EN los primeros días de enero de 1812, y a pesar del frío invernal, el ejército francés lanzó una gran ofensiva en Levante. Desde Cataluña, varias divisiones avanzaron hacia el sur, dirigidas por el mariscal Suchet, y conquistaron Peñíscola, Valencia y Denia. El desastre fue enorme porque, además de la pérdida de estas ciudades, los franceses capturaron al ejército español quinientos de sus mejores cañones. A la vez se acentuó la presión sobre Cádiz y se intensificaron los bombardeos.
Pero Cádiz resistía y los suministros no cesaban de llegar; ante la ofensiva francesa era necesaria una respuesta inmediata. La concentración de tropas francesas en Valencia y en Cádiz había dejado desguarnecidas algunas zonas de la Península, especialmente en el frente occidental, donde los británicos y los portugueses organizaron un contraataque.
Wellington había sido requerido desde Cádiz por el mando español para que atacara en la frontera de Extremadura y de Salamanca, pero se mostró renuente a hacerlo, hasta que recibió la noticia de la marcha de Suchet sobre Valencia. Fue entonces cuando reaccionó, lanzando sus mejores divisiones contra la plaza fortificada de Ciudad Rodrigo, que ocupó a fines de enero. La estrategia de Wellington consistía en esperar a que Rusia y Austria declararan la guerra a Napoleón, y así disfrutar de una clara ventaja al tener que atender el emperador a varios frentes. Bonaparte era consciente de que una nueva guerra contra Rusia supondría tener que dedicar a ella un enorme esfuerzo, dada la extensión de ese país, y Francia no parecía preparada para mantener guerras abiertas en todas partes. A pesar de las victorias, el desgaste sufrido en las guerras en Italia, Alemania, Austria y España constituía ya una notable sangría para la leva de tropas en Francia, cuya juventud empezaba a resentirse de tanto reclutamiento forzoso.
Napoleón intentó evitar el conflicto directo con el zar Alejandro, pero éste estaba haciendo todo lo posible para que la guerra entre Rusia y Francia fuera inevitable. Como Francia e Inglaterra, Rusia también aspiraba a convertirse en un imperio mundial, y para ello necesitaba un ejército poderoso y engrasado, que sólo era posible formar en el curso de una gran guerra.
La toma de Ciudad Rodrigo por Wellington fue festejada en Cádiz como un gran triunfo. Faria recibió la orden de incrementar el servicio de vigilancia de las reuniones de los diputados en las Cortes, que estaban debatiendo el momento y el modo en que se aprobaría solemnemente la Constitución que habían acabado de redactar.
A mediados de enero de 1812 todo estaba listo para cumplir ese trámite, pero el Consejo de Regencia decidió que sería mejor esperar unas semanas por si conseguía nuevos éxitos militares. Para contentar a Wellington, el Gobierno provisional español en Cádiz le concedió el título de duque de Ciudad Rodrigo, y el Gobierno de Londres le otorgó el título de conde. El Consejo de Regencia, el Gobierno provisional, pasó ahora a ser encabezado por el duque del Infantado, muy proclive a estrechar el pacto con el gobierno británico.
A principios de febrero se conoció la noticia de que Napoleón había decidido invadir Rusia. El coronel Faria estaba tomando un café con Pedro María Ric y ambos comentaron la decisión del emperador.
—Es un error estratégico —dijo Faria—. Rusia es un país gigantesco y, por lo que sé, los inviernos allí son de una dureza extrema. Un ejército extranjero necesitaría al menos dos millones de hombres para ocupar ese país, y una vez ocupado no sabría qué hacer con él.
—Napoleón está organizando un ejército de seiscientos mil hombres, probablemente el mayor jamás reunido —alegó Ric.
—No será suficiente. España es mucho menor que Rusia y ya ves las dificultades que tiene para mantener el control con trescientos cincuenta mil soldados. Con el doble de tropas en un país diez veces mayor no podrá aguantar mucho tiempo.
—Dicen que Bonaparte ha perdido su vigor, que está engordando y que sufre fuertes dolores en el estómago, que apenas duerme y que ya no se fía de nadie.
