Capítulo XXXIII

EL 16 de abril, Fernando VII y toda su comitiva entraron en Valencia. La ciudad olía a azahar bajo un cálido sol de primavera. Tras varias semanas de frío y humedad en Francia y en el noreste de España, Faria agradeció los rayos templados del sol mediterráneo.

Allí recibieron la noticia de la abdicación de Napoleón y de las negociaciones entre Wellington y los mariscales Soult y Suchet para acordar el armisticio, que ponía fin, o al menos eso se pensaba en aquellos días, a la guerra de Napoleón contra toda Europa.

Cuatro días antes, sesenta y nueve diputados de las Cortes españolas, reunidas en Madrid, habían firmado el llamado Manifiesto de los persas; se trataba de un claro alegato contra las ideas liberales contenidas en la Constitución de Cádiz, y un no menos claro apoyo a las tesis más conservadoras y reaccionarias, en el que se apostaba por una vuelta a la situación del Antiguo Régimen político.

El cardenal de Borbón le entregó al rey un ejemplar de la Constitución de Cádiz; el monarca cogió el libro con enorme desdén, lo miró como si se tratara de un excremento y lo arrojó con deprecio al suelo. Estaba claro que en Valencia todo se había preparado para acabar con los liberales. Unos exaltados, convenientemente alentados por militares conservadores y clérigos visionarios, destrozaron a golpes de mazo al paso de la comitiva real una lápida que conmemoraba la aprobación de la Constitución de 1812. Al ver a aquellos tipos destruyendo la lápida, Faria envió a cuatro de sus hombres para reprimir semejante acto de salvajismo, pero Palafox le dio la orden de que no interviniera.

—Están causando un desorden público y han mancillado un símbolo nacional —alegó Faria.

—Es una orden del rey —replicó el general—; no quiere provocar a su súbditos.

Francisco se mordió los labios y ordenó a los cuatro soldados que regresaran a la formación y olvidaran el asunto.

La comitiva real se dirigió directamente a la catedral. En la puerta esperaba el cabildo, con su obispo a la cabeza. La carroza de Fernando VII se detuvo ante la portada principal y el rey descendió ceremoniosamente, pero, con la zafiedad que le caracterizaba, se acercó al obispo y le besó el anillo mientras uno de los canónigos lanzaba al aire primaveral de Valencia efluvios de incienso que ardían en un incensario de plata y otro hisopaba con agua bendita a toda la comitiva.

El obispo saludó al rey y lo primero que le pidió fue que restableciera el Santo Oficio de la Inquisición, que las Cortes de Cádiz habían abolido. El rey le prometió que lo tomaría en consideración. Enseguida entraron en el templo y se celebró un Te Deum, durante el cual el obispo volvió a insistir, ahora en un sermón dirigido a todos los asistentes, que el restablecimiento de la Inquisición era necesario para devolver a la nación la defensa de la moralidad, de los valores de la tradición y de la religión, que algunos pretendían que desaparecieran.

A última hora de la tarde se celebró una cena en honor del rey; al final de la misma, el general Elío, capitán general de Valencia, invitó a Fernando VII a imponer la monarquía absoluta y a derogar la Constitución, como la mejor manera de devolver la grandeza a España. La mayoría de los asistentes estallaron en grandes aplausos, vítores y juramentos al rey y a la monarquía, y se oyeron insultos contra los liberales y contra la Constitución.

Unos oficiales cantaron a coro con varios canónigos, bien servidos de viandas y vino, la siguiente copla:

Cantad, cantad, españoles y todos a una voz digan: Fernando reina y también la Inquisición.

Faria no pudo más; se levantó de su silla y se dirigió a Palafox.

—Con su permiso, mi general —le dijo casi al oído.

Palafox, que estaba sentado al lado del deán de la catedral, se volvió hacia Francisco.

—¿Algún problema, coronel?

—No, señor. Sólo quería pedirle permiso para retirarme de la cena.

—Lo siento, pero, salvo que se encuentre enfermo, debe continuar aquí hasta que acabe la cena o hasta que se levante el rey.

—Me encuentro indispuesto, señor.

