EL oleaje del temporal otoñal golpeaba los acantilados de la costa del monte Urgull. Faria, cubierto con su capote de campaña, miraba el mar embravecido. Había pasado toda la mañana al frente de una compañía de zapadores, participando en el desescombrado de los centenares de casas destruidas por los aliados tras la «liberación» de la capital de Guipúzcoa. Había comido solo en una de las varias fondas que comenzaban a abrirse de nuevo junto al puerto de pescadores, y, antes de volver a la tarea, decidió dar un paseo hasta los rompientes.
Hacía ya varios días que Wellington había ordenado dar por acabada la incursión en territorio francés; esa misma mañana había llegado a San Sebastián la noticia de que las tropas expedicionarias a Francia regresaban a España.
Los primeros contingentes españoles entraron a San Sebastián casi al final de la tarde, poco antes de que la falta de luz natural obligara a abandonar las tareas de limpieza de los escombros de las casas quemadas; con ellos venía el sargento Morales, que enseguida se presentó a su coronel.
—¿Qué tal la campaña, Isidro? —le preguntó.
—Bien mi coronel, pero muy extraña. Wellington llegó, se puso al frente del ejército y, cuando todos creíamos que iba a ordenar asaltar Bayona, o quién sabe si seguir avanzando hasta Burdeos o incluso hasta el mismo París, ordenó detener la ofensiva y regresar a España.
—Sí, es extraño. Soult estaba en desventaja y sus tropas muy desmoralizadas.
—No sé por qué ha decidido abortar la ofensiva, señor. Faria miró a los ojos del sargento y le parecieron sombríos.
—¿Le ocurre algo, Isidro?
—No, mi coronel, nada, nada.
—Vamos, amigo, nos conocemos desde hace demasiado tiempo; algo le pasa, esa mirada perdida, sus silencios, su expresión como ausente, ese rictus amargo…
—No me pasa nada, señor, nada, se lo aseguro.
—De acuerdo. Si me lo acepta, le invito a cenar. Conozco una fonda junto al puerto donde cocinan un magnífico guiso de pescado. ¿Acepta?
—Claro, señor, muy agradecido.
Durante la cena, mientras saboreaban una sopa de pescado y un guiso de patatas con abadejo, almejas y rape, escucharon la conversación de varios oficiales españoles que comían en la mesa de al lado.
—Les dimos bien a esas francesitas —dijo uno.
—Ya era hora de que probaran la verga de un soldado español —comentó ufano otro.
—¿Os acordáis de aquella morenita, la de las tetas grandes y blancas como la leche? ¡Ah, cómo gritaba la muy puta cuando la penetré por detrás! Se movía como una gata furiosa hasta que la sujeté por las tetas y la estampé contra el suelo. Y luego, ese culito respingón, todo mío…
El soldado que hablaba se palpó los genitales en un gesto obsceno y desagradable.
—Se lo debíamos, después de lo que hicieron en Vitoria, se lo merecían, esa putas francesas.
Tras escuchar aquellas palabras, Faria miró a Morales.
—¿Qué ha ocurrido en Francia, sargento? —le preguntó.
—Nada, señor, nada.
—No me mienta, Isidro; estos oficiales —el coronel señaló a los hombres de la mesa de al lado que reían a la vez que bebían vino de unas jarras de barro— vienen de Francia, han estado en esa campaña. ¿Qué ha ocurrido?
—Fueron nuestros hombres, señor. Cuando Wellington dio la orden de regresar a España sin un sustancioso botín, muchos protestaron. Estaban convencidos de que iban a conseguir mucho dinero, y se frustraron sus expectativas; y entonces…
—Entonces… ¿qué?
—Se alteraron mucho, señor. Protestaron, lamentaron su mala suerte, dijeron que no estaban allí para volver con las manos vacías, y en el viaje de regreso a España arrasaron con cuanto se encontraron en el camino.
—Violaron y robaron; hicieron eso, ¿verdad?
—Sí, mi coronel. Se comportaron como animales, como los ingleses y los portugueses en Vitoria y aquí mismo, en San Sebastián.
