LLEGARON a Cádiz a bordo de un navío español desde Ayamonte. Faria y Morales comprobaron que la ciudad seguía abastecida de todo tipo de mercancías, y era probablemente la única ciudad de España donde no faltaba de nada. Media España pasaba hambre y carecía de otro tipo de productos y mercancías, pero en Cádiz abundaba todo; los cafés estaban llenos, las tiendas rebosaban de mercancías y en los almacenes del puerto se apilaban fardos y cajas con productos de todo el mundo.
Ni siquiera faltaba papel para las imprentas, en las que se publicaban miles de panfletos, libros, proclamas, revistas y periódicos. Los liberales editaban uno con el nombre de El Robespierre español, en el cual escribían los políticos y comentaristas más radicales. La mayoría de sus artículos era realmente incendiaria, especialmente contra la actitud de los clérigos y de los políticos conservadores, a los que se acusaba de ser los principales causantes del retraso cultural y de la miseria económica de España. Francisco de Faria no era precisamente un radical, pero acostumbraba a leer este periódico, con cuyos análisis solía coincidir en no pocas ocasiones. El coronel sabía que, además de una guerra entre Francia y España y sus aliados, se estaba librando una tremenda batalla entre dos maneras de concebir el futuro de la nación.
De un lado, la Iglesia, la inmensa mayoría de la nobleza y los grandes propietarios defendían el viejo régimen en el cual estos tres sectores disponían de inmensos beneficios y privilegios; frente a ellos, la mayoría de los intelectuales, pequeños comerciantes, algunos profesores, periodistas, artesanos y los pocos obreros de las escasas industrias urbanas querían un país más próximo a los ideales que se habían extendido desde los independientes Estados Unidos de América y desde la Francia revolucionaria.
En esa otra guerra, por el momento incruenta, la constitución que se estaba debatiendo en Cádiz constituía la batalla principal.
La mayoría de los diputados en Cortes era conservadora, pues abundaban los clérigos, los nobles, los militares y los propietarios, de manera que el contenido de los discursos que se pronunciaban solía estar alejado de lo que pretendían los liberales, que aun siendo menos tenían más preparación intelectual y mejor bagaje dialéctico. No obstante, como hiciera unos meses antes José I en Madrid, el Gobierno provisional en Cádiz también abolió el régimen señorial.
Al regresar a Cádiz, Faria había sido asignado al cuerpo de guardia que garantizaba la seguridad en los debates de las Cortes. El primer día que se incorporó a su nuevo destino se encontró con don Pedro María Ric, barón de Valdeolivos, en un café cercano a la iglesia donde se celebraban las sesiones.
—¡Don Francisco! —exclamó Ric al ver al coronel Faria. El conde de Castuera se giró y vio acercarse hacia él, sonriendo, a Pedro María Ric, el esposo de la condesa de Bureta, quien se había hecho cargo de la ciudad de Zaragoza y de su Junta de Defensa durante la enfermedad del general Palafox.
—¡Don Pedro María!, me alegro mucho de verlo aquí. No sabía nada de usted. ¿Cómo ha llegado hasta Cádiz?
—Es una larga historia que le resumiré para no cansarlo. Cuando entregamos Zaragoza, el mariscal Lannes me trató con consideración. Intenté, bien lo sabe Dios, que los franceses no cometieran tropelías en la ciudad y que se cumpliera lo pactado en la capitulación, pero no pude evitar numerosos desmanes de la soldadesca. Lannes me ofreció la libertad, «en consideración a las muchas vidas que mi actitud favorable a la capitulación había salvado», me dijo. Nos extendió un salvoconducto a mí y a mi esposa, la condesa de Bureta, y nos permitió salir de la ciudad. Recorrimos toda España, y ya ve, aquí estamos; en mi caso, como diputado y representante de la Junta Superior de Aragón en las Cortes.
—¿Y su esposa?
—La condesa se ha quedado en casa. Estamos hospedados en la residencia de unos amigos, los condes de Villamayor.
—Ofrézcale mi consideración; su esposa es una de las mujeres más valerosas que he conocido. Su actitud y comportamiento en las batallas por Zaragoza fueron ejemplares. Sentí mucho que perdieran a su hijo.
