BASTABA seguir el rastro de cadáveres abandonados en los bordes de los caminos, el humo de las casas quemadas y los restos de los saqueos indiscriminados para perfilar la ruta de la retirada de los aliados hacia Portugal.
Los británicos habían fracasado en su intento de echar de España a los franceses y culpaban de ello a los soldados españoles, a los que acusaban de falta de disciplina, de incompetencia en el campo de batalla y de escaso vigor en el combate. Por su parte, los españoles imputaban a los británicos que actuaban como verdaderos enemigos, que robaban, violaban y mataban cuanto podían y que destruían las instalaciones productivas españolas sin que ello fuera necesario. Habitualmente, muchos soldados británicos estaban tan borrachos que tras la batalla no distinguían a los enemigos de los aliados.
Así, la desconfianza entre los coaligados, tras las semanas de euforia en la efímera reconquista de Madrid, era máxima, y Wellington se dio cuenta de que o alcanzaba un acuerdo con las autoridades españolas o el contraataque lanzado por José I y el mariscal Soult acabaría arrojando al océano a las tropas británicas y ocupando toda la Península.
Durante la retirada, a Francisco de Faria le hubiera gustado pasar por Castuera y poder visitar su hacienda, de cuyo estado hacía meses que nada sabía, pero los franceses les pisaban los talones y se retiraron hacia Lisboa por el norte de Extremadura.
La desbandada de los aliados era tal que los soldados no obedecían a sus superiores; nadie organizaba la retirada, nadie era capaz de poner orden en aquella vorágine de hombres huyendo, nadie tenía autoridad para evitar los saqueos y las matanzas. Algunas aldeas, ya muy castigadas por los años de guerra, volvieron a ser destruidas y arrasadas; los soldados buscaban con desesperación cualquier cosa de valor, incluso abrían las tumbas en las iglesias para buscar anillos o pendientes que pudieran llevar los cadáveres, y destrozaban tinajas de barro y tinas de madera para robar hasta la última gota de vino o de aceite.
Cerca de Plasencia, Faria y Morales se toparon con los supervivientes de una compañía de soldados españoles que huían de manera desordenada hacia el oeste. Eran poco más de cincuenta y no había ningún oficial al mando; más que una tropa regular, parecía un muestrario de espectros recién salidos del averno.
—¿Cuál es vuestra unidad? —les preguntó Faria.
—Ya no existe —respondió uno de ellos.
—¿Quién ostenta el mayor rango entre vosotros?
—Aquí no queda ningún oficial, todos han huido; como tenían caballos, han podido escapar más deprisa que nosotros.
—En ese caso, éste será el núcleo de una nueva agrupación de tropas. Iremos a Badajoz; allí mantendremos una nueva línea de defensa.
—Es inútil, los franceses nos barrerán como al polvo.
—No mientras podamos luchar. Vamos, sois soldados, no vagabundos, de manera que comportaos como tales. Adecentad en lo posible vuestros uniformes, recoged vuestras cosas y formad en columna de a dos —ordenó Faria.
Los soldados lo observaron como si se tratara de una aparición fantasmal.
—¡Vamos!, ya habéis oído al coronel, formad en columna de a dos —gritó Morales con los brazos en jarras, imponiendo su enorme corpachón.
La mayoría obedeció, aunque algunos dudaron.
—Estamos enfermos y heridos —dijo uno de los que habían permanecido inmóviles.
—¿Alguno de vosotros no está en condiciones de caminar? —preguntó el sargento.
Sólo uno levantó la mano.
—Los que estén enfermos que se sitúen al final de la columna, y tú —indicó Faria al que había alzado el brazo—, sube a mi caballo.
Una vez formados, el aspecto de la columna era realmente desolador. Ninguno de aquellos hombres mantenía su uniforme completo; iban mal calzados, algunos apenas con unas suelas de cuero sujetas con unos trapos y cuerdas a los pies, y ni siquiera la mitad conservaba su fusil.
—Formada la compañía, señor —anunció Morales.
—Pues adelante, a Badajoz —ordenó Faria.
Si hubiera tenido que contarlo, no hubiera sabido cómo, pero Faria y el sargento Morales llevaron a aquellos hombres, a los que en el camino se unieron otro medio centenar, hasta Badajoz, donde se había establecido de nuevo la línea de defensa aliada.
Consciente de que si los franceses intensificaban su ofensiva la guerra estaría perdida, Faria decidió regresar a Cádiz, a donde también se había dirigido Wellington.
