Capítulo XXVII

CON el mando único ya en su mano y ratificado por el Gobierno español, Wellington se sintió al fin con plena autoridad, y ante las cautelas que habían mostrado los franceses en su contraofensiva del pasado otoño, decidió responder con una gran ofensiva contra las tropas francesas en España. Tras los primeros meses del año 1813, el ejército imperial estaba maltrecho. La pérdida de más de medio millón de hombres en la campaña de Rusia y la derrota de Napoleón por el zar Alejandro I habían acabado con la leyenda de general invencible que durante más de un decenio había acompañado a Bonaparte. A la vista de estas nuevas circunstancias, se presentaba el momento propicio para el gran ataque, que se fijó para el mes de mayo de 1813, tras las lluvias primaverales de abril. A fines de enero, y como preparación necesaria, se había vuelto a conquistar Ciudad Rodrigo, que los franceses habían ocupado en su ofensiva de 1812.

Faria recibió el mando de un batallón de fusileros voluntarios de Andalucía, y, además, fue asignado como delegado del Gobierno español en el Estado Mayor de Wellington.

Escarmentado por la precipitación de la ofensiva fallida del año anterior, el nuevo despliegue de las tropas aliadas constituyó en esta nueva oportunidad una maniobra brillante. La División Ligera, la unidad de élite de los británicos, avanzó por la región de Salamanca, en tanto el grueso de las tropas cruzó el río Duero mediante dos pontones construidos por los ingenieros ingleses, lo que facilitó un rápido progreso hacia las cercanías de Valladolid.

Sorprendidos por el contundente ataque aliado, José I y el mariscal Jordan, su hombre de confianza, ordenaron la evacuación inmediata de todas las tropas francesas al sur del Duero. Madrid fue abandonada por tercera vez y Valladolid también quedó libre de franceses.

En la retaguardia, los guerrilleros seguían acosando a los soldados franceses; los jefes guerrilleros Espoz y Mina y El Empecinado habían logrado asestar importantes golpes de mano, y en las tierras montañosas catalanas el control que ejercía la guerrilla se extendía por muchas comarcas. Gracias a esas acciones guerrilleras, los franceses seguían sin poder concentrar más allá de cincuenta mil hombres en un solo ejército.

Sin posibilidad alguna de recibir nuevos refuerzos tras la debacle de Rusia e incapaces de concentrar tropas ante el avance aliado y los golpes de mano de los guerrilleros en la retaguardia, José I y el mariscal Jordan decidieron replegarse hasta Burgos, para plantar allí una línea defensiva en la cual poder detener a los aliados.

Un ejército de cien mil hombres, bien equipado, pleno de moral y eufórico, avanzaba por los llanos de Castilla entre los campos verdes de cereales y bajo un tiempo primaveral. A los ochenta mil hombres del ejército angloportugués, el Gobierno español había sumado otros veinte mil procedentes del cuarto ejército, considerado como el más preparado de todos los cuerpos militares españoles. Además, las líneas de aprovisionamiento desde La Coruña y Santander estaban aseguradas, y las espaldas quedaban a cubierto por la retaguardia portuguesa.

Frente a semejante concentración de fuerzas, José I apenas podía oponer cincuenta mil soldados, bien equipados y expertos en la batalla aunque desmoralizados y acosados por los guerrilleros. Sabedores de que el emperador había perdido la guerra en Rusia, eran muchos los soldados franceses que creían que los campos españoles podían suponer la segunda gran derrota de Napoleón, y por primera vez dudaron de su capacidad para conducirlos a la victoria final.

—Se han llevado un enorme botín, coronel —le anunció Morales.

—¿Quiénes?

—Los franceses. Han llegado noticias de Madrid, de Segovia y de Toledo. Se han llevado todo; han desmantelado palacios e iglesias y han cargado centenares de carros con obras de arte, joyas, orfebrería, relicarios, cuadros, libros; todo lo que tenía algún valor ha sido requisado por los gabachos. Huyen hacia Francia con el producto de sus robos y saqueos.

—¿Cómo se ha enterado, sargento?