—Ya sabe que llevó muy mal lo del aborto; todavía lo recuerda con amargura, y sigue culpando de ello a los franceses. Yo tampoco lo he superado; quería aquel hijo, y tal vez cuando acabe la guerra podamos tener uno.
—Es una gran mujer.
—Desde luego que lo es. Pero ¿y usted, Francisco?
—Logré huir de una cuerda de presos en los Pirineos; conmigo se escapó el brigadier Mariano Renovales, pero nos separamos pronto. Sé que logró llegar hasta Aragón y organizó allí la resistencia en los valles de Hecho, Ansó y Roncal; yo vagué por ahí, regresé a Zaragoza y me reincorporé al ejército de Aragón al mando del general Blake. La Junta de Defensa primero y el Consejo de Regencia después me encomendaron la formación de guerrilleros en la sierra de Madrid y en Sierra Morena. Ahora, y por el momento, estoy al frente de la guardia militar que custodia las Cortes.
—En ese caso, va a seguir nuestras deliberaciones.
—No tendré otro remedio.
—Lo dice como si fuera un castigo escolar. ¿No le interesa la política?
—Sí, claro, como a todo militar en estos días, pero ya estuve presente hace unos meses en algunas de las primeras sesiones, que fueron ciertamente tediosas.
—Bueno, ahora se presenta lo más interesante. Además, los aragoneses, aunque somos pocos, hemos logrado que el presidente de las Cortes sea el diputado por la ciudad de Teruel, don Vicente Pascual, un buen amigo.
—Lo conozco. Ayer me presenté para ponerme a sus órdenes —dijo Faria.
—Mañana será uno de los grandes días de estas Cortes; debatiremos la definición de la nación española y su composición. No se lo pierda.
—No me queda otra alternativa. Póngame a los pies de la condesa.
—Lo haré, don Francisco, lo haré.
* * *
La iglesia gaditana de San Felipe estaba a rebosar aquella mañana de septiembre. Desde primera hora había sido ocupada por gentes que habían llenado todas las sillas, bancos y estrados dispuestos para diputados e invitados. Faria, vestido con un uniforme nuevo de coronel de la guardia de corps, dirigía dos compañías de soldados distribuidos por la iglesia y sus alrededores. El sargento Morales, también con uniforme nuevo, permanecía a su lado presto a transmitir sus órdenes a los jefes de las escuadras en las que se habían dividido las compañías de guardias. Ambos lucían sobre el pecho las distinciones del primer sitio de Zaragoza, una cruz blanca con centro rojo y cinta amarilla, verde, roja, azul y amarilla, y la del segundo sitio, una cruz roja con cinta con la tradicional bandera de Aragón a bandas rojas y amarillas. Esas condecoraciones les habían sido adjudicadas hacía una semana por el Consejo de Regencia.
Cuando todos los diputados se ubicaron en sus estrados y los asientos destinados a los invitados estuvieron ocupados, el presidente de las Cortes declaró abierta la sesión. Don José Zorraquino, diputado por Madrid y uno de los cuatro secretarios, leyó el acta de la sesión anterior, que fue aprobada por unanimidad.
A continuación, tomó la palabra el conde de Toreno, diputado por Asturias, quien defendió la necesidad de aprobar los primeros artículos, en los que se definía a España como una nación resultado de la «reunión de todos los españoles de ambos hemisferios». No hubo debate en este punto.
La primera polémica surgió cuando se propuso que «la nación española es libre e independiente y no es ni puede ser patrimonio de ninguna familia ni persona». Los diputados liberales sostenían que esa fórmula garantizaba la legitimidad de esas Cortes y de cuantos dictámenes allí se emitiesen, en tanto los conservadores insistían en que debía reconocerse explícitamente a España la condición de reino y por tanto sujeto al gobierno de un rey, y que ese rey no podía ser otro que don Fernando de Borbón.
Al final, y como quiera que se acercaba la hora del almuerzo y los estómagos de sus señorías empezaban a rugir de hambre, se aceptó la proposición de los liberales, pero con el compromiso de que más adelante se aceptaría que España era una monarquía y que el rey legítimo era don Fernando VII.