—Es probable que tantos años de guerras, campañas, batallas y viajes hayan hecho mella en su cuerpo, sí, pero sobre todo lo habrán hecho en su mente. Esperaba conquistar España y Portugal en unas semanas y su ejército está atascado aquí desde hace ya cuatro años, y aunque ha avanzado en el este, ha perdido en el oeste. En ningún momento esperaba que los españoles resistiéramos como lo estamos haciendo. Debió de pensar que todos éramos como don Carlos y don Fernando.
—¿Qué quieres decir, Francisco?
—Lo sabes bien, Pedro; Carlos IV no tenía cualidades para ceñirse la corona y Fernando VII no ha hecho méritos para heredarla.
—¿Consideras mejor a ese intruso de José I?
—Soy un patriota y lucho por mi país, pero yo vi actuar a don Carlos y a don Fernando en Bayona y sentí una enorme vergüenza por ambos —dijo Faria.
—Vamos, no los juzgues por eso; aquélla era una situación desesperada en la que apenas podían hacer otra cosa que acatar los deseos de Napoleón; eran sus rehenes.
—Tal vez, pero ¿cómo explicas que don Fernando felicite a Bonaparte tras cada una de sus victorias sobre los españoles?
—Imagino que será una táctica. Halagar al enemigo suele conllevar un relajamiento de éste y una debilidad. Sin duda ésa es la táctica que está empleando el rey —supuso el barón de Valdeolivos.
—Miles de españoles han derramado y siguen derramando su sangre por él, y creo que debería ser consciente de ello.
—Y lo es, Francisco, y lo es, no te quepa ninguna duda, pero considera su situación: está retenido en Francia y a la merced de Bonaparte, ¿qué otra cosa podría hacer?
—Mantener la dignidad, desde luego. Es lo menos que se le debe exigir a quien aspira a convertirse en rey de España —asentó Faria.
—Mira, Francisco, eres joven y tienes por delante, si esta maldita guerra no lo impide, un brillante futuro. Has sido héroe en Trafalgar y en Zaragoza y nadie como tú para opinar sobre la defensa de la patria, pero necesitamos a don Fernando; si queremos que se mantenga la esperanza de que este pueblo consiga al fin la independencia del invasor extranjero, don Fernando ha de ser nuestro símbolo. Un pueblo necesita de símbolos y de ilusiones a los que agarrarse en los momentos más difíciles, y, te guste o no, ese emblema y esa ilusión los encarna ahora don Fernando.
—La esperanza del pueblo es voluble, Pedro. Hace unos meses los sevillanos y otros muchos ciudadanos de Andalucía vitoreaban a José I como nunca antes se había hecho con ningún otro soberano.
—Eso es cierto, pero José Bonaparte es un intruso, un extranjero; por muy bien que gobernara, por mucha paz y felicidad que aportara a este país, la gente de aquí jamás lo aceptará; haga lo que haga siempre será un soberano impuesto por la fuerza de las armas.
—¿Y no lo fueron los Borbones? Felipe V fue rey porque ganó una guerra. Siempre ha sido así.
—Tal vez tengas razón, pero ese problema lo hemos zanjado en las Cortes, aquí en Cádiz. La legitimidad de los monarcas queda clara en nuestra nueva constitución, que aprobaremos en unas pocas semanas. ¿La has leído?
—Sí, claro. Y además, como sabes, he escuchado la mayoría de vuestras intervenciones.
—¿Y qué te parece?
—Es un avance, pero hubiera preferido la de Bayona.
—¿La de Napoleón?
—Sí.
—Pero ésta es la nuestra —aseveró Pedro María Ric—. Y además, como la de Bayona, también prohíbe la tortura. Pero… ¿no te estarás convirtiendo en uno de esos «afrancesados»?
—No, pero pretendo entender lo que está pasando sin recurrir a falsos valores. La de Bayona proclama la libertad de cultos, la de Cádiz prohíbe la práctica de cualquier religión que no sea la católica.
—Eres un miembro de la nobleza española, y el catolicismo es una de nuestras principales señas de identidad. Además, este verano abolimos los señoríos jurisdiccionales; era una condición de los liberales, aunque a cambio de que los señores mantuviéramos las rentas de esas tierras.
—No toda la nobleza española es igual.