—Lo acaba de contar un capitán de artilleros en la taberna del acuartelamiento.

Faria escuchó a su ayudante poco antes de entrar en la reunión a la que había sido convocado para un consejo del Estado Mayor en la localidad de Toro, a orillas del Duero. Wellington, que había cumplido cuarenta y cuatro años, la presidía. Vestía su uniforme de campaña de teniente general del ejército británico, con pantalones de color azul oscuro, casaca roja y camisa de seda blanca de cuello alto. Dos docenas de generales y coroneles estaban reunidos para recibir las instrucciones del general en jefe del ejército aliado.

—Señores —comenzó Wellington—, nos encontramos ante los días decisivos de la guerra. Tenemos ante nosotros una victoria fundamental para el futuro de esta campaña, pero hemos de saber conseguirla. Los franceses se han hecho fuertes en Burgos, en torno a su castillo, que está ubicado en lo alto de un cerro que domina la ciudad y su valle; es una posición formidable. Lo más probable es que esperen que carguemos alocadamente contra ellos, persiguiéndoles en su retirada, pero no vamos a hacerlo. Tal como han dispuesto sus defensas, aguardan a que aparezcamos desde el suroeste, pero lo haremos desde el norte. Vamos a dirigir parte del ejército por las montañas del norte de Burgos e intentaremos cortar su retirada en el alto Ebro.

»Para que este plan tenga éxito debemos alcanzar las posiciones indicadas —el marqués señaló varios puntos marcados con banderitas en un gran mapa de la Península— en el plazo de un mes. Para ello nos dividiremos en cuatro columnas, de manera que el enemigo no sabrá por dónde vamos a caer sobre él.

—Un mes parece muy poco tiempo, señor. Nuestro ejército está compuesto por cien mil hombres, es necesario prever el suministro de alimentos y de municiones —alegó uno de los generales.

—Y lo está. Santander permanece en nuestro poder, desde allí y desde La Coruña pueden enviarse suministros al alto Duero en tres o cuatro días, si fuera necesario en situación de emergencia. Si llegara el caso, durante ese tiempo las raciones se reducirán a la mitad.

«Brillante, sí; arriesgado pero brillante», pensó Faria a la vista de la seguridad con que explicaba los movimientos de las tropas el marqués de Wellington.

—Y ahora, señores, al trabajo. Sólo disponemos de un mes, y quiero atrapar a los franceses antes de que crucen el Bidasoa.

La marcha de las cuatro columnas a través de Castilla fue agotadora. Los soldados habían recibido órdenes precisas para que respetaran a la población española, cuya experiencia con los soldados británicos era ciertamente muy penosa; escenas como las acontecidas en Extremadura no podían volver a producirse.

En los primeros días de marcha, la comida no faltó, mas a partir de las dos semanas y media comenzó a escasear. La dieta se redujo a un guiso de judías, habas, nabos, zanahorias y pimientos, aderezado con ajo, aceite y sal. El pan faltaba algunos días, y hubo soldados que protestaron por la escasez de las raciones. Para calmar sus ánimos, en algunas aldeas por las que pasaron, fueron requisadas decenas de tinas de vino, que se repartieron entre la tropa.

Faria se afanó a aleccionar a los hombres de su regimiento. Los fusileros voluntarios de Andalucía combatían hacía ya tiempo contra los franceses y estaban acostumbrados al fuego enemigo, pero no conocían bien sus nuevos fusiles, recién llegados de Inglaterra. Un armero británico se lo explicó a Faria y luego éste transmitió a sus hombres cómo debían disparar con aquellas armas.

—Estos fusiles son capaces de alcanzar los dos mil pasos con viento favorable. En el combate deben proceder del siguiente modo: si se encuentran a cincuenta pasos del enemigo, apunten por encima de sus rodillas; a ciento cincuenta pasos, háganlo al pecho, y a doscientos, a los gorros. Los que tengan buena puntería verán que el disparo es bastante certero a una distancia inferior a los trescientos pasos.

