LA ruta que habían diseñado las Cortes españolas no pasaba por Barcelona. En esa ciudad todavía se recordaba el asalto que justo cien años antes realizara el ejército de Felipe V, el primer rey Borbón de España y bisabuelo de Fernando VII, de manera que se optó por que el rey se trasladara por el interior de Cataluña, desde Gerona hasta Reus y Tarragona, y de allí a Lérida.
España esperaba al «Deseado». Agentes reales, bien aleccionados por los partidarios de Fernando VII, se habían encargado de preparar en cada uno de los pueblos y de las ciudades un recibimiento apoteósico. Al llegar a Tarragona, Faria se dio cuenta de que los gritos y proclamas de los más eufóricos con la visita real, evidentemente pagados, nunca mencionaban la Constitución. Se aclamaba al rey, a la patria y a la religión, pero nunca a la Constitución que se había aprobado en Cádiz y que había dotado de legitimidad al reinado de Fernando VII.
El general Palafox acudió desde Madrid al encuentro de Fernando VII; se reunieron en Reus, donde el rey ratificó el nombramiento de capitán general que el pueblo de Zaragoza y su Junta de Defensa otorgaran a Palafox a mediados de 1808.
Faria saludó a su superior, al que encontró mejorado, y enseguida se dio cuenta por su expresión de que no le gustaba nada la actitud del rey.
—Todo esto está preparado —confesó Faria a Morales.
—Claro, coronel, el pueblo desea ver y aclamar a su rey; hace tiempo que lo espera.
—No; me refiero a que detrás de esta caravana se esconde una clara intención de presentar a Fernando VII no como el rey constitucional sino como soberano absoluto.
Estaba en lo cierto; en todas las ciudades se repetía la misma cantinela: entusiastas pero repetitivas vivas al rey y ni una sola mención a la Constitución.
En el monasterio de Poblet, mientras Fernando VII visitaba el panteón de los reyes medievales de la Corona de Aragón, Faria sugirió a San Carlos que sería conveniente que en alguno de los discursos que pronunciaba el rey en las ciudades donde era recibido hiciera alguna referencia a la Constitución, pero San Carlos se limitó a decirle que ya habría tiempo para ello.
La gente parecía encantada con la presencia del rey y recitaba coplas y entonaba canciones con letrillas creadas en su honor; sorprendentemente, las mismas letras de las coplas se repetían una y otra vez en todas las ciudades, hasta el punto que Faria, de tanto oírlas, se las sabía de memoria; especialmente una que decía:
Rebose, españoles,
rebose el placer,
que viene Fernando
nuestra dicha a hacer.
* * *
El día 31 de marzo de 1814, los aliados entraron en París. Napoleón se había retirado a Fontainebleau, desde donde había decidido continuar combatiendo pese a la evidencia de la inevitable derrota. El ejército vencedor lo encabezaban el zar Alejandro de Rusia y el rey Federico Guillermo de Prusia; el emperador Francisco José de Austria estaba representado por el príncipe Schwarzenberg.
El Senado francés se lavó las manos y depuso inmediatamente a Napoleón, y Tayllerand, el traidor al servicio de Metternich, fue nombrado jefe del Gobierno provisional de Francia.
Los aliados aguardaron durante tres días; los mariscales de Napoleón habían pedido ese tiempo para convencer al emperador de que toda resistencia era inútil. Al fin, Bonaparte aceptó los hechos, abdicó en su hijo y renunció al trono imperial de Francia.
Wellington derrotó a Suchet en Toulouse y las últimas tropas francesas abandonaron España; la guerra total había terminado.
El 13 de abril, Napoleón Bonaparte intentó suicidarse con un veneno, mezcla de opio, belladona y helíboro blanco disueltos en agua, pero bebió tal dosis que lo vomitó antes de que le hiciera efecto. Enseguida fue conducido a la isla de Elba, en el mar Tirreno, donde debía quedar exiliado. El sueño imperial había acabado…, o al menos eso parecía entonces.
La comitiva real de Fernando VII dejó atrás Cataluña y entró en Aragón por las tierras de Fraga; atravesó los Monegros y el 6 de abril llegó a Zaragoza, la ciudad que se había convertido con su martirio en el símbolo de la resistencia de los españoles ante la invasión de los gabachos.
Las autoridades de la ciudad, en la que seguían patentes los enormes destrozos causados por los asedios franceses de 1808 y 1809, recibieron al rey con música y disparos de salvas de artillería.
Faria aprovechó la estancia en la ciudad para ir a visitar a Ricardo Marín, su viejo amigo, que seguía regentando la mejor posada de Zaragoza.
