LAS calles de San Sebastián comenzaban a recuperar el aspecto anterior al asalto aliado, pero todavía se tardaría algún tiempo, varios años, en reconstruir todos los edificios derribados.
A principios de diciembre de 1813 Faria seguía al frente de un grupo de zapadores del ejército trabajando en San Sebastián cuando recibió una orden sorprendente.
Napoleón le había pedido a su hermano José, que seguía proclamándose rey legítimo de España, que renunciara al trono y que lo entregara a los Borbones. El emperador, desesperado por sus derrotas, consideraba que ésa era la mejor manera de contener a los ingleses, a los que pretendía detener por todos los medios, pues temía contemplar la entrada de un ejército británico en París, como ya ocurriera en alguna ocasión en la Edad Media.
Cuando se entrevistó con su hermano los primeros días de diciembre, José se mostró remiso a aprobar semejante claudicación. Todavía consideraba que era capaz de gobernar España y hacer felices a los españoles, pero Napoleón consiguió convencerlo al fin. José Bonaparte renunció al trono a cambio de ser nombrado teniente general de los ejércitos imperiales y responsable de la defensa de París.
Todo eso se lo explicaba a Faria el ministro de la Guerra de España en una larga carta en la cual le ordenaba que se dirigiera a Valençay, el castillo-palacio donde estaba exiliado Fernando VII, para preparar su regreso a España. Con la carta y la orden venía un salvoconducto imperial para cruzar Francia desde los Pirineos hasta Valençay.
—Isidro, salimos para Francia —le avisó Faria a su ayudante.
—Wellington ha decidido acabar la faena, al fin —supuso Morales.
—No, al menos por el momento. Vamos a buscar al rey.
—¿A José Bonaparte?
—No, no, a Fernando VII. Por lo que parece, va a ser liberado y formaremos parte de su escolta.
El sargento abrió los ojos, asombrado.
—¿Cómo dice, señor?
—Lo que ha oído, Isidro; don Fernando regresa a España, y somos los encargados de devolverlo en buen estado. Vuelve a ser rey.
—Nunca dejó de serlo, mi coronel.
Ante aquella afirmación de su ayudante, Faria calló. El coronel de la guardia de corps sabía bien, porque lo conocía y lo había visto actuar, y porque estuvo a su lado en la entrevista de Bayona en 1808, que Fernando no tenía ni agallas ni altura política ni valía personal para ser rey de España.
* * *
Cuando Faria y Morales llegaron a Valençay, Napoleón y Fernando VII acababan de firmar un tratado; dos días antes, el 11 de diciembre, Napoleón Bonaparte, que había recibido de su hermano José los derechos al trono del reino de España, los devolvía a Fernando VII, le permitía regresar como rey y ambos acordaban que las tropas francesas que aún permanecían en España se retirarían enseguida. Se retornaba así a la situación anterior a abril de 1808, como si todos los pasados años de guerras, muertes y sufrimientos no hubieran existido.
Durante su estancia en Valençay desde mediados de 1808, el heredero de Carlos IV se había dedicado a jugar al billar y a los naipes con su tío Antonio y su hermano Carlos, a galantear con las damas y a leer algunos libros en su palacio. En esos cinco años y medio, la situación de España y de los españoles le había preocupado muy poco. Napoleón todavía conservaba las cartas de felicitación que el heredero de los Borbones le enviara después de cada una de las victorias del emperador, incluidas las que habían conseguido sus ejércitos en España. Algunas de ellas se habían publicado en revistas francesas.
El coronel se dirigió hacia el palacio donde vivía Fernando VII.
—Majestad; soy Francisco de…
—Sí, sí, el conde de Castuera, me acuerdo bien de usted. Imagino que lo envía el Gobierno.
—He sido comisionado por el Gobierno constitucional para preparar el regreso de su majestad a España; he venido con mi ayudante.
—¿Ustedes dos solos? —se extrañó Fernando VII.
—Sí, majestad. Creí que habría aquí, con vos, algunos otros soldados.
—Si no vienen con usted, aquí no hay nadie más.
—¿Entonces…?
