LOS montes no eran muy elevados, pero el paso entre ellos resultaba tan angosto que durante un buen trecho apenas cabía una carreta.
Faria inspeccionó el terreno y envió a varios hombres de la zona para que controlaran la posible presencia de patrullas francesas de reconocimiento. Los franceses parecían confiados. El recibimiento que José I había tenido en las principales ciudades andaluzas les había hecho bajar la guardia. En Córdoba y Sevilla, los oficiales franceses eran incluso admirados, y se les veía todas las tardes pasear por las alamedas junto a las murallas, galanteando a las mujeres y conversando amigablemente con algunos hombres.
Por las noches acudían a las tabernas, donde intentaban cantar seguidillas y bailar al son de guitarras gitanas. Eran muchos los que se mostraban convencidos de que los españoles estaban comenzando a aceptar la presencia francesa.
Un oteador sudoroso y jadeante se presentó ante Faria.
—Ha salido, ya ha salido. Esta mañana ha salido el convoy de Jaén.
—Eso significa que mañana estará aquí —supuso Faria.
Ordenó a Garcés y a Morales que distribuyeran a los hombres en los lugares elegidos para la emboscada. El correo le informó de que se trataba de un convoy con cien carros y tres centenares de mulas. Además de los quinientos soldados que gobernaban los carros y las mulas, otros quinientos soldados formaban el grupo de escolta.
Aquella noche Faria convocó a los cabecillas de las partidas reunidas para organizar la emboscada.
—Son unos mil hombres en total y nosotros no llegamos a cuatrocientos, pero disponemos de ventaja en cuanto a posición y sorpresa. Imagino que en esos carros habrá algunos cañones, pero en este terreno no los pueden usar, de modo que nuestra inferioridad numérica se compensa con nuestra ventaja estratégica.
»El general Freire atacará el día 7 de mayo, es decir, dentro de cinco días, al noreste de Granada, en la zona de Baza. Si estos suministros llegan a los franceses, la batalla estará perdida. Debemos impedir a toda costa que el mando francés reciba los cañones y las municiones.
»Todos los hombres deberán tener sus armas cargadas y listas para disparar; no quiero fallos, de modo que ordenen a todos que limpien bien sus fusiles, escopetas y trabucos, pues del éxito en la primera andanada depende nuestra fortuna. Cuatrocientos disparos a la vez pueden acabar con muchos franceses, y si eso ocurre, tendremos ganada la batalla. De modo que la coordinación de nuestras fuerzas es fundamental.
Faria cogió un palo y en la tierra dibujó una raya simulando el estrecho paso y marcó la ubicación de los hombres de cada partida.
—Memoricen bien sus posiciones —añadió Garcés.
—Escuchen con atención —continuó Faria—. Cada hombre elegirá como blanco el objetivo francés que tenga en su perpendicular. Nos mantendremos ocultos entre la vegetación hasta que todo el convoy se encuentre dentro del desfiladero. Debemos ser muy precisos. Nadie disparará un solo tiro hasta que se dé la orden, que consistirá en un disparo que yo efectuaré.
—¿Cómo sabremos cuál será su disparo? —preguntó uno de los cabecillas.
—Porque será el primero —dijo Faria con ironía.
—¿Y si alguien se pone nervioso y dispara antes de tiempo?
—En ese caso, fracasaremos y pronto estaremos todos muertos —respondió Garcés.
—Vamos, hay mucho trabajo por delante. Coloquen a sus hombres en sus posiciones, inspeccionen sus armas y descansen un poco esta noche. Nos desplegaremos a nuestros puestos poco antes de amanecer. Cada hombre debe tener claro dónde está su lugar; todos tienen que ser capaces de encontrarlo con los ojos cerrados.
»La sorpresa debe ser total, de manera que no quiero que nada nos delate. Los cañones metálicos de fusiles, escopetas y trabucos deberán cubrirse con tela, así como hebillas y cualquier pieza de metal que pueda brillar al sol. Si los franceses siguen a esa marcha estarán en este lugar mañana al mediodía, de modo que podría haber destellos que descubrieran nuestra posición. ¿Entendido?
Los cabecillas asintieron con la cabeza.
