Capítulo XVIII

FARIA se había vestido con su uniforme de gala de coronel de la guardia de corps pero no se había colocado sus condecoraciones para no parecer demasiado pretencioso.

El palacio de los condes de Villamayor en la calle de La Alameda era un enorme caserón construido con piedra caliza porosa de la bahía de Cádiz en las esquinas y en los alfices de puertas y ventanas, con la fachada pintada en color albero y las maderas de puertas y ventanas en verde oscuro.

Los condes de Villamayor saludaron cordialmente al coronel. El conde era un tipo grueso y rechoncho, de nariz globosa, enrojecida y llena de finas venas azuladas, completamente calvo, de unos cincuenta años de edad, aunque se movía como si fuera un anciano. La condesa, bastante más joven, era pequeñita y pechugona, de ojos azules, nariz pequeña y redondeada, mejillas empolvadas de rojo intenso, dientes separados, muy pizpireta, que hablaba sin cesar, como si estuviera siempre achispada; usaba un perfume dulzón y empalagoso, muy acorde con su aspecto.

Pedro María Ric hizo las presentaciones; el coronel besó las manos de las dos señoras y entregó a cada una de ellas sendas cajitas de porcelana china, excusándose por no haber podido conseguir en este tiempo dos buenos ramos de flores. La condesa de Bureta estaba radiante. Tenía treinta y cinco años pero conservaba una lozanía tal que no parecía que hubiera sufrido un aborto en plena batalla de Zaragoza. Faria todavía la recordaba arremangada en Zaragoza, colocando piedras en las barricadas de la calle del Coso, guisando pucheros de caldo para los combatientes, o luchando ella misma frente a las avalanchas de la infantería francesa. Estrechó la mano del conde de Villamayor, y los anfitriones invitaron a Faria a pasar hasta un saloncito en cuyo centro había una mesa redonda y seis sillas de madera tapizadas con una tela roja adamascada.

El coronel esperó a que se sentaran las dos condesas, el conde de Villamayor y el barón de Valdeolivos, y luego lo hizo él.

—Agradezco mucho su invitación, señor conde…

—Por favor, Francisco, llámame Enrique, que es mi nombre de pila; entre la nobleza debemos tratarnos con confianza.

—Como prefieras.

—Pedro nos habla mucho de ti. Te considera un héroe, y nosotros también, claro. ¿No es así, Belinda? —dijo Villamayor dirigiéndose a su esposa, que no dejaba de contemplar a Faria como si se tratara de un futuro trofeo de caza.

—Por supuesto, Enrique. Conocemos bien tus hazañas en Trafalgar y en Zaragoza; ojalá hubiera muchos españoles como tú, porque de ser así, Napoleón nos duraría un voleo.

—No es tan fácil acabar con los franceses, Belinda —Faria tomó enseguida la misma confianza en el trato—, disponen de unas fuerzas numerosas y de la mejor artillería del mundo. Sus cañones son modernos y eficaces, mientras nosotros seguimos en algunos casos disparando con piezas del siglo XVII.

En realidad a la condesa de Villamayor le importaba bien poco la artillería francesa o los cañones españoles, pues su atención estaba fijada en el coronel Faria, con quien ya imaginaba compartir un buen revolcón en una mullida cama.

Un criado entró en el salón con una bandeja y se puso a servir cinco vasos de vino dulce, de color negro muy intenso, y unos dulces, empezando por la condesa Belinda.

—Vino de pasas de Málaga, el preferido de mi esposa —dijo Villamayor.

—Sí, sí, es delicioso, y tan dulce…

La condesa se relamió los labios antes de dar un sorbo, al que siguió un largo trago con el que liquidó el vaso. Todavía no había acabado el criado de llenar los cinco vasos cuando Belinda ya estaba alargando el suyo demandando un nuevo servicio.

—Por nuestro rey don Fernando VII —brindó el conde de Villamayor alzando su vaso.

—Por don Fernando —le secundó Pedro María Ric.

—Por el rey —añadió Faria, que pensó más en José I que en el infame Fernando VII.

—Muy dulce, en efecto —comentó la condesa de Bureta.