—¡Cuánto tiempo, Francisco, y qué alegría encontrarte sano y salvo! —dijo Ricardo.
—Gracias a ti, amigo, gracias a ti.
—¿Y Cayetana?
El semblante de Faria mudó de rictus.
—Ha muerto.
—¿Cómo ha sido?
—Murió en Sevilla… enferma —mintió Faria. No quiso contarle la verdad: la violación y el asesinato de su amada por los soldados franceses.
Y tampoco hizo falta, pues Ricardo Marín lo entendió con sólo mirar a los ojos a su amigo Francisco. Y tampoco le dijo que años atrás Cayetana había sido violada durante el segundo asedio. Y tampoco hicieron falta más palabras para que cada uno de los dos entendiera el amargo dolor del otro.
—Lo siento de verdad, amigo. Era una muchacha, una mujer, extraordinaria. Debes de añorarla mucho.
—No pasa un día sin que su recuerdo regrese a mi cabeza, una y otra vez, una y otra vez; es como un tormento interior que se repite todos los días, y que ahora, en la paz, es peor que durante la guerra. Al menos, en las batallas no tenía tiempo para pensar en ella.
»Pero cuéntame, ¿cómo habéis vivido aquí bajo el dominio francés?
—La gente de esta ciudad, como ya te dije, sólo quería paz. Había habido demasiados muertos, demasiado sufrimiento durante los dos sitios, pero me temo que ahora habrá más muertes. Los que colaboraron con los franceses durante la ocupación han sido perseguidos y encarcelados; me temo que muchos acabarán en la horca.
—Ojalá se detenga alguna vez esta catarata de sangre.
—Eso espero.
—Quiero pedirte un favor. Mañana partimos para Teruel y Valencia, y no tengo tiempo para hacerlo yo mismo, debo escoltar al rey.
—Teruel y Valencia no están en el camino hacia Madrid —dijo Marín.
—No vamos por el camino más corto, sino por el que han diseñado las Cortes, y ése pasa por Valencia. Pero el favor que te pido es que entregues una cierta cantidad de dinero a los dos aragoneses que me ayudaron a llegar a Zaragoza. Se trata de dos parientes; uno es ganadero en el valle de Ansó, en la aldea de Zuriza, se llama Antonio Galindo, y el otro vive en Huesca, tiene una tienda y es comerciante en cueros y paños, su nombre es Manuel Galindo. ¿Podrás hacerlo?
—Ya les pagué lo que indicaste hace tiempo.
—Ya lo sé, pero quiero que reciban otra cantidad adicional, lo merecen.
—Lo haré, claro que lo haré.
—Te enviaré el dinero desde Madrid.
—Descuida.
—¿Sabes?, te confieso que no me gusta nada lo que está pasando —se sinceró Faria.
—¿A qué te refieres?
—A que el rey no sólo no ha jurado la Constitución, sino que ni siquiera la ha citado una sola vez en los días que llevamos en España.
—¿Temes que trame algo?
—Sí. Los diputados aprobaron la Constitución cercados en Cádiz y bajo las bombas francesas, pero las Juntas de Defensa están controladas por generales que no aceptan los nuevos principios constitucionales, y la mayoría del clero y de los terratenientes, y ya conoces cuán influyentes son, tampoco.
—Pero las Cortes representan la soberanía de la nación —asentó Ricardo.
—Sí, y han declarado solemnemente que el rey debe jurarla, pero no lo hace.
—Y Palafox, ¿sabes qué piensa?
—Se encuentra atrapado entre dos lealtades. Es fiel a la Constitución, que, cuando la ha conocido, le ha parecido beneficiosa y justa, esas palabras fueron las que me dijo después de leerla, pero también es fiel al rey, siempre lo ha sido, y creo que no lo abandonará nunca.
—Generales, terratenientes…, pero los peores son los clérigos. No sé si te dije que, cuando viví en París, eran los obispos quienes más frecuentaban los burdeles y los que se gastaban las mayores fortunas fornicando con las mejores y más caras putas de la ciudad. ¡Hipócritas!, pero si ni siquiera creían en Dios. ¿Y tú, qué vas a hacer?
—Si las cosas se ponen difíciles…, en ese caso tal vez me vaya a Francia. Sería una paradoja, ¿eh?, media vida luchando contra los franceses para acabar desterrado precisamente en París.
—Si te marchas, avísame; conozco bien París.
—Gracias, amigo, espero volver a verte algún día.