»Apenas tenemos tiempo para practicar lo suficiente, de modo que aprovecharemos los momentos de descanso para realizar ejercicios de tiro y familiarizarnos con estos fusiles; afortunadamente no nos falta pólvora. Quienes dispongan de trabucos, retacos y pistoletes sólo deberán utilizarlos cuando nos encontremos a una distancia inferior a treinta pasos del enemigo; ahí es donde esas armas son eficaces. A más de cincuenta pasos apenas son efectivas. Disparen a matar, porque, si no matan a nuestros enemigos, serán ustedes los muertos; y, cuando entremos en combate, recuerden lo que los gabachos han hecho en muchos pueblos y ciudades, los asesinatos y las torturas, los robos y los saqueos que han cometido.

»Pero no olviden nunca que son soldados españoles y que luchan por la independencia de su patria.

Faria intentó contener la ira que le provocaba el recuerdo de la muerte de Cayetana, pero, al acabar su alocución, se dio cuenta de que sentía una sensación hasta entonces desconocida: era odio.

* * *

José I había dejado Madrid y luego Valladolid. En su retirada hacia el norte, llevaba consigo un enorme cargamento de obras de arte y tesoros en centenares de carros. Los franceses se retiraban procurando que las líneas de abastecimiento de Wellington quedaran más y más alejadas del frente. La primera línea de defensa se plantó en Burgos; parapetada tras las murallas del castillo, la guarnición francesa resistió bien, pero acabó sucumbiendo ante la mayor potencia de fuego y la superioridad de los aliados. José I decidió presentar batalla en Vitoria, a la que rodeó de consistentes fortificaciones, aunque realizadas de manera muy precipitada. El hermano de Napoleón disponía de poco más de cincuenta mil soldados, pues había tenido que emplear algunas divisiones en la defensa de la zona de Levante y en la retaguardia en las escaramuzas contra la guerrilla, sobre todo en Navarra, Aragón y Cataluña.

Por su parte, el ejército aliado estaba integrado por casi setenta mil, pues de los cien mil disponibles, varios miles habían sido enviados al norte de Vitoria en prevención de un posible ataque de unidades francesas en esa zona, en tanto algunos otros contingentes habían sido destinados a proteger las líneas de aprovisionamiento.

El frente norte de la ciudad de Vitoria está protegido por el río Zadorra y la sierra de Arrago, de manera que el ataque aliado llegaría necesariamente desde el suroeste, donde se extienden los altos de la Puebla, una zona de colinas desde las cuales se domina el valle de Vitoria. Cuando llegaron los aliados, se dieron cuenta de que esas alturas estratégicas habían sido fortificadas por los franceses y que su dominio era decisivo para el resultado de la batalla.

El 21 de junio de 1813, Faria y Morales formaban en la división española mandada por el general Morillo, que ocupaba el flanco derecho del ejército aliado. Enfrente se desplegaban las unidades de la vanguardia del ejército francés, que respondieron al avance de los españoles con contundente fuego de artillería. Allí se encontraron con Agustina Zaragoza, la heroína a quien todos conocían como Agustina de Aragón, que se había escapado por dos veces de los franceses y formaba entonces parte de la dotación de una batería de artillería de montaña.

Faria sabía que Wellington los estaba observando, y que de aquel primer envite dependía en buena medida el rumbo del combate, de modo que animó a sus hombres a seguir adelante, pese al intenso fuego de artillería que caía sobre ellos.

Los españoles luchaban bien y mantenían la línea sin fisuras y sin desfallecer, pero el fuego francés era muy intenso y apenas conseguían avanzar. El general Morillo se acercó a primera línea de fuego y alentó a sus soldados hasta que una bala lo alcanzó y lo hirió de gravedad, por lo que tuvo que retirarse.

Entonces, Faria tomó el relevo al mando de la brigada.

—¡Vamos!, disparad como hemos practicado, y adelante, siempre adelante. Ya lo sabéis, los matamos o nos matarán —gritó el coronel, cuya única obsesión era liquidar al mayor número posible de franceses y vengar a Cayetana.

