Capítulo XXVI

HACÍA varios meses que Francisco de Faria no tenía noticias de Cayetana. Le había enviado varias cartas al convento de Sevilla, donde suponía que estaba a resguardo de la guerra, si es que en aquella guerra podía haber algún lugar en el que mantenerse a salvo, pero no había recibido ninguna respuesta a sus misivas; claro que tampoco estaba seguro de que hubieran llegado siquiera a manos de su amada.

Estaba muy preocupado, pero conocía bien a Cayetana y sabía que era una mujer capaz de arreglárselas sola. En más de una ocasión había intentado ir hasta Sevilla, tan cerca de Cádiz, pero el bloqueo francés y sus misiones entre los guerrilleros se lo habían impedido hasta entonces.

Solicitó permiso a sus superiores para visitar su hacienda de Castuera, alegando la necesidad de atender a su conservación, pero en realidad lo que pretendía era ir a Sevilla, ahora que se habían marchado los franceses, en busca de Cayetana. El ministro de la Guerra le concedió un mes de permiso, con la orden de incorporarse tras ese período al Estado Mayor del marqués de Wellington, su nuevo destino.

En realidad, a Faria su hacienda de Castuera no le importaba demasiado. Para él habían pasado los viejos tiempos en los que los señores sometían a los campesinos e imponían su voluntad mediante la horca y el cuchillo. Con la Constitución de Cádiz aquellas viejas prácticas habían quedado erradicadas. La época en la que los nobles y la Iglesia eran los únicos propietarios de las tierras del sur estaba cambiando. Debido a diversas leyes y decretos de desamortización, parte de la propiedad eclesiástica, e incluso de la nobiliaria, estaban pasando a manos de ricos propietarios burgueses, que compraban fincas para explotar mejor sus recursos agrícolas y ganaderos.

Faria salió hacia Sevilla acompañado de su inseparable ayudante, el sargento Morales. En el camino atravesaron los campos de viñedos de Jerez, que los ingleses ambicionaban para comerciar sus excelentes caldos, y el borde oriental de las marismas del Guadalquivir. Por todas partes podían apreciarse los restos de la precipitada retirada del ejército francés. Dos días y medio después de salir de Cádiz llegaron a Sevilla.

Se dirigieron de inmediato al convento de Santa Clara, en la zona norte de la ciudad. Francisco le había dicho a Cayetana que, cuando llegara a Sevilla, se dirigiera a ese convento porque la familia Faria era benefactora del mismo desde el siglo XVII. Hasta que comenzó la guerra contra el francés, los Faria enviaban todos los años desde Castuera una donación consistente en cien reales para la fábrica del convento, e incluso alguna muchacha de la familia había profesado allí en otras épocas como novicia, aportando en esas ocasiones suculentas dotes.

Pese a que todavía era invierno, Sevilla lucía una luz y un calor propios de la primavera. La ciudad estaba marcada por las huellas de la larga ocupación francesa, y sobre todo por el daño que ésta había causado poco antes del abandono de su guarnición. Los arrabales de la ciudad, donde los franceses habían construido fábricas de armas y de munición, estaban arrasados, pues antes de marcharse de allí lo habían destruido todo.

El convento de Santa Clara estaba formado por un conjunto de edificios en torno a un amplio jardín, donde se levantaba una torre que llamaban de don Fadrique, y a un claustro rematado con una galería de arcadas. Sus paredes y sus techos estaban alicatados con azulejos sevillanos en tonos verdes, amarillos y azules, y algunas zonas estaban decoradas con abigarradas yeserías de estilo morisco.

Los recibió la hermana clavera, que al principio mostró ciertas reticencias hacia los dos soldados, pero que cambió enseguida de actitud cuando Francisco se identificó como conde de Castuera.

—Buenos días, hermana, me gustaría poder hablar con la priora del convento; creo que hace tiempo que mi prometida está aquí. Le he escrito varias cartas, aunque no he recibido respuesta alguna. Debido a esta guerra, no he podido personarme antes.

