UN viento suave y cálido llegaba desde la bahía. La Constitución se había aprobado a la vez que la primavera había inundado las calles de la ciudad sitiada.
Los soldados del acuartelamiento de Faria, hasta entonces destinados a la protección de las Cortes y de los diputados, fueron movilizados de inmediato. El coronel de la guardia de corps recibió la orden de que todas las compañías a su mando estuvieran listas en dos días para embarcar rumbo a Portugal.
Con el final del invierno, el alto mando británico había aprobado los planes de Wellington de atacar en Extremadura a las tropas francesas acuarteladas en Badajoz, y a las de Ciudad Rodrigo. Faria, que conocía bien la zona, fue designado para servir de enlace con el mando británico.
—Sargento —le dijo a Morales—, pasado mañana salimos hacia Portugal.
—Sí, señor, ¿de nuevo con las guerrillas?
—No, no, cuando digo «salimos» me refiero a todo el regimiento. Vamos a combatir al lado de los británicos en España. Comunique a los capitanes de las compañías que deben presentarse dentro de una hora en mi despacho.
—A la orden, coronel.
Una hora después los seis capitanes de las seis compañías del regimiento que mandaba Faria estaban firmes ante la mesa de su despacho.
—Señores, el gobierno provisional del Consejo de Regencia nos envía a Portugal. Zarparemos a bordo de dos fragatas inglesas dentro de dos días, de modo que ordenen a sus hombres que tengan todo preparado.
—¿Vamos a combatir, señor? —preguntó el más veterano de los capitanes, que casi doblaba en edad a Faria.
—Sí, creo que sí, pero no lo comenten a la tropa, no quiero desertores… antes de tiempo.
Las seis compañías embarcaron en las dos fragatas inglesas desde varios botes; los soldados al mando de Faria habían sido equipados con nuevos mosquetes fabricados en Inglaterra, uniformes tejidos en Inglaterra y botas cosidas en Inglaterra. Sí, la guerra era un gran negocio para los comerciantes y las fábricas de Inglaterra.
Las fragatas partieron de Cádiz rumbo oeste y desembarcaron a los soldados españoles en una playa cercana a Lisboa. Allí se habían congregado varias divisiones de highlanders escoceses, fusileros irlandeses, tiradores y húsares ingleses, escopeteros portugueses y el regimiento de infantería de fusileros de Cádiz.
Sin apenas tiempo para organizar la marcha, los generales de Wellington dieron orden a todos los regimientos y divisiones para avanzar hacia el este, hacia la frontera española.
Wellington había planeado atacar Badajoz, la gran plaza defensiva en manos de los franceses, y había requerido tropas del Gobierno español, pese a los malos informes que sus agentes le habían presentado de los soldados y de los oficiales españoles y al mal concepto que el propio generalísimo inglés tenía del comportamiento de los españoles en la guerra. Faria lo sabía, pero no estaba dispuesto a que los británicos siguieran considerando a las tropas españolas como poco menos que un hatajo de harapientos descamisados faltos de deber, valor y sentido de la disciplina. Por ello, la primera noche en tierra, poco antes del toque de silencio en el campamento, reunió a todos los hombres del regimiento y les largó una arenga tan patriótica y encendida que él mismo se sorprendió. Les dijo que los británicos miraban a los españoles por encima del hombro, que los consideraban soldados de segunda categoría, poco disciplinados e incapaces de combatir a su nivel, y que los ingleses opinaban que si se ganaba aquella guerra sería precisamente a pesar de los españoles. Aquellas palabras aguijonearon el corazón de muchos soldados, pero sobre todo se entusiasmaron cuando Faria les dijo que si los ingleses luchaban por el bolsillo de sus amos, ellos, los españoles, deberían hacerlo por la independencia de su nación.
Cuando acabó la arenga, poco antes del toque de queda, el sargento Morales se acercó a su coronel.
—Permítame, señor, que le felicite por su discurso a la tropa; creo que les ha llegado muy dentro; en Badajoz, o donde sea, se batirán como los mejores, no lo dude.
