Capítulo XXVIII

HABÍA cadáveres por todas partes. El Gobierno, ante el peligro de epidemias, ordenó construir cementerios en las afueras de los pueblos y ciudades para enterrar allí a los muertos. La Iglesia se resistió a esa medida; los curas alegaban que los cristianos debían ser enterrados en suelo sagrado, y nada más sagrado que el solar de las iglesias y su entorno. Eso sí, cuanto más dinero se pagaba por el entierro, más cerca de un altar se colocaba al cadáver.

Faria había recibido la orden de enterrar a los caídos en la batalla de Vitoria antes de seguir adelante.

—La Iglesia no quiere que los muertos sean enterrados en los nuevos cementerios; algunos sacerdotes se están negando a santificarlos —dijo Morales.

—Pero no lo hacen por piedad religiosa. Lo que la Iglesia pretende es seguir manteniendo los considerables ingresos que le proporcionan los derechos de sepultura. Si se opone a los nuevos cementerios que ha ordenado el Gobierno, no es por filantropía, sino porque pierde con ello mucho dinero.

—Ayer, un párroco de Vitoria acusó a las autoridades de impiedad; estaba como poseído. Lanzó tales insultos a las autoridades que no sé cómo sigue libre.

—Los clérigos quieren administrar incluso la muerte; es parte de su negocio.

—Pero están luchando contra el francés —alegó Morales.

—Lo hacen porque temen más a una revolución que a cualquier otra cosa. ¿Sabe, sargento, cómo llamó el inquisidor general a la rebelión del 2 de mayo del pueblo de Madrid contra el invasor gabacho? —Morales negó con la cabeza—: «Un escandaloso tumulto del pueblo bajo».

»Afortunadamente, el nuevo Gobierno ha abolido la Inquisición, pero todavía hay muchos, y no sólo clérigos, que se resisten a que esas rancias instituciones desaparezcan para siempre. Es por eso por lo que miles de españoles han huido de Madrid, de Valladolid o de Vitoria y ahora acompañan a José Bonaparte camino de Francia. ¿Cómo consideraría usted a esos “afrancesados”, como patriotas o como traidores? Y sepa que me consta que muchos de ellos aman a España como el que más.

—Yo no soy político, mi coronel; sólo soy un soldado.

—Se lo pregunto como amigo, Isidro. Usted y yo llevamos juntos nueve años, y hemos pasado por situaciones muy difíciles.

—Permítame, señor, que no responda a esa pregunta. Un soldado no debe hacerlo.

—Claro, claro; lo siento, sargento, pero piense bien: ¿qué es un patriota de verdad?, ¿con qué ideas se identifica?, ¿qué desea para su patria?

—Yo me limito a defenderla, mi coronel; no me hago esas preguntas.

* * *

A mediados de 1813 la otrora rutilante estrella de Napoleón estaba declinando muy deprisa. Acosado en todos los costados de su Imperio, aplastado por el zar Alejandro en el frente de Rusia y con muchos problemas en España, sus enemigos ganaban posiciones y comenzaban a acorralarlo. El 26 de junio, Metternich, primer ministro de Austria y el más astuto político europeo de ese tiempo, le ofreció la paz a cambio de que cediera a Austria el norte de Italia y de que reconociera la posesión de Polonia por Rusia y parte de Alemania por Prusia. El emperador, pese a que su imperio comenzaba a agrietarse por todos lados, no accedió. Apesadumbrado por las derrotas en España, Napoleón destituyó a su hermano José del mando militar, que entregó al mariscal Soult.

La derrota de Vitoria supuso el repliegue del ejército francés en todos los frentes que continuaban abiertos en España. Permanentemente acosados por las partidas de Espoz y Mina, El Empecinado y de otros cabecillas guerrilleros, los franceses abandonaron Valencia y Zaragoza, de donde se llevaron el tesoro de la basílica del Pilar y cuanto pudieron de otras iglesias y monasterios. En las ciudades que los franceses dejaban atrás se llevaron a cabo algunas persecuciones y asesinatos de los españoles que habían colaborado con los ocupantes. En no pocos casos se disfrazaron de patriotismo meras acciones de venganza personal. No obstante, en los territorios recuperados por el Gobierno español se fueron restituyendo poco a poco la autoridad y el orden.