Palafox observó a Faria y observó su rostro descompuesto y su rictus de indignación.

—Sí, tiene usted muy mala cara. De acuerdo, puede retirarse, pero mañana preséntese a primera hora, quiero desayunar con usted.

—A sus órdenes…, y gracias, mi general.

Faria se limitó a saludar marcialmente a Palafox y se retiró amargado e indignado, con una enorme sensación de impotencia.

* * *

A la mañana siguiente, Faria se presentó ante Palafox.

El general estaba serio y tenía en sus manos unos pliegos de papel impreso.

—Siéntese, Francisco. He pedido que nos sirvan huevos, arroz con pollo y requesón con miel y canela. ¿Le apetece?

—Sí, general, ayer no cené casi nada; se me revolvió pronto el estómago.

—Sí, sí, ya vi su aspecto de indisposición —ironizó Palafox—. Tenga —le alargó los pliegos.

Faria ojeó el Manifiesto de los persas, donde se criticaba todo lo aprobado en Cádiz y se postulaba una vuelta al Antiguo Régimen absolutista. Faria leyó en voz alta:

—«La monarquía absoluta es obra de la razón y de la inteligencia, está subordinada a la ley divina, a la justicia y a las leyes fundamentales del Estado… Así que el soberano absoluto no tiene facultad de usar sin razón de su autoridad, derecho que no quiso tener el mismo Dios». ¿Está usted de acuerdo con esto? —le preguntó el coronel.

—No —contestó Palafox.

—¿Piensa hacer algo?

—No corren buenos tiempos para la libertad, Francisco. Acabamos de enterarnos de la abdicación de Napoleón; va a ser enviado a una isla en medio del mar Tirreno y uno de los Borbones, el cuarto hijo de Luis XV y hermano de Luis XVI, será proclamado rey de Francia con el nombre de Luis XVIII.

—El último en reinar, antes de que le cortaran la cabeza, fue Luis XVI; si no me equivoco, se han saltado un ordinal.

—Lo hacen a propósito. Esto es obra de Tayllerand, seguro. Se trata de aparentar que entre la decapitación de Luis XVI en 1793 y la restauración de Luis XVIII en 1814 reinó Luis XVII, el hijo de Luis XVI, que murió en prisión con diez años de edad. Todo esto es pura ficción para alterar la historia.

—Y aquí van a hacer lo mismo: obviar que los diputados aprobaron en Cádiz una constitución.

—Es probable. El rey ha decidido permanecer en Valencia un par de semanas al menos. Esta tarde despacharé con él, aunque le adelanto que tiene intención de derogar la Constitución.

—Eso es traición. Puede arrestarme si lo estima justo, mi general, aunque Fernando VII es un rey felón.

Palafox, en esta ocasión, calló.

Como estaba previsto por los acuerdos entre los aliados y el poderoso ministro Tayllerand, que se había convertido en el muñidor de toda la política francesa, a fines de abril, el borbón Luis XVIII fue proclamado rey de Francia y sólo un día después Napoleón embarcó, custodiado por un puñado de soldados, rumbo a la isla del Tirreno, donde recibió el pomposo y grotesco título de «emperador y soberano de la isla de Elba».

En los primeros días de mayo, Luis XVIII recibió en Saint-Denis, siguiendo las costumbres de los monarcas franceses, las llaves de París y la corona de Francia; a Wellington le fue concedido el título de duque por el gobierno de Londres y entró triunfante en París revistando a las tropas, y Fernando VII promulgó en Valencia un decreto por el cual se declaraba nula la Constitución de Cádiz, invalidadas las Cortes allí celebradas, anuladas todas las reformas liberales en ellas aprobadas y reinstaurada la censura de prensa y de teatro.

—Tiene usted mala cara, mi coronel —le dijo el sargento Morales.

—Esa banda… Han dilapidado las joyas de la corona de España en sus juergas en Francia e Italia, han infamado el nombre de esta nación, han humillado a sus muertos y han denigrado el título real de esta monarquía; mancillan cuanto tocan, corrompen el aire que respiran y llenan de podredumbre este país.

