—NUESTRAS primeras victorias en mucho tiempo —comentó Faria a Morales mientras visitaban al capitán Garcés, que permanecía convaleciente en un convento de monjas en Baza. Había sido herido en la batalla y tenía el brazo y el costado derechos abrasados por la metralla.
—Le agradezco la visita, coronel, y también a usted, sargento —dijo Garcés.
—Luchó usted como un valiente.
—Tenía que hacerlo; en el desfiladero no tuve ninguna oportunidad, no realicé ni siquiera un disparo, y a mí me alcanzaron como a un idiota.
—No importa; su actuación con la bandera blanca en lo alto de aquel monte fue decisiva para el triunfo de la emboscada.
—Lo hubiera hecho mejor cualquier actor.
Garcés tenía muy mal color; estaba tumbado en una camilla, tapado con una manta y sudaba bastante. A pesar de que hacía calor, el capitán tenía frío y temblaba constantemente. Sus heridas, alguna muy profunda, estaban infectadas y la gangrena no tardó en aparecer. Murió tres días después.
La acción del desfiladero le había reportado a Faria un enorme mérito entre sus superiores. El mismo general Freire había recomendado un ascenso para el joven coronel. Pero en el Consejo de Regencia no querían nombrar a un general tan joven, y Faria recibió nuevas instrucciones.
La derrota de Masséna en Buçaco había encumbrado a Wellington. La retirada francesa de Portugal y las batallas y escaramuzas de ese invierno habían asolado buena parte de ese país. Tanto ingleses y portugueses como franceses habían cometido salvajadas inhumanas. Hombre, mujeres, niños…, todos habían sufrido la parte más cruel de la guerra.
Wellington había decidido, con la aprobación del gobierno de Londres, pasar a la ofensiva y acosar dentro de España a las tropas francesas. El plan del vizconde consistía en lanzar una doble ofensiva sobre Badajoz y Ciudad Rodrigo, las dos plazas fuertes más importantes de la frontera española, y, una vez ocupadas, atacar desde ellas Sevilla y Salamanca. Si se lograba conquistar esas ciudades, Madrid quedaría atrapado por una tenaza desde el oeste y el sur y sería más fácil su liberación.
Por supuesto, existían algunos inconvenientes. Los ingleses no estaban contentos con la actuación del Consejo de Regencia y los españoles recelaban de la actitud de los ingleses con respecto a las colonias españolas en América, pues sabían que el gobierno británico estaba alentando las sublevaciones con la intención de sacar provecho de la futura independencia de esas colonias.
Los ingleses acusaban, además, a los oficiales españoles de poca profesionalidad en la guerra y de falta de disciplina militar a sus tropas. No entendían la nueva guerra de guerrillas, a la que consideraban poco honorable, y estimaban que los generales españoles no estaban suficientemente preparados para enfrentarse tácticamente a los mariscales de Napoleón.
Por su parte, los españoles sabían que no tenían la menor posibilidad de ganar la guerra sin el apoyo de los británicos. Con la mayoría de las ciudades y centros productivos en manos de los franceses, de no ser por los suministros de municiones y armas que llegaban desde Inglaterra, España hubiera sucumbido a los ataques franceses en apenas un mes. Si todavía quedaba en pie parte del ejército regular español era gracias a la ayuda británica.
* * *
Fue el propio general Freire quien le transmitió las nuevas órdenes a Faria.
—Coronel, la ofensiva de Wellington y Castaños desde Portugal se ha detenido en la frontera. En las batallas libradas en Fuentes de Oñoro y La Albuera las bajas por ambas partes han sido enormes. Hemos vencido en ambas, pero a costa de grandes sacrificios. Lo peor es que los mandos británicos siguen asegurando en sus informes que los españoles no nos hemos comportado bien en esas batallas; y lo mejor es que al menos hemos demostrado que podemos combatir juntos sumando nuestras fuerzas contra los franceses.
