rascándose la cabeza.
—El coronel Faria, de la guardia de corps de su majestad don Fernando, a cuyas órdenes serví en la lucha contra los franceses —afirmó el antiguo guerrillero, tajante y con cierto deje de orgullo.
—¿Un coronel, eh? Bien, tal vez nos paguen un buen rescate por él.
—Un momento, te he dicho que combatí a su lado contra los gabachos; es un compañero de armas.
—¿Te has vuelto loco? Ahora tus únicos compañeros somos nosotros. No eres ningún soldado, ahora eres un… guardián de estas sierras.
—Hubo un tiempo en que combatimos contra Napoleón, y lo vencimos; derrotamos al mayor ejército del mundo, y este hombre era nuestro compañero de armas.
—¿Habéis sido todos guerrilleros? —les preguntó Faria intentando entretenerlos.
—Sí, coronel. Todos hemos luchado en la guerrilla —contestó el que conocía a Faria.
—¿Y por qué os habéis pasado al bandolerismo? —insistió el coronel.
—Es lo que siempre habíamos hecho. La guerra fue un paréntesis.
—Podríais dejar este tipo de vida y…
—¡Cállate! —gritó el cabecilla—; basta ya de cháchara y baja del caballo con cuidado, muy despacio, y mantén siempre las manos ante mi vista.
—Permite que se vaya —pidió el exguerrillero.
—Ni hablar; nos quedaremos con lo que lleve encima y luego ya veremos qué hacemos con él.
—Te repito que este hombre luchó como un jabato; fuimos muchos los que confiamos en él y le seguimos. Además, no podemos liquidar a un coronel del ejército. Déjalo partir.
—Le perdonaré la vida en consideración a lo que has dicho, pero nos quedaremos con su bolsa, sus armas y su caballo. Le dejaremos llegar a Molina. Si caminas deprisa —se dirigió ahora a Faria—, llegarás en poco más de una hora. No tendrás problemas, en esta época del año todavía no hay lobos en esta zona, pues no llegan por aquí hasta las primeras nevadas, a principios de noviembre.
—Te repito que fui compañero de armas de este hombre, déjalo ir —insistió el antiguo guerrillero en posición amenazadora.
—¿Y si no quiero?
—Entonces, te las verás conmigo.
—De acuerdo, pero ve tú también con él —dijo el cabecilla, a la vez que le descerrajaba en el pecho un tiro a quemarropa con el trabuco.
Faria reaccionó deprisa, clavó con todas sus fuerzas los tacones de sus botas en los ijares del caballo y el corcel, inquieto por el disparo, alzó sus pezuñas delanteras, dio un salto adelante y se lanzó al galope. Tal como había planeado antes de que el cabecilla de la banda diera matarile a uno de sus hombres, sacó la espada de la vaina, se tumbó sobre el lado izquierdo de cuello del caballo y descargó una estocada de arriba abajo que alcanzó de lleno en la cabeza al bandolero que le cortaba el paso, que despistado ante la trifulca de sus dos compañeros había bajado la guardia. Golpeó a su montura en las ancas con la parte plana de la hoja del sable, cabalgando casi tumbado sobre el animal, y un poco más adelante, cuando ya había alcanzado la velocidad máxima, miró hacia atrás por debajo de su hombro. El sol ya se había ocultado por completo pero todavía quedaba algo de claridad en el llano, que se hizo algo mayor cuando el camino se separó de la vereda próxima al río para atravesar una zona más abierta del valle, entre campos de cereales ya segados. Comprobó que no lo seguían aquellos tipos, pero continuó arreando al caballo para que no decayera en su galope.
Media hora más tarde atisbó, ya a la luz de la luna, los torreones arrumbados de la fortaleza de Molina, en lo alto de la colina. Pronto alcanzó las primeras casas y se topó con los muros de piedra y un portal cerrado, enmarcado por un poderoso torreón. Volvió a mirar atrás y se sintió al fin a salvo.
Consiguió una cama en una posada, ubicada en un enorme caserón en el centro de la villa, pero no denunció lo que le había ocurrido. No en vano, él era un fugitivo y de ninguna manera estaba dispuesto a responder a preguntas que hubieran podido comprometerlo demasiado. Además, aquellos hombres ya estarían lejos, ocultos en las sierras de las Parameras, una región demasiado extensa como para encontrar pronto a media docena de hombres en aquellas intrincadas soledades.