—Como tú, querida —dijo la de Villamayor.

Faria miró a los ojos a la condesa de Bureta y comprendió enseguida que la heroína de Zaragoza tenía que estar pasando unos meses realmente aburridos al lado de aquella mujer.

—Sabemos que has realizado varias acciones en la retaguardia del enemigo, ¿crees que podemos ganar esta guerra? —le preguntó Villamayor a Faria.

—Está muy difícil; de momento los franceses mantienen la iniciativa y controlan casi todas las ciudades importantes españolas, pero no dominan todo el territorio. En Castilla, en Andalucía, en Navarra y en Aragón actúan decenas de partidas de guerrilleros que los mantienen en permanente estado de alerta, y que de vez en cuando les propinan golpes de mano muy dañinos para sus intereses. Si nos queda alguna esperanza de derrotar a Napoleón, pasa sin duda por la acción de los guerrilleros, la determinación y el apoyo de los ingleses y sobre todo por que los austríacos y los rusos abran un frente en el este contra Francia. Sólo con esas condiciones tendremos alguna oportunidad para la victoria.

—Ser vencidos por los franceses sería terrible, aunque sus generales parecen tan apuestos…, Francia es la cuna de la elegancia; este vestido es de París —comentó Belinda, ufana.

—Yo no podría vivir en este país con un monarca francés sentado en el trono de Madrid —dijo Villamayor.

—No sería la primera vez —repuso Faria—. Felipe V, el primer rey Borbón de España, era francés, nieto del rey Luis XIV además. Fernando VII es bisnieto de un rey extranjero.

El barón de Valdeolivos carraspeó. Conocía de sobra la muy conservadora tendencia política del conde de Villamayor, y no quería que se produjera un enfrentamiento entre sus dos amigos.

—La historia de nuestra patria está llena de momentos extraordinarios —sentenció el barón.

—Así es; pero también de situaciones dramáticas y de individuos que no han sabido estar a la altura que el momento requería —replicó Faria.

—Tomaría un poquito más de ese vino dulce malagueño —intervino la condesa de Villamayor, a la que los ojillos azules le empezaban a chispear con cierta intensidad.

Un criado anunció que el almuerzo estaba preparado.

—Bien, veamos qué ha guisado hoy nuestro cocinero —comentó Villamayor, que ofreció su brazo a la condesa de Bureta, mientras su esposa se colocaba entre Faria y Ric, asiéndose con fuerza a sus brazos.

El comedor del palacete estaba decorado con lámparas de cristal y dos enormes espejos. A pesar de que era de día y la luz que entraba por los amplios balcones orientados hacia el sur resultaba más que suficiente, las lámparas de aceite estaban encendidas, así como dos candelabros de plata con seis velas cada uno encima de la mesa.

Desde luego, la abundancia reinante en aquella casa no hacía suponer que a dos tiros de cañón de aquel lugar se estaba librando una batalla en una cruenta guerra.

—Crema de puerros y zanahorias, embutido, queso, pescados fritos, perdices en salsa de almendra y chuleta de buey con patatas, y de postre, tarta de fresas. ¿Te parece bien, Francisco? —le preguntó la condesa de Villamayor, que se había colocado al lado de Faria en la mesa.

—Un almuerzo digno de un rey —comentó Faria.

—Las fresas las hemos conservado confitadas en unos botes con almíbar desde fines del verano; así podemos disfrutarlas durante el resto del año —explicó Belinda.

Durante algo más de una hora, los cinco comensales dieron buena cuenta de las suculentas viandas. A la llegada del postre, Faria sintió que la mano de Belinda se deslizaba sobre su muslo derecho, directa hacia la entrepierna. El coronel dio un ligero respingo, pero, antes de que pudiera reaccionar, la mano izquierda de la condesa le estaba masajeando la zona genital.

Azorado y confuso, Faria miró al conde de Villamayor, que ajeno a las maniobras de la mano de su esposa devoraba con fruición un enorme pedazo de tarta de fresas y nata, con los ojos fijos en el plato.

Sólo la condesa de Bureta, que se había dado cuenta desde un primer momento de las intenciones de Belinda, se percató de que su brazo izquierdo desaparecía en postura un tanto forzada debajo del mantel, con una cierta tendencia hacia el cuerpo de Faria.

