Capítulo XXIX

EL aire era húmedo y lúgubre. Cuando despertó, le dolía la cabeza y la boca del estómago. No había ninguna luz en aquella estancia, sólo una ligera línea de claridad indicaba la parte inferior de lo que pudiera ser una puerta. Se incorporó tanteando con las manos por el suelo y buscando a los lados una pared o algún objeto al que poder asirse. Poco a poco sus ojos se fueron acostumbrando a la oscuridad y, gracias al ligerísimo resplandor que entraba por debajo de la puerta, pudo darse cuenta de que se encontraba encerrado en una celda de apenas cuatro pasos de lado, en la que no había ningún mueble, sólo lo que parecía un catre con un saco de paja arrimado a una de las paredes.

Respiró hondo, y un nauseabundo olor a orines y heces le estalló en la nariz provocándole un amago de vómito. Se acercó a la puerta e intentó escuchar los sonidos que procedían del otro lado. Sonaban algunos lamentos, voces que pronunciaban frases incongruentes y maldiciones de los guardias mandando callar a los reclusos.

Era evidente que se encontraba en una prisión o en algún edificio habilitado para esa función, y suponía que todavía estaba en la ciudad de San Sebastián o en sus proximidades. Lo último que recordaba era la amenaza de Wellington de llevarlo ante un consejo de guerra.

Pasó un tiempo que no supo calcular, y contempló cómo la delgada línea de claridad bajo la puerta fue disminuyendo de intensidad hasta desaparecer. Imaginó entonces que había pasado allí todo un día y que acababa de caer la noche en el exterior. Intentó dormir un poco sobre el catre, acostado en el saco de paja pringoso, húmedo y maloliente, y sintió algunos picores en los tobillos, en el cuello y en la cabeza. Eran parásitos, claro; pulgas, chinches, piojos, que le estaban chupando la sangre y el orgullo.

Apenas pegó ojo en lo que creyó que era la noche, una noche larga y densa, en la que los lamentos de los que pudieran ser compañeros de prisión traspasaban las puertas de madera maciza y se colaban en sus oídos hasta convertirse en una letanía de suciedad y miseria.

Había perdido la noción del tiempo cuando la puerta se abrió y un resplandor de luz lo cegó por completo.

—Levántese, coronel, vamos —le ordenó una voz agria y severa.

Con los ojos entrecerrados y con las manos cubriéndose la cara y los ojos, Faria pudo vislumbrar a tres figuras recortadas en el umbral de la celda.

—¡Qué peste! —exclamó uno de ellos.

—Salga, coronel.

Dando tumbos y con pasos inseguros, Faria se dirigió hacia la claridad, apretando los párpados con fuerza para evitar que la luz le dañara las pupilas.

—Ahí tiene agua para asearse, coronel, y un plato de comida.

No tardó mucho tiempo en habituarse de nuevo a la luz. Se lavó la cara, los brazos, el cuello y las axilas en una palangana y a continuación se sentó a comer el plato caliente que le ofrecían.

—¿Cuánto tiempo llevo aquí? —preguntó a sus carceleros.

—Tres días enteros, coronel.

—¿Sólo?; me ha parecido un mes.

—Puede marcharse.

—¿Ya?

—Sí, ha llegado la orden de su excarcelación.

—Déjeme verla.

El carcelero le mostró un papel en el que un coronel del cuartel general aliado le comunicaba la libertad.

—Me amenazó con un consejo de guerra y sólo setenta y dos horas después me deja libre. No lo entiendo —comentó Faria en voz alta ante la indiferencia de los guardias.

—Tiene que incorporarse a su regimiento enseguida, señor.

—No tengo la menor idea de dónde puede estar ahora mi regimiento.

—Ahí afuera hay un sargento esperándolo; dice que es su ayudante, tal vez él sí lo sepa.

Faria salió del edificio carcelario, que no era sino un viejo convento, y vio a Isidro Morales, que aguardaba paciente la salida de su coronel.

—¡Sargento!, no sabe cuánto me alegro de verlo.

—Y yo de verlo a usted, mi coronel. Si me lo permite, señor, no debió golpear a Wellington.

—No lo golpeé, me limité a darle un empujón.

—Pues en el regimiento todos celebran que lo derribara de un puñetazo. Se lo merecía, ese cabrón.

—¡Sargento!, no olvide que está hablando a un superior de un superior. Pero sí, se lo merecía —sonrió—. Y si algo lamento es no haber podido darle un buen golpe. ¿Sabe si hay cargos contra mí?