—Cálmese, coronel, o tendrá problemas. Un capitán de la guardia real nos ha comunicado a los suboficiales más veteranos que denunciemos a todos los oficiales que hablen a favor de la Constitución y en contra del rey. Ha asegurado que era una orden directa de don Fernando.

—¿Eso le han dicho?

—Me lo han ordenado.

El 5 de mayo, Fernando VII salió de Valencia, por fin con destino a Madrid, escoltado por una nutrida comitiva en la que había un numeroso contingente de tropas encabezadas por el capitán general Elío y el general inglés Wittingham. Dos días antes, varios agentes habían partido a toda prisa para aleccionar a los madrileños con consignas en contra de la Constitución.

—Mírelos, sólo falta Torquemada en medio de esos dos —le dijo Faria a Morales a la vista de los dos generales, conocidos reaccionarios.

—¿Torquemada, coronel?

—Fue inquisidor general en tiempos de los Reyes Católicos; dice la historia que llevó a la hoguera a centenares de personas alegando la defensa de la religión. En realidad, no era sino un cruel «carnicero».

* * *

Conforme avanzaban hacia Madrid, la gente de los pueblos a lo largo del camino se mostraba eufórica por la presencia del rey y a la vez airada con la Constitución, que seguramente muchos ni conocían.

«Los agentes del Felón han hecho bien su trabajo», pensó Faria a la vista de las lápidas rotas que en su día conmemoraran la aprobación de la Constitución y que ahora se arrojaban al borde del camino para que la comitiva real las viera destruidas y vejadas.

La entrada en Madrid todavía se demoró unos días, pues Fernando VII quiso pasar antes por Aranjuez, la ciudad donde hacía años había estallado el motín que supuso la renuncia de su padre y su ascensión al trono de España. Día a día, conforme se iban acercando a Madrid, la multitud que se apiñaba a los lados del camino de la comitiva deliraba, gritaba y se contorsionaba en una marea de adhesiones tempestuosas, convenientemente agitadas por los agentes del Borbón.

La llegada a la capital se preparó con una estudiada escenografía; poco antes de entrar por la puerta de Atocha, Fernando VII bajó de su cómoda carroza y se subió a un caballo blanco, como hiciera en ocasión similar en el mes de marzo de 1808, también entrando en Madrid por el camino de Aranjuez. Se trataba de rememorar aquella escena en la que años atrás el rey había entrado triunfante en la capital, con los madrileños aclamando a quien había calumniado a su madre y conspirado contra su padre.

Era el 13 de mayo de 1814. El rey Deseado parecía un pavo real, ufano y altivo, montado sobre un corcel blanco, el más blanco que se pudo encontrar en media España en aquellos días.

A la puerta de Madrid, el pueblo lo esperaba protestando contra la Constitución. De nuevo habían roto las lápidas recién labradas, derribado las estatuas y destruido los cuadros y estandartes, que a toda prisa se habían pintado y tejido en los últimos meses para festejar lo aprobado en Cádiz.

«¡Vivan las cadenas!», era el grito que más se oía entre los madrileños, un grito bien diferente al que estallara el 2 de mayo de 1808, cuando algunos cientos de gargantas se lanzaron a las calles de la capital para defender la independencia y la dignidad de la nación, y además la corona y el trono de un monarca que no los merecía.

En cuanto tomó posesión del Palacio Real, Fernando VII ratificó todas las decisiones dictadas en Valencia, y ordenó la represión de los liberales. Se encarceló a los regentes, el cardenal de Borbón fue enviado a Toledo en una especie de exilio interior, se condenó a prisión sin juicio a varios ministros del Gobierno y a veinticuatro diputados que se habían destacado en defensa de la libertad y de la Constitución.

Joaquín Pérez, el presidente entonces de las Cortes, se rindió ante las amenazas del rey, y fueron muchos los que aprovecharon la confusión de los primeros días de estancia de don Fernando en Madrid para huir de la capital, escapando así de la cárcel.

Faria dudaba; algunos de sus amigos se habían exiliado y otros estaban presos y sometidos a un trato injusto y degradante. Los conservadores habían elaborado una serie de listados con varios miles de personas que iban a ser encarceladas en castillos y prisiones o enviados a los terribles presidios del norte de África.

