Capítulo XXIII

MEDIO millar de soldados españoles yacían sobre endebles literas en improvisados hospitales de campaña en Salamanca. Los cirujanos se aprestaban a amputar miembros destrozados por la metralla, y a cauterizar y coser heridas de bayoneta y sable.

Faria había recibido un disparo en la pierna izquierda que le había agujereado la pantorrilla, sin afectarle al hueso, y tenía un corte de sable en el hombro izquierdo, propinado por un húsar. El sable del francés había ido dirigido directamente a su cabeza y si lo hubiera alcanzado de lleno habría sido mortal, pero en el último instante, y gracias a un aviso del sargento Morales, Faria pudo inclinarse hacia su derecha y esquivó la plenitud del golpe.

Morales se había batido como un verdadero león. Su enorme corpachón y su tremenda fuerza imponían de por sí a cualquier atacante, pero además, y pese a su corpulencia, el sargento se movía con la rapidez y la agilidad de un gamo. Tenía algunos rasguños en los brazos y un golpe en la ceja derecha que le había causado un enrojecimiento muy llamativo, aunque nada importante.

A los pocos días, mientras los heridos se recuperaban y los muertos eran enterrados, llegó a Salamanca la noticia de que Marmont había ordenado a las tropas francesas desplegadas en Andalucía que se concentraran al norte de Sierra Morena. Tras la batalla de los Arapiles, la situación en la Península había experimentado un cambio sustancial.

Napoleón había salido en campaña hacia Rusia al frente de más de seiscientos mil hombres, imposibilitando así que las tropas francesas en España pudieran recibir más efectivos, las guerrillas incrementaban sus acciones de emboscadas día a día y los británicos parecían dispuestos a seguir invirtiendo hombres y dinero en la que ellos llamaban la Guerra Peninsular.

—Mi coronel, los franceses retroceden hacia el norte —informó Morales a Faria, que se recuperaba en Salamanca de las heridas en la pierna y en el hombro—; se asegura que van a abandonar Andalucía a toda prisa. José Bonaparte también ha retrocedido hasta los altos de Guadarrama y Wellington avanza hacia Madrid; ya ha ocupado Valladolid y Segovia.

—Entonces iremos a Madrid —dijo Faria—. No creo que los franceses retengan la capital mucho más tiempo.

Y así fue. Agobiado por el acoso de Wellington, José I evacuó Madrid el 10 de agosto, y con él huyó la mayoría de los afrancesados.

* * *

La desbandada de los franceses y de los afrancesados había constituido un verdadero caos, tal vez porque nadie esperaba que fuera a resolverse tan pronto y de modo tan contundente. El propio Leandro Fernández de Moratín había escapado de manera tan precipitada que sólo había tenido tiempo para entregar las llaves de su recién renovada casa de la calle Fuencarral a los criados de Faria. Don Leandro se había encontrado sin medios para salir de Madrid y tuvo que ser la actriz María García quien convenciera a su esposo, un adinerado hombre de negocios que era corregidor de Madrid con José I, para que lo admitiera en su carruaje camino de Valencia, pues el bibliotecario mayor ni siquiera disponía de un vehículo propio para huir de la capital.

Wellington entró en Madrid el 12 de agosto, acompañado de generales británicos y españoles y de varios comandantes de diversas partidas de guerrilleros, que saludaban a la multitud enardecida. Faria y Morales llegaron casi a la vez. Cuando el conde de Wellington hacía su entrada por la puerta de San Vicente, Faria y su ayudante cabalgaban hacia la puerta de Fuencarral; la herida de la pierna del coronel ya casi estaba cerrada y, aunque cojeaba al caminar, podía moverse con cierta soltura.

Al llegar a su casa, todo seguía en orden. Los franceses no la habían saqueado, como ocurriera unos pocos años atrás, y el matrimonio de criados la mantenía en buen estado. Gracias a ellos se enteró de la huida de Moratín, de las peripecias de su marcha al exilio y de la entrega de las llaves de la casa del escritor para que la custodiaran.

El correo le llevó la citación mediada la mañana. Francisco se sorprendió al comprobar que el conde de Wellington lo convocaba en su nuevo palacio madrileño para esa misma tarde. «Nos servirán un té chino, el mismo que le gusta a Napoleón», había escrito de su puño y letra.

Faria se presentó puntual, a las cuatro y media de la tarde. Wellington despachaba, tras el almuerzo, con varios de sus oficiales, los famosos «casacas rojas» que lo habían llevado a la victoria en Torres Vedras, Badajoz y los Arapiles.

—¡El conde de «Castuela»! —exclamó Wellington pronunciando mal el título de Faria.

—Bienvenido, amigo. Y gracias por aceptar mi invitación.