—Sea usted bienvenido, señor conde. Su familia ha sido siempre muy generosa con esta congregación, y esperamos que una vez acabada la guerra siga colaborando con sus donativos, que nos harán mucha falta para proseguir manteniendo el culto a Nuestro Señor. Ruego a su excelencia que pase y aguarde a nuestra madre superiora. La avisaré enseguida.

Tras unos minutos de espera, apareció la madre superiora de Santa Clara, una mujer de unos sesenta años, alta y delgada, de porte aristocrático. Tenía los ojos tristes y la mirada ausente, como la de la hermana clavera.

—Señor conde, nos alegra mucho su visita a nuestra humilde casa. Es un honor para nosotras contar con su presencia; ya sabe que las relaciones de este convento con la casa condal de Castuera son muy estrechas desde hace siglos. No pasa un solo día sin que recemos una oración por el conde y por su familia.

—Muchas gracias, madre. Ya sé que hace cinco años que no reciben el donativo, pero comprenderán que con esta guerra ha sido imposible. Espero que en cuanto se recobre la normalidad, mi administrador reanude nuestra tradicional contribución a la fábrica del convento.

—Que así sea, señor conde, porque tendremos mucha necesidad.

—Madre, la razón de mi visita es personal. Hace tiempo, tras la invasión de los franceses, tuve que separarme de mi prometida. Fue en Toledo, hace ya tres años. Los franceses nos pisaban los talones y le pedí que se dirigiera a Sevilla y acudiera a este convento. Se llama Cayetana, Cayetana Miranda. ¿Sigue aquí?

La madre superiora bajó la mirada, cruzó las manos sobre el pecho y suspiró.

—Lo siento, señor conde, Cayetana murió hace unos meses.

Faria no supo reaccionar. Tenía su sombrero en la mano y se le cayó al suelo. El sargento Morales se apresuró a recogerlo.

—¿Ha…, ha muerto? —balbució Faria.

—Sí, fue una pena. Era una muchacha extraordinaria.

—¿Cómo ocurrió?

—Fue terrible, señor conde; le ruego que me evite recordar aquellos días. Sufrimos mucho.

—Necesito saberlo, madre; se lo ruego…

—No le gustará escuchar lo que sucedió.

—Lo aguantaré.

—Esta congregación soportó la ira del demonio. Cayetana vino a nosotras a fines de 1809 y se presentó como la prometida del conde de Castuera, uno de nuestros benefactores, como bien sabe usted. Nos entregó una bolsa con muchos doblones y nos dijo que el conde, su prometido, le había dicho que acudiera a este convento en busca de refugio. La acogimos con agrado y enseguida se convirtió en una más de nosotras. Fue la mejor enfermera y la más abnegada, y trabajó sin descanso. No le importaba la identidad, la nacionalidad o el cargo de los enfermos a su cuidado; le daba igual que fuera un militar francés o uno español, un oficial o un soldado sin graduación. A todos los trataba con la misma delicadeza.

—Su muerte, madre, su muerte, ¿cómo ocurrió?

—Al principio de la ocupación francesa nos trataron bien. Los franceses estaban contentos en Sevilla; el rey José había sido recibido con grandes muestras de alegría por la población y la convivencia con ellos fue amena, e incluso agradable en ciertos casos. Los militares franceses dejaban mucho dinero en las tiendas y las posadas de Sevilla, respetaban a las mujeres y no agredían a los hombres. Pero este pasado verano cambió todo.

»Un día llegó a Sevilla la noticia de que los franceses habían sido derrotados en Salamanca, y se extendió el rumor de que un enorme ejército hispanobritánico se dirigía hacia aquí. Y entonces todo el mundo pareció volverse loco. Cuando llegó la orden de evacuación, los franceses decidieron llevarse todo lo que de valor pudieran encontrar. Nuestro convento fue asaltado una tarde de verano, antes del ocaso. Recuerdo que la mayoría de las hermanas había acabado la oración y disfrutaba del frescor del claustro. Entonces, el silencio del convento fue roto con un gran estruendo. Oímos una explosión, luego comprobé que habían volado la puerta con una granada, y a los pocos instantes apareció en el claustro la hermana clavera, corriendo y gritando; estaba horrorizada. Tras ella aparecieron varios soldados franceses, con sus fusiles en las manos, riéndose y cantando. Creo que estaban borrachos. Las hermanas se asustaron mucho y yo me interpuse en su camino e intenté calmar a aquellos hombres, recordándoles que ésta era la casa de Dios y que debían respetarla. No me hicieron ningún caso. Tenían los ojos vidriosos por el efecto del vino y se comportaban como salvajes sin razón. Uno de ellos me miró con desdén y me dio un fuerte empujón que me lanzó contra la pared del claustro.