—¿Nadie hizo nada por detenerlos?
—No, nadie.
—¿Usted tampoco, Isidro?
—Intenté evitar la violación de dos mujeres en unas casas en San Juan de Luz, pero los soldados me apuntaron con un pistolete a la cabeza y me amenazaron con disparar si no les dejaba «acabar la faena», como dijeron. Lo siento, señor, no pude evitarlo; eran cientos de hombres ansiosos de venganza. Usted lo ha visto, en esas circunstancias actúan como una jauría de fieras y no respetan a nada ni a nadie.
Faria se incorporó y se acercó a la mesa de los oficiales.
—He escuchado su conversación; son ustedes una basura —les espetó.
—¿Y tú quién eres, mamarracho?
Faria se quitó el capote y quedaron a la vista sus entorchados de coronel de la guardia de corps.
Los cinco oficiales que se sentaban a la mesa se levantaron enseguida y saludaron a su superior.
—Lo siento, señor, yo no sabía…
—Me dan ustedes vergüenza.
—Si se refiere a lo de las francesas, mi coronel, no se preocupe, son todas unas putas, seguro que les gustó.
—Debería estrangularlo aquí mismo con mis propias manos, capitán —le dijo al oficial que acababa de hablar—, aunque me temo que me las mancharía para siempre.
—Perdone, señor —intervino otro—, pero se lo debíamos a los gabachos por lo que hicieron en Vitoria y aquí mismo.
—Nosotros debemos ser mejores que ellos —dijo Faria.
—En Sevilla asesinaron a mis padres, violaron a mi hermana y degollaron a mis sobrinos y a mi cuñado. ¿Sabe, coronel?, esos franceses, los hermanos y los hijos de esas putas, degollaron a mi cuñado mientras violaban ante sus propios ojos y ante los de sus hijos a su esposa, a mi hermana; le cortaron los cojones y se los metieron en la boca. Hace meses que no tenía en la cabeza otra idea que la venganza. Bien, ya la he cumplido; ahora estamos en paz, al fin he cobrado mi deuda.
—No, capitán, no, no ha cobrado su deuda, ha ensuciado su memoria, no ha hecho otra cosa que llenar de mierda el recuerdo de los suyos.
—Coronel, esos galones no le dan derecho…
—Malditos cabrones, ¿no se dan cuenta de que si seguimos así esto no acabará nunca, nunca? ¿Qué ocurrirá la próxima vez? ¿Qué pensarán los hijos y los hermanos de las mujeres que ustedes han violado en Francia? Alimañas, hatajo de alimañas…
—Vámonos, coronel, vámonos.
Morales se llevó a Faria y los cinco oficiales volvieron a beber y a comer como si no hubiera ocurrido nada.
* * *
—Ésa era «la mano que se disponía a liberar al mundo» —comentó Faria mientras se retiraba hacia su acuartelamiento acompañado del sargento Morales.
—Perdone, señor, pero no entiendo…
—Es una de las frases grandilocuentes que se atribuyen a Napoleón. Se presentó como el salvador de los pueblos y de las naciones oprimidas de Europa, como el valedor de la libertad y la fraternidad, un nuevo redentor capaz de otorgar a los europeos unos nuevos valores, más dignidad, más justicia. Y ya ve, lo que ha hecho es convertir este continente en un campo de batalla, de muerte y de indignidad, desde Cádiz hasta Moscú. ¿Quién sabe cuántos hombres habrán muerto, cuántas haciendas se habrán quemado, cuántas mujeres habrán sido violadas?
»Ese maldito corso nos ha arrastrado a la peor de las inmundicias, y ha convertido en demonios a hombres honrados. Yo lo maldigo.
—Se trata de la guerra, mi coronel, de esta maldita guerra…
—No ha entendido nada, ese estúpido engreído no ha comprendido que los pueblos prefieren a un tirano propio que a un redentor extranjero.