—Claro que lo es. Ser noble implica un timbre de distinción que no todos poseen. Sí, sí, ya sé que de vez en cuando aparecen entre nosotros insensatas como Belinda o inanes como su esposo Enrique, pero eso no cambia las cosas. Dios dispuso este mundo así, y así debe mantenerse hasta el final de los tiempos; es la ley divina, el ordenamiento celestial de las cosas de este mundo que todos debemos cumplir.
Faria no quiso seguir debatiendo con su amigo. Sí, él era noble, había nacido en el seno de una familia de rancio abolengo, en un linaje de antiguos condes, una estirpe de privilegiados, pero el mundo estaba cambiando muy deprisa. Desde Francia, siempre Francia, llegaban ideas nuevas para un hombre nuevo, para un mundo nuevo. Y no se trataba de ninguna utopía. En América del Norte, esas nuevas ideas habían triunfado con rotundidad. Los fundadores de Estados Unidos habían demostrado que se podía organizar una sociedad sin contar con reyes ni con nobles, ni siquiera con la Iglesia, y crear una sociedad de hombres libres e iguales. Francia había hecho una revolución, sangrienta, desde luego, durante la cual habían rodado cabezas, incluso las de un rey y una reina, y tal vez fuera ésa la única manera de conseguir imponer el nuevo mundo, la nueva sociedad.
El conde de Castuera dio el último sorbo a su café, miró al diputado Ric y comprendió que algo profundo estaba cambiando en su interior.
* * *
—El 19 de marzo, la fiesta de San José, ése es el día que han fijado el presidente y los secretarios de las Cortes para proclamar la Constitución —anunció el sargento Morales al coronel Faria.
Francisco estaba en su despacho repasando unos listados de suministros recibidos en su acuartelamiento desde los almacenes de intendencia.
—¿Es oficial?
—Sí, mi coronel, pero todavía no ha llegado la cédula. La noticia la ha traído el teniente de guardia.
—Gracias, Isidro, en cuanto traigan la confirmación oficial pásemela enseguida.
La cédula llegó mediada la tarde. El presidente de las Cortes, don Vicente Pascual, comunicaba que el día 12 de marzo de 1812 se reunirían los diputados en sesión solemne en la iglesia de San Felipe, en la ciudad de Cádiz, para votar la aprobación de la primera constitución de la historia de España.
—Tendremos que preparar un nuevo dispositivo de seguridad, sargento. Comunique a todos los oficiales del regimiento que mañana, tras el desayuno, deben presentarse en mi despacho.
El día 18 de marzo, aunque ya hacía semanas que se habían aprobado todos los artículos e incluso corrían textos impresos con todo el articulado de la Constitución, la mesa de las Cortes fijó el texto definitivo que se iba a presentar para ser aprobado al día siguiente.
La mañana era soleada pero ventosa.
Faria se había levantado muy temprano, había desayunado en su despacho unos huevos con tocino, queso y pan tostado y se había vestido un nuevo uniforme de gala que había encargado un mes antes en una sastrería cercana a la catedral. La tela era inglesa y los entorchados portugueses, pero estaba cortado según el patrón oficial del ejército español. Como la ocasión lo merecía, el conde de Castuera se colocó las condecoraciones que había recibido en los últimos años: la cruz de la batalla de Trafalgar, las dos medallas de los Sitios de Zaragoza, la medalla al mérito militar y dos medallas por heridas en acción de guerra.
Se calzó las botas de cuero, que un asistente le había tintado con betún y abrillantado con cera virgen, y se colocó al cinto el sable que el general Castaños le había entregado con motivo de su acción militar victoriosa en el desfiladero entre Jaén y Granada. Cuando el sargento Morales le avisó, se caló el gorro de dos picos y salió al patio. Dos compañías de soldados bien uniformados, armados con sus fusiles brillantes y equipados con correajes nuevos, estaban formadas con sus oficiales al frente.
Todos aquellos hombres sabían que su misión era custodiar a los diputados que se iban a reunir en apenas tres horas en la iglesia de San Felipe para decidir el nuevo ordenamiento legal de España, pero Faria creyó que debía decir algunas palabras.
Respondió a los saludos de los oficiales, todos ellos de mayor edad que Francisco, y se colocó en el más alto de cinco escalones que comunicaban el patio con la entrada al edificio principal del acuartelamiento.
