Capítulo XXII

GOYA había sido distinguido con honores por José I. Faria lo sabía y, aunque no aprobaba la conducta del pintor aragonés, en cierta medida lo comprendía. Don Francisco era un artista que se había adelantado a su tiempo. Había quienes denostaban su forma de pintar y quienes lo acusaban de no captar con precisión la realidad, pero él insistía en su original modo de entender la pintura, basada en buena medida en sus propios sueños o, mejor, en sus pesadillas. Desde luego, cuando lo pretendía, era capaz de dibujar como el mismísimo Velázquez, pero a Goya no sólo le preocupaba la forma del dibujo, sino todo cuanto podía expresarse con el dibujo y el color.

Seguía viviendo en su piso de la Puerta del Sol, y hasta allá mandó Faria a su criado pidiéndole una cita.

Don Francisco había envejecido; tenía algunas canas y estaba prácticamente sordo. Los rasgos de su rostro, siempre serio, se habían tornado casi huraños, como si una tormenta se estuviera gestando en su interior sin que acabara de estallar del todo. Hacía cinco días que acababa de morir su esposa, Josefa Bayeux, y Goya estaba abatido y confuso.

—Hace menos de un mes que hice testamento, y ya ve, quien ha muerto es ella.

Goya ni siquiera saludó a Faria; se limitó a comentar como un autómata lo ocurrido a su esposa.

—Lo siento, don Francisco, no sabía nada; en ese caso, no sé, no lo hubiera molestado, si lo prefiere me marcharé…, en otra ocasión tal vez —balbució Faria al enterarse del óbito de Josefa.

—No, quédese; si he aceptado su visita es por egoísmo. Necesitaba hablar con alguien conocido, y llegó ayer su nota como miel sobre hojuelas. Esta maldita guerra, la muerte de mi esposa, las miserias humanas…, todo ello me atormenta, querido amigo, y sólo encuentro consuelo entre los pinceles, las plumas y los lápices. Necesito dibujar y pintar para evitar caer en la locura.

Y así parecía. Goya había abandonado por completo la pintura de escenas de campo, de fiestas y de estampas cotidianas para reflejar las imágenes más crudas de aquel tiempo: casas de locos en las que perturbados personajes semidesnudos rumiaban su locura en una vorágine de gestos y actitudes grotescas; flagelantes con las espaldas descubiertas y descarnadas, tocados con capirotes que recorrían calles atestadas de gente en procesiones religiosas en las que se paseaban peanas con vírgenes y santos; reos de la Inquisición condenados a muerte ante la mirada penetrante de rostros anónimos y fieros; figuras violentas de asesinos, violadores y ladrones; todo un elenco de crímenes y fechorías que mostraba el lado más terrible y criminal de los seres humanos y sobre todo la guerra, esa guerra asesina, irracional y sangrienta.

El estudio de Goya estaba lleno de dibujos para llevar a cabo una colección de grabados de una serie de láminas que se titularía Los desastres de la guerra. Algunos ya habían sido trasladados a las planchas para ser impresos mediante la técnica del aguafuerte.

Faria no pudo dejar de observar algunos de ellos. Todos tenían al pie una frase o unas palabras escritas por el propio Goya. No había banderas, ni escudos, ni señales distintivas de los asesinos y de las víctimas; los soldados que fusilaban civiles parecían franceses, pero podían haber sido españoles, británicos o portugueses. Las mujeres luchaban, peleaban como fieras, con sus cuchillos de cocina en la mano, pero también eran violadas, al lado a veces de sus hijos pequeños, con ellos en brazos, asidas a sus retoños como a la vida.

—¡Agustina! —exclamó Faria al ver un dibujo en el que una mujer, vuelta de espaldas, se disponía a disparar un cañón, en torno al cual yacían varios cuerpos de soldados muertos; la leyenda rezaba «¡Qué valor!».

—Sí, Agustina Zaragoza, la heroína de Palafox. Imagino que conoce bien su hazaña —supuso Goya.

—Estuve allí, don Francisco. Fui el primero en llegar a la plazuela del Portillo. Agustina permanecía en pie, junto al cañón recién disparado, y en la brecha del muro yacían treinta franceses muertos. Aquel disparo tal vez salvó la ciudad de Zaragoza de caer en el primer sitio, pero sobre todo nos dio ánimos y fuerza para seguir resistiendo.

—Muertos, muerte, más muertos por todas partes; ése es el balance de estos tiempos. Son asesinos y me piden que los pinte en plenitud: reyes, generales, soldados, nobles ufanos, damas melindrosas…

—Sus obras son la crónica de nuestro tiempo, don Francisco. Dentro de cien, de mil años, estas pinturas serán la voz de lo que aquí está ocurriendo —asentó Faria.