—Vaya a buscar a Palafox a Vincennes, pues va a ser puesto en libertad de inmediato; acompáñelo a España y luego regrese aquí con una escolta en condiciones. Dígale al Gobierno que no pienso regresar a España hasta que no se garantice mi seguridad.
* * *
Faria y Morales se dirigieron a Vincennes y allí les fue entregado Palafox el 17 de diciembre. El capitán general que defendiera Zaragoza hasta la extenuación estaba débil, muy delgado, bastante sordo y con la salud muy delicada.
—A sus órdenes, mi general —lo saludó.
—¿Coronel Faria? —preguntó Palafox—; ¿es usted?
—Sí, mi general, soy yo, y mi ayudante el sargento Morales. Me alegro mucho de su liberación.
—Le ruego que alce la voz, apenas oigo. ¿Qué ha ocurrido?
—¿Cómo dice, señor?
—Que qué ha pasado durante estos cinco años.
—¿No sabe nada, mi general?
—Me han mantenido incomunicado. Lo único que me decían es que Napoleón vencía en toda Europa y que España era ya parte del Imperio.
—Pues le mentían, señor. Hemos resistido cinco años de guerra, y al fin parece que hemos triunfado. Pero si no le importa, le informaré más adelante. Tengo órdenes del rey de llevarlo a España.
—¿El rey, quién es ahora el rey?
—Don Fernando VII; Napoleón ha obligado a su hermano José a abdicar y le ha devuelto la corona a don Fernando.
—¿Y don Carlos?
—¿Carlos IV?
—Sí, claro.
—Se queda en el exilio, señor. Las Cortes de Cádiz han decidido que sea don Fernando el rey legítimo de España.
—¿Qué es eso de las «Cortes de Cádiz»? —preguntó extrañado Palafox.
—Una larga historia, mi general, una larga historia.
* * *
A principios de enero de 1814, Faria, Morales y Palafox llegaron a la Península. Dada la delicada salud del general, lo crudo del invierno y que España y Francia todavía estaban formalmente en guerra, tardaron dos semanas en alcanzar la frontera en Cataluña. Atravesaron los Pirineos nevados, pasaron dos días en Vic y continuaron viaje por Lérida y Zaragoza, donde no encontraron a Ricardo Marín porque aquellos días había salido de viaje, hasta llegar a Madrid; con ellos viajaba el duque de San Carlos.
El ambiente político que se respiraba en Madrid era muy tenso. Eran muchos los que creían que la aplicación de la Constitución de Cádiz constituía la mejor receta para sacar al país de la crisis, pero los que habían conocido a Fernando VII se inclinaban a favor de la proclamación de una república al estilo de la francesa. Y también había conservadores dispuestos a imponer de nuevo el Antiguo Régimen, en particular algunos clérigos que intrigaban en contra del Gobierno provisional y clamaban por la derogación de la Constitución.
Palafox dudaba, pero el duque de San Carlos tenía claro que Fernando VII debía regresar cuanto antes a España, so peligro de perder el trono.
—Es preciso que don Fernando vuelva a España —comentó San Carlos en presencia de Palafox y Faria—, o estallarán las revueltas y los revolucionarios se harán con el poder.
—Los españoles están molestos, muy molestos con el rey; tal vez sería mejor aguardar un tiempo hasta que los ánimos se calmen. Las Cortes de Cádiz ya proclamaron rey a don Fernando; ahora no hay nada que temer. La corona está segura.
—El rey me indicó que quería regresar a España, pero no parecía que estuviera dispuesto a hacerlo de inmediato; no se le veía con ganas ni con prisa por volver —intervino Faria.
—Porque no conoce cuál es la situación aquí y desconfía de los políticos.
—Iremos a buscarlo entonces —propuso Palafox aunque sin demasiada convicción.
—Usted no debe viajar, general, podría empeorar de su enfermedad; además, alguien tiene que quedarse aquí para preparar el recibimiento de don Fernando. Iremos el coronel Faria y yo. ¿Le parece? —propuso San Carlos.