—Cuídate mucho. Ya sabes que no soy un devoto creyente, pero rezaré una oración por Cayetana.
Los dos amigos se abrazaron un buen rato y al fin se despidieron; tal vez nunca más volvieran a verse.
* * *
La comitiva real salió de Zaragoza hacia Valencia por el camino de Daroca y Teruel. En Daroca, donde unas semanas antes varios generales se habían reunido para organizar un levantamiento militar que al final no se produjo, asistieron a una corrida de toros y en Teruel fueron agasajados con fuegos artificiales. Por todos los pueblos por los que pasaban, la gente se echaba a los caminos a vitorear al rey, quien se limitaba a sacar de vez en cuando el brazo por la ventanilla de la carroza y moverlo cansino como si estuviera realizando una bendición apostólica.
En los lugares donde pernoctaba y se veía obligado a pronunciar algunas palabras, su voz aflautada y su carácter apático y aspecto indolente no lo hacían precisamente agradable. Pero la gente que había sufrido tantos años de guerra no parecía concederle importancia a esos detalles y esperaba que aquel monarca les aportara años de paz y de progreso. Evidentemente, no conocían la calaña de semejante individuo.
Día a día, el desprecio que Faria sentía hacia Fernando VII era mayor. No soportaba su altivez impostada, su orgullo bufo y su arrogancia de gañán. El rey Deseado despreciaba a sus súbditos, ni siquiera era capaz de detenerse a saludar a soldados mutilados en la guerra que habían luchado por defender sus derechos dinásticos. Sólo le gustaba rodearse de clérigos aduladores y rancios, de generales soberbios dispuestos a pisotear la Constitución en cuanto se les presentara la primera oportunidad y de damas superficiales y mochas, que reían cualquier gracia del rey, aunque careciera por completo del mínimo sentido del humor.
Se creía tan superior a cualquier otra persona que cuando jugaba a las cartas o al billar, sus oponentes se dejaban ganar, haciendo jugadas absurdas a los naipes o preparándole sobre el tapete del billar unas carambolas tan sencillas que no las hubiera fallado ni un niño de pecho.
Antes de salir de Teruel, Palafox y Faria desayunaron juntos. El defensor de Zaragoza estaba callado. Sobre la mesa tenía un plato con huevos y jamón que ni siquiera había tocado; se limitaba a darles vueltas con el tenedor, con la mirada perdida.
—¿Se encuentra bien, general? —le preguntó Faria.
—Sí, claro, claro.
—Parecía distraído.
—Estaba pensando.
—No ha merecido la pena, ¿verdad?
—¿A qué se refiere, coronel?
—A la guerra, a esta maldita guerra.
—Hemos vencido, España vuelve a ser una nación libre. —Independiente, querrá usted decir, general.
—Libre e independiente es lo mismo.
—No lo crea, señor.
—Tenemos una Constitución, un rey legítimo una victoria, ¿no cree que es suficiente?
—Con todo respeto, mi general, y permítame la pregunta: ¿usted confía en Fernando VII?
—Siempre lo he apoyado. Lo hice cuando comprendí que su padre no reunía las virtudes necesarias para ser rey de España, lo seguí haciendo en la guerra, y lo continúo apoyando ahora. España necesita un tiempo de calma y de paz, y un rey que estabilice la nación.
—Pues me temo que ese rey no es Fernando VII.
—Francisco, le recuerdo que sigue siendo coronel de la guardia de corps del ejército español. Podría arrestarlo por lo que ha dicho y someterlo a un consejo de guerra.
—Lo sé, general, pero también sé que usted piensa lo mismo que yo.
—Lo que usted o yo pensemos no importa. Somos soldados y debemos obediencia al rey.
—Perdone, mi general, pero desde 1812 debemos obediencia sobre todo a la Constitución, porque sobre ella se cimienta nuestra legalidad como país y la propia legitimidad de Fernando VII, que sigue sin jurarla, por cierto.
—Yo creo en esa constitución, Francisco, pero no podemos obviar que mucha gente de este pueblo ha muerto por defender la corona de don Fernando.
—No la merece. Ese… —Faria omitió el calificativo que había pensado— ha escrito a Napoleón varias cartas felicitándole por las victorias de sus ejércitos en España. ¿Lo sabía, mi general? ¿Cómo calificaría a quien adopta esa actitud? Entre la nobleza de antaño, una conducta semejante se definía como felonía.
—Basta ya, coronel, o me veré obligado a arrestarlo. No vuelva a hablar así de su rey.
Faria calló, pero jamás le perdonaría a Palafox que defendiera de ese modo a Fernando VII.