—No es esa mi intención, Faria, no lo es.

—Yo creo que sí, maestro.

—No lo es, no lo es…

Goya hundió el rostro entre sus recias y poderosas manos y se mantuvo un buen rato en silencio. Sobre un caballete, un lienzo ajustado en un amplio bastidor parecía ser el boceto de un futuro gran cuadro. A la derecha, media docena de soldados apuntaban con sus fusiles a un grupo de figuras aterrorizadas que en la zona de la izquierda alzaban los brazos o se tapaban los rostros con las manos, y en el centro, en el suelo, lucía un farol ante un fondo de torres y campanarios.

Guerra, muerte, sangre, desolación, brutalidades sin cuento, aquél era el universo en el que se había sumido Goya.

—Creo que es hora de marcharme, don Francisco. Le reitero mi pésame por la muerte de su esposa.

Goya no contestó; siguió abatido, con el rostro entre las manos y el corazón roto.

* * *

Había visitado a Goya para proponerle que le ayudara en su insensato plan de secuestrar a José I, pero, a la vista del ánimo del maestro, ni siquiera lo intentó. Le quedaba su otro gran amigo, el escritor don Leandro Fernández de Moratín, que vivía en Madrid y había sido nombrado bibliotecario mayor por José I.

Moratín, con quien hacía cinco años mantuviera una gran amistad, acababa de trasladarse a una nueva casa en la calle de Fuencarral. Enterado en la biblioteca de su nueva dirección, allá se presentó Faria.

—¡Qué alegría, Francisco, tras todos estos años! Moratín le dio un fuerte abrazo.

—Sí, demasiados años, por esta guerra.

—¿Pero qué has hecho, dónde has estado?

—He estado intentando sobrevivir a las balas y a los combatientes.

—Fui en un par de ocasiones a tu casa; en la primera, me encontré con que estaba ocupada por unos oficiales franceses y, en la siguiente ocasión, vivía allí un matrimonio de criados que me dijeron que habías estado unos días, pero que te habías marchado a Extremadura.

—Sí, en efecto. Conseguí recuperar mi casa y dejé a su cuidado a un matrimonio; y luego me fui a mis tierras de Castuera —mintió Faria.

—¿No has combatido?

—Sí; en Trafalgar.

—Eso ya lo sé, me refiero en esta nueva guerra.

—No —volvió a mentir.

—¡Cuánto me alegro!

—¿Y tú?, sé que ocupas el cargo de bibliotecario mayor.

—Sí, me nombró el propio rey José. Es un gobernante preparado y dispuesto a mejorar España. Es un hombre culto que aprecia las bellas artes y la literatura, y que desea acabar con las miserias del viejo régimen. Está en contra de la Inquisición, y la ha abolido antes de que lo hicieran los diputados reunidos en Cádiz. ¡Ah!, Francisco, si los españoles fuéramos capaces por un momento de olvidar el pasado y miráramos sólo hacia el futuro, nos daríamos cuenta de que es José I el soberano que España necesita.

—Pero, por lo que parece, los españoles desean el regreso de Fernando VII.

—Ese… —Moratín se mordió la lengua—. ¿Sabes lo que está haciendo? Mientras sus partidarios mueren por él, aquí, en España, ese… vive rodeado de lujos y fiestas en el palacio de Valençay.

—Sí, algo he oído, pero ¿qué otra cosa puede hacer? Es un rehén de Napoleón.

—Un rehén sin honor. Quien aspire a ser rey de España debe colocar su honor por encima de su vida, porque no es sólo su honra, es la de todo el país la que representa. Y Fernando de Borbón no tiene ni honra ni honor.

Al escuchar a Moratín, Faria dudó. Desde luego, necesitaba a alguien próximo a José I para llevar a cabo su plan de secuestro, y estaba claro que Goya no estaba en condiciones y Moratín no parecía dispuesto, pues era leal a Bonaparte y, además, estaba convencido de que su reinado era lo mejor para España en esos momentos.

Moratín era el más significado de los llamados afrancesados, españoles de tendencia liberal que apostaban por José Bonaparte como alternativa al reinado de Fernando VII, a quien consideraban como el representante de unos tiempos que era preciso dejar atrás.