Poco después de mediodía el presidente levantó la sesión y concedió dos horas de asueto para el almuerzo, antes de proseguir la sesión por la tarde.
Pedro María Ric se acercó entonces a Faria.
—¿Le gustaría almorzar con nosotros, coronel?
—¿Nosotros…?
—Sí, conmigo y con don Juan Polo, también diputado por Aragón. Si sus obligaciones no se lo impiden, claro.
—Por supuesto, don Pedro. Daré instrucciones al sargento Morales para que distribuya los turnos de guardia durante el almuerzo. Si me permite unos momentos…
Faria regresó enseguida; junto a Ric estaba don Juan Polo.
—El coronel don Francisco de Faria, conde de Castuera —hizo las presentaciones Ric—; don Juan Polo y Catalina, diputado por Aragón.
Los dos presentados se estrecharon la mano con cortesía.
Se acomodaron los tres en una mesa en el comedor de la posada del Sol, muy cercana a la iglesia de San Felipe. La sala estaba llena de diputados que apreciaban los suculentos guisos de la mesonera.
—Olla podrida, nabos asados con crema, pescado frito y natillas —les propuso el camarero—; y un vino añejo de Jerez que hará las delicias de sus señorías.
—¿Les parece bien? —dijo Ric a sus dos acompañantes.
—¿Qué lleva esa olla? —preguntó Faria.
—Viene completa, señor: alubias, costilla de cerdo, chorizo, morcilla, tocino ahumado, cebolla, puerros, zanahoria, tomates, pimientos y ajo, y todo ello con aceite de oliva de Andújar. Se chuparán los dedos.
Todos asintieron.
—No es un nombre muy apropiado para semejante plato, pero es contundente —observó Ric.
—El nombre proviene de «olla de los poderosos», y de ahí pasó a «podrida». Se trata de un cocido castellano, de Burgos, muy apropiado para los inviernos de la Meseta, pero aquí, en Cádiz, tal vez resulte excesivo —aclaró Faria.
—¿Cómo sabe eso?
—En Zaragoza estuve hospedado en la posada de don Ricardo Marín, la mejor casa de comidas de la ciudad. Fue cocinero en París antes de la guerra, y me contó que a los franceses les encanta este plato, aunque allí los ingredientes son algo distintos —explicó Faria.
—¿Qué le ha parecido la sesión de la mañana, don Francisco? —le preguntó el diputado Polo.
—Demasiado lenta.
—¿Lenta?
—Sí; han dedicado varias horas para debatir apenas dos líneas —dijo Faria.
—Pero dos líneas importantísimas. De ellas dependía nuestra razón de ser como diputados, nuestra legitimidad y el futuro de esta nación.
—¿Usted cree? —dudó Faria.
—Claro que sí. Necesitamos ratificarnos como nación soberana ante la usurpación que Napoleón ha hecho del trono de España, y devolver la corona a su legítimo dueño, don Fernando VII —asentó Polo, ante la anuencia de Ric.
Faria se mordió la lengua. Su puesto no le permitía intervenir en el debate político, pero bien a gusto se hubiera despachado recordando en voz alta la miserable escena que Fernando VII y su padre Carlos IV protagonizaron en Bayona a fines de abril de 1808, cuando renunciaron a sus derechos al trono de España y los entregaron a Napoleón Bonaparte.
—Si no estoy mal informado, don Fernando está muy bien alojado en Francia —alegó Faria.
—No es un huésped, sino un rehén de Bonaparte. Si vencemos en esta guerra, regresará como rey a este país y volveremos a ser una nación libre —aseguró Polo.
—Lo necesitamos, don Francisco —ratificó Ric. Faria no pudo contenerse y dijo:
—He oído que don Fernando había escrito unas cartas a Napoleón felicitándole por sus victorias en España y deseándole más éxitos.
Los dos diputados se mostraron incómodos ante aquellas palabras de Faria. Todo el mundo sabía que el comportamiento de Fernando VII en su retiro del castillo-palacio de Valençay no estaba siendo ejemplar, pero sus partidarios o bien lo obviaban o lo justificaban alegando que no le quedaba más remedio que actuar con disimulo para salvaguardar su propia vida.