José I, derrotado y humillado, salió de España; había dejado de ser el rey de un trono del que nunca llegó a sentirse legítimo ocupante. Durante su reinado había intentado ganarse la confianza del pueblo español, y a punto estuvo de lograrlo en alguna ocasión, pero acabó frustrado y derrotado. Nunca pudo entender por qué los españoles preferían a un tipo de la calaña de Fernando VII antes que a un gobernante sensato como él, al que le achacaron defectos que nunca tuvo, como ser borracho, cuando no bebía ni una gota de vino.

Tras el triunfo en Vitoria, y pese al indigno proceder de sus tropas tras la batalla, Wellington, que continuaba airado por el comportamiento de sus hombres, o al menos decía estarlo, decidió que era el momento de dar el golpe de gracia a los franceses en España, y ordenó avanzar hacia Pamplona y San Sebastián. Marqués, mariscal de campo, jefe supremo de los ejércitos británicos en la Península y del español, había reunido tantos honores que podía aspirar a cualquier cosa; nadie le discutiría su autoridad.

Los objetivos inmediatos eran las ciudades de San Sebastián y de Pamplona, donde los franceses habían colocado su nueva línea de defensa, con la esperanza de que el emperador acudiera, ahora sí, en su ayuda, porque a pesar de lo que había ocurrido en la campaña de Rusia, eran muchos todavía los soldados franceses que seguían confiando en que Napoleón sería capaz de conducirlos otra vez al triunfo.

Pese a la victoria, el ejército aliado estaba debilitado. Tras la batalla de Vitoria se ordenó hacer un recuento batallón a batallón, y al sumar todos los efectivos faltaron doce mil hombres. No todos estaban muertos, había también desertores que habían huido con los bolsillos y las mochilas cargados de monedas de oro y de plata. Además, otros muchos estaban enfermos. Los inicios del verano de 1813 habían sido muy húmedos. Desde la batalla de Vitoria no había cesado de llover en el norte de España, y la enfermedad y la fiebre se habían cebado con los soldados, que pese a estar en pleno verano se seguían cubriendo con sus capotes verdes.

Como los franceses se habían fortificado en Pamplona y en San Sebastián y Wellington no disponía de fuerzas para rendir ambas ciudades a la vez, optó por sitiar primero San Sebastián, que estaba defendida por unos pocos miles de soldados franceses al mando del general Emmanuel Rey, un veterano militar de modales groseros que no decía tres palabras seguidas sin introducir entre ellas un taco, una blasfemia o una maldición.

Los franceses estaban bien asentados y habían construido posiciones artilleras avanzadas, y además mantenían la moral firme e incluso la esperanza de que Napoleón acudiría en persona a auxiliarlos.

Tras un potente e intenso bombardeo, los aliados se lanzaron al asalto de los muros de San Sebastián, aprovechando que su artillería había logrado abrir una brecha en la muralla; fue un ataque precipitado y fracasó.

Cuando Wellington recibió la noticia de que San Sebastián había resistido el primer envite, enfureció, y todavía más cuando casi de inmediato le informaron de que el mariscal Soult, ahora comandante en jefe del ejército francés en España tras la destitución de José Bonaparte, había regresado a la Península con las tropas de refresco traídas desde Bayona, con las que había logrado reagrupar de los abundantes restos de los franceses derrotados en Vitoria.

En ese momento, los componentes del Estado Mayor aliado comían en torno a una amplia mesa en la que Francisco de Faria ocupaba uno de los extremos.

—Señores —dijo Wellington—, en Vitoria cometimos un error imperdonable. Vencimos en la batalla pero permitimos que numerosos efectivos enemigos huyeran. Tuvimos al alcance de la mano la oportunidad de dar un golpe decisivo y de atrapar al hermano de Napoleón, a un mariscal de campo y a varios generales, y dejamos escapar esa oportunidad. Tengo encima de mi mesa informes en los que se asegura que el comportamiento de nuestras tropas no fue el que se exige de un soldado. Espero que hayamos aprendido la lección y que hechos como los de Vitoria no vuelvan a ocurrir.

El marqués miró a Faria, que aprobó con un ostensible gesto aquellas palabras.

—Soult puede lanzar una ofensiva contra nosotros, pues dispone de setenta, tal vez incluso de ochenta mil hombres —intervino un general inglés—, pero está condenado al fracaso. Tenemos tropas ubicadas ya en los principales pasos de los Pirineos, los guerrilleros españoles no cesan de acosar a los franceses en toda la región de Navarra y en el norte de Aragón y, lo más importante, sus líneas de suministros son muy débiles y su moral frágil. Esta ofensiva es un farol.