Los afrancesados, en general hombres y mujeres de alto nivel cultural y comprometidos con el liberalismo político, vivían inmersos en una enorme contradicción: eran españoles y querían lo mejor para su patria, y estaban convencidos de que José I, a pesar de ser un monarca impuesto por su hermano Napoleón, representaba el progreso y la libertad, frente a Fernando VII o a su padre Carlos IV, también en el exilio, que no significaban otra cosa que el mantenimiento de la vieja sociedad anquilosada y tradicional, repleta de privilegios para unos pocos y profundas desigualdades, que tanto daño y tanta miseria habían causado a la mayoría de los españoles.

—Una casa estupenda —dijo Faria intentando cambiar el derrotero por el que se había encauzado aquella conversación.

—Sí, la compré a muy buen precio, aunque he gastado casi todos mis ahorros en la reforma. Hace unas pocas semanas que los pintores acabaron de dar el último retoque.

»Pero vaya, imagino que todavía no has almorzado. Vamos, te invito a comer en el café de Lorencini, en la Puerta del Sol; desde que gobierna José I se ha puesto de moda y sirven las mejores viandas de todo Madrid.

* * *

—No podemos contar ni con Goya ni con Moratín —le dijo Faria al sargento Morales—; deberemos hacerlo solos.

—¿Y cómo vamos a secuestrar a José Bonaparte nosotros dos solos? —le preguntó Morales—. Siempre está rodeado de una guardia de cincuenta soldados al menos, e imagino que además serán los mejores.

—Por experiencia sé que no es difícil llegar hasta él, sobre todo cuando sale a presenciar algún espectáculo a la calle. Bonaparte quiere mostrarse cercano al pueblo de Madrid, vivir entre sus ciudadanos, participar de sus costumbres, de sus fiestas y de sus celebraciones; es la manera con la que pretende ganarse la confianza de los madrileños, el modo de demostrarles que puede ser su rey.

—En ese caso, deberemos darnos prisa, pues Wellington ha decidido iniciar una gran ofensiva —dijo Morales.

—¿Cómo se ha enterado?

—Todavía tengo amigos en Madrid. Mientras usted visitaba a Goya y a Moratín, me he dejado ver por las tabernas de los aledaños de la puerta del Sol y he hablado con algunos militares. Wellington se está moviendo hacia Salamanca desde Ciudad Rodrigo y los franceses van a su encuentro. Y así estaba ocurriendo. Los guerrilleros habían incrementado su actividad en todas partes. Espoz y Mina había sorprendido a más de mil franceses en el norte de Aragón y los había vencido. El Empecinado no cejaba de atacar a sus convoyes de suministros, en Sierra Morena y en el sur de Aragón las emboscadas eran constantes; todo el país era un improvisado e imprevisto campo de batalla. Ante semejante actividad guerrillera, los franceses seguían sin poder concentrar más allá de cincuenta mil soldados para la batalla decisiva ante Wellington. El ejército de Aragón y Cataluña de Suchet bastante tenía con perseguir a Espoz y Mina y a los guerrilleros catalanes y aragoneses; el del sur, mandado desde Sevilla por Soult, estaba desplegado por la inmensidad de Andalucía, atendiendo a los golpes de mano de los guerrilleros en las abruptas sierras del sureste y del norte, y el del centro, dirigido por el mariscal Marmont, era acosado en la retaguardia desde Castilla y desde las sierras de Levante.

* * *

—Tenía usted razón, sargento —le dijo Faria al día siguiente—, la batalla será en Salamanca; esta noche nos vamos de Madrid. Iremos a la sierra para procurar que los guerrilleros ataquen a cualquier convoy francés que se dirija hacia Salamanca en los próximos días.

—¿Quién le ha informado?

—Don Leandro Fernández de Moratín. He estado esta mañana en la biblioteca y me ha dicho que el rey le ha pedido planos y mapas de Salamanca. Y ya ha visto la actividad en los alrededores de los acuartelamientos franceses.

Faria y Morales salieron de Madrid de noche, ocultos entre las sombras. Caminaron hacia la sierra, escondiéndose en las veredas entre los arbustos. Morales conocía bien aquellos parajes y no tardaron en dar con el escondite de una de las partidas de guerrilleros.

En apenas tres días, el coronel pudo reunir a varios cabecillas, a los que dio instrucciones muy concretas. Por lo que se sabía, se estaba preparando una gran batalla en Salamanca para los próximos días, de manera que había que incrementar los ataques y las emboscadas a los franceses. Deberían ser atacados todos los convoyes que se dirigieran hacia Salamanca, en particular los que portaran suministros de víveres y de municiones.

Una vez coordinado el plan con los guerrilleros de las sierras al norte de Madrid, Faria y Morales continuaron hacia Salamanca, bordeando la Cordillera Central por su vertiente norte.