El coronel se encontraba en una situación muy comprometida de la que no sabía cómo zafarse. Si se levantaba de pronto con la excusa de ir al retrete, atraparía el brazo de la condesa entre sus piernas y el borde inferior de la mesa, y tampoco podía correr la silla hacia atrás porque las patas reposaban en una mullida alfombra y no podría deslizarse. Y si se mantenía en aquella posición, el conde no tardaría en darse cuenta de la situación. Así que se inclinó hacia delante intentando ocultar la mano de la condesa, que seguía afanada en su delicada tarea.

Hacía varios meses que Faria no se acostaba con Cayetana, ni con ninguna otra mujer, y en ese tiempo se había aliviado en solitario, masturbándose cada dos o tres días. El roce, aunque fuera por encima de la tela de su pantalón, de una mano femenina lo excitó enseguida y, pese a la sorpresa y a que la condesa Belinda no le atraía demasiado, su miembro fue creciendo hasta alcanzar una considerable erección. Aquello animó todavía más a la condesa, que aceleró los movimientos de su mano ante la estupefacción de su amiga la condesa de Bureta, que la observaba casi atónita. Hasta Pedro María Ric, situado enfrente de Faria, advirtió que algo extraño ocurría al otro lado de la mesa.

Tras acabar su pedazo de tarta, el conde de Villamayor levantó los ojos del plato, miró a su esposa y extendió su brazo izquierdo para coger su mano derecha. La condesa tenía ahora su mano izquierda en la entrepierna de Faria y la derecha entre los dedos regordetes y carnosos de su esposo, que seguía sin enterarse de cuanto acontecía por debajo de la mesa.

—Un almuerzo delicioso, Enrique —dijo la condesa de Bureta, intentando recabar la atención de Villamayor.

—Gracias, María, pero ya sabes que esto es competencia de mi querida esposa.

—No, no, yo sólo elijo los platos, el resto es obra de nuestro cocinero —las mejillas regordetas y tersas de Belinda habían enrojecido a causa de la excitación que le había provocado la erección de Faria.

—Bueno, si os parece pasemos de nuevo a la salita a tomar el café y unos cigarros que me han traído desde Cuba.

La condesa de Bureta se levantó y Faria lo hizo enseguida pero muy despacio, intentando no partir el brazo de Belinda y dándole tiempo para que pudiera retirarlo sin que se notara demasiado su ubicación exacta bajo la mesa. Procuró ocultar el bulto que se marcaba en su entrepierna colocándose las dos manos con los brazos estirados y cruzados delante del cuerpo.

El café se sirvió caliente y dulce, muy dulce, acompañado de unas pastas de almendra, agua y chocolate. Los cigarros provenían de Cuba y eran gruesos, aromáticos y de un palmo de longitud.

La condesa de Villamayor se sentó frente a un piano de pared y se puso a tocar unas melodías prácticamente irreconocibles, a la vez que entonaba las letras de aquellas canciones con una voz estridente y chillona. Sólo el fragor de una batalla era un sonido más desagradable que aquél.

De pronto, Belinda dejó de aporrear el teclado del sufrido piano y dijo:

—Seguro que Francisco quiere conocer nuestra biblioteca; tengo entendido que eres aficionado a la historia.

—Bueno, sí, lo soy, mi padre me legó algunos libros de historia de España y obras sobre Pizarro, Hernán Cortés; en fin, los conquistadores nacidos en mi tierra extremeña. Están en mi casa solariega de Castuera, si es que no han sido destruidos o saqueados todavía por los franceses o por nuestros aliados británicos.

—En ese caso, permíteme que te la enseñe. ¡Ah!, y en cuanto a vosotros, no os mováis de aquí, que volvemos enseguida.

Belinda extendió su brazo ofreciéndoselo a Faria, que se quedó atónito y pidió a María ayuda con la mirada. La condesa de Bureta se percató de los apuros del coronel.

—Voy con vosotros —dijo.

—Ni hablar, María. No podemos dejar solos a estos dos caballeros; y además ya conoces la biblioteca.