—Eso sólo son rumores, coronel, no les preste demasiada atención —dijo Polo—. En la guerra se utilizan todo tipo de estratagemas para desorientar, confundir o desmoralizar al enemigo. Y eso es lo que están haciendo los franceses al difundir todas esas injurias sobre nuestro rey. Yo no tengo ninguna duda de que don Fernando ama profundamente a España y a los españoles, y que se sacrificará cuanto haga falta por nuestra libertad y nuestra independencia.
—Independencia no es libertad, don Juan —afirmó Faria.
—Pero no puede haber libertad sin independencia, don Francisco. Y en ésas estamos.
—¿Por qué otra cosa cree que estoy luchando, don Juan?
El mesonero trajo la olla podrida, que empezó a repartir en generosas raciones en los platos de los tres comensales.
—Tiene un aspecto delicioso —dijo Ric.
—Nuestra patria ha de ser lo más importante —continuó Juan Polo, haciendo caso omiso al cocido—, y hemos de inculcar en todos los españoles el amor a España.
—Creo que la sangre derramada en tantas batallas no deja lugar a duda al respecto —adujo Faria.
—Así es, pero eso debe ratificarse en un texto solemne, en nuestra futura constitución.
—Esta tarde vamos a aprobar un artículo en el que se declarará que el amor a la patria es obligación de todos los españoles, que además deberán ser justos y benéficos —añadió Ric.
—¿Eso se puede hacer en un texto legal? —se sorprendió Faria.
—Claro que se puede; de hecho, esta misma tarde lo podrá comprobar, don Francisco.
Acabaron el almuerzo dando cuenta de las natillas aromatizadas con canela y un café denso y cremoso.
Pese al cerco terrestre a que la tenían sometida los franceses, Cádiz seguía recibiendo todo tipo de suministros; incluso productos frescos como la leche o los huevos no faltaban nunca en las principales tiendas y en las casas de comidas de la ciudad. Mientras Inglaterra mantuviera el dominio del mar y necesitara que hubiera un lugar simbólico en el que se encarnara la resistencia de los españoles contra Napoleón y ese lugar fuera Cádiz, allí no faltaría de nada.
En las semanas siguientes se fue avanzando mucho en la redacción de la Constitución. Los frentes de guerra parecían estabilizados, aunque en el otoño de 1811 los franceses estaban preparando la conquista de Valencia. El fracaso ante Lisboa les había aconsejado acabar la ocupación de toda España antes de iniciar una nueva aventura militar en el país atlántico. A fines de octubre avanzaron desde Tarragona hasta Sagunto, cuya posesión era fundamental para lanzarse desde allí a la conquista de Valencia. Los mariscales franceses, siguiendo el plan de Marmont, se habían empeñado en conquistar España para no dejar a sus espaldas ninguna fuerza enemiga que les pudiera incordiar desde su retaguardia antes de volver a intentar la toma de Portugal y echar de allí a las tropas británicas de Wellington. Y esa estrategia tenía que ejecutarse con premura, pues a pesar del nacimiento del hijo de Napoleón y María Luisa de Austria, las relaciones de Francia y Austria estaban empeorando, y el estallido de una nueva guerra entre ambos imperios parecía próximo.
* * *
—Sagunto ha caído, y los franceses avanzan hacia Valencia —le anunció Pedro María Ric a Faria, mientras los dos amigos tomaban un café y una copita de vino dulce en la posada del Sol.
—Sí, ayer por la tarde llegó la noticia a nuestro acuartelamiento.
—¿Ha decaído el ánimo de sus soldados?
—No, al menos por ahora. Creo que aquí en Cádiz se sienten seguros. Mientras los sitiadores franceses se alimentan de un rancho de col, lechugas, patatas sin lavar ni pelar, garbanzos, sal y pimentón, aquí no falta la comida, y disponemos incluso de carne de cordero y de frutas frescas; además, hay municiones abundantes y los burdeles rebosan de muchachas guapísimas.
—Perdone mi indiscreción, pero ¿los visita usted?