—Sí, eso espero —le dijo Faria—, pero a fuer de ser sincero, he de confesarle que los informes que maneja Wellington sobre nuestro ejército tienen parte de razón. Sí, sí, son exagerados en algunas consideraciones, pero nuestro ejército está mal organizado: nos falta material, la infantería carece de formación y de sentido de la disciplina, la caballería no tiene preparación ni medios, nuestros cañones son anticuados y nuestros artilleros no tienen experiencia; hay soldados destinados en artillería que apenas saben prender la mecha de un cañón. Ya lo vio en Cádiz. Además, algunas de las baterías de la costa estaban equipadas con cañones y morteros del siglo XVII, y de calibres tan diferentes que es imposible que sean eficaces. Todavía pueden verse en ellos los escudos de los reyes Felipe IV y Carlos II.
—Pero esos hombres son valientes, mi coronel…
—Sí, lo son, por supuesto que lo son, pero sólo con valor no se ganan las guerras. Aníbal…, ¿ha oído hablar de él…?
—Era un general de Roma, creo —respondió Morales.
—Era cartaginés —corrigió Faria—, el mejor general de su época, un genio como estratega, valeroso, audaz y arriesgado, venció a los romanos en muchas batallas, pero perdió la última, la decisiva, por un fallo de estrategia y porque se enfrentó a otro genio tal vez mayor, Publio Cornelio Escipión.
—¿Como Napoleón? —preguntó Morales.
—Sí, como Bonaparte. He leído en una revista que el emperador de los franceses ordena que las maniobras se realicen con la máxima rapidez; ya ha visto cómo los soldados franceses son capaces de avanzar a más de cien pasos por minuto, mientras nosotros lo hacemos a setenta. Gracias a esa velocidad de desplazamiento, Napoleón concentra todas sus tropas en un lugar, generalmente aprovechando la noche, y con ello sorprende al enemigo, al que envuelve con maniobras precisas, consigue superioridad numérica, le corta las líneas de suministros y lo destruye. Así es como ha ganado sus batallas en Europa. Y no creo que los soldados franceses sean de natural más valientes que los españoles o los austríacos; simplemente, están mejor entrenados para el combate.
* * *
Cuando llegaron ante las defensas de Badajoz, llovía a mares. Wellington había ordenado construir un cinturón de trincheras para cercar la ciudad, que estaba bien defendida por los franceses. Pero caía tanta agua que las trincheras se inundaban y los parapetos se venían abajo una y otra vez. Los cañones británicos batían los muros defensivos levantados por los franceses, intentando abrir brechas por las cuales lanzar al asalto a la infantería aliada.
La ciudad de Badajoz está bordeada por el norte por el río Guadiana, que esos días bajaba bastante crecido, y por el este por el arroyo Revillas, un riachuelo intermitente que a principios de abril de 1812 se había desbordado e inundado todo el exterior del sureste de la ciudad, donde había creado una especie de marisma pantanosa. La ciudad está rodeada por un cinturón de murallas reforzadas con varios fuertes y castillos que fueron sometidos a un considerable bombardeo, especialmente en el este y el oeste, por donde Wellington había decidido el asalto. El barro y el agua dificultaban el avance de los aliados, pero las órdenes eran tomar Badajoz a toda costa.
Wellington reunió a su Estado Mayor el 5 de abril por la tarde y ordenó a todos los comandantes de la 4.ª División y de la División Ligera que, al amanecer del día siguiente, lanzaran a todos sus hombres al asalto de la ciudad en los dos flancos señalados. Como no se fiaba de la infantería española, dispuso al regimiento de Faria en retaguardia, de modo que su misión consistiría en apoyar el asalto de las fuerzas de choque británicas.