A la mañana siguiente, con las primeras luces del día, ahora con su pistolete cargado y listo para disparar con toda presteza, partió por el Camino Real hacia tierras aragonesas. Cuatro días después, agotado, con su caballo cojeando, con los tendones maltrechos y las pezuñas destrozadas, llegó a Zaragoza.
* * *
Ricardo Marín estaba en su posada preparando una cena que le había encargado el gobernador de la ciudad, cuando Faria se presentó como una aparición en la cocina.
—¡Francisco!; ¡por todos los demonios, qué alegría verte de nuevo aquí! ¿Cómo no me has avisado de que venías a Zaragoza?
Faria le dio un abrazo, lo cogió por el brazo y lo llevó lejos de oídos y miradas indiscretas.
—Tienes, tenemos que marcharnos de aquí. Los dos estamos incluidos en las listas de represaliados que están elaborando los sicarios de Fernando VII en Madrid. Si nos quedamos, iremos directamente a la cárcel o la tumba.
—¿Qué dices?, pero si hemos luchado por su corona, para que recuperara el trono. Tú, en primera línea de combate, yo, en el espionaje.
—Al Felón, todo eso le trae sin cuidado. Se ha propuesto acabar con todo, y con todos, lo que suene a oposición, aunque sea mediante las ideas, al régimen absolutista que pretende implantar en España.
—Pero si yo no he hecho nada, ni siquiera he permitido que en mi casa se canten coplas aludiendo al tamaño de la polla del rey, que comienzan a ser muy populares.
—Ya lo sé, pero eres un liberal, y has vivido en Francia en la época de la Revolución, no vas a misa y no crees en los milagros, y los curas no son precisamente santos de tu devoción, de manera que ya sabes…
—¿Entonces, tú has huido de Madrid…?
—A toda prisa. Me previno el general Palafox. Vino a verme poco antes de medianoche, casi de manera clandestina, y me avisó de mi inclusión en las listas y de lo que iba a ocurrirme si me quedaba en Madrid. Le pregunté por ti, y me dijo que también estabas en la lista de futuros represaliados. De modo que cogí mi caballo, algo de dinero y salí a toda prisa hacia Zaragoza. Y aquí estoy, y casi de milagro, porque cerca de Molina me abordaron unos bandoleros de los que pude escapar porque antes de que me liquidaran se enfrentaron dos de ellos, y aprovechando la confusión que se lio, me di a la fuga.
—Gracias, amigo. ¿Qué vas a hacer ahora?
—Debía avisarte del peligro, y ya lo he hecho; ahora me voy a Francia. Procuraré atravesar la frontera antes de que me detengan. Palafox me dijo que intentaría retrasar la orden de arresto cuanto pudiera para darme tiempo a huir, y que haría lo mismo con la tuya, pero imagino que si no las han dictado ya, estarán a punto de hacerlo. Apenas tenemos tiempo.
»¿Y tú?, ¿qué harás tú?
—Conozco Francia, de modo que me marcho contigo. No quiero acabar pudriéndome en una prisión, fusilado ante una tapia o ahorcado en el patio de un cuartel.
—¿Entonces nos vamos mañana?
—Claro, mañana mismo.
—Necesitarás un pasaporte como éste —Faria le mostró el que le había entregado Palafox en Madrid—. Nadie se puede alejar más allá de veinticinco leguas de su residencia sin uno de éstos.
—No te preocupes, esta misma noche conseguiré uno. Sé cómo hacerlo.
* * *
El camino hacia la frontera del Pirineo estaba despejado. No había patrullas militares y sólo algunos comerciantes, bien protegidos por guardias a sueldo, se desplazaban de una ciudad a otra con carros cargados con diversas mercancías.
—Los caminos se han vuelto casi menos seguros que durante la guerra. El bandolerismo ha resurgido con fuerza en muchos sitios. Ya te dije que cerca de Molina intentaron robarme —comentó Faria a Marín, mientras cabalgaban hacia el Pirineo tras dejar atrás Huesca.
—¿Por eso me aconsejaste que cogiera un par de armas de fuego y que viajara con ellas cargadas y listas para disparar?