Ya en Madrid, se dirigió a su casa, que seguía atendida fielmente por el matrimonio de criados. Durante varios días, y aprovechando un permiso concedido por Palafox, que había sido confirmado como capitán general de Aragón, a falta de otro destino y al carecer de una función concreta, se dedicó a poner sus asuntos en orden. Pudo recuperar la mitad de los fondos que su administrador de Castuera le había ido ingresando en su cuenta del Banco de San Carlos, y desenterró la caja con monedas de oro y plata que había escondido en la bodega y que seguía allí sin que, milagrosamente, nadie la hubiera descubierto, y pudo enviar a Ricardo Marín a Zaragoza el nuevo dinero con el que quería recompensar a los Galindo en Ansó y en Huesca, para que se lo hiciera llegar a ambos.

El recuerdo de Cayetana le seguía atormentando, hasta que un día le llegó a casa una nota de Teresa de Prada, su antigua amante; le decía que se encontraba muy enferma y que quería verlo. Al principio dudó, pero al fin decidió visitarla. Y en verdad, estaba enferma. Teresa, la condesa de Prada, era todavía joven, pero parecía una anciana. Se cubría el rostro con un paño de tul, sin duda para evitar mostrar su enorme deterioro. Aquella mujer, otrora hermosa y sensual como pocas, tenía el rostro arrugado y tumefacto, y las entrañas podridas por la sífilis.

Apenas hablaron. Teresa le dijo que había contraído «el mal francés» y que se estaba muriendo, pero que no quería hacerlo sin despedirse de su antiguo amante. Faria se quedó mudo; parecía imposible que la joven que había conocido pocos años atrás se hubiera convertido en tan poco tiempo en una enferma terminal. Imaginó que aquella mujer podría haber sido su esposa y se despidió de ella sabiendo que apenas le quedaban unos días de vida.

Tras las condenas y las persecuciones, Fernando VII condecoró discrecionalmente a quienes le interesaba para robustecer su propia imagen. Así, ratificó a la artillera Agustina Zaragoza, la joven que defendiera la plaza del Portillo de Zaragoza durante el primero de los sitios de esa ciudad y que luego participara en otras batallas, como en la de Vitoria, en el empleo de subteniente del ejército español, y la recibió con honores en Madrid a finales de agosto.

Los inquisidores del recién restaurado Tribunal del Santo Oficio se aprestaron a imponer sus criterios morales y religiosos a todo el mundo. La censura se extendió deprisa a todas las artes y el maestro Goya fue acusado por la Inquisición de haber pintado un cuadro en el que se representaba a una mujer completamente desnuda vista de frente; algunos decían que era la duquesa de Alba, la figura femenina plasmada en ese cuadro.

Pero pese a esa acusación y a que había recibido honores de José Bonaparte, Francisco de Goya fue ratificado como pintor de cámara de la corte. En aquellos días, el genial sordo estaba ultimando un gran lienzo sobre los fusilamientos ocurridos en Madrid el 3 de mayo de 1808; presentaba una escena en la que los madrileños, horrorizados ante los fusileros franceses, eran masacrados en la montaña del príncipe Pío. Cuando tuvieron lugar aquellos acontecimientos, seis años atrás, el mismo rey que los madrileños habían recibido con aclamaciones y euforia desbordada hacía unos días, no cesaba de firmar órdenes de detención y presidio para miles de españoles, muchos de los cuales habían derramado su sangre por él.

La lista de represaliados liberales y afrancesados era interminable y día a día se añadían nuevos nombres. Durante el verano de 1814, la Constitución de Cádiz había quedado en nada y el absolutismo impulsado por Fernando VII y su camarilla de clérigos aduladores y generales ambiciosos se había impuesto en toda España.

Entre los acusados se encontraba Leandro Fernández de Moratín, el escritor y amigo de Faria, la llave de cuya casa de Madrid le había entregado para custodiarla. Fue en vano, pues la casa y otras de sus propiedades fueron incautadas por el Gobierno. Moratín había estado refugiado en Peñíscola, uno de los últimos reductos de los franceses en España, pero había sido al fin apresado y encerrado en una cárcel de Valencia, acusado de traición por haber colaborado con los franceses.