—No lo sé, coronel. Es del general de nuestra división de quien depende ahora su custodia. Yo tengo que acompañarlo al regimiento.

—¿Adónde nos han destacado?

—A Fuenterrabía; tenemos que defender el paso fronterizo del Bidasoa y evitar la llegada de nuevos refuerzos franceses a España, aunque me parece que eso no va a ocurrir. Esos dos caballos son los nuestros. Imagino que estará en condiciones de cabalgar.

—Bueno, en tres días sólo he comido un plato de garbanzos y recibí un culatazo que casi me rompe las costillas, pero sí, creo que podré hacerlo.

* * *

—A sus órdenes, mi general —Faria se cuadró y saludó al general español jefe de su división.

—Descanse, coronel.

—Gracias, señor.

—Imagino que es consciente de lo que ha hecho.

—Sí, señor.

—Se trata de un acto muy grave; ha atacado al comandante en jefe del ejército español y lo ha hecho en tiempo de guerra. Se enfrenta usted a una posible acusación de rebelión y alta traición, y por tanto a la pena de muerte.

—Lo sé, mi general, pero no pude evitarlo. Wellington nos engañó; no tenía la menor intención de hacer que sus hombres respetaran a la población civil de San Sebastián. Ya ocurrió en Extremadura y en Vitoria, y ha vuelto a suceder en San Sebastián. El marqués no se comporta como el capitán general del ejército español sino como un saqueador extranjero. Y no sólo permite que sus hombres roben, extorsionen y violen, sino que además propicia la destrucción de las instalaciones productivas, de los molinos, de los telares, de las fábricas de cerámica, de las de paños…

—He enviado un informe al Gobierno para que medie en su caso, pero me temo que no se podrá impedir la celebración del consejo de guerra. Ahora bien, espero que una vez dictada sentencia por alta traición, si es condenado a muerte y dada su condición nobiliaria, le sea conmutada por cadena perpetua, y que en tres o cuatro años, si todo va bien, quede usted libre, tal vez cuando acabe la guerra, con algún decreto de amnistía general. En cualquier caso, puede usted irse olvidando del ascenso al generalato.

—No soy un traidor, mi general.

—Lo sé, Faria, lo sé. Yo también estoy indignado por el comportamiento de algunos de nuestros aliados, pero la guerra tiene estas cosas, y son inevitables.

—Debería haber visto a esas mujeres de San Sebastián siendo violadas en sus propias casas, ante los ojos atónitos de sus maridos e hijos, y luego cómo las degollaban y prendían fuego a sus casas y a sus tiendas, robadas y saqueadas.

—La guerra es una sucesión de actos crueles.

—Yo no he combatido para esto, señor.

—¿Da su permiso, mi general? —un oficial entró en el despacho con una carpeta llena de papeles bajo el brazo.

—Adelante, capitán.

—Señor, aquí están las copias de los memoriales de agravios que han redactado las Juntas municipales; mañana serán entregadas al marqués de Wellington.

—¿De qué se trata? —preguntó Faria.

—En los últimos dos días, varios concejos de Guipúzcoa y de Álava han celebrado Juntas municipales para denunciar las tropelías cometidas por las tropas británicas y portuguesas tras la batalla de Vitoria y la conquista de San Sebastián, y han decidido presentarlas en forma de memorial de agravios ante Wellington —dijo el general.

—Yo tenía razón, señor.

—Estos memoriales pueden salvarle, Faria, pero tenga cuidado porque Wellington no olvida ni perdona fácilmente. Por el momento, se incorporará de nuevo al mando de su regimiento.

—¿No estoy procesado?

—Yo al menos no tengo noticias de ello, ni he recibido ninguna comunicación oficial al respecto. Lo único que se me ha ordenado es que tramite su incorporación al regimiento y que le sean cancelados todos los permisos.

—No he solicitado ninguno, mi general.

—Pues no lo haga porque no le será concedido.

Las Juntas municipales enviaron a Wellington varios memoriales de agravios aprobados en reuniones de los concejos municipales, celebradas los días 8 y 9 de septiembre. Decenas de expedientes en los que se denunciaban los robos, saqueos, violaciones y extorsiones llevados a cabo por los hombres al mando de Wellington llegaron a la mesa del marqués. En algunos de ellos se amenazaba con denunciarlo por traición y colaboración al robo, la violación y el asesinato.