—No, yo no, pero mis hombres se gastan buena parte de la paga en ellos.
—¿Sigue usted soltero? Y otra vez le ruego que perdone mi impertinencia, don Francisco.
—Sí, continúo soltero.
—¿Y no hay ninguna mujer…? Ya me entiende.
—Sí, hay una joven esperándome en un convento de Sevilla. Creo que la conoce; se llama Cayetana Miranda y trabajó muy duro en el hospital de Zaragoza con la madre Ráfols.
—¡Ah!, claro que la recuerdo, una mujer muy hermosa. La echará de menos.
—Por supuesto. He vivido con ella momentos muy intensos. Si alguna vez acaba esta maldita guerra, quizás…
—Acabará, no lo dude, y regresará la paz. Volveremos a ser felices.
—Eso espero.
Brindaron con una copita de vino dulce de Málaga y salieron de la posada en dirección a la iglesia de San Felipe.
Los debates de las Cortes se habían centrado en aquellos días de mediados del otoño en cuáles eran los territorios que configuraban los dominios del reino de España. Los diputados, a propuesta de don Ventura de los Reyes, diputado por las islas Filipinas, decidieron que el territorio español comprendía las posesiones de España en la península Ibérica e islas adyacentes, es decir, Aragón, Asturias, Castilla la Vieja, Castilla la Nueva, Cataluña, Córdoba, Extremadura, Galicia, Granada, Jaén, León, Molina, Murcia, Navarra, Provincias Vascongadas, Sevilla, Valencia, las islas Baleares y las Canarias con las demás posesiones de África. Además, las posesiones en América Central en Nueva España, es decir, México, con la Nueva Galicia y península del Yucatán, Guatemala, provincias internas de Oriente, provincias internas de Occidente, islas de Cuba con las dos Floridas, la parte española de la isla de Santo Domingo, isla de Puerto Rico y las demás adyacentes a éstas; también las posesiones en América del Sur, con Nueva Granada, Venezuela, Perú, Chile, las Provincias de Río de la Plata y las islas adyacentes; y por fin, en Asia, las islas Filipinas.
Algunos diputados hicieron alusión a los movimientos independentistas que se habían alzado, algunos incluso con proclamaciones formales, en Río de la Plata y México, pero la mayoría de los diputados hicieron oídos sordos a ese problema, que era mucho más grave de lo que allí se decía. Además, el pasado mes de julio había sido ajusticiado el cura Hidalgo, el mismo que un año antes había intentado provocar un levantamiento campesino a la vez que proclamaba sin éxito la independencia de esa tierra, sin que hubiera mayores disturbios por ello.
Los diputados conservadores seguían insistiendo en que la Constitución recogiera sus ideas tradicionales en defensa de la religión católica y de la monarquía, y alcanzaron un triunfo importante al conseguir que se aprobara un artículo por el cual se declaraba que la nación española sería a perpetuidad católica, apostólica y romana, la religión única y verdadera; de hecho, se legisló que la libertad de prensa no se aplicaría a cuestiones religiosas. Los obispos allí presentes como diputados, en particular los de Orense y Palma de Mallorca, se dieron por satisfechos. En contrapartida, los diputados liberales consiguieron que se aprobara que la nación debería regirse por leyes sabias y justas, indicando que el objetivo de todo gobierno debería ser alcanzar la felicidad de la nación.
Hubo algunos, muy pocos, que intentaron que se debatiera la proclamación de una república, al estilo de la que se había instaurado en los Estados Unidos de América o en Francia antes del imperio de Napoleón, e incluso se aludió al caso de algunos cantones de Suiza para demostrar que los pueblos podían gobernarse por sí solos sin necesidad de un soberano, pero la inmensa mayoría apoyó la declaración de la monarquía hereditaria como forma del Estado.
Aquello le pareció a Faria una clara contradicción con el artículo aprobado unas semanas atrás en el que se que indicaba que España no podía ser patrimonio de una familia, pero él no estaba allí para opinar de política, sino para garantizar que opinaran los demás.