—Pese a ello, general, yo mismo iré al encuentro de Soult —asentó Wellington.

Y así fue. Las tropas de Soult fueron detenidas cerca de Pamplona. Acuciados por la escasez de alimentos, sólo se habían proporcionado a los soldados franceses raciones para cuatro días, la gran contraofensiva diseñada por Soult fue un fiasco; los franceses, carentes de suministros, fueron derrotados.

El cambio de situación de la guerra envalentonó al Gobierno español en Cádiz. El nuevo ministro de la Guerra realizó varios nombramientos, entre ellos el relevo del general Castaños al frente del Cuarto Ejército, y lo hizo sin contar con Wellington, que según lo acordado en Cádiz en el invierno pasado no sólo era el general en jefe del ejército español, sino que todos los nombramientos y reformas debían pasar por su conocimiento y su aprobación.

—Las autoridades de Cádiz han incumplido su palabra —le dijo Wellington a Faria, a quien había convocado para mostrarle su malestar—. Prometieron que cualquier nombramiento tenía que serme consultado, y saben que requiere mi aprobación; en este caso, no lo han hecho.

—El Gobierno está obligado a cumplir la Constitución, mi general —alegó Faria.

—En estos momentos, nuestra única obligación es ganar esta guerra. Y si quiere saber mi opinión sobre esa constitución, me parece que es una insensatez. Ha sido escrita en una situación emocional y política extraordinaria por media docena de iluminados que pretenden aplicar criterios republicanos a un país que no los admite.

—No tiene usted derecho a criticar nuestras leyes, general.

—Claro que lo tengo, sobre todo si esas leyes son un impedimento para ganar esta guerra. Mis soldados están muriendo a miles para que Napoleón no se engulla de un bocado esta tierra, y, entre tanto, sus políticos se pavonean ufanos de haber aprobado unas leyes que, según ellos, podrían aplicarse con éxito en el mismísimo Paraíso.

—La Constitución garantiza derechos…

—Derechos, derechos…, con los derechos no se ganan las guerras. ¿Ha visto a los alaveses, o a los vizcaínos…? ¿Cree usted que estas gentes desean que lleguen a estas tierras esos pretendidos derechos? Aquí no peleamos por derechos, sino por la victoria; eso es lo único que importa, coronel.

—La Constitución ha conseguido que por primera vez los españoles nos consideremos miembros de una nación unida y digna.

—Se equivoca, Faria, se equivoca; eso lo ha conseguido la guerra. Su nueva conciencia de nación se la deben a Bonaparte, no a la Constitución de Cádiz.

* * *

A finales de agosto, derrotado Soult en las estribaciones de los Pirineos occidentales y cortadas las líneas francesas de suministros, Wellington se dirigió a San Sebastián, donde la guarnición francesa resistía tras un mes de asedio.

Allí estaba Faria, con su diezmado pero todavía operativo regimiento de fusileros voluntarios de Andalucía. Varios de sus miembros, incluidos Faria y Morales, habían sido condecorados por su acción en los altos de la Puebla durante la batalla de Vitoria.

En el Estado Mayor se acababa de recibir la noticia de que el 12 de agosto Austria había declarado de nuevo la guerra a Napoleón, a quien el astuto Metternich había acusado de ser un hombre ambicioso, como si toda Europa no lo supiera ya.

Lo que no sabían los soldados franceses que se estaban dejando la vida en España por la gloria de su emperador, era que Napoleón había atesorado en los sótanos del palacio de las Tullerías en París una fortuna de setenta y cinco millones de francos, que guardaba en monedas de oro y de plata en centenares de barrilitos de madera.

San Sebastián fue tomada al asalto el 31 de agosto. Un regimiento de portugueses cruzó el río Urumea, con grandes pérdidas, y propició el éxito del asalto a través de una brecha abierta en las murallas.

Se temía que en San Sebastián ocurriera lo mismo que en Vitoria, y Faria aleccionó a sus hombres para que no cometieran tropelías de ese tenor y para que las impidieran en lo posible. Pero mientras se producía el asalto a San Sebastián, Wellington, enterado de que Soult intentaba socorrer a la plaza, envió a los españoles, incluido el regimiento de Faria, a detenerlo en el Bidasoa, en el alto de San Marcial. Las tropas que participaron en esa batalla estaban integradas únicamente por españoles, que lograron vencer a los franceses, esta vez sin ayuda británica.