Cruzaron el río Zadorra por un puente que no había sido destruido y avanzaron hacia las colinas de los altos de la Puebla. Las baterías francesas ocupaban una posición dominante, barrían con fuego de metralla el llano y era suicida seguir avanzando.

—Somos pocos para atacar esa posición, mi coronel, y estamos desprotegidos.

—Debemos seguir adelante, sargento. Si logramos alcanzar el pie de las colinas estaremos fuera del alcance de su artillería.

Y siguieron avanzando solos.

Desde su puesto de mando en la localidad de Nanclares, Wellington se dio cuenta de la crítica situación de las tropas españolas de Morillo, y de que, pese al castigo que estaban recibiendo, seguían progresando, aunque muy despacio.

Los españoles consiguieron alcanzar el pie de las colinas de los altos de la Puebla, pero todavía debían ascender hasta la cima y arrojar de allí a los franceses, porque mientras aquella posición estuviera en su poder, la caballería no podría avanzar por el llano hacia Vitoria.

Faria, sable en mano, trepaba por la empinada ladera. Su regimiento estaba recibiendo una lluvia de fuego de mosquetes desde lo alto de la colina; avanzaban despacio y a costa de muchas bajas; si todo seguía así, apenas unos pocos llegarían, si es que lo lograban, a lo alto de la cima.

—No lo conseguiremos, coronel —le dijo Morales.

—Claro que sí; vamos, adelante, adelante.

Los hombres de Faria seguían subiendo con gran esfuerzo y muchas pérdidas. Un reguero de cadáveres y de heridos mostraba bien claro el camino hacia la cumbre.

—¿Cuántos han caído? —le preguntó a Morales.

—Un tercio de la tropa, señor; en algunas compañías casi la mitad de los hombres.

—Estamos cerca, sargento, transmita a los capitanes de todas las compañías que sigan adelante; tenemos la victoria en la mano —ordenó el coronel.

Pero no era tan fácil. Por un momento, Faria dudó al comprobar la carnicería que el fuego francés estaba causando en su regimiento. Miró hacia atrás y vio la ladera de la colina cubierta de cuerpos, algunos se retorcían de dolor, malheridos, sangrantes, otros yacían inmóviles, probablemente muertos. Y entonces, subiendo tras ellos por la colina, vio una marea de «casacas rojas».

Wellington había ordenado al regimiento del coronel Brown que acudiera con sus tropas de infantería angloportuguesa a auxiliar a la brigada española. Faria resopló aliviado cuando miró hacia atrás y vio acercarse a los «casacas rojas», y, a la vista de los refuerzos recién llegados, animó a sus hombres a continuar hacia arriba.

José I, ante el intenso ataque aliado a los altos de la Puebla, decidió reforzar sus posiciones en las colinas, enviando allí más tropas; necesitaba mantener aquella posición, pero para ello dejó desguarnecido el flanco norte, hacia el que Wellington había desplazado a la División Ligera y a la Tercera División, a las que ordenó atacar de inmediato.

La batalla se desató entonces en todos los frentes. Los franceses ocupaban las mejores posiciones, pero eran inferiores en número y su caballería no tenía posibilidades de desplegarse en el llano, de manera que comenzaron a perder terreno.

Las tropas de Faria seguían avanzando y estaban a punto de alcanzar la cima de las colinas de los altos de la Puebla; sobre sus cabezas, las granadas de los franceses pasaban produciendo un ruido como si de un aleteo de aves metálicas se tratara.

El coronel fue de los primeros en alcanzar los parapetos franceses. Los fusileros que los defendían, a la vista de que no podían detener el avance aliado, abandonaron sus posiciones y salieron huyendo. Sin la protección de los fusileros, los artilleros que servían las baterías hicieron lo mismo. Faria alcanzó la primera línea de cañones y observó cómo se retiraban los soldados franceses hacia Vitoria. Varias piezas de artillería francesas quedaron en poder de los españoles, que ondearon sus estandartes anunciando que aquella posición era suya.

