Capítulo XXI

—EL conde de Wellington requiere su presencia, coronel —le dijo Morales a Faria.

El conde de Castuera estaba desayunando en su tienda, en una pedanía cercana a Ciudad Rodrigo, hacia donde se había dirigido el grueso de las tropas aliadas tras la toma de Badajoz.

—¿Sabe usted qué desea, sargento?

—No, señor; la orden la ha transmitido oralmente un correo, pero no traía ningún papel.

—Iré a ver qué pretende; tal vez me arreste por cómo me dirigí a él en Badajoz.

Faria cogió su caballo y cabalgó hasta el puesto de mando de Wellington, ubicado en una casa de campo.

El teniente general británico estaba bebiendo vino de Oporto y comía unas galletas de mantequilla.

—Coronel Faria, siéntese —le dijo.

—Gracias, señor.

—Usted es un experto en las guerrillas.

—He tenido algo que ver en ello, mi general.

—Bien, pues en ese caso me voy a permitir pedirle un favor. Ya sé que no tengo mando sobre las unidades españolas, pero somos aliados en esta guerra y mi grado es superior al suyo, de modo que me gustaría pedirle que volviera a las guerrillas por un tiempo.

—No puedo hacerlo sin órdenes expresas de mis superiores.

—No se preocupe por ello, ya las he solicitado; aquí están.

Wellington puso encima de la mesa una orden firmada por el Duque del Infantado en la cual se le autorizaba a disponer de Faria y de su regimiento, que quedaban bajo su mando directo. El conde de Castuera leyó la cédula y asintió.

—¿Qué desea que haga, general?

—El Gobierno de su majestad Jorge III ha ordenado a las unidades de la Armada real desplegadas en el mar Cantábrico que bombardeen las posiciones francesas en la costa norte española y que suministren cañones y municiones a aquellos lugares donde todavía se mantienen focos de resistencia. Las tropas francesas en la Península están muy dispersas, y debemos conseguir que sigan así. Para ello es necesario intensificar la guerra de «guerrillas» —Wellington pronunció esta palabra en castellano— en el norte y en la retaguardia de los franceses.

»En esa zona, las principales partidas son las de Espoz y Mina y El Empecinado. Ambos están luchando bien y con valor, y les han causado muchos problemas a los franceses. Es necesario que sigan combatiendo y, si es posible, que surjan muchos más grupos de guerrilleros. Por lo que sé, usted ha formado algunos de ellos en Andalucía y en las montañas del norte de Madrid. Le pido que haga lo mismo en las montañas del norte de España.

»Partirá de inmediato hacia Oporto y allí embarcará en una de nuestras fragatas, que lo llevará hasta un puerto bajo nuestro control. Una vez allí, deberá actuar como ha acostumbrado.

—¿Alguna orden concreta, general?

—No. Tiene usted lo que podríamos denominar como «patente de corso».

—Eso es propio de piratas, señor, no de soldados.

—En la guerra, todas las estratagemas que conduzcan a la victoria son bienvenidas. Ustedes los españoles deberían haberlo aprendido bien, pues han perdido muchas batallas por no tener esto en cuenta.

—Se refiere a los actos de piratería cometidos por sus barcos contra los nuestros.

—Me refiero a que, cuando se tienen menos barcos o menos divisiones, hay que agudizar el ingenio, coronel, y actuar con cuantos recursos sean útiles a la causa de la victoria. Las únicas órdenes que usted tiene son las de provocar el mayor daño posible al enemigo y por cualquier medio, ¿me entiende?, por cualquiera.

—Necesitaré a mi ayudante, el sargento Morales; siempre me ha acompañado en estos asuntos.

—De acuerdo. ¿Alguna otra cosa?

—No, señor.

—Bien, puede retirarse.

—Perdone, mi general, pero ¿y mi regimiento?

—No se preocupe por ello; queda al mando su segundo, y regresa a Cádiz. Una vez aseguradas Ciudad Rodrigo y Badajoz, esas tropas son más necesarias en esa ciudad que aquí.

Faria saludó, ahora sí, con marcialidad a Wellington y regresó a su campamento.

Reunió a los oficiales del regimiento y les comunicó las nuevas instrucciones; algunos mostraron su contrariedad, pues confiaban en conseguir ascensos rápidos gracias a acciones de guerra, mientras que los soldados respiraron aliviados al poder regresar a sus casas.