* * *
Los últimos días del otoño de 1812 no fueron tan húmedos en la mitad sur del país como solían, de modo que los caminos no quedaron anegados de barro, lo que facilitó el avance francés hacia Portugal, pero también el repliegue de los aliados.
Tras el brillante inicio de la campaña, en la que había llegado hasta Burgos y Madrid, Wellington había sido humillado por José I y el mariscal Soult, que le habían obligado a replegarse. El comandante en jefe de las tropas aliadas achacaba su derrota a la actitud de los españoles, a los que no tenía en buena consideración como soldados, sin querer reconocer sus manifiestos errores estratégicos y la crueldad de sus soldados para con los paisanos españoles, lo que provocaba un rechazo de la población española hacia los británicos, a los que no estimaba como aliados, sino como enemigos, incluso peores y más dañinos que los propios franceses. Convencido de que era imprescindible recuperar la amistad y la confianza del Gobierno español y acabar con el recelo mutuo entre aliados, se presentó en Cádiz con un listado de propuestas y nuevos planes, que previamente habían sido autorizados por el Gobierno de Londres.
El ministro de la Guerra lo recibió en la ciudad de las Cortes y escuchó atento las peticiones de Wellington. Faria también había llegado desde Extremadura, atravesando la sierra de Huelva y dirigiéndose después hacia el sur de Portugal; en Ayamonte embarcó con el sargento Morales en una barca de pescadores que suministraba pescado fresco a los gaditanos un par de veces por semana.
Al poco de llegar se enteró de que Wellington había desembarcado y se encontraba en Cádiz exigiendo condiciones al Gobierno. Faria no podía perder tiempo y se presentó de inmediato en el Ministerio de la Guerra. El ministro, José María de Carvajal, lo recibió enseguida.
—Me alegro de volver a verlo, coronel. Se está convirtiendo usted en una verdadera leyenda.
—Sólo intento que mi país recupere su independencia, señor ministro. Le agradezco que me haya recibido tan pronto.
—Usted dirá —el ministro aspiró el humo de un puro que sujetaba entre los dedos de la mano izquierda.
—Se trata de Wellington. Me han contado que se encuentra en Cádiz.
—Sí, así es. Llegó hace tres días. Nos hemos entrevistado en un par de ocasiones. Quiere saber hasta dónde llega su capacidad real de mando sobre nuestros ejércitos.
—El Gobierno lo nombró comandante en jefe.
—Sí, pero no está contento de cómo lo han asumido nuestras tropas y nuestros generales. El general Ballesteros, por ejemplo, no está conforme con que sea un extranjero quien ostente el mando supremo del ejército español, y ya sabe que Ballesteros es considerado un verdadero héroe por muchos de sus compañeros de armas.
—No me extraña que haya recelos hacia Wellington.
—¿Por qué dice eso?
—Los soldados británicos a su mando se están comportando como bandidos. Los campesinos de Castilla o de Extremadura son testigos de sus actos criminales. Cuando avanzamos hacia Madrid durante el pasado verano, en vez de actuar como libertadores de los pueblos que íbamos librando del dominio francés, lo hicieron como ladrones, y ha sido mucho peor la retirada de este otoño. En el camino entre Madrid y Extremadura he visto lo que han hecho los «casacas rojas». Le puedo asegurar, señor ministro, que si regresan por ahí, los campesinos que queden vivos no van a ver en ellos a sus libertadores, sino a verdaderos bandoleros disfrazados de soldados.
—Sí, conozco cuál es la situación; dispongo de algunos informes al respecto, coronel. Pero sabe bien que no tenemos alternativa; sin la ayuda de los británicos, estamos perdidos. Los necesitamos.
—Lo sé, señor ministro; el Gobierno debería conminar a Wellington a poner fin a los desmanes de sus soldados, o, en caso contrario, serán considerados como enemigos.
En ese momento entró el secretario del ministro anunciando que acababa de llegar el marqués de Wellington.
—Lo esperaba un poco más tarde, pero aquí está de nuevo.
—Le ruego que tome en consideración lo que le he dicho, señor ministro.
Faria saludó y se dispuso a salir del despacho, pero Carvajal lo retuvo.
—Un momento, coronel. ¿Usted habla inglés?
—Lo entiendo y puedo mantener una conversación.
—Quédese.
—¿Es necesario?
—Wellington tendrá más cuidado si hay un testigo.
El marqués entró en el despacho. En su rostro severo y afilado se dibujó una mueca de sorpresa al ver allí a Faria.
—Señor ministro.
—Buenos días, marqués; ya conoce al coronel Faria. Los dos soldados se saludaron con cierta distancia.