—Así es. En las montañas de Andalucía y en las sierras Ibéricas hay partidas de antiguos guerrilleros que se han convertido en bandidos.
—Lo hacen para ganarse la vida —alegó Ricardo Marín—. La guerra ha dejado una terrible secuela de miseria y destrucción.
—En ciertos casos tal vez, pero algunos ya eran bandidos antes de la guerra, y no han hecho sino volver a su antigua ocupación. Poco antes de huir de Madrid, llegó un listado con los bandoleros más buscados en Andalucía, y créeme si te digo que no pocos de ellos lucharon en la guerrilla contra los franceses con valor y fiereza, pero nadie ha sido capaz de dar una salida a su situación. Me temo que se sienten engañados. Les dijimos, yo mismo me dediqué a ello, que, en cuanto echáramos a los gabachos, las cosas serían diferentes, y ya ves, el país es más pobre, menos justo y más corrupto si cabe que lo era antes. Y todo se debe a ese monarca veleidoso y felón que no ha cumplido una sola de sus palabras.
—Tal vez debimos dejar que gobernara José Bonaparte; por lo que sé, en Nápoles no lo hizo nada mal. Pero este pueblo es demasiado orgulloso para consentir que lo dirija un extranjero.
—No creas; Carlos I era flamenco y Felipe V francés, incluso a Carlos III, aunque había nacido en Madrid, lo consideraban un extranjero por haber llegado desde Nápoles, y los tres reinaron en España. No se trata de ser extranjero o no —precisó Faria.
—¿Entonces?
—Nadie sabe qué sucede en la cabeza de la gente en un momento determinado y por qué se acepta a una persona o se rechaza a otra, o por qué la misma persona puede convertirse en un héroe o en un villano en similares circunstancias. Tú mismo lo viste en Zaragoza durante los asedios de los franceses, y lo que vino después. ¿Sabes?, a veces no entiendo cómo todo un pueblo es capaz de soportar e incluso idolatrar a tiranos como Fernando VII.
—Porque mucha gente necesita sentirse protegida, salvaguardada por una especie de paternalismo, y así es como ven a Fernando VII, como un padre protector. Además, debo reconocer que sus agentes han trabajado muy bien.
—A mí me lo vas a decir, que he estado varios años combatiendo en defensa de su corona, de lo cual, por cierto, no sabes cuánto me arrepiento. Hemos librado una guerra para nada; cientos de miles de personas han muerto para volver diez años atrás, y todo por ese canalla…
—Ese canalla, o ese felón, como lo llamas, no podrá sostenerse en el trono por mucho tiempo; la gente acabará rebelándose y lo echará a patadas. La victoria en la guerra contra los franceses ha supuesto mucho para todos nosotros, nos ha devuelto el orgullo.
—Fernando VII es un tipo más avispado de lo que parece; intelectualmente es muy limitado, pero se muestra muy llano en el trato, a veces habla como si fuera uno más del pueblo, y eso gusta a la gente. No obstante, es suspicaz, cruel y carece de escrúpulos. Un día, en Valencia, le oí comentar cómo iba a tratar a los políticos en cuanto llegara a Madrid, y lo expresó muy gráficamente al asegurar que iba a darle palos a la burra blanca, refiriéndose a los conservadores, y palos a la burra negra, por los liberales.
—O sea, palos para todos —dijo Ricardo.
—Así es; palos para todo aquél que se desvíe de su real voluntad. Y ya ves, ha conseguido que la mejor gente de este país se esté marchando al exilio o esté siendo encerrada en la cárcel.
—Odia a la libertad.
—Recuerdo ahora que en una ocasión Leandro Fernández de Moratín me dijo que amaba ser libre, pero que le tenía miedo a la libertad. Y en este caso tienes razón, el rey odia a la libertad porque la teme.
—Ahí está Francia.
Ricardo Marín señaló con la mano la llanura esmeralda que se abría ante ellos al pie del puerto de Aspe, en el lado francés de los Pirineos. Acababan de atravesar el puerto del Palo, en el valle de Hecho, afortunadamente todavía libre de nieve en aquellos días de inicios del otoño. Al comenzar a descender el camino hacia el lado francés, ninguno de los dos miró hacia atrás.