Perdidos los altos de la Puebla, el resultado de la batalla de Vitoria estaba decantado. José Bonaparte se dio cuenta de que los aliados estaban a punto de completar el cerco sobre Vitoria, y, antes de que se culminara, ordenó la retirada por el único pasillo que quedaba abierto, en el flanco este. Las tropas francesas huyeron en desbandada, abandonando tras de sí cuanto habían llevado hasta allí en los centenares de carros; cada cual se escapó como pudo, dejando atrás cualquier cosa que pudiera retrasar su huida, por muy valiosa que fuera.

Si en ese momento los aliados hubieran mantenido la calma y la disciplina, todo el ejército francés concentrado en Vitoria habría caído en sus manos, pero ante la desbandada de los franceses, que dejaron abandonados cuantos tesoros habían robado, se desató una verdadera locura entre los vencedores. En lugar de perseguir al enemigo y acabar con él, los soldados británicos y portugueses se lanzaron sobre los carros que contenían los tesoros, procurando apoderarse de ellos. Los regimientos se dividieron, pues mientras unos pocos soldados seguían a sus oficiales en persecución de los franceses, otros se dedicaban al saqueo y a la rapiña.

Y lo mismo ocurrió con las tropas que había enviado Wellington para cercar a los franceses desde el norte. Al llegar ante la ciudad de Vitoria, en vez de cortar la retirada y cerrar el paso en el flanco oriental, se adentraron en las calles de la ciudad y se ocuparon de desvalijar casas, comercios e iglesias.

El campo de batalla, la ciudad y los campamentos franceses se convirtieron en un verdadero manicomio. Mientras los franceses se retiraban sin apenas ser perseguidos, dejando atrás ocho mil bajas, cuando podían haber sido hechos prisioneros los cincuenta mil, los soldados aliados se despreocuparon de la continuación de la batalla y se afanaron en robar los bienes de los vitorianos y de los campamentos, y a destruir cuanto no consideraban de valor.

—Esto es una locura —le dijo Faria a Morales.

—Mire, coronel.

El sargento señaló a varios «casacas rojas» que conducían un carro cargado de cajas de madera repletas de doblones de oro, sobre el que violaban a dos mujeres, mientras un escuadrón del 17.º de húsares pasaba al galope en persecución de varios dragones franceses.

Quinientas mujeres, prostitutas, esposas y amantes, y decenas de niños, hijos algunos de ellos de los oficiales franceses, quedaron abandonados ante la precipitada huida del ejército de José Bonaparte. En la derrota, nadie se había preocupado por ellos, pues cada hombre sólo había pensado en ponerse a salvo cuanto antes.

Aterrorizadas en su carros, muchas de aquellas mujeres fueron violadas y algunas asesinadas por los vencedores.

—¡Suelten a esa mujer! —ordenó Faria en inglés a cuatro «casacas rojas» que tenían sujeta por brazos y piernas a una joven a la que habían despojado de sus vestidos y estaban a punto de forzar.

—No es más que una puta gabacha —dijo uno de ellos.

—He dicho que la suelten —repitió amenazando con su sable a los soldados.

Dos de ellos soltaron a la muchacha ante la contundencia de la orden, pero los otros dos prosiguieron en su intento de violación.

Morales cogió a uno de ellos por debajo de las axilas, lo alzó en vilo y lo lanzó al aire como un pelele. El otro dirigió un puñetazo al sargento, pero éste lo esquivó y le propinó tal golpe en la mandíbula que lo dejó inconsciente.

Los tres que quedaron en pie recogieron al caído y se retiraron maldiciendo a los dos españoles, en busca de una «pieza» más fácil. Faria cubrió a la joven con sus propios vestidos, que le habían sido arrancados de cuajo, e intentó consolarla. Al contemplar su rostro se dio cuenta de que era una muchacha de apenas dieciséis años. De nuevo, la imagen de Cayetana violada en el convento de Sevilla le golpeó las sienes como si le hubieran propinado un martillazo.