Tras la victoria en San Marcial, Faria regresó a toda prisa a San Sebastián. Se temía lo peor. Pese a que Wellington le había dado garantías de que se respetarían los bienes y propiedades de los donostiarras, los soldados aliados se comportaron con la ciudad como conquistadores y no como libertadores.

Cuando llegó al alto de Miraflores, Faria contempló el incendio de San Sebastián. La ciudad estaba siendo destruida por los aliados. Eran las cuatro de la tarde y los soldados británicos y portugueses se habían lanzado al saqueo y destrucción de la ciudad recién conquistada.

El coronel de la guardia de corps y su ayudante, el sargento Morales, entraron en San Sebastián por la brecha abierta en las murallas y lo que presenciaron fue un verdadero catálogo de horrores. Todos los delitos, todas las afrentas, todas las miserias de años de guerra se desataron en la capital de Guipúzcoa. Las calles estaban llenas de cadáveres degollados, las iglesias profanadas y los sacerdotes asesinados, algunos sobre los propios altares de las capillas, las tiendas saqueadas y las mujeres violadas. Las platerías habían sido desvalijadas y las afamadas chocolaterías ardían sin remedio. Algunos niños vagaban entre el humo de los incendios, perdidos en la ciudad, sin referencias.

Faria y Morales, sable en mano, corrían por las calles aunque sin saber a qué atender, intentando evitar las atrocidades. Centenares de soldados, como bestias feroces sin conciencia, se asomaban a las ventanas y arrojaban a la calle muebles, ropas y colchones, que otros apilaban para formar piras a las que prendían fuego. En muchas casas se oían los angustiosos gritos de mujeres que imploraban auxilio mientras eran violadas.

En casa Izamendi, en cuyos bajos había una afamada chocolatería, su propietario, que se había resistido al expolio, había sido colgado por el cuello del cartel que anunciaba el nombre del establecimiento.

Sólo una mujer pequeña, de ojos vivarachos, de pelo blanco y corto, hacía frente a varios soldados franceses con la única ayuda de una pala de obrador de panadero.

Una de las casas de una esquina de la calle Mayor ardía como una tea embreada, y el incendio comenzaba a extenderse por las casas vecinas. A media tarde, el fuego había alcanzado los primeros edificios de la calle de la Escotilla y seguía progresando sin que nadie se preocupara de apagar las llamas. Durante toda la noche, la ciudad continuó ardiendo y al día siguiente el incendio alcanzó las calles del Puyuelo y la plaza Nueva, y un lado de la calle de la Trinidad.

Con ayuda de algunos hombres y varios soldados españoles que llegaron a San Sebastián desde Irún, Faria logró organizar una especie de cuerpo de bomberos que consiguió apagar algunos incendios y evitar que el fuego se extendiera a la otra acera de la calle de la Trinidad.

Mediada la tarde del 2 de septiembre, los incendios comenzaron a remitir. Faria estaba agotado; apenas había dormido en dos días, le dolía la cabeza, sentía vómitos y sus manos estaban casi en carne viva. El sargento Morales, pese a su enorme fortaleza física, no se encontraba mucho mejor.

Tras dos días de destrucción, se impuso la calma. Unas seiscientas casas habían sido destruidas y más de ciento sesenta comercios habían ardido. Centenares de hombres y de mujeres habían sido asesinados y torturados por los aliados, y las violaciones también se contaban por centenares.

Desesperado y ciego de ira, Faria entró en el despacho de Wellington como un ciclón; tras sortear a los guardias de la puerta, se lanzó sobre el marqués.

—¡Maldito carnicero! —le espetó a la vez que lo derribó de un empujón antes de que la guardia pudiera detenerlo.

—¿Se ha vuelto loco, coronel? Lo que acaba de hacer es un acto de alta traición.

Wellington se incorporó estirándose la casaca; Faria ya había sido reducido por cuatro miembros de la guardia del marqués.

—Aquí, la única traición es la que usted ha consentido, maldito canalla. Sus soldados han quemado esta ciudad a propósito, han matado a sus hombres y han violado a sus mujeres. No tiene usted palabra.

—Conténgase, coronel. Ya ha colmado sobradamente mi paciencia.

»Pónganle a este hombre unos grilletes, arrójenlo a un calabozo y manténgalo bien vigilado mientras se prepara el consejo de guerra.

—¡Bastardo! —volvió a gritar Faria antes de que un culatazo de fusil en la boca del estómago lo dejara sin habla.

Luego sintió un golpe seco y contundente en la cabeza, y todo se tornó negro de repente.