»“Oro, plata, joyas, ¿dónde están?”, repetían en actitud cada vez más violenta. Algunas hermanas fueron tocadas, manoseadas y sobadas por aquellos brutos. Cayetana salió en su defensa…

—¿La… violaron?

—No eran hombres; estaban poseídos por el demonio y la lujuria. Nos arrancaron los hábitos, nos dejaron a todas desnudas y entonces eligieron a las más jóvenes y hermosas y las llevaron a las celdas. A las mayores nos encerraron en una capilla, y a las jóvenes las golpearon, las insultaron… y las violaron. Luego saquearon el convento y se llevaron todo lo que tenía algún valor. Cuando se marcharon y pudimos salir de la capilla, corrimos hacia nuestras hermanas. Habían matado a diez, las que se habían resistido, y habían violado a todas. Desde ese día rezamos un rosario en su recuerdo cada amanecer y esperamos que Jesucristo las haya confortado en el cielo.

La madre superiora se cubrió el rostro con las manos y lloró amargamente.

—Lo siento, madre, y como soldado lamento no haber podido estar aquí para impedirlo. ¿Qué fue del cuerpo de Cayetana?

—Todas las hermanas asesinadas, incluida Cayetana, están enterradas en la capilla.

Faria hubiera maldecido a Dios allí mismo, pero el dolor que atormentaba a la madre superiora y el que aquella mujer siguiera creyendo en Cristo tras lo que había vivido, hizo que se contuviera.

—¿Puedo ver su tumba?

—Claro, señor conde. Acompáñenme, por favor.

Las hermanas asesinadas habían sido enterradas en una capillita anexa al claustro. Una lamparilla se mantenía encendida sobre una pequeña palmatoria. Morales se santiguó ante las tumbas.

—Ahí está; no tiene lápida todavía.

A Faria le temblaron las rodillas. Dentro de un ataúd, encastrado en la pared de aquella capilla, yacía el cuerpo de Cayetana, la mujer a la que tanto había amado.

—Gracias, madre, y siento de veras lo ocurrido. Nunca debió suceder semejante calamidad. Esos asesinos serán castigados.

—Dios lo oiga, señor conde. Por cierto, Cayetana dejó algo para usted; si me acompañan…

La madre superiora los condujo hasta su celda y les rogó que esperaran en la puerta. A los pocos instantes salió con una bolsita de tela y un sobre cerrado.

—¿Y esto?

—Me lo confió Cayetana. Me dijo que si le ocurría algo, se lo hiciera llegar. No me ha sido posible hacerlo hasta ahora.

Faria abrió la bolsa y sacó de ella un reloj de oro. Al observarlo se dio cuenta de que era el mismo reloj que su padre le entregara cuando lo envió a Madrid para servir en la guardia de corps, el que Cayetana le había robado en su fugaz encuentro en aquel patio de Madrid, hacía ya nueve años, cuando Cayetana, a la que entonces no conocía, lo engañó y le robó su reloj de oro y una bolsa con monedas.