—Soldados, hoy no vamos a librar ninguna batalla, pero éste va a ser el día más importante de nuestras vidas como españoles. Dentro de unas pocas horas España va a disponer de una constitución, la primera de nuestra historia. Nuestro deber es garantizar que los representantes de los españoles, los diputados, puedan hacerlo con plena seguridad. Cada uno sabe cuál es su deber y España os pide que lo cumpláis.
Al acabar su breve alocución, Faria recordó la batalla de Trafalgar y la frase que Nelson colgó mediante banderas de señales del mástil central del Victory: «Inglaterra espera que cada hombre cumplirá con su deber»; probablemente, por aquella simple frase los británicos comenzaron a ganar la batalla, porque en ciertas ocasiones unas palabras pueden ser más poderosas que los cañones.
* * *
El templo gaditano de San Felipe Neri, convenientemente habilitado para sede de las Cortes, estaba lleno de gente. En el espacio destinado a los invitados no cabía nadie más; el propio Faria había tenido que acudir para impedir que siguieran entrando más personas. Nadie en Cádiz quería perderse semejante acontecimiento.
Una vez acomodados los invitados y ubicados en sus asientos los diputados, el presidente y diputado por Teruel dio por constituida y abierta la sesión solemne de las Cortes españolas. José Zorraquino, uno de los cuatro secretarios y diputado por Madrid, leyó la convocatoria de la sesión y estableció las normas del sistema de votación.
Después procedió a la lectura del preámbulo:
—«Don Fernando VII, por la gracia de Dios y la Constitución de la Monarquía española, rey de las Españas, y en su ausencia y cautividad, la Regencia del reino nombrada por las Cortes generales extraordinarias…».
Los diputados señores Terán y Navarrete, ambos de voz clara y fuerte, procedieron a leer todos los 384 artículos de la Constitución, alternativamente uno cada uno, y acabaron con una cita impuesta por los diputados de extracción clerical:
—«En el nombre de Dios todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo, autor y supremo legislador de la sociedad».
A continuación, el diputado preguntó si ésa era la Constitución que las Cortes españolas habían sancionado. Y entonces, todos los diputados se levantaron de sus asientos y el secretario declaró promulgada la Carta Magna. El presidente declaró aprobada la Constitución, que entraría en vigor de inmediato.
Entre el público, una voz anónima gritó:
—¡Viva la Pepa!
Los asistentes rieron la ocurrencia, la «Pepa», la Constitución del día de San José, y varios repitieron ese mismo grito entre vítores, aplausos y agitar de pañuelos.
Algunos diputados lloraban, otros se abrazaban, varios aplaudían; todos se mostraban muy satisfechos. En la calle, la gente ondeaba banderas y disparaba al aire salvas de pólvora, pero en las afueras de Cádiz el ejército francés estaba dispuesto a que todo lo aprobado ese día se convirtiera muy pronto en papel mojado.
Ric se acercó a Faria, que se había situado cerca del altar de la iglesia, observando lo que ocurría y atento a cualquier contingencia que pudiera producirse. Se dieron un abrazo.
—Ya la tenemos aquí —comentó Ric—, y ya has visto cómo la ha bautizado el pueblo: «la Pepa». Ahora somos una nación con nuevas esperanzas y nuevas ilusiones.
—Ésta es una constitución para una nación de ciudadanos preparados para serlo —dijo Faria—, pero no tengo plena seguridad de que los españoles lo estemos.
—Claro que sí; si hemos sabido hacerle frente al francés, sabremos sacar adelante este nuevo reto.
Pero Napoleón no opinaba así y los hechos parecían darle la razón, al menos por el momento. Cataluña, como también ocurriera dos años antes con el noroeste de Alemania, fue desgajada de España y anexionada a Francia por derecho de conquista. José I seguía reinando sobre la mayoría de España y los españoles tenían demasiados problemas inmediatos como para ilusionarse por un texto que unos cuantos diputados reunidos en Cádiz habían aprobado sin que la inmensa mayoría del pueblo español tuviera la menor idea del mismo. No, no estaba claro que aquella recién nacida Constitución tuviera un largo camino por delante.