* * *

Aquella mañana de mayo era luminosa y azul. El sol brillaba con fuerza y un ligero viento del oeste hacía ondear la Union fack, la bandera británica que, desde 1801, unía las banderas de Inglaterra, Escocia e Irlanda, representadas por la cruz roja sobre fondo blanco de san Jorge, de Inglaterra; la cruz aspada blanca sobre fondo azul de san Andrés, de Escocia, y la cruz aspada roja sobre fondo blanco de san Patricio, de Irlanda, la última en incorporarse, ese mismo año.

El conde de Castuera contempló la bandera ondeando sobre el palo mayor de la fragata al subir a bordo y recordó que aquella misma enseña, ahora aliada, había sido el emblema del enemigo en Trafalgar.

—La vida está llena de ironías, Isidro —le dijo al sargento Morales—; hace casi siete años combatimos en Trafalgar contra esa bandera, y ahora somos sus aliados. Tal vez esta misma fragata participó en aquella batalla.

—Son cosas de la política, mi coronel; nosotros sólo somos soldados.

Saludaron al capitán de la fragata, que los acomodó en dos camarotes, cada cual según su rango, y zarparon desde la desembocadura del Duero en Oporto rumbo norte.

A Faria le sorprendió la impunidad con que los barcos británicos navegaban frente a las costas peninsulares. Desde la batalla de Trafalgar, era tal su superioridad que los barcos franceses apenas se atrevían a salir de sus puertos, de manera que eran usados casi exclusivamente como baterías flotantes costeras.

El plan de Wellington, que Faria desconocía, era brillante, pero requería de una gran coordinación de movimientos. Necesitaba mantener dispersas y ocupadas a las tropas francesas desplegadas en la Península y evitar por todos los medios que se pudiera concentrar un ejército de más de cincuenta mil efectivos. En toda España había desplegados más de trescientos mil franceses, pero Napoleón había ordenado la retirada de cincuenta mil para reforzar la recluta de tropas para la campaña de Rusia, por lo cual no recibirían más refuerzos al menos durante un año.

Wellington había pedido al Gobierno español que sus efectivos regulares, al mando de generales como O’Donnell y Lacy, que controlaban la zona de Murcia, diversas áreas de Cataluña y Andalucía oriental y núcleos dispersos en el norte, lanzaran continuos ataques contra las guarniciones francesas, aun a costa de ser derrotados, como ocurrió en varias ocasiones, y, desde luego, que se intensificaran las acciones guerrilleras, especialmente con ataques a las líneas de suministros francesas. Se trataba de inmovilizar los efectivos de los mariscales Suchet, en Cataluña, Marmont, en el centro, y Soult, en Andalucía.

Cada español debería ser un guerrillero, un incordio permanente contra los franceses, con constantes ataques en donde menos lo esperaran, con celadas en cada bosque y en cada desfiladero, para que las tropas francesas no pudieran desplegarse con normalidad y tuvieran que atender a tantos frentes que jamás pudieran concentrar un número demasiado elevado de efectivos.

Wellington era un buen estratega, pero sabía que si se enfrentaba en campo abierto contra un enemigo superior en número podría ser derrotado. Por el contrario, el principal cuerpo de ejército británico, sin enemigos en la retaguardia portuguesa, estaba integrado por casi cincuenta mil hombres.

La fragata arribó al puerto de Santander, que había caído en manos españolas y que estaba defendido por dos imponentes navíos de línea británicos. Faria y Morales fueron desembarcados en un bote y se dirigieron al edificio de Capitanía. Allí se enteraron de que en las últimas dos semanas la guerra en el norte había estallado en todos los frentes. Los buques de la escuadra británica iban de uno a otro lado del Cantábrico descargando material en cualquier lugar donde hubiera consolidada una posición española, suministrando armas y municiones a grupos guerrilleros o bombardeando posiciones francesas. Algunas plazas fueron ocupadas efímeramente por los aliados, pero los franceses recuperaron la mayoría; Bilbao estuvo en manos españolas sólo quince días antes de que regresara su guarnición francesa.

A principios de junio de 1812, Wellington ordenó a sus cuarenta y ocho mil soldados avanzar hacia León. Su plan consistía en aislar las guarniciones francesas en Galicia por un lado y, por otro, en Andalucía, de modo que los dominios franceses en España quedaran partidos y sin posibilidad de comunicación entre ellos. Sin embargo, ese plan tenía un punto débil: Wellington no contaba con efectivos suficientes para poder mantener controlado semejante territorio.

