Capítulo XXIV

WELLESLEY había recibido el nombramiento de marqués de Wellington por la victoria en los Arapiles y la toma de Madrid. Se había instalado en la capital de España y desde allí estaba diseñando la continuación de la ofensiva sobre las tropas de José I, que, al abandonar Madrid, se había replegado hacia el curso alto del río Tajo.

Goya citó a Wellington el 28 de agosto; había pintado su cuadro en apenas quince días, dedicándole dieciséis horas diarias. Había realizado el retrato a partir de un par de bocetos, pues el marqués inglés decía estar tan ocupado que no había podido posar para el cuadro.

El carruaje del general británico se presentó en el portal de la casa de la puerta del Sol a las cuatro de la tarde; allá lo esperaba Faria, que, además de hacer las presentaciones, actuaría como traductor entre el soldado y el artista.

Wellington vestía su uniforme de teniente general, con casaca roja, ribetes negros y entorchados dorados. Alto y enjuto, miraba a los demás con cierto aire de superioridad. Acompañaba a Wellington el general español Álava, que dominaba el idioma inglés mucho mejor que Faria. El coronel saludó a sus superiores y subieron las escaleras hacia el piso del pintor.

Don Francisco los hizo esperar un rato, lo que acentuó la impaciencia de Wellington. Por fin, tras casi media hora de retraso, el maestro salió a recibirlos. Lo acompañaba su hijo Francisco Javier, que le indicaba a su padre mediante el lenguaje de gestos con los dedos lo que le decían sus interlocutores, pues Goya ya estaba completamente sordo.

Pasaron a una salita en la que sobre un caballete se intuía un cuadro cubierto por una tela blanca. A una indicación de Goya, su hijo descubrió el lienzo.

Goya, con rostro serio y circunspecto, tenía las manos sujetas en la espalda y la cabeza ligeramente alzada, más como signo de orgullo y de seguridad que de altanería.

Wellington se acercó a la pintura, la observó con fijación durante tres minutos y se volvió lentamente hacia el general Álava.

—No me gusta —se limitó a decir, cruzándose de brazos. Álava tradujo las palabras del inglés, y el hijo de Goya lo transmitió muy gráficamente con las manos.

Al ver el gesto mímico de su hijo, don Francisco alzó todavía más la cabeza.

—Su excelencia no tiene la menor idea de pintura —alegó con su voz rotunda y poderosa, en tono bastante más alto de lo normal, puesto que, al no oírse, gritaba mucho al hablar.

—Este retrato parece pintado por un mamarracho, no pienso aceptarlo.

Goya no oyó las palabras de Wellington, pronunciadas además en inglés, pero intuyó perfectamente lo que quería decir.

—Mis retratos son los mejores jamás pintados desde que lo hiciera el maestro sevillano Diego Velázquez —afirmó el maestro con cara de enfado.

—Es usted un engreído. Tradúzcalo —le pidió Wellington a Álava.

El general español así lo hizo, pero el hijo de Goya no se atrevió a transmitírselo a su vez a su padre.

—Excelencia —le dijo Álava a Wellington—, don Francisco es una gloria para las artes españolas; su forma de pintar es diferente de la de la mayoría de los pintores académicos, pero es uno de los mejores retratistas de Europa.

—No en este caso. No debí confiar en él; en Londres hay al menos una docena de pintores que lo harían mucho mejor. Cualquier estudiante de los últimos cursos de la Academia Británica de Bellas Artes lo hubiera superado fácilmente.

La traducción de Álava fue algo más suave, pero no contribuyó a calmar a Goya, que seguía indignado.

—Dígale que fue un error encargarle este retrato, que no me gusta absolutamente nada y que no pienso pagarle ni una guinea.

Tras comprender lo que había dicho Wellington, Goya se enfureció. El maestro enarcó las cejas, frunció el ceño y se encaró con el general inglés.

—Es usted un patán que no entiende nada de arte, ni de pintura. Este retrato es el mejor que le pueda hacer pintor alguno; si no lo quiere, está en su derecho, pero mi trabajo ha de ser pagado. No consentiré ni que se denueste mi trabajo ni que se me hurten mis honorarios. Dígale a este maldito inglés que me pague el cuadro y que se vaya de mi casa con todos sus demonios —gritó Goya, dirigiéndose primero a Wellington y luego a Álava.

No hizo falta traducirle nada de eso a Wellington, que dibujó un gesto entre la displicencia y el desprecio, y comenzó a criticar el dibujo, el color y la composición del retrato. Álava, ante una situación tan tensa, intentó mediar entre los dos, pero el enfado de Goya iba en aumento conforme su hijo le transmitía las críticas que estaba profiriendo Wellington en voz alta y que, ante la sorpresa de Álava, era Faria quien traducía.

—El fondo es terriblemente oscuro, la frente brillante pero cerúlea, las orejas muy grandes, las cejas prominentes, demasiado, los ojos redondos y saltones, como de pez, la nariz irregular, los labios son los de un mentiroso y el porte más ufano que altivo… Pintor de monos, eso es a lo más que puede aspirar este «emborronalienzos» —finalizó Wellington tras ir señalando uno a uno los defectos que él creía ver en el cuadro.