—A sus órdenes, general —dijo Faria en inglés.
—Me alegra volver a verlo, coronel.
—Gracias, señor; lo mismo digo.
—Por lo que veo, ha logrado salir sano y salvo.
—Conseguí llegar hasta Badajoz con lo que quedaba de una compañía de soldados españoles.
—Usted siempre se las arregla bien solo.
—Sí, señor, me he acostumbrado a hacerlo.
—Amigos —terció el ministro—, sentémonos, por favor. Wellington miró al ministro como pidiendo explicaciones por la presencia de Faria.
—¿El coronel se queda? —preguntó.
—Es mi asesor personal; espero que no le importe —dijo el ministro.
—No, claro que no, en absoluto.
—En ese caso, usted tiene la palabra, excelencia.
Wellington era un tipo arrogante y bronco. Su carácter autoritario y sus modales altivos no lo hacían precisamente simpático.
—Como le dije ayer, la única manera de ganar esta guerra es mediante la unificación de todas las fuerzas aliadas bajo un mando único.
—Usted ya es el capitán general de todas las tropas británicas en la Península y de todas las españolas; tiene el mando supremo.
—Sí, su Gobierno me lo ha otorgado, pero no he podido ejercerlo en plenitud, y por ello no ha resultado eficaz.
—¿Tiene quejas?
—Algunos de sus generales discuten mi autoridad.
—¿Y cuál es su propuesta?
—No es una propuesta, señor ministro, sino una condición.
—Dígame.
—O se acepta mi total autoridad militar sobre el ejército español y se someten a ella todas las autoridades civiles y militares, o me veré obligado a dimitir como comandante en jefe del ejército español, y me limitaré a cumplir lo que ordene el Gobierno de su majestad Jorge III.
—Eso parece un ultimátum.
—Lo es, señor ministro. Mi cuartel general debe tener la última palabra y allí se tomarán todas las decisiones que competan a la marcha de esta guerra, y en ello incluyo el control del presupuesto y la ejecución del gasto.
—¿Qué opina usted, coronel?
—Hace menos de un año, los representantes del pueblo español aprobaron en esta misma ciudad una constitución que está en vigor, y lo está a pesar de la guerra. La Constitución no puede ser violada, ni siquiera por el Gobierno. La sumisión del poder político al militar supone quebrantar la ley.
Wellington miró a Faria con cierto desdén, traqueteó con los dedos sobre la mesa y endureció su gesto apretando las mandíbulas.
—Estamos en guerra, señores. Y ésta es una situación extraordinaria. Mi autoridad para dirigir la guerra requiere que todos los recursos de este país queden supeditados al poder militar —dijo Wellington.
—Nuestra Constitución es muy joven, excelencia; si el Gobierno la quebranta nada más nacer, los españoles no volverán a confiar en la política jamás. Sí, estamos en guerra y eso es terrible, pero ¿incumpliría su excelencia las leyes británicas si la situación lo requiriera, aun, como sostiene usted, en caso de guerra? Es más, ¿le consentiría su Gobierno que lo hiciera?
—No es lo mismo, coronel.
—Lo es, señor. Yo juré la Constitución, y no quisiera convertirme en un perjuro a las primeras de cambio, ni me gustaría que mi gobierno lo hiciera.
—Lo primordial es ganar la guerra.
—Si violamos la Constitución, habremos perdido una guerra todavía más importante.
—Esta decisión es crucial. Como ministro de la Guerra no puedo tomarla yo solo; debo consultarla con el resto del Gobierno, pues además excede de mis estrictas competencias.
Faria se retiró de la reunión con el convencimiento de que Wellington conseguiría lo que se había propuesto.
Y así fue. El marqués británico recibió plenos poderes a fines de diciembre para que pudiera reformar el ejército español a su criterio, lo que hizo de inmediato, reduciendo los siete cuerpos de ejército existentes hasta entonces a cuatro y reestructurando los mandos y las divisiones.
Pero lo más decisivo, aquello por lo que Faria había intervenido aludiendo al espíritu de la nueva Constitución, llegó a principios de 1813. El 6 de enero el Gobierno decretó la sumisión de las autoridades civiles a las militares, en tanto se mantuviera el estado de guerra. Aquella decisión, forzada por las presiones de Wellington, suponía dejar el poder efectivo del reino de España en manos de un extranjero, como era el marqués de Wellington, súbdito además del rey de Inglaterra. Y pese a todo, el marqués no se fue de Cádiz del todo satisfecho.