Faria desplegó a sus hombres en tres líneas situadas en el sector oeste, enfrente de las brechas abiertas en los días previos al asalto por la artillería británica. A la orden de carga, los infantes ingleses corrieron hacia los muros de Badajoz, pero, al rebasar los primeros terraplenes, se encontraron con un tremendo foso en cuyo fondo corría un canal; en el tropel, las primeras filas de los asaltantes cayeron al suelo y fueron pisoteadas por los que venían detrás; pero aún les esperaba una sorpresa mayor. Los franceses habían minado los pasillos que conducían hacia las brechas abiertas en los muros, y, sobre las murallas, los defensores disponían de numerosas granadas de mano, así como de mosquetes y rifles doblados y cargados.
Decenas de hombres se precipitaron al canal del foso y se ahogaron en el barro, en tanto las minas comenzaron a explosionar, provocando una enorme carnicería. Los soldados que portaban las escalas para el asalto eran abatidos por el fuego de granadas y fusiles y los pocos que alcanzaron las brechas se encontraron con un dispositivo de maderas y cuchillas de hierro entrelazadas que los franceses llaman cheval de frise y que provoca el pánico a los que se enfrentan a semejante artilugio. En pocos minutos, más de quinientos británicos yacían muertos en el foso. Ya era casi de noche y la batalla por Badajoz parecía perdida para los aliados.
Los hombres de Faria no habían intervenido en el combate, se limitaban a mantener su posición en la retaguardia y a observar cómo caían muertos los británicos. Ante el informe de bajas, Wellington ordenó la retirada en el sector este, pero dio la orden de concentrar el ataque en el fuerte de San Vicente, en el ángulo noreste de la ciudad. Los franceses, creyendo que la retirada de los aliados era definitiva, descuidaron la guardia y el castillo de San Vicente cayó en manos británicas. Las tornas habían cambiado en unos momentos y la ciudad estaba perdida. Bien fuera por un golpe de suerte o por la genial improvisación de Wellington, Badajoz fue capturada cuando parecía que el asalto estaba condenado al fracaso.
Sorprendidos desde la posición más fuerte, el comandante francés rindió la plaza, y entonces se produjo la verdadera catástrofe.
Los hombres de Faria no habían disparado un solo tiro y se mantenían en sus posiciones de retaguardia, cuando observaron cómo los soldados británicos y portugueses se lanzaban al interior de la ciudad, presos de una vorágine de sangre y muerte.
Pese a la rendición, las tropas asaltantes hicieron caso omiso a sus comandantes y se sumieron en una orgía de saqueo y destrucción. Todo el mundo parecía haberse vuelto loco. Centenares de soldados entraron en las casas de la población civil arrancando puertas, volando las ventanas y tiroteando y acuchillando a cuantos se ponían por delante.
Faria se enteró de lo que estaba ocurriendo y reclamó a un coronel inglés que pusiera coto a semejante jauría de salvajes. El oficial inglés se limitó a encogerse de hombros y a decirle a Faria que no había manera humana de detener aquello.
El conde de Castuera no pudo más. Ordenó a sus hombres que lo siguieran y se dirigió al interior de la ciudad. El escenario que vieron sus ojos fue lo más parecido a una imagen del Apocalipsis. Los soldados británicos y algunos portugueses habían asaltado las casas, fusilado a sus habitantes y robado cuanto de valor contenían. Las calles estaban llenas de cadáveres de mujeres y niños, algunas con las orejas rasgadas porque les habían arrancado de cuajo los pendientes. En una iglesia, donde se habían refugiado algunas mujeres con sus hijos, unos cincuenta cadáveres yacían entre los bancos y los altares. El cadáver de una bella joven estaba tumbado sobre el altar mayor, completamente desnudo, con claros signos de haber sido violada antes de darle muerte mediante degollación. Varios niños yacían en un rincón, junto a un confesionario, asesinados a machetazos.
Los soldados españoles estaban horrorizados ante aquella matanza. El sargento Morales, con los ojos inyectados de ira, le propuso a su coronel acabar con todos los británicos. Faria lo miró, apoyó su mano sobre el hombro del sargento y le ordenó que agrupara con sus hombres a todos aquellos cadáveres para darles sepultura. Después, dio media vuelta, salió de la iglesia y corrió hacia el exterior de la ciudad, hacia el puesto de mando de Wellington.