—Creí que se trataba de una orden.

—No, no, es una invitación entre colegas. Deseo pedirle un favor. Sé que es usted amigo de don Francisco de Goya, el pintor de la Corte española, y me gustaría que lo convenciera para que me hiciese un retrato. Soy un admirador de los grandes artistas y, desde luego, muchos opinan que Goya es uno de los más grandes pintores europeos. ¿Podrá hacerme ese favor?

—Desde luego, general, pero no sé si don Francisco sigue en Madrid.

—Sí, sigue aquí. Él no se ha marchado como sí han hecho tantos otros «afrancesados».

—En ese caso, lo intentaré.

Un criado entró con una bandeja con dos tazas de té chino.

—Es el favorito de Bonaparte. ¿Lo sabía?

—¿Se refiere a Goya? —ironizó Faria.

—No, no, el té, este té —rio Wellington—; Bonaparte toma té chino y vino barato de Borgoña. ¿No le parece poco elegante para alguien que se proclama emperador?

—Tal vez, pero no creo que haya que juzgar a los hombres tan sólo por sus gustos vínicos.

—Claro que no; a Bonaparte también le gusta el arte. ¿Sabe que se asegura por ahí que le han hecho más de mil esculturas y otros tantos retratos?

—No, no lo sabía, pero imagino que su efigie estará en todos los edificios oficiales de Francia; es su emperador.

—Usted ha hecho un gran trabajo con la guerrilla, y es necesario seguir con ello. Hemos tomado Madrid, pero la guerra no está ganada. Y en cuanto a ese cuadro…

—Si le parece, señor, puedo intentar que don Francisco y usted tengan una entrevista. El maestro Goya suele recibir a sus visitas en casa, previa cita.

—Consígame esa cita para pasado mañana, por favor. —Haré cuanto pueda.

—¡Ah!, y dígale que pagaré con generosidad su trabajo.

—Así lo haré.

* * *

De regreso a casa, a Faria le aguardaba una gran sorpresa. Junto a las llaves de la casa de Moratín había una nota en un sobre cerrado con lacre rojo, cuyo sello le resultó bien conocido. Lo abrió despacio, como si quisiera retrasar al máximo el conocimiento de su contenido, y al fin desplegó una cuartilla, cuidadosamente doblada, en la que leyó:

Imagino que, ante la nueva situación, no tardarás mucho tiempo en regresar a Madrid. Sé que ya estuviste aquí hace algún tiempo, aunque no me avisaste de ello. Deseo mucho volver a verte. Tal vez podamos rememorar mejores tiempos.

Firmaba aquellas líneas Teresa de Prada.

Una sensación tan cortante y fría como el filo de un sable recorriéndole la espalda desde la nuca fue lo que sintió Francisco de Faria tras leer el mensaje de su antigua amante. La recordaba bien, con su aspecto hierático y gélido, como si se tratara de una estatua de mármol animada, pero con un carácter ardiente y lúbrico, siempre dispuesta a dejar fluir sus más libidinosas pasiones. Aquella mujer de apariencia frágil, pero de miembros duros como el acero, le seguía atrayendo. Había intentado no volver a pensar en ella y olvidar su antigua relación tan tumultuosa como ardiente, pero, de vez en cuando, volvían a sus pensamientos sus relaciones pasionales, su intensidad amorosa y su disposición a abrirse a cualquier tipo de experiencia que le proporcionara placer. Era aquella combinación de mujer distante en apariencia y fogosa en la intimidad la que lo perturbaba.

—¡Coronel, coronel! —la voz rotunda e inconfundible de Morales le hizo olvidar a Teresa de Prada.

—¿Qué ocurre, sargento?, ¿qué le hace gritar así y entrar de esta manera en la sala? —le espetó Faria.

—Perdone, señor, pero tiene que venir a ver lo que está ocurriendo a orillas del río —dijo Morales.

—¿De qué se trata?

—Algunos madrileños se están cebando con los prisioneros franceses, señor. He intentado impedirlo, pero había varios oficiales y no tenía autoridad. Debe detenerlos, mi coronel.

—Vamos.

Se vistió su casaca de coronel de la guardia de corps, bajó cojeando a la cuadra de su palacete y montó a caballo. En compañía de su ayudante, atravesaron el sur de Madrid al galope, intentando no atropellar a los viandantes, y salieron por la puerta de Toledo. Ya cerca del río Manzanares, en una pradera junto a los muros de la ciudad, el conde de Castuera observó un macabro espectáculo.