Palafox asintió. Su largo cautiverio le había dejado muy mermado y tenía que recuperarse cuanto antes.
Entre tanto, Napoleón seguía acosado. Los austríacos se acercaban a París y a fines de enero cruzaron el Rin; sus generales proclamaban una y otra vez que el pueblo francés no era su enemigo, que sólo lo era Napoleón, a quien además acusaban de ser enemigo también de la propia Francia. El 23 de enero Napoleón presidió un desfile militar en las Tullerías, pero ya no era la Grande Armée, aquel ejército de varios cientos de miles de soldados orgullosos que mostraban sus estandartes con las doradas águilas en el bosque de Boulogne años atrás; el desfile de enero de 1814 estuvo integrado por unos pocos miles de entusiastas soldados de la guardia nacional. Napoleón quiso ganarse de nuevo al pueblo y en aquel acto castrense ordenó que sonara La marsellesa, el himno revolucionario a cuyos sones se había liquidado el Antiguo Régimen en Francia y había triunfado la Revolución, y cuya interpretación había prohibido el mismísimo Napoleón tras ser coronado emperador.
Pocos días después del desfile, el emperador salió al encuentro de los austríacos, pero fue derrotado en Brienne. En el sur de Francia, Wellington, enterado del avance aliado hacia París, asedió Bayona y condujo a sus tropas hasta Burdeos y Toulouse.
Napoleón maniobraba a la desesperada. El día 2 de febrero, las Cortes españolas, ya reunidas en Madrid, recibieron una propuesta de paz del emperador, que fue rechazada. Pocos días después, el reino de Nápoles, cuyo titular del trono era el mariscal Murat, declaraba la guerra a Francia.
Los aliados avanzaban hacia París pero Napoleón todavía era capaz de enfrentarse a ellos. Durante todo el mes de febrero se combatió en el camino del Rin a París, librando hasta seis batallas en nueve días. El emperador salió airoso de todas ellas, pero cada vez disponía de menos tropas, pues los triunfos se lograron a costa de enormes sacrificios, y sus victorias eran meras anécdotas en el progreso aliado. En el frente sur las cosas fueron mucho peor; el 17 de febrero, hambrienta y abandonada a su suerte, se rindió la guarnición francesa acuartelada en la ciudadela de Jaca y el 27, Wellington derrotó a Soult en Rotes. El 9 de marzo, Inglaterra, Austria, Prusia y Rusia firmaron la Cuádruple Alianza contra Napoleón y, tres días después, Wellington conquistó Burdeos.
Ni siquiera los parisinos creían ya en la estrella de Napoleón, a quien comenzaron a identificar con el hidalgo español Don Quijote de la Mancha, el personaje literario que creara Miguel de Cervantes y que andaba buscando utopías y quimeras en vano. Pero en este caso, los gigantes no eran molinos de viento, sino los ejércitos austríaco, ruso, westfaliano y prusiano, que avanzaban inexorablemente hacia París, pese a los desesperados intentos por detenerlos de lo que quedaba de la Grande Armée.
Fue entonces cuando se decidió ir a buscar a don Fernando a Valençay. Mientras se preparaba la comitiva, Faria se enteró de que los franceses estaban abandonando algunas de las posiciones que mantenían en el noreste de España, pues todavía había guarniciones francesas en el norte de Cataluña y en algunas plazas aisladas, como Santoña, en el Cantábrico, y Peñíscola, en el Mediterráneo.
Por fin llegó el visto bueno de las Cortes, que comisionaron al duque de San Carlos como jefe de la expedición en la que también iría Francisco de Faria, y que debería traer de vuelta al rey Fernando según un itinerario que fijaron los diputados más conservadores. Los agentes franceses destacados en Madrid les dieron plenas garantías de que el rey de España no tendría ningún problema para atravesar Francia.
* * *
Aquella mañana de uno de los últimos días del invierno era fría y el cielo estaba completamente cubierto por nubes plomizas y densas que presagiaban una inminente tormenta.