Los guardias le impidieron el paso. Wellesley estaba en el exterior de su tienda, observando las llamas que consumían barrios enteros de la ciudad extremeña. Faria le gritó y el conde de Wellington, al reconocerlo, ordenó que le dejaran pasar.
—Excelencia —dijo Faria en un deficiente inglés—, debe usted detener esta masacre. Sus soldados están matando, violando y robando a inocentes. Yo mismo he visto una iglesia con decenas de cadáveres de mujeres y niños en su interior, y sus verdugos no han sido los franceses.
Wellington sabía bien lo que estaba ocurriendo; uno de los cirujanos del ejército británico le había informado personalmente de los saqueos, pero el comandante en jefe de los aliados no hizo nada por evitarlo.
—Querido amigo —le dijo a Faria—, la guerra tiene estos contratiempos. Los soldados están excitados, cansados y algunos incluso ebrios. No puedo evitar que se cometan algunos errores.
—¿Errores?; están matado a inocentes.
—Y lo siento, créame, coronel, pero la guerra tiene a veces estas cosas.
—Señor, le exijo que ponga fin a esta…
Faria no encontró una palabra inglesa y pronunció en castellano: «villanía».
Wellington lo entendió perfectamente.
—Lo importante es la victoria. Y ahora, coronel, vuelva a ponerse al frente de sus hombres y encárguese de dar sepultura a esa gente. Es una orden —Wellington no estaba capacitado para dar órdenes a los soldados españoles, pero actuaba como si también fuera el comandante en jefe del ejército español.
Faria se mordió la lengua, dio media vuelta y se marchó sin saludar a Wellington.
Aquella noche nadie durmió. Los lamentos de los heridos, el llanto por los muertos y los gritos de los borrachos se mezclaron en el aire viciado y humeante de Badajoz. A la mañana siguiente, cuando se procedió al recuento de víctimas, el balance fue desolador. Casi cuatro mil soldados británicos habían caído en el asalto y otros tantos franceses, pero más de dos mil civiles españoles habían sido asesinados por los británicos.
Mientras se procedía a enterrar a los muertos, Faria tragaba su ira. Cuando las primeras paladas de tierra comenzaron a cubrir los cadáveres de un grupo de niños, el coronel de la guardia de corps, el héroe de Trafalgar y de los Sitios de Zaragoza, lloró, y no le importó que sus hombres, llenos de barro y de suciedad, lo vieran.
* * *
Wellington había logrado su objetivo; Ciudad Rodrigo y Badajoz, las dos principales fortalezas de la frontera española con Portugal, estaban en sus manos, pero Ciudad Rodrigo corría peligro de caer de nuevo en las de los franceses, que le habían puesto sitio.
En la Península, los británicos tenían problemas económicos. Wellington necesitaba más dinero y más hombres para su plan de ataque sobre Madrid, y lo demandó de Londres, pero un inesperado contratiempo torció sus presupuestos.
—Han asesinado al primer ministro —le dijo un general británico a Faria, cuando recibieron la orden de detenerse en su avance hacia el norte desde Badajoz.
—¿Un atentado político? —le preguntó Faria.
—No lo parece. Sir Spencer Perceval, nuestro primer ministro, ha sido asesinado en el Parlamento por un tal John Bellingham. Este tipo es un comerciante que se arruinó al establecer negocios con Rusia; por lo que se sabe, estuvo preso en ese país durante muchos meses. Al regresar a Londres decidió que el Gobierno de su majestad lo había desatendido y decidió vengarse asesinando a su jefe.
—¿Habrá cambios en la estrategia de la guerra? —preguntó Faria.
—No lo creo. El conde de Wellington no era muy amigo precisamente de Perceval, de modo que las cosas irán ahora mucho mejor.
Así fue. Wellington comenzó a ser adulado en los periódicos que se publicaban en la zona controlada por el Gobierno español y cualquier sugerencia suya era acatada como una orden, a pesar de que seguía sin tener mando efectivo sobre las tropas españolas.