»Por lo que a usted respecta, las órdenes son que se dirija a Sierra Morena y procure activar al máximo la guerrilla. Allí actúan varias partidas sin coordinación alguna, y son imprescindibles para mantener ocupados a varios regimientos franceses en la zona. El alto mando quiere aislar del resto de España al ejército francés en Andalucía para que las futuras ofensivas sobre Extremadura y Salamanca tengan éxito. Debemos impedir que los franceses logren reagrupar sus tropas en Badajoz y Ciudad Rodrigo. Es estos momentos Napoleón tiene desplegados más de trescientos cincuenta mil soldados en España, y, si sigue la paz con Austria, podría enviar algunas divisiones más; si sus mariscales lograran reunir a sesenta mil soldados en cada batalla, nos vencerían sin problemas. De manera que hay golpearlos por todas partes y mantenerlos siempre ocupados. Ahora no se trata de dar golpes audaces como el del desfiladero, sino de fomentar una guerra de guerrillas total.
—Lo intentaré, mi general; pero debo advertirle que los hombres que forman las partidas de guerrilleros no siempre están dispuestos a acatar la disciplina militar. No son soldados, aunque el Consejo de Regencia los considere como tales.
—Ya conoce las órdenes: todo combatiente español está sujeto a la disciplina militar, o en caso contrario será tratado como un delincuente o un traidor.
—Mi general, muchos de esos hombres enrolados en la guerrilla han sido delincuentes hasta hace apenas unos meses, y me temo que algunos todavía lo son, y sin duda lo seguirán siendo si alguna vez acaba esta maldita guerra. No tienen la formación castrense que se les pretende imponer. La amenaza de ser tratados como bandidos no los amedrentará porque ya lo son. No luchan por patriotismo, ni por defender la independencia de esta nación, que les importa un higo; si combaten, lo hacen por su bolsa y porque es su único medio de vida. No son soldados, señor, son bandidos a los que la historia o el destino ha colocado ahora en una situación que jamás hubieran previsto en otras circunstancias. Debería haberlos visto disparar en la emboscada del desfiladero; no lo hacían por defender su país, sino para conseguir el botín que se vislumbraba allá abajo. Sus miradas no eran las del soldado que lucha por defender a su patria, sino la del ladrón que huele un botín inmediato. En cada soldado francés abatido no veían un enemigo menos, sino una parte más de ese mismo botín.
—Mire, coronel, me importa un carajo la causa por la cual luchan a nuestro lado esos bandoleros o lo que quiera que sean, pero ahora los necesitamos, y usted ha sido precisamente su mayor valedor y quien primero se dio cuenta de que era preciso organizarlos y dotarlos de unos objetivos comunes. Sus informes fueron decisivos para que la Junta de Defensa y luego el Consejo de Regencia aceptaran la inclusión en el ejército de todos los guerrilleros como unos combatientes más. Algunos de ellos incluso han sido ya ascendidos y son oficiales del ejército a todos los efectos. Al Empecinado lo hemos hecho brigadier.
—Lo sé, señor, pero sólo quería informarle de que la rigidez disciplinaria no es precisamente la mejor manera de dirigir a estos hombres.
—En ese caso, actúe en consecuencia; ya lo hizo en el desfiladero. Aquella acción fue heroica, y en ella usted mandaba a varios centenares de guerrilleros, no a un regimiento de soldados regulares.
—No, señor, aquello fue una matanza.
—En cualquier caso, favoreció nuestra victoria.
Faria y Morales partieron de Baza al frente de un grupo de doscientos guerrilleros hacia el norte. En la sierra de Segura, cerca de la localidad de Cazorla, debían reunirse con varios grupos organizados que operaban en esa zona y en la estribaciones orientales de Sierra Morena. Desde allí debería ir hacia el paso de Despeñaperros y seguir por las montañas hacia el oeste. El ejército del general Castaños estaba operando en la zona del bajo Guadiana, adonde había sido trasladado por varios navíos británicos y españoles desde Cádiz. Las instrucciones de Faria era claras: debía impedir que hubiera una comunicación fluida de tropas y suministros franceses desde Sevilla hacia Badajoz manteniendo todas las partidas posibles de guerrilleros en los pasos serranos entre Extremadura y Andalucía.