Fernando VII había pasado toda la guerra en el castillo-palacio de Valençay acompañado por su hermano Carlos y su tío Antonio. Pese a que en alguna ocasión agentes llegados desde España le habían sugerido la posibilidad de huir de allí, cosa nada difícil, y regresar a España para encabezar la rebelión contra Napoleón, el Borbón se había negado siempre.
El rey salió del palacio enfundado en un grueso abrigo de piel y acompañado por San Carlos. Saludó a Faria, que lo aguardaba a la puerta de la carroza, y le indicó que estaba preparado para partir.
—Imagino que ustedes son toda la escolta —le dijo el rey. Faria se limitó a inclinar la cabeza.
El coronel subió a su caballo, cuyas riendas custodiaba el sargento Morales, y les indicó a los conductores de las ocho carrozas que constituían la caravana real, y al pequeño pelotón que las escoltaba, que se pusieran en marcha.
—La formación de la escolta está clara —ironizó ante Morales—. Yo iré delante de las carrozas con cuatro hombres y usted detrás con los otros cuatro.
Faria esperaba encontrarse en Valençay con un batallón al menos para escoltar a Fernando VII de regreso a España, pero su sorpresa fue enorme cuando constató que el Gobierno no había enviado otras tropas que ocho soldados que fueron con él y con el duque de San Carlos desde Madrid.
—Sí, es la formación lógica; no hay mucho donde elegir —sonrió Morales a la vista de la menguadísima escolta.
Conforme se alejaban de Valençay camino del sur, Faria volvió la vista atrás y contempló la carroza en la que viajaba Fernando VII, y sintió una enorme rabia por tener que escoltar a semejante individuo.
Antes de partir había estudiado la ruta que debían seguir. El gobierno del Consejo de Regencia le había ordenado que el rey debía entrar en España por Cataluña, y dirigirse a Gerona, que todavía estaba bajo control francés. Ésa era una de las condiciones puestas por Napoleón para liberarlo.
Así pues, se dirigirían a Perpiñán, donde pernoctarían antes de afrontar la última etapa del camino hacia España.
Durante el viaje a través de Francia, Francisco de Faria tuvo numerosas ocasiones para hablar con el rey, y conforme más lo conocía, más crecía su animadversión hacia el monarca; tanto que, en algunas ocasiones, estaba seguro de que Fernando VII se daba cuenta de ello, porque ya le resultaba muy difícil disimular.
Una noche, en una pequeña ciudad del sur de Francia donde se detuvieron para cenar y dormir, Fernando VII comentó que uno de los libros que más le habían gustado durante aquellos años en Valençay era el titulado Robinson Crusoe, escrito por un novelista inglés llamado Daniel Defoe. El monarca español afirmó que en ese libro quedaba clara la superioridad de la raza blanca sobre la negra y que tenía la intención de aplicar algunas de las cosas que allí había aprendido para el mejor gobierno de las colonias en América y de los esclavos negros que en ellas vivían. Faria, al oírlo, comprendió que no sólo no había entendido nada del libro, sino que además estaba absolutamente equivocado con respecto a lo que estaba ocurriendo en las posesiones españolas en América.
Cruzaron la frontera de los Pirineos por el río Fluviá y entraron en España el 24 de marzo. En el lugar donde don Fernando pisó tierra española se habían emplazado nueve cañones, que dispararon nueve salvas en su honor; un grupo de payeses de la villa de Báscara saludó a su rey y lo aclamó agitando pañuelos.
El acuerdo con Napoleón obligaba a Fernando VII a dirigirse a Gerona, todavía en manos francesas. Al frente de la guarnición de esa ciudad catalana, donde se estaban concentrando las tropas para regresar a Francia, se encontraba el mariscal Suchet, quien se entrevistó con Fernando VII y le ofreció una escolta de cincuenta dragones franceses, que lo acompañarían hasta territorio controlado por el ejército español. Faria se opuso a ello; ya habían sido suficientemente humillados los reyes de España en Bayona como para que encima uno de ellos regresara del exilio escoltado por soldados del ejército invasor; pero Fernando VII aceptó la propuesta de Suchet y ordenó callar a Faria, que tuvo que aceptar además que la comitiva la encabezara un coronel de la caballería francesa.