—Si no te importa… —insistió María de Bureta.

—He dicho que no. Vamos, tómate ese chocolate antes de que se enfríe.

—Cuando Belinda da una orden hay que cumplirla —dijo Villamayor entre bocanadas de humo de su cigarro.

Faria estaba perdido. Tras el manoseo del almuerzo, estaba seguro de que en cuanto se encontrara a solas con Belinda ésta se lanzaría sobre él. Y así fue.

Nada más salir de la sala del café, la mano de Belinda se dirigió de nuevo a la entrepierna de Faria, que intentó capear la acometida de la fogosa dama.

—Perdona, Belinda, pero tu marido puede aparecer y no creo que…

—No te preocupes, no saldrá de esa salita en toda la tarde; dentro de unos minutos estará dormido y roncando como un lirón.

La condesa tiró de la mano de Faria, atravesaron el patio interior del palacete y llegaron a una estancia pequeña y oscura apenas iluminada por un ventanuco. Belinda estaba desaforada y no atendía a los ruegos, casi súplicas, del coronel Faria, cuyas dos manos no eran suficientes para mantener en su sitio sus pantalones ante la velocidad con que las manos de la condesa pretendían bajárselos.

—Perdona, Belinda, pero no es momento…

—Tú calla y déjate hacer; las casadas sabemos más de esto que las solteras.

Pese a la resistencia de Faria, la cintura de su pantalón acabó por quedar a la altura de los muslos y su miembro viril, de nuevo enhiesto, apareció firme entre ellos. Belinda estaba como loca; empujó a Faria hasta un sofá, se subió las faldas y se colocó sobre el pubis del coronel, a quien la impetuosidad de la dama lo había desbaratado.

Con una facilidad pasmosa, Belinda consiguió introducir el pene de Faria en su vagina, húmeda y caliente, y comenzó entonces a cabalgar cual desmelenada amazona sobre el coronel, que asistía inerme a semejante ataque. Y es que en el amor, como en la guerra, la sorpresa es un arma decisiva. Belinda jadeaba al compás de su vaivén amoroso y hubo un momento en que incluso se olvidó de su ocasional amante y se dedicó a contorsionarse arriba y abajo como una verdadera funámbula.

Pese a que no estaba disfrutando de aquel encuentro, Faria sentía chorrear sobre él los flujos húmedos y cálidos de la condesa, y ante los espasmos de Belinda, cuyo trasero se movía una y otra vez arriba y abajo, notó que estaba a punto de eyacular.

—Me voy, me voy… —susurró el conde de Faria.

Y entonces, la condesa de Villamayor, ya satisfecha, se incorporó, cogió el miembro de Faria entre sus manos y lo succionó hasta extraer su denso y lechoso fluido, que tragó con deleite.

Acabada la función, como quien no va con ella, se colocó el vestido, se ajustó las telas de la falda y salió del pequeño cuarto de regreso a la sala de café.

Faria se subió los pantalones, estiró la levita y procuró disimular su asombro.

—¿Qué tal la visita a la biblioteca? —preguntó Villamayor.

—Estupenda, Enrique, tu esposa es una magnífica anfitriona.

—Yo no he leído ni uno solo de esos libros. Están ahí desde los tiempos de mi bisabuelo, que fue ministro de su majestad don Fernando VI. Si te apetece cualquiera de ellos, puedes llevártelo. ¿Has visto alguno de tu interés?

—Bueno, no me he fijado con precisión en cada uno de ellos, tal vez en otro momento…

—Claro, claro, ven cuando quieras, ésta es tu casa. ¿No es así, Belinda?

—Por supuesto, Francisco, siempre serás bienvenido. La condesa de Bureta miró a Faria y, aunque no había sido testigo de la misma, supo que la breve visita a la biblioteca había sido mucho más intensa de lo que se espera en una ocasión semejante.

Mediada la tarde, y tras un par de horas más de conversación con las dos parejas, Faria se despidió de sus anfitriones. El encuentro con Belinda lo había dejado sin capacidad de reacción, y no cesó de autorecriminárselo a lo largo del camino de regreso a su acuartelamiento.