Pese a las órdenes que había dado Wellington y a los esfuerzos de algunos oficiales por contener a sus hombres, el saqueo y las violaciones continuaban; unos soldados del 82.º regimiento de la infantería británica, que hasta entonces se habían batido con bravura, se detuvieron de pronto al descubrir una tienda de campaña en cuyo interior se almacenaban varios barriles de coñac, sobre los que se abalanzaron, ávidos de alcohol. Borrachos y deseosos de botín, muchos soldados aliados se estaban comportando como verdaderos bandidos.

Como miembro del Estado Mayor y ante la imposibilidad de detener aquella barahúnda a la que ya se estaban sumando algunos soldados españoles, e incluso los ciudadanos de Vitoria, que salieron de la ciudad para saquear los campamentos franceses mientras a su vez sus casas eran esquilmadas por los soldados aliados, Faria, impotente en medio de aquella orgía de sangre y rapiña, montó en uno de los muchos caballos que trotaban sueltos y sin jinete por el campo de batalla y se dirigió al puesto de mando.

Wellington estaba irritado. Durante años había inculcado a sus hombres la idea de que mantener la disciplina era la única manera de ganar una batalla; no le habían hecho caso ni en el avance hacia Madrid en el verano del año pasado ni luego en la retirada del otoño, y ahora se encontraba con que todas sus instrucciones se habían vuelto a ignorar.

—General, ¿se da cuenta de lo que está ocurriendo? —le preguntó Faria indignado.

—Guarde las formas, coronel, está hablando con un superior.

—No puede consentir lo que está sucediendo ante sus ojos. ¿Qué ocurriría ahora si los franceses se dieran cuenta del caos en el que se ha sumido nuestro ejército y decidieran reagruparse y contraatacar?

—No lo harán; huyen despavoridos hacia Pamplona y hacia la frontera.

A Faria no le faltaba razón. Si en vez de preocuparse tan sólo de huir y ponerse a salvo, José Bonaparte se hubiera percatado de lo que estaban haciendo los soldados aliados y con sus más de cuarenta mil soldados todavía disponibles hubiera dado la vuelta y hubiera lanzado un contraataque organizado, el resultado de la batalla de Vitoria habría sido bien diferente.

—Aplicaremos la disciplina que corresponde… mañana. Hoy es tiempo de victoria.

—¿Victoria?, ¿a esto llama victoria, general? Mire —Faria llevaba de la mano a una niña que había encontrado vagando por el campo de batalla—, y esta jovencita no es la única; hay más niños y más mujeres desamparados. Muchas mujeres están siendo violadas sobre la hierba todavía manchada de sangre de los caídos, tal vez la de sus propios esposos o padres.

»¡Maldita sea, general!, ¿es capaz de castigar con veinte bastonazos a un soldado que deja que se oxide su fusil y no va a detener a quienes se están comportando con tamaña indignidad?

Wellington no respondió; se limitó a mirar a la niña que había rescatado Faria, que lo observaba con unos ojos grandes y asombrados, y a acariciarle los cabellos.

A la mañana siguiente aún continuaban los saqueos, pero a lo largo del día los oficiales lograron hacerse con el control de la situación. Había que recoger y enterrar los cadáveres, habilitar hospitales de campaña para los heridos y recuperar cuanto se pudiera de los tesoros que habían abandonado los franceses.

Buena parte del botín que había reunido José I fue recuperado. Wellington inspeccionó junto con Faria, que actuó como delegado del Gobierno español, lo que se había recuperado a los franceses. El botín era extraordinario: ciento cincuenta y dos cañones, centenares de cajones de artillería, armas de todo tipo, decenas de unidades de material militar, uniformes, alimentos, incluso los equipajes personales del rey José I, libros, planos, centenares de cuadros, ornamentos religiosos, vajillas, cajas llenas de monedas, de joyas, oro y plata por valor de varios millones de francos, documentos… La gloria sólo es para los vencedores. Tras la batalla de Vitoria, Wellington fue ascendido a mariscal de campo por el Gobierno de Londres, y su grandeza y sus hazañas se equipararon con las del almirante Nelson, el vencedor en Trafalgar, hasta entonces el mayor de los héroes británicos.