Wellington se puso nervioso. Hasta entonces, y desde que consiguiera el mando del ejército español a finales del año anterior, se había sentido seguro, y cubiertos todos sus actos por su poder y su autoridad suprema, pero aquel aluvión de quejas y de denuncias de los municipios contenía gravísimas acusaciones contra los soldados aliados, y por tanto directamente contra el general que los mandaba.

En cuanto Faria pudo leer el contenido de algunos de aquellos memoriales, y como quiera que tenía algunas nociones de derecho que había estudiado en Salamanca y lo que había leído y oído durante su estancia en Cádiz en el período de discusión y de aprobación de la Constitución, se dio cuenta de que en ellos tenía un seguro de vida. Si acusaba a Wellington de alta traición, de extorsión y de asesinato, tendría una excusa para justificar la agresión que había cometido.

El 14 de septiembre se clausuraron al fin las Cortes de Cádiz. En la última sesión se reunieron doscientos veintitrés diputados, de los cuales casi cuarenta eran militares, más de medio centenar abogados, otros tantos funcionarios y sólo ocho eran nobles. Pero casi cien eran clérigos; la Iglesia había tenido demasiado peso en las deliberaciones.

* * *

—No habrá consejo de guerra. ¿Cómo ha conseguido que Wellington retire los cargos contra usted? —preguntó el general de su división a Faria.

—Le envié una carta en la cual le proponía un acuerdo entre caballeros. Si retiraba sus acusaciones contra mí, yo no denunciaría ante las Cortes españolas las tropelías cometidas por sus soldados en Vitoria y San Sebastián.

—Y por lo que veo, el marqués ha accedido.

—Sí; es lo que yo esperaba.

—Aunque, coronel, eso suena a chantaje por su parte.

—Digamos que utilicé las bazas que tenía en mi mano.

—No obstante, usted estaba muy indignado, ¿ya se le ha pasado el cabreo?

—Por supuesto que no, pero me hicieron comprender que sería mucho más útil si permanecía en libertad que encerrado en una prisión en los próximos cuatro o cinco años.

—No confíe en que todo ha acabado; Wellington es un tipo de cuidado.

—Lo sé. Lo conozco desde hace algún tiempo y no tengo duda de que todo cuanto hace va en su beneficio. Es el hombre más ambicioso que conozco.

—¿Más que Napoleón? —le preguntó el general.

—A Bonaparte no lo conozco, pero en una competición de ambiciones entre esos dos, no habría un claro vencedor.

—De momento, Wellington va ganando la partida, y creo que quiere dar pronto jaque mate.

—¿Y eso?

—Lo he llamado porque acaba de llegar una orden del cuartel general del marqués; en tres días, el 7 de octubre, cruzaremos el Bidasoa.

—¿Vamos a invadir Francia? —preguntó Faria.

—Ésas son las órdenes; y además su regimiento de voluntarios de Andalucía será el primero en entrar en los dominios de Napoleón.

—¿Se trata de un privilegio o de un castigo?

—Eso dependerá de usted, coronel.

—¿Cuál será nuestra misión?

—Fijar a los franceses en sus fronteras del sur. Los agentes secretos británicos destacados en París han informado que Napoleón está dispuesto a lanzar una ofensiva sobre Berlín, pero el ejército francés del norte tiene disponibles unos ciento cincuenta mil hombres frente a los aliados austríacos, rusos y prusianos, que le pueden oponer más de doscientos cincuenta mil. En esas condiciones, Napoleón necesita las tropas de Soult para poder afrontar esa campaña con garantías de éxito, y nuestra misión es impedir que acudan al lado de su emperador. De manera que atacaremos el sur de Francia y los mantendremos pendientes de nosotros.

Como estaba previsto, Wellington ordenó a sus generales que cruzaran el Bidasoa el día 7 de septiembre. Al atravesar el río fronterizo entre Francia y España, Francisco de Faria recordó aquel día de principios de mayo de 1808 en el que, tras asistir en Bayona a la vergonzosa claudicación de Carlos IV y de Fernando VII ante Napoleón, se enteró de que un puñado de vecinos de Madrid se había lanzado a la calle para enfrentarse en un combate desigual con las tropas francesas desplegadas en la capital de España, dando comienzo a la guerra que parecía abocada a su final con un resultado bien distinto al que en aquellos días de 1808 se auguraba.

Al cruzar el río, recordó la figura de Cayetana despidiéndose con el brazo en alto desde el lado francés, y sintió un escalofrío y de nuevo unos deseos de venganza infinitos.