Una docena de soldados franceses, probablemente heridos y abandonados a su suerte en la desbandada del 10 de agosto, estaban enterrados hasta la altura de los hombros. Varios centenares de personas habían formado un amplio corro alrededor de aquellos bustos semienterrados y, desde una distancia de unos veinte pasos, varios soldados de uniforme y algunos paisanos arrojaban sobre los aterrorizados franceses bolas de piedra redondas, intentando acertarles en la cabeza. Los bustos semienterrados de los franceses hacían las veces de los bolos en tan cruenta partida.

El coronel de la guardia de corps descabalgó, procurando apoyarse sobre su pierna sana, y entregó las riendas de su caballo a Morales. Enseguida vislumbró a los soldados y a unos oficiales que reían cada vez que una de las bolas de piedra golpeaba a alguno de los franceses, y se dirigió a ellos airado.

—Detengan esta infamia inmediatamente —les gritó Faria.

Un teniente de las guardias valonas dio dos pasos al frente.

—¿Quién lo ordena? —preguntó.

—Francisco de Faria, coronel de la guardia de corps.

—Mi coronel —dijo el teniente, risueño y burlón—, sólo nos estamos divirtiendo un poco con estos gabachos.

—Desentierren a esos hombres y llévenlos a un hospital, que los atiendan los médicos y los cirujanos —ordenó Faria.

—Son criminales, coronel, y merecen esto y mucho más.

—Son seres humanos, teniente. Ya ha oído mi orden. Una de las bolas de piedra rodó por el suelo y alcanzó de lleno la cabeza de uno de los desdichados soldados franceses. Había sido lanzada con mucha fuerza, de modo que al golpear sonó un chasquido fuerte y seco, y luego el soldado alcanzado dio un desgarrador grito de dolor.

—Somos civiles, no tenemos por qué obedecerle —dijo ufano y provocador el hombre que había lanzado la bola.

—Sargento, arreste a ese hombre —le ordenó Faria a Morales.

El que había arrojado la bola pareció achantarse al comprobar el aspecto fornido de Morales.

—No se meta en esto, coronel, el pueblo necesita venganza —susurró el teniente.

—El pueblo necesita justicia —asentó Faria.

—Echémosle de aquí y sigamos —gritó un tipo alto y espigado.

Faria desenvainó su sable, se dirigió al que había gritado y le colocó el sable a la altura de la garganta.

—No voy a consentir que se trate así a estos prisioneros. Y si alguien continúa con esta actitud indigna, me veré obligado a encerrarlo.

De pronto se dio cuenta de que Morales y él mismo estaban solos ante una multitud excitada y violenta.

—Usted no puede impedir nuestra venganza —dijo el tipo espigado.

—¡Teniente!, haga que sus hombres formen en línea —ordenó Faria, sin dejar de empuñar su sable.

El teniente miró desconcertado a Faria.

—¿Yo…? —farfulló.

—¿No me ha oído?

—¡Vamos, idiotas, a formar! —gritó el teniente.

Los soldados, algunos de los cuales estaban remangados y habían participado momentos antes en la tortura de los franceses, se miraron extrañados y dudaron.

—Quien no forme inmediatamente será sometido a un consejo de guerra y ejecutado —amenazó Faria.

Los soldados se movieron entonces y se alinearon.

—A sus órdenes, señor. Los hombres están formados —dijo el teniente.

—Y ustedes —gritó Faria, dirigiéndose a la multitud de civiles—, váyanse a sus casas. No habrá más espectáculos como éste.

»Teniente, que sus hombres desentierren a esos soldados franceses. Requise esa carreta y que los lleven a un hospital inmediatamente.

Uno a uno, los malheridos prisioneros fueron sacados de la tierra y colocados sobre la carreta. La mayoría estaba en tan penosas condiciones que no sobreviviría mucho tiempo. Algunos habían sido semienterrados ya heridos, todos habían recibido el impacto de las bolas de piedra en sus rostros y cráneos, presentaban cortes en las cejas, las narices y los labios rotos, los dientes quebrados, los pómulos tumefactos y fracturados, y los cabellos empapados de sangre y polvo.

—Señor, permítame que le felicite —dijo Morales.

—Esta guerra está convirtiendo a algunos seres humanos en alimañas —masculló Faria.

De regreso a su casa, el coronel se dejó caer en un sillón de anea. Hundió la cabeza entre sus manos, se sujetó el cráneo con fuerza y apretó los dientes. No era un fervoroso creyente, pero pidió a Dios que no lo convirtiera en una de aquellas alimañas.

* * *

A fines de agosto, los franceses levantaron el sitio de Cádiz y abandonaron Andalucía. Cayetana debía de seguir en el convento de Santa Clara de Sevilla, y Faria le envió una carta para comunicarle que estaba en Madrid y pedirle que se reuniera con él ahí.