Entre tanto, los franceses, dirigidos en la zona levantina por el mariscal Suchet, ganaban posiciones ante Valencia, y los diputados españoles seguían en Cádiz aprobando uno tras otro los artículos de la nueva constitución, en la cual se acordó que los sirvientes domésticos o los que carecieran de oficio conocido perderían los derechos políticos contenidos en la constitución; este artículo fue introducido por la presión de los nobles, que no querían ver a sus lacayos ubicados en el mismo plano político que ellos mismos.
Por fin, se aprobó que en todos los pueblos de España se establecerían escuelas de primeras letras donde al menos se enseñaría a leer, escribir, contar y el catecismo de la religión católica. Un diputado conservador hizo imprimir una cuartilla que repartió en una de las sesiones a diputados e invitados en la cual copió unas frases de un catecismo español del año 1808 en las que se leía:
—Soy español por la gracia de Dios.
—¿Qué quiere decir español?
—Hombre de bien.
—¿Cuántas obligaciones tiene un español?
—Tres: ser cristiano y defender la patria y el rey.
—¿Quién es nuestro rey?
—Fernando VII.
* * *
La víspera de Navidad de 1811 se imprimió en Cádiz el texto de la Constitución. Pedro María Ric se presentó en el acuartelamiento de Faria con un ejemplar de la Constitución en la mano. El barón de Valdeolivos estaba feliz porque al fin se había llegado a un acuerdo.
—Aquí la tiene, Francisco, nuestra primera constitución. He querido traérsela en persona.
—Muchas gracias. Ahora es preciso que ustedes la aprueben.
—Sólo lamento una cosa —dijo Ric.
—Dígame.
—Que no se haya ni siquiera considerado que Aragón disponga de una salida al mar. Ya le conté que en una comisión propuse que la ciudadela de Peñíscola fuera considerada como territorio aragonés para que Aragón pudiera tener al fin un puerto de mar, pero no hubo manera. Y mire que alegué que allí residió el único pontífice aragonés de la historia, Benedicto XIII, nuestro papa Luna, pero ni por ésas, no hubo manera de que se tomara en consideración mi propuesta.
—No se lamente por ello, don Pedro.
—Al menos hemos logrado llegar a un acuerdo en lo esencial. Oiga este párrafo que se incluye en el discurso de presentación del texto jurídico, es magnífico: «… los generosos sentimientos de amor y lealtad a su inocente y adorado rey le obligaron a alzarse para vengar el ultraje cometido contra su sagrada persona, hoy más que nunca debe redoblar sus esfuerzos para acelerar el suspirado momento de restituirle al trono de sus mayores, que reposa majestuosamente sobre las sólidas bases de una Constitución liberal». ¿Qué le parece?
—Estupendo, sí, un perfecto ejercicio de equilibrio político.
—Lo es; no se puede imaginar lo que costó llegar a un acuerdo para que aparecieran a la vez la monarquía como garante de la continuidad de la patria y la palabra liberal para definir la Constitución.
—Usted es un experto letrado, don Pedro. Dígame, ¿en verdad cree que ésta es una constitución liberal?
El barón de Valdeolivos miró a Faria y sonrió con ironía.
—¿Quiere la verdad?
—Si es tan amable…
—Es un texto ambiguo que vale para cualquiera. Si le soy sincero, un liberal estaría mucho más a gusto con la constitución de Bayona, la que rige en la España ocupada por el intruso José Bonaparte, pero es lo máximo a que se ha podido llegar. ¿Sabe?, no todos los nobles, los obispos y los propietarios de este país comprenden que si queremos superar esta situación son necesarios algunos cambios.
—No, no lo han entendido, y me temo que nunca lo entenderán —dijo Faria.
—Pero el motivo de mi visita es doble. Los condes de Villamayor, en cuya casa, como sabe, residimos mi esposa y yo, quieren invitarle a almorzar el día de Año Nuevo. Me han pedido que lo haga en su nombre. ¿Acepta?
—Lo haré encantado; me alegrará volver a ver a su esposa, la condesa de Bureta.
—En ese caso, lo esperamos a mediodía. Por cierto, el palacio de los condes está en la calle de La Alameda, no muy lejos de aquí.
—Allí estaré, y dele al conde y a la condesa mis gracias por la invitación.