El conde de Wellington, una vez ocupada la ciudad de León, esperó un ataque del Sexto Ejército francés, a cuyo mando estaba el mariscal Marmont. El británico había preparado una trampa mortal; si el francés atacaba, quedaría atrapado y sería fácilmente derrotado. Pero Marmont no cayó en la emboscada y se mantuvo a la expectativa en la línea del Duero. Tras la victoria en Badajoz y el avance hasta León, la gran partida de la guerra parecía ahora en situación de empate.

La Junta de Defensa de Santander puso a disposición de Faria dos expertos conocedores de las montañas cantábricas. Tras consultar unos mapas y comprobar dónde se habían producido las últimas acciones guerrilleras de Espoz y Mina y El Empecinado, el coronel decidió regresar a Madrid.

Cuando se enteró de las intenciones de Faria, el sargento Morales puso cara de asombro.

—¿A Madrid, señor, vamos a Madrid? —le preguntó.

—Sí; el conde de Wellington me ha ordenado que hagamos el mayor daño posible a los franceses, y le aseguro que lo vamos a hacer, o al menos lo vamos a intentar.

—Pero, mi coronel, ¿los dos solos…?

—Para secuestrar a José Bonaparte no es necesario todo un ejército.

—¿Qué? —ahora sí que estaba Morales atónito.

—Lo que ha oído, sargento: vamos a secuestrar al rey Intruso.

* * *

Napoleón Bonaparte puso en marcha su gran locura a comienzos de junio de 1812. Un ejército de más de seiscientos mil hombres de veinte naciones, ciento cincuenta mil caballos, treinta mil carros y mil cañones cruzó el río Niemen y entró en Rusia el día 24 de junio. Nunca en toda la historia de la humanidad se había movilizado un ejército semejante.

El emperador había enfermado de megalomanía. Pretendía hacer de París la ciudad más bella de Europa, y para ello abrió enormes avenidas, instaló luz de gas, reordenó la numeración de las calles, levantó enormes monumentos y edificios, reformó el urbanismo de la ciudad, potenció la ópera, amplió el palacio-museo del Louvre y organizó fastos imperiales onerosísimos. Todo el Imperio estaba al servicio de su grandeza. Rodeado de una corte de mariscales aduladores, Napoleón estaba perdiendo día a día la percepción de la realidad. Soñaba con convertirse en el dueño del mundo, en llevar a cada rincón del planeta los ideales revolucionarios, pero en realidad se había transformado en un tirano. Siempre había defendido la libertad de expresión, uno de los grandes logros de la Revolución, y consideraba a sus propios censores como demasiado severos, pero conforme la situación empeoraba, impuso una rígida censura de prensa. Así, de los trece periódicos que al comienzo de su imperio se editaban en París, a mediados de 1812 sólo quedaban cuatro.

Su afán por controlar todo lo había llevado incluso a nombrar personalmente a académicos, como hizo con Chateaubriand, a quien eligió para la Academia francesa tras leer su libro El genio del cristianismo. Sus modos de comportarse, sus actitudes, su manera de entender las relaciones políticas eran propios de un dictador. Su trono estaba decorado de oro y de telas púrpuras, como los de los emperadores romanos y bizantinos, y su corona y su cetro reunían varias joyas y gemas al estilo de los soberanos persas o hindúes.

Pero su pueblo todavía lo aclamaba pese a que los enormes gastos de guerra, la construcción de gigantescos monumentos y los fastos imperiales consumían tantos recursos que los franceses estaban asfixiados por una enorme cantidad de impuestos. Cierto descontento comenzó a surgir en algunos sectores de la sociedad francesa, mientras muchas madres lloraban a sus hijos muertos en los frentes de batalla de Europa por la grandeza del emperador.

Faria y Morales llegaron a Madrid a mediados de junio. Sobre el «poblachón manchego» que desde hacía más de dos siglos era la capital del reino de España, caía un sol abrasador. Se identificó en los puestos de control militar, hablando en francés, como conde de Castuera y amigo personal del rey José I, y no tuvo ningún problema para llegar hasta su casa, donde el matrimonio de criados que había dejado a su cuidado seguían viviendo.

Les pidió que habilitaran una estancia para el sargento Morales y bajó a la bodega. La caja con monedas de oro y plata seguía allí. Cogió de ella un buen puñado, volvió a ocultarla y le entregó una buena cantidad a sus criados.

—Mañana iremos a ver a don Francisco de Goya; su colaboración es fundamental para mi plan —le confesó a Morales, mientras comían un potaje de garbanzos.

El sargento miró a su jefe y no dijo nada, pero pensó que, como a tantos otros, la guerra lo había vuelto totalmente loco.