Napoleón avanzaba en Rusia. Nunca antes había visto la humanidad semejante concentración de soldados. El día 17 de agosto tomó Smolensko y siguió hacia Moscú, atravesando una tierra quemada que los rusos habían abandonado para evitar el aprovisionamiento del enorme ejército francés, que sólo encontraba a su paso aldeas vacías y campos desolados. Madrid había sido liberado del dominio francés, y, sin embargo, los madrileños no parecían demasiado entusiasmados. Nadie lo decía, pero Faria intuyó que no eran pocos los que preferían ser administrados por José I que por Fernando VII.

El criado de Faria le avisó de que una joven preguntaba por él. Eran las cuatro de la tarde y Francisco estaba leyendo, como solía hacer después de almorzar, un libro de poemas de Moratín.

—¿Quién es? —preguntó el conde de Castuera.

—No me ha dicho su nombre, pero asegura conocer muy bien a su excelencia.

Por un instante, Faria pensó que podía tratarse de Cayetana, pero enseguida cayó en la cuenta de que su criado la conocía.

En ese momento, Teresa de Prada apareció bajo el umbral de la puerta de la sala de lectura. Había transcurrido algún tiempo desde la última vez que la vio, pero ese tiempo no había causado la menor huella en el rostro terso y cerúleo de la condesa. Sus lacios cabellos rubios y sus acerados ojos azules seguían llamando la atención de cuantos se detenían a contemplarlos.

—Buenas tardes, Francisco —saludó Teresa.

Faria indicó a su criado con un gesto, que podía retirarse, lo que hizo cerrando discretamente la puerta.

—Buenas tardes, Teresa.

—He preguntado varias veces por ti pero, por lo que parece, ya no te intereso. La última vez que nos vimos…, ¿cuándo fue?, sí, en el otoño de 1808, eso es, hace ya casi cuatro años, y fue aquí mismo, ¿recuerdas?; nos despedimos con cierta frialdad. Acabábamos de hacer el amor y te dije que no me habías dejado enseñarte lo que había aprendido de los oficiales franceses, pero que lo haría en otra ocasión.

»Pues bien, ésta es la ocasión.

—Siento decepcionarte; nuestro tiempo ya pasó —sentenció Faria.

—Pero siempre queda un momento para los buenos recuerdos…

—Sólo son recuerdos.

—¿Estás seguro?

La hija del conde de Prada se acercó a Faria y le acarició la entrepierna.

—¿Puedo ofrecerte un poco de chocolate?

—En estos momentos prefiero otras cosas.

—Si es así, te ruego que te marches.

Teresa no le hizo caso; se dirigió al sofá que había en el gabinete, se quitó la ropa y se quedó desnuda por completo ante Francisco. Teresa abrió con plena lascivia sus piernas y le mostró su sexo rosado, absolutamente depilado.

—Es la última moda en Francia —le dijo Teresa, a la vez que se acariciaba el pubis entre susurrantes jadeos—. Tengo unos polvos afrodisíacos; se toman como una infusión. Algunos comerciantes fueron procesados por venderlos, pero ahora se usan mucho en París. Te tomas una cucharilla en una taza de agua caliente y no piensas en otra cosa que en follar. Vamos ven, ven.

—Te lo reitero: aquello ya pasó.

—Vamos, te espero ansiosa, ven y penétrame. Mira cómo palpita mi coñito; está deseando que acudas a calmarlo. Faria se acercó a la puerta y la abrió de par en par. —Márchate, por favor.

—Vaya con la fulana; ¿te tiene encandilado, verdad? Porque sigues con ella, claro. ¿O acaso has cambiado de yegua?

»Bueno, no sabes lo que te has perdido, Francisco: te hubiera llevado al mismísimo Paraíso, y si te hubieras tomado una infusión de estos polvos, ¡ah! Quién sabe qué te estará dando esa mojigata.

—Por favor, déjame ahora.

Teresa se vistió despacio, ralentizando cada movimiento de su cuerpo en tanto se colocaba el corpiño, la enagua y el vestido.

—Un coronel del Estado Mayor del mariscal Marmont me dijo que los hombres españoles erais todavía peores en la cama que en el campo de batalla. ¿Y sabes?, creo que tenía razón. Eres un bastardo.

Teresa de Prada se dio media vuelta y salió del gabinete.

—¡Manuel, Manuel! —gritó Francisco de Faria llamando a su criado—, acompaña a la señorita hasta la puerta.

Al quedarse solo de nuevo, el conde de Castuera sintió una gran amargura. Tiempo atrás, aquella mujer lo había obsesionado de tal manera que se había acostado con ella sin el menor escrúpulo; ahora sentía remordimientos de cómo se había comportado y no quería volver a pasar por ello.