Para vencer a Napoleón, Wellington era necesario. Toda Europa, alentada por Metternich, se había aliado contra Francia; en ese mismo mes de septiembre, Austria, Prusia y Rusia se habían conjurado para combatir juntos hasta lograr derrotar definitivamente a Francia y deponer a Napoleón, a quien consideraban la gran amenaza para sus intereses. Napoleón no pudo recibir los refuerzos del sur, ocupados en intentar contener la invasión desde España. La coalición, con ayuda de un contingente de soldados suecos, derrotó en la batalla de Leipzig, en la que durante tres días tronaron dos mil cañones, a Bonaparte; era su primera derrota como general, y se vio obligado a ceder Iliria a los austríacos y la región oriental de Polonia a los rusos. El frente de guerra se desplazaba cada vez más hacia las fronteras orientales de Francia. La estrella del emperador declinaba irremediablemente.

Vencido y humillado tras la derrota en Leipzig, Napoleón se retiró a Francia. A fines de octubre de 1813 todas las conquistas realizadas por el emperador entre 1804 y 1812 se habían perdido. Los límites de Francia volvían a ser los mismos que tenía el país al comienzo de la Revolución en 1789. Los intentos de Napoleón por implantar las ideas revolucionarias en toda Europa, que tantas vidas habían costado, no habían servido para nada.

Media Europa estaba devastada, millones de personas, tal vez más que en ninguna otra guerra de la historia de la humanidad, habían muerto, otros muchos habían quedado mutilados y decenas de miles de millones de francos se habían perdido durante las acciones de guerra, en las batallas y en las destrucciones y saqueos.

Por el contrario, unos pocos habían conseguido amasar inmensas fortunas; algunos comerciantes ingleses, banqueros, especuladores, armadores, contratistas y fabricantes de armas y de paños habían logrado ganar sumas ingentes de dinero a costa del sufrimiento y la muerte de muchos.

Al penetrar en Francia, las tropas aliadas sintieron la necesidad de la revancha, sobre todo los soldados españoles. Faria había aleccionado a los hombres de su regimiento para que respetaran a la población civil de los pueblos y aldeas francesas, pero al observar los ojos ávidos de venganza de sus soldados intuyó que esa tarea iba a ser harto complicada.

—El Imperio francés se está derrumbando —le dijo a Faria el general de su división.

—Eso parece, señor. Hemos avanzado muchas millas en el interior de Francia y no nos hemos enfrentado con ningún ejército organizado.

—Todavía quedan tropas francesas en España. Wellington está cercando Pamplona, en cuya ciudadela se han hecho fuertes los franceses, y me acaban de comunicar que Soult ha ordenado a todas las tropas francesas en Navarra replegarse hacia la frontera. Y tras la derrota de Leipzig, en el frente de Alemania, Napoleón no ha podido resistir el avance de los aliados y se ha retirado hacia Francia. Esta guerra está a punto de terminar.

—¿Hasta dónde debemos continuar avanzando? —preguntó Faria.

—Hasta que salgan a nuestro encuentro los franceses. Creo que Wellington quiere derrotarlos en su propia tierra; será su manera de decirle a Napoleón que está definitivamente vencido.

En ese momento, un correo trajo la noticia de que Wellington acababa de liberar Pamplona y se dirigía directo hacia el frente aliado en Francia.

—Imagino que lo que pretende es tomar el mando personalmente —dijo Faria—. Siempre apunta en su haber el triunfo, aunque no sea suyo.

—Es el capitán general. Además, el mariscal Soult se ha hecho fuerte en Bayona, donde se han construido poderosas defensas y almacenado víveres y municiones en abundancia, no en vano ha sido el principal centro de distribución de suministros a las tropas francesas destacadas en la Península en los últimos años.

—Entonces ¿debemos esperar a que llegue Wellington antes de atacar Bayona?

—Usted no, coronel, tengo órdenes de que regrese a España. Debe dirigirse de inmediato a San Sebastián y aguardar allí a que le comuniquen su nuevo destino.

—¿Es una broma, general?

—Claro que no; son órdenes expresas y directas del propio mariscal Wellington. Saldrá hoy mismo, y lo hará sin su ayudante. El sargento Morales se quedará aquí con su regimiento.

—Soy coronel, tengo derecho a un ayudante.

—No se preocupe; en San Sebastián tendrá otro hasta que regrese Morales.

Faria acató las órdenes, ensilló su caballo y regresó solo a San Sebastián. Durante el camino de vuelta pensó que Wellington quería alejarlo de la victoria; se equivocaba.