Palafox se presentó en casa de Faria poco antes de medianoche de un día de principios de septiembre. El general sólo llevaba una escolta de dos soldados, que se quedaron a la espera a la puerta de la casa.

—Mi general, no esperaba esta visita, y menos a estas horas. ¿Ha cenado ya? Puedo invitarlo; yo ya lo he hecho, pero todavía debe de estar caliente la sopa.

—Gracias, pero ya he cenado.

—¿A qué debo el honor de su visita?

—Lamento molestarle a estas horas, pero me he enterado hace muy poco. Tiene que marcharse inmediatamente, Francisco. Mañana se dictará una orden de detención contra usted.

—¿Contra mí?; ¿de qué se me acusa?

—De traición al rey y de conspiración para derrocar a su majestad del trono.

—Usted sabe que eso no es cierto. No soporto a ese Borbón, pero jamás he conspirado para despojarlo del trono. Lo único que he hecho hasta ahora ha sido luchar en su favor. Me he batido en Trafalgar, en Zaragoza, en Badajoz, en Vitoria, me he arrastrado por los montes de media España con los guerrilleros y he derramado sangre y sudor por ese…

—Lo sé, Francisco, lo sé. Compartí con usted el honor de combatir en Zaragoza, y nadie mejor que yo conoce su valor y su determinación; pero una cosa es la guerra y otra bien distinta, peor incluso si cabe, la política.

—¿Sabe quién me ha denunciado?

—No, lo ignoro. La mayoría de las denuncias que llegan a Palacio son anónimas, o al menos eso dicen quienes las reciben. Hágame caso, no pierda tiempo, recoja lo que pueda y márchese ahora mismo.

—En una ocasión oí comentar que la madre de la fallecida esposa de Fernando VII lo describió como «un hombre de horrible aspecto, con una voz que da miedo y tonto de remate». Sólo le faltó decir una cosa: es también mala persona.

—Vamos, si se marcha ahora tendrá dos o tres días de ventaja; yo me encargaré de retrasar al máximo la ejecución de la orden de arresto, tal vez pueda llegar a la frontera y escapar a tiempo. Llévese todo el dinero que pueda, lo necesitará. Y aquí tiene un pasaporte, es necesario para alejarse más allá de veinticinco leguas del lugar de residencia. Si se lo piden, muéstrelo, le dejarán seguir sin problemas, si es que antes no ha llegado su orden de arresto, claro.

—Una pregunta, general, ¿sabe si está en las listas Ricardo Marín?

—¿El posadero de Zaragoza?

—El mismo.

—Me temo que sí.

—General, muchas gracias. Fue un honor combatir a sus órdenes.

—O una locura, quién sabe.

Faria se despidió de sus dos criados, les dio una buena cantidad de dinero y les dijo que se quedaran en casa «hasta que vengan a echarlos». Los criados no lo entendieron, pero Faria les explicó que en tres o cuatro días alguien, por orden del Gobierno, vendría a incautarse del inmueble, y que lo más probable era que se quedaran sin trabajo. Les aconsejó que, en ese caso, no ofrecieran la menor resistencia y que si les preguntaban por él contestaran que se había marchado al extranjero.

Ni siquiera tuvo tiempo de despedirse del sargento Morales. Estaba seguro de que su ayudante no tendría ningún problema, pues jamás nadie le había oído la menor queja o la mínima crítica a Fernando VII; todo lo contrario: en su larga vida castrense, Isidro Morales se había comportado como un soldado modélico y su hoja de servicio estaba inmaculadamente limpia. Tampoco le dejó ninguna nota de despedida, pues podría comprometerlo en caso de caer en manos de algún agente del rey.

A medianoche, cargado con un par de bolsas de monedas, un saco con un poco de ropa y una bolsa con comida, Faria salió de Madrid con su caballo, camino de Zaragoza. En la puerta de Alcalá, los soldados que la custodiaban le dieron el alto, pero lo dejaron pasar al comprobar que se trataba de un coronel de la guardia de corps y que tenía su pasaporte en regla.