—Ya queda poco para que todo esto acabe. El ejército francés está muy debilitado. Ya no es aquel vendaval invencible de hace tres o cuatro años. Lo hemos comprobado en Francia estos días pasados. También los franceses anhelan la paz. Tal vez Napoleón lo comprenda y decida acabar con esto.
—Es usted un iluso, sargento. El emperador de los franceses jamás acatará otra cosa que no sea imponer su propio poder imperial. Y si es preciso, conducirá a Francia al borde del abismo. No le preocupa otra cosa que su grandeza, y para ello necesita la guerra, y mientras gobierne Francia, habrá guerra, una y otra guerra, porque ese hombre sólo entiende así la obtención de majestad, honor y gloria.
Mientras caminaban hacia el acuartelamiento, con la noche cerrándose sobre el cielo de San Sebastián, contemplaron las casas en ruinas y los escombros todavía amontonados sobre las calles, que seguían allí en grandes cantidades pese a que ya hacía varios días que estaban trabajando en la limpieza de la ciudad herida.
* * *
En tanto los franceses eran arrinconados en el norte de España, Napoleón desalojaba uno a uno los países que había ocupado en el centro de Europa. Las regiones de Baviera, Frankfurt, Hesse, Westfalia, que fue cedida a los aliados sin luchar por Jerónimo, uno de los hermanos de Napoleón, y Württemberg fueron abandonadas por las tropas imperiales, en tanto Holanda se rebelaba con el príncipe de Orange al frente de los independentistas, como siglos atrás ocurriera en la época de la ocupación española de los Países Bajos. En el sur, las cosas se sucedían igual de mal para Bonaparte; se desalojó la región de Iliria y el norte de Italia, que fue ocupado por Austria.
Incluso los más afectos a Napoleón comenzaron a desertar y a dejar solo a su emperador. El mariscal Murat, el represor de los madrileños en 1808, aceptó la propuesta de Metternich, el taimado y astuto primer ministro austríaco, quien, mediante promesas y pactos, estaba demoliendo los apoyos de Napoleón y sobornando a algunos de sus antiguos colaboradores; a Murat le ofreció el reino de Nápoles, a cambio de que este mariscal se pasara al lado de los enemigos del corso. Y por si no tuviera ya bastantes problemas, el mariscal Soult, uno de los últimos apoyos que le quedaban, estaba siendo acosado por Wellington.
Metternich estaba socavando la tierra debajo de los propios pies de Napoleón. Uno de los ministros de Francia, Tayllerand, un personaje capaz de sobrevivir y salir indemne en medio del mismísimo infierno, actuaba en París como agente de los austríacos. Sabedor de que los días del Imperio estaban contados, se había pasado en secreto al bando de los aliados y actuaba como un agente al servicio de éstos.
El emperador, abatido, derrotado e incapaz de frenar la contraofensiva total contra su Imperio, regresó a París a comienzos de noviembre de 1813. Francia estaba sitiada y no disponía de tropas suficientes como para enfrentarse a la coalición que en ese momento integraba la mayoría de las naciones de Europa.
—Napoleón está vencido —comentó Faria a Morales cuando llegaron a San Sebastián las noticias de la retirada de los franceses.
—Se veía venir, señor —asintió Morales.
—Bonaparte intentó ir más allá de sus propias posibilidades, apostó muy fuerte, a todo o nada, y creo que ha perdido. Los aliados le han ofrecido un pacto, que Francia reconozca y vuelva a las fronteras que tenía en 1792, pero Napoleón no lo aceptará. Jamás admitirá una derrota que no sea la derrota total. Y eso lo saben los aliados.
—Entonces, ¿por qué se lo proponen? —le preguntó Morales.
—Porque Metternich, el ministro austríaco, es muy astuto. Sabe que Napoleón jamás aceptará semejante humillación, porque hacerlo supone confesar ante los franceses que tantos años de guerras, de muertes y de sacrificios no han servido para nada, que su gobierno no ha sido sino un paréntesis de terror y sangre. No, no lo aceptará; Bonaparte luchará hasta el final; cree que ése es su destino.