* * *

Wellington había desplegado sus tropas en la orilla izquierda del río Tormes, apenas a dos millas al sur de Salamanca, entre los arroyos de Pelagarcía y Zurguen. Su posición era fuerte, porque sus flancos estaban protegidos por los cauces de estos dos riachuelos, que actuaban como fosos naturales ante un posible despliegue por las alas de la caballería francesa.

El conde de Wellington ocupaba el centro, justo en la localidad de Arapiles, en unos altozanos desde los que se dominaba la llanura del camino hacia Alba de Tormes. El mariscal Marmont ocupaba el ala derecha del ejército francés, en cuyo centro estaba la división del general Brennier, formada por hombres duros y experimentados, en los que Marmont confiaba para decantar de su lado la victoria.

La caballería aliada se había desplegado en los extremos de las dos alas, cubriendo las orillas de los dos arroyos que enmarcaban el campo de batalla, en tanto la francesa estaba dividida en dos brigadas volcadas hacia el centro.

Faria llegó a tiempo para colocarse entre las tropas españolas, que Wellington había concentrado en la retaguardia del ala derecha, detrás de la brigada de caballería de Anson. El contingente español era una amalgama de batallones diversos. Había varias compañías de voluntarios andaluces, poco expertos en el uso de fusiles de largo alcance pero letales con sus trabucos de gran calibre en el combate cuerpo a cuerpo y habilísimos en el manejo de puñales y machetes, un escuadrón de lanceros de Jerez, maestros insuperables en el arte de la equitación, y un batallón de garrochistas, armados con largas lanzas, acostumbrados a derribar a las reses bravas en la campiña, que mandaba el salmantino Julián Sánchez, un afamado y experto garrochista que había arengado a sus hombres, animándoles a derribar franceses como si se tratara de vaquillas o novillos en un tentadero.

A Faria lo habían asignado al mando de tres compañías de fusileros poco expertos y mal entrenados. El coronel de la guardia de corps sabía bien que un fusilero veterano era capaz de disparar tres veces en un minuto, mientras que un novato necesitaba casi un minuto para efectuar un único disparo, de modo que en una línea de fuego un veterano equivalía al menos a tres novatos.

La tarde anterior a la batalla, el conde de Castuera reunió a los soldados a su cargo y les enseñó un truco para colocar mejor la pólvora en la cámara del fusil y ganar tiempo y eficacia en el disparo. Consistía en sujetar el fusil con una mano mientras con la otra se cogía la carga de pólvora, se rasgaba el cartucho con los dientes y se llenaba la recámara por la boca; después se colocaba la bala, el papel de atraque y por fin se apretaba todo con la baqueta; pero antes de ese último paso, se golpeaba la culata del fusil en el suelo, de manera que con el golpe se ajustara y se distribuyera uniformemente la pólvora, evitando así espacios vacíos en el interior de la recámara o cazoleta, con lo que se ganaba en eficacia. Les obligó a llevar varios pedernales en el bolsillo, afilados en todo su perfil, para que las chispas prendieran la pólvora a la primera.

Aunque estaban colocados en la retaguardia, pues Wellington desconfiaba de la eficacia de las tropas españolas, Faria estaba convencido de que les tocaría librar una parte fundamental del combate. Marmont era un mariscal experto y prudente, muy eficaz en el campo de batalla, y no sería fácil batirlo.

Sin embargo, Marmont había desplegado sus tropas precipitadamente y Wellington, desde su privilegiada situación, observó que estaba en ventaja. Viendo la posición de los franceses ordenó a su cuñado, el general Pakenhan, que lanzara su división formada en columna contra los franceses atrincherados en el cerro de Arapiles Mayor.

—¿Observas aquellos tipos ahí arriba? Lanza tu división en columna y envíalos al diablo —aseguran algunos que fueron las palabras exactas que pronunció Wellington, que recorrió todo el campo de batalla sobre su caballo, para dar en persona la orden a su cuñado.

Además, un golpe de fortuna ayudó y mucho a los aliados; en el bombardeo, un pedazo de metralla hirió al mariscal Marmont, que perdió un brazo y cuya capacidad para moverse quedó muy disminuida.

Mediada la tarde de aquel día, 22 de julio, la victoria de Wellington era rotunda. Sobre las colinas de los Arapiles quedaron siete mil muertos y heridos franceses y otros tantos prisioneros, entre ellos tres generales. Por el triunfo en esa batalla, Wellington fue condecorado con el toisón de oro por el Gobierno español.