«Pintamonas» escribió el hijo de Goya en un papel. Don Francisco tras leerlo, se dirigió hacia una mesa de un rincón del estudio y cogió una pistola.

—¡Maldito inglés ignorante! Un par de tiros en la tripa es lo que mereces, estúpido majadero —gritó el maestro, mientras empuñaba la pistola y amenazaba al conde.

Afortunadamente, Francisco Javier y Faria se interpusieron entre ambos y consiguieron detener al pintor y quitarle la pistola, pero, cuando se volvió hacia Wellington, observó que el inglés había desenvainado su sable y amenazaba con él a Goya. Faria lo vio a tiempo y se abalanzó hacia Wellington, interponiéndose entre los dos contendientes e impidiendo que el oficial británico usara el sable, a lo que parecía dispuesto, aunque, al sentir la fuerza del brazo de Faria, cedió.

—Calmaos, don Francisco; calmaos, excelencia —les gritaban Álava y Faria en vano.

—¡Dejadme!, estrangularé como a un cochino a ese cerdo inglés.

—Este hombre está loco; éste es un país de locos —dijo Wellington—. Ha intentado atentar contra mí; esta acción es un delito muy grave. Voy a exigir al Gobierno español que enjuicie a este individuo. Un loco como él no puede andar suelto por la calle.

—Excelencia —terció de nuevo el general Álava—, don Francisco ha sufrido una enajenación mental. No tengáis en cuenta esta acción, pues sin duda ha estado motivada por su autoestima como pintor; ya sabéis cómo son los artistas.

—Soy un experto en pintura. Mi pinacoteca es selecta y nadie ha dudado nunca de mi gusto artístico; pero, en fin, eso sería lo de menos. No puedo consentir que un orate ultraje de este modo al capitán general de las tropas de su majestad Jorge III en la Península. No soy yo el ofendido, sino mi país.

—Perdonad que intervenga, mi general —dijo Faria, que mantenía sujeto el brazo de Wellington—, pero don Francisco no ha pintado a Inglaterra, lo ha pintado a usted. Y comprendo que no le guste su retrato, pero creo que se ha excedido en su crítica.

—No se meta en esto, coronel.

—Usted me pidió que intermediara ante don Francisco; en cierto modo también es asunto mío. Y además, no creo que este incidente deba de utilizarse para desatar un conflicto entre nuestros dos países. Si no estoy equivocado, el enemigo común sigue siendo Napoleón.

—El conde de Castuera tiene razón, excelencia —intervino Álava—. Propongo que sean los académicos quienes juzguen la obra de don Francisco. Que se exponga el cuadro en la Academia de Bellas Artes de San Fernando durante unas semanas para que lo vea todo el mundo, y entonces opinen.

—Me importa poco la opinión de sus académicos; es mi retrato y debe contar con mi aprobación —dijo Wellington.

—Un artista debe crear en libertad —adujo Goya.

—¿Puede envainar el sable, mi general? —le propuso Faria a Wellington, quien lo hizo con cierta desgana.

Al fin, Wellington, ya más calmado, aceptó que esa misma semana su retrato quedara expuesto en la Academia de Bellas Artes, de la que Goya era director, y decidió que lo más conveniente era dar por olvidado el incidente.

No obstante, Álava informó al Gobierno de lo sucedido y entonces, sin que nadie pudiera demostrar que aquello hubiera influido en esa decisión, las Cortes españolas nombraron a Wellington general en jefe de las fuerzas españolas.

* * *

Tras huir de Madrid, José I instaló su corte en Valencia. Allí esperó noticias de la campaña de su hermano en Rusia, cuyo gobierno había firmado con el Gobierno español un tratado de alianza contra Napoleón.

Napoleón había entrado a mediados del verano en ese inmenso país y se había enfrentado en la batalla de Borodino a un ejército ruso que intentó, sin éxito, cortarle el paso hacia Moscú. El emperador de los franceses venció, aunque no de modo contundente; sus pérdidas fueron muy grandes y murieron en la batalla cuarenta y tres de sus generales.

El 14 de septiembre de 1812 la Grande Armée entró en Moscú, y al día siguiente lo hizo Napoleón, pero allí no había una muchedumbre esperando al conquistador; la inmensa mayoría de los doscientos cincuenta mil habitantes de la capital del imperio de los zares había evacuado la ciudad, y tan sólo se habían quedado en ella unas quince mil personas.

Las calles desiertas de Moscú parecían el presagio de una catástrofe. Bonaparte había llevado consigo la Historia de Carlos XII, obra del gran pensador Voltaire, en la que el filósofo narraba la retirada de Moscú de este rey de Suecia, que también decidiera un siglo antes invadir Rusia. Parecía claro que, si bien el emperador de Francia leía muchos libros de historia, extraía pocas enseñanzas de ellos.

Mientras sus soldados se reponían de la larga marcha desde París hasta Moscú, y a la vista de las doradas cúpulas de las iglesias ortodoxas y de los palacios moscovitas, Napoleón se dio cuenta del inmenso error que había cometido. Había atravesado toda Europa con el mayor ejército jamás reunido para llegar a una ciudad desierta en medio de una tierra asolada.