Luego abrió el sobre; en su interior había una carta:

Si algún día lees esta carta, yo ya no estaré aquí. La escribo poco antes del anochecer de un caluroso día del verano de 1812. Los franceses están muy inquietos porque aseguran que un gran ejército inglés y español se dirige hacia Sevilla para recuperar la ciudad. Parecen muy enfadados y nerviosos y se comportan con bruscos modales, que hasta ahora no habían mostrado. Intuyo que algo grave puede ocurrir. En una bolsita, le dejo a la madre superiora un reloj de oro, tu reloj de oro. Te lo robé en Madrid y luego lo empeñé en Toledo, antes de que volviéramos a encontrarnos en Cádiz y me reconocieras por aquella aguja de perlas en el pelo. Pude recuperarlo cuando estuve en Toledo, nada más separarnos la última vez, y espero que llegue a tus manos, como también espero que algún día lo haga mi corazón, porque te echo mucho de menos. No sé si serán verdad esos rumores que cuentan los franceses, pero si lo son, anhelo que en ese ejército libertador vengas tú, y que pronto podamos volver a estar juntos. Y si tú también lo quieres, me gustaría que una vez acabada esta guerra no tuviéramos que separarnos jamás. Dicen que en América se está construyendo un nuevo mundo donde todos los hombres son iguales y tienen los mismos derechos. Ojalá pudiera vivir en un mundo así contigo.

Te quiere,

CAYETANA

Salieron del convento y Faria estalló al fin. Morales tuvo que consolarlo y sujetarlo para evitar que se derrumbara.

—Vámonos —dijo.

—¿Adónde, coronel? —le preguntó Morales.

—A matar franceses, a matar a todos los franceses.

* * *

Antes de cumplir sus deseos de venganza, Faria se dirigió a Castuera. Al contemplar de nuevo sus tierras, sintió una amargura profunda. Durante todo el camino desde Sevilla a Extremadura había venido rumiando su dolor. A la vista de los campos extremeños, aquéllos por los que había soñado pasear alguna vez con Cayetana, sintió que su vida había quedado vacía.

Se dirigieron a la hacienda y descabalgaron a la puerta de la casa solariega de los Faria. Parecía abandonada. Todo cuanto alguna vez hubo de valor había sido saqueado, quién sabe si por los franceses, por los ingleses, por los portugueses o por los propios castueranos. Todos los muebles, los utensilios domésticos, las lámparas y las cortinas habían desaparecido. En la biblioteca, que en su día contuviera cinco centenares de libros, reunidos por los condes de Castuera a lo largo de casi tres siglos, no se conservaba ni un solo ejemplar.

—Esto es cuanto queda de mi casa, Isidro —se lamentó el conde a la vista de aquella desolación.

—Lo siento, mi coronel.

—Lo que más lamento es la pérdida de la biblioteca. Los nobles españoles no suelen ser muy dados a los libros, pero mi abuelo y mi padre amaban la lectura. Había allí obras impresas en el siglo XVI, libros de Cervantes, de Quevedo, de Calderón…, crónicas de la historia de España, biografías de los grandes conquistadores extremeños, Hernán Cortés, mi antepasado Francisco Pizarro, Pedro de Valdivia… Quién sabe dónde estarán ahora. Tal vez adornen el salón de algún general francés, o sean polvo de ceniza.

—¿Sólo le importan los libros, mi coronel?

—Sin Cayetana, apenas nada tiene interés para mí. ¡Maldita guerra, maldita guerra…! —el conde se lamentó golpeando con los puños las paredes desnudas de la estancia que otrora fuera la biblioteca.

—¡Señor, señor! —unas voces alertaron a Faria y Morales.

—¿Quién es? —preguntó Faria.

—Soy yo, señor, vuestro capataz. Un vecino ha venido a decirme que había visto entrar en palacio a dos hombres. Me acerqué y, al ver los caballos con la silla del ejército español, he supuesto que teníais que ser vos.

—Viejo amigo, ¿cómo te encuentras?

—No muy bien, don Francisco, pero sobrevivo.

—¿Quién ha hecho esto?

—Todos, señor. Primero fueron los franceses quienes se llevaron los muebles, luego los ingleses y los portugueses. No pude hacer nada, señor conde.

—No te preocupes, no iba a pedirte que te enfrentaras tú solo a una división de «casacas rojas» o a un escuadrón de húsares franceses.

»¿Y el ama de llaves?

—Murió hace un año; la enterramos en la iglesia de Santa María Magdalena.