Entre tanto, la guerra continuaba en el norte. Las noticias daban cuenta de que en las montañas de Cantabria los guerrilleros libraban cruentos enfrentamientos con las tropas francesas y que en Álava, Navarra y Aragón, los guerrilleros estaban realizando acciones espectaculares, especialmente las que encabezaban Espoz y Mina y El Empecinado, dos comandantes que habían demostrado una habilidad extraordinaria a la hora de preparar emboscadas contra los franceses.
Durante varios días, Faria y Morales avanzaron por Sierra Morena hacia el oeste, contactando con los guerrilleros de cada una de las comarcas e impartiendo instrucciones precisas sobre lo que debían hacer en cada momento.
Cuando llegaron a la sierra de Huelva ya era tarde. Napoleón había decidido sustituir a Masséna, un hombre avaricioso y altivo, por el mariscal Marmont, más joven y mejor preparado todavía. Marmont, rebosante de energía, reestructuró el ejército y consiguió reunir sus tropas con las de Soult. A Wellington no le quedó entonces otro remedio que levantar el sitio de Badajoz y retroceder hacia Portugal.
Las fuerzas de ambos contendientes estaban muy equilibradas en la frontera entre Portugal y España. La ofensiva francesa de finales del verano de 1810 había sido un fracaso, pero la contraofensiva aliada de la primavera de 1811 había sido detenida primero y rechazada después por la capacidad estratégica y la enérgica disposición del mariscal Marmont. La euforia que se había extendido entre los españoles había remitido y lo que se contemplaba en el verano de 1811 era un frente estable desde Ciudad Rodrigo hasta Huelva, producto del equilibrio de fuerzas de las dos partes en conflicto.
La estabilidad en el frente occidental fue aprovechada por los franceses para lanzar una ofensiva en Cataluña. Tarragona fue ocupada a fines de junio por el general Suchet; más de cuatro mil muertos cayeron en sus muros y en sus calles en defensa de la vieja ciudad, en la que se luchó metro a metro hasta el último reducto en la catedral.
Durante los dos meses centrales del verano, Faria y Morales dirigieron algunas escaramuzas contra patrullas y convoyes franceses por la serranía, y en una ocasión se acercaron tanto a Sevilla que casi llegaron a vislumbrar sus torres. Allá debía de seguir Cayetana, esperando a que acabara la guerra o a que se presentara Francisco en el convento de Santa Clara para llevársela con él.
Pero Sevilla estaba perfectamente defendida por un nutrido contingente de soldados franceses. Esa ciudad había sido clave en el dominio de Andalucía y en ella radicaban algunas de las mejores tropas del ejército imperial en España.
En el verano de 1811 los combatientes españoles estaban acantonados en las montañas; entre las ciudades españolas realmente importantes sólo Valencia se mantenía libre, y no parecía que esa situación fuera a durar demasiado tiempo, pues una vez ocupada Tarragona quedaba expedito el camino para avanzar hacia la capital levantina, lo que según parecía iba a ser el siguiente objetivo del ejército francés.
Marmont se había revelado como un estratega eficaz, más listo y sereno que Masséna, y capaz de mantener a raya a Wellington, quien seguía apostando por un ataque simultáneo sobre Ciudad Rodrigo y Badajoz, como medio de romper la línea defensiva francesa en España, y desde ahí proceder a avanzar sobre Madrid. El Gobierno británico no parecía compartir los planes de Wellington, e incluso estuvo a punto de ordenar la evacuación de Portugal, pero la insistencia del vizconde triunfó y se optó por mantener la línea defensiva, aunque a costa de enormes gastos.
Faria intentó comunicarse varias veces con el mando en Cádiz, que seguía sitiada pero indemne. Al fin consiguió enviar y recibir un correo a través del río Guadiana y Ayamonte y fue autorizado a regresar a Cádiz.