Y por si su situación no era ya de por sí un callejón sin salida, el 19 de septiembre ardió Moscú. Las casas eran en su mayoría de madera y estaban deshabitadas, de modo que el fuego se extendió por todos los barrios convirtiendo a esa ciudad en una inmensa hoguera.

En Moscú, y tras un mes en absoluta inanidad, Napoleón recapacitó y dio la orden de regresar a Francia. A pesar de que varias decenas de miles de soldados franceses habían muerto en los dos meses de campaña, todavía integraban la Grande Armée más de medio millón de efectivos.

Si la puesta en marcha de semejante ejército había sido una tarea de organización y logística militar extraordinaria, la retirada se antojaba un reto todavía mayor. Sobre todo cuando las temperaturas empezaron a descender por debajo de los cero grados y el agua comenzó a helarse por las noches.

Durante un mes, los rusos habían aguardado pacientes, dispersos en sus inmensas estepas y ocultos en sus extensos bosques, la reacción de Napoleón. El zar Alejandro había dispuesto varias divisiones para lanzar una contraofensiva en cuanto el invierno cayera sobre los franceses, nada acostumbrados a los terribles rigores del frío ruso.

Cuando el zar recibió la noticia de que los franceses abandonaban Moscú, ordenó a sus generales que hostigaran la retirada de Napoleón desde todos los flancos. Debía infligírseles tal castigo que los franceses renunciaran para siempre a regresar a Rusia. Y así fue; mientras las temperaturas seguían descendiendo hasta valores nunca vistos por los franceses, la caballería cosaca atacaba una y otra vez a las gigantescas columnas de soldados que se retiraban hacia el oeste entre cada vez más copiosas nevadas y más intensas heladas.

Con los ríos helados, los pozos de agua inservibles, los alimentos escasos, el frío congelándoles hasta la sangre y los rusos acosándolos como lobos ávidos de venganza, los soldados de Napoleón fueron cayendo a millares, dejando en el camino un interminable reguero de cadáveres. Entre los días 26 y 28 de noviembre cruzaron el río Teresina; allí, cuatrocientos pontoneros construyeron dos puentes en apenas veinticuatro horas, y, gracias a ello, unos pocos afortunados pudieron salvar la vida.

El emperador, montado en un trineo y escoltado por un puñados de soldados de la famosa guardia imperial, llegó a Varsovia a principios de diciembre, de allí se trasladó a Dresde y sin cesar de cabalgar llegó cuatro días después, el 18 de diciembre, a París; sólo dos días antes el periódico parisino Moniteur había anunciado a sus lectores la debacle de la campaña de Rusia.

En las semanas siguientes sólo regresaron a Francia veinticinco mil soldados de los seiscientos mil que habían iniciado la campaña de Rusia. La suerte del imperio de Napoleón parecía echada, y, desde luego, Bonaparte no tenía en su mano las mejores bazas.

Por el contrario, en aquel otoño de 1812 las cosas habían cambiado en la península Ibérica. Tras los éxitos del verano, los aliados se habían atascado en el centro de España, y los mariscales franceses, ajenos a lo que le estaba ocurriendo en Rusia a su emperador, lanzaron una contundente contraofensiva a fines de octubre.

Ante semejante contingencia, Wellington, que lucía su pomposo título de marqués por sus victorias en la Península, dio instrucciones para que la guerrilla incrementara su actividad en la retaguardia francesa, en Navarra, donde Espoz y Mina no cesaba de realizar audaces golpes de mano, en el norte de Aragón y en la cordillera Ibérica.

Aun así, los franceses recuperaron Valladolid y avanzaron hacia la frontera portuguesa, recuperando el terreno perdido pocos meses antes. Wellington se vio obligado entonces a retirarse al sur de río Duero y no dudó en culpar del inesperado revés a la falta de disciplina y de capacidad militar de los soldados españoles y a la incompetencia de sus mandos. Ante el avance francés, había pedido más hombres a su Gobierno en Londres, pero la respuesta había sido negativa, pues Estados Unidos e Inglaterra acababan de declararse la guerra a causa de conflictos que seguían latentes desde la declaración de Independencia de los norteamericanos.

Ciudad Rodrigo y Badajoz volvían a estar al alcance de los franceses. Airado y confuso, Wellington decidió retirarse a Portugal para reestructurar allí sus fuerzas. En apenas dos semanas todo lo conquistado por los aliados en la ofensiva de la primavera y el verano de 1812 se había perdido de nuevo. José I regresó a Madrid, donde volvió a tomar posesión del trono el 2 de noviembre, y dio un gran salto adelante reduciendo la influencia y el poder de los monasterios y elaborando un ambicioso plan de educación para los españoles.

Faria y Morales se vieron obligados a abandonar Madrid a toda prisa, y aunque el coronel pretendió ir hacia Sevilla en busca de Cayetana, no le quedó otro remedio que retirarse con algunas tropas españolas hacia Extremadura, donde se había decidido plantar cara a la contraofensiva francesa.