—¿Queda alguna cosa más?

—No queda nada, señor. Sólo estas paredes y los campos. Demolieron el molino y quemaron los pajares. Unos y otros se llevaron también el ganado, las carretas, el trigo, el aceite…, todo, robaron todo.

—Eso ya no importa.

—Os quedan las tierras, señor. Se pueden volver a poner en cultivo, se pueden volver a criar animales. Esta hacienda volverá a producir trigo, y aceite, y queso, y turrón. ¿Lo recuerda, señor? Cuando vivía vuestro padre, aquí se hacía el mejor turrón de Extremadura. Algún día acabará esta guerra y habrá que volver a vivir.

—¿Sigues llevando esos libros de cuentas?

—Hace casi dos años que no hay nada que apuntar en ellos; los últimos ingresos los hice en el banco de San Carlos, pero los franceses lo requisaron todo.

—Será necesario tener copia de esos ingresos para reclamar en su día las correspondientes indemnizaciones, si hubiera lugar a ellas.

—Guardo todos los papeles en mi casa. El archivo de palacio ha sido destruido, lo quemó una partida de soldados borrachos, creo que eran ingleses. Por fortuna, yo había llevado a mi casa algunos documentos; me pareció que allí estarían más seguros.

—Ya resolveremos eso; y en cuanto a las tierras, mi deseo es venderlas a los campesinos.

—¿Venderlas?

—Sí, y por un precio que sea asequible. ¿Cuántas familias pueden vivir de ellas?

—Cincuenta, tal vez sesenta.

—En ese caso, haz cincuenta lotes iguales y ofréceselos a los campesinos que las hayan cultivado como jornaleros.

—Pero no podrán comprarlas, no tienen dinero para hacerlo.

—Si vendemos cada parcela a un real, sí.

—¿Un real? ¡Un real por cada una de las cincuenta parcelas!

—Sí, un real.

—¿Y el palacio?

—En cuanto a esta casona, la conservaré. Habrá que hacer algunas reformas y comprar muebles. ¿Cuánto dinero había en el banco de San Carlos?

—Cerca de cincuenta mil reales.

—Serán más que suficientes.

—Pero hasta que no acabe la guerra no podréis disponer de ellos, si es que queda algo entonces.

—No hay prisa. Dispón todo lo necesario para hacer las adjudicaciones de lotes y envía dos mil reales al convento de Santa Clara de Sevilla.

El sargento Morales asistía atónito a lo que estaba haciendo Faria.

—¿Se da cuenta de que está regalando todas sus tierras, coronel?

—No; las estoy devolviendo a quienes debieron ser sus legítimos dueños. Durante los últimos siglos, todos estos parajes han sido propiedad de la Orden de Alcántara y de mi familia, que ha mantenido decenas de pleitos a lo largo de la historia con los frailes. ¿Y sabe quién ha perdido siempre?, estos campesinos. Va siendo hora de que les devolvamos lo mucho que les debemos.

En una semana se hicieron todos los lotes y se vendieron, por un real cada uno de ellos, a las familias de los campesinos que durante generaciones habían trabajado esas tierras. En enero, las Cortes de Cádiz habían aprobado una ley por la cual se podía parcelar y reducir la propiedad privada de terrenos propios, especialmente sobre tierras de realengo y sobre tierras baldías.

Fue el propio Faria quien reunió a sus antiguos aparceros y quien les fue entregando personalmente sus certificados de propiedad. A algunos los reconoció por el rostro, otros le sonaban por el apellido, pero sólo en ese momento se dio cuenta de que nada sabía acerca de las vidas de aquellas gentes, cuyo sudor había cimentado durante siglos la fortuna de los Faria.

Acabado el reparto de los lotes y ante la mirada atónita de los beneficiarios, que suponían que la guerra había trastornado al conde, Francisco de Faria ordenó cerrar el palacio asegurando los dos grandes portones y las ventanas.

Una vez dispuesto todo aquello, marchó al encuentro de Wellington, a cuyo Estado Mayor tenía orden de incorporarse.