* * *
Al alba todos los hombres estaban ocultos en los lugares asignados, esperando pacientemente la llegada de los franceses. La noche había sido fresca, pero en cuanto salió el sol la temperatura comenzó a subir muy deprisa. Nadie debía moverse lo más mínimo, de modo que la espera podría ser muy larga.
De madrugada, Faria había enviado a varios espías para inspeccionar la presencia de posibles patullas de reconocimiento francesas. Una de ellas capturó a dos soldados imperiales, que llevó ante el coronel.
—Tienen orden de dar aviso de que el paso está abierto y libre —le dijo a Faria El Candelas, pues habían sido sus hombres los que habían capturado a los dos avanzados franceses.
—¿Cómo lo sabe?
—Uno de mis hombres habla francés, y este soldadito lo ha confesado todo.
Faria observó al soldado francés; era un muchacho de apenas diecinueve años que estaba muerto de miedo.
—¿Y el otro francés?
—No ha podido resistir el interrogatorio.
—¿Qué le han hecho?
—No querían decir nada y tuvimos que convencerlos para que hablaran; y como seguían negándose a hacerlo, al otro le cortamos los huevos y se los metimos en la boca. Y entonces este otro cantó de plano. Tienen que subir a lo alto del monte y agitar una bandera blanca en caso de que esté libre el paso, y mientras eso no ocurra, los franceses no seguirán adelante.
Faria se tragó la rabia y tuvo que morderse la lengua. El joven francés tenía los ojos llorosos y el pantalón humedecido; se había meado encima de miedo.
—Capitán Garcés, coja a uno de los hombres y vístanse ambos con los dos uniformes de estos soldados franceses. Monten sus caballos y suban a lo alto del monte, y cuando divisen a la vanguardia del convoy agiten la bandera blanca.
—¿Qué hacemos con este muchacho, coronel? —preguntó el sargento Morales.
—De momento átenlo y tápenle la boca mientras dura la batalla, pero antes, ofrézcale un poco de agua.
»Y ahora, todo el mundo a sus puestos.
A mediodía, la escolta de vanguardia del convoy apareció a la entrada del desfiladero. El capitán que la mandaba dio la orden de que se detuviera y aguardó a recibir la señal de los dos enviados.
En lo alto del monte aparecieron dos jinetes y enarbolaron un lienzo blanco atado al asta de una lanza. Para dar mayor sensación de que el paso estaba libre, el capitán Garcés, que era quien vestido de soldado francés agitaba la bandera, se quedó en lo alto del monte hablando tranquilamente con su acompañante.
La vanguardia francesa comenzó a penetrar en el desfiladero con cierta cautela. Estaba formada por un batallón de lanceros de unos doscientos soldados que avanzaron hasta la zona central del paso.
Y ocurrió lo que no se había previsto; los primeros carros y mulas cargados con los suministros no entraron, sino que se quedaron esperando fuera del desfiladero. Faria estaba ofuscado, su plan podía venirse abajo. Estuvo a punto de ejecutar el primer disparo cuando la vanguardia pasó frente a su posición, pero en ese caso sabía que los franceses retrocederían y salvarían el convoy, aunque perdieran a los doscientos jinetes de la vanguardia. En ese momento, el capitán del batallón dio el alto. Los lanceros se detuvieron y se hizo un gran silencio en el desfiladero, solo roto por algún relincho de los caballos. Todo parecía en calma, y entonces, a un toque de corneta, los carros y las mulas comenzaron a avanzar en el angosto paso, en cuyo centro esperaba la vanguardia. Poco a poco fueron entrando todas las unidades del convoy hasta que el batallón de retaguardia también lo hizo.
Faria suspiró hondo, se limpió el sudor de la frente y notó que el corazón le latía vertiginosamente en el interior de su pecho. Morales, que permanecía tumbado y oculto a su lado, estiró el cuello y pudo ver que las últimas unidades acababan de entrar en el desfiladero; miró a su coronel y le hizo una indicación afirmativa con la cabeza.
El conde de Castuera prendió con el pedernal su fusil y el disparo retumbó como un trueno de muerte por las empinadas laderas de aquellos montes; dos segundos después cuatrocientas bocas de fuego barrieron con una lluvia de metralla y muerte el fondo del desfiladero.
El comandante francés, sorprendido por la descarga de fusilería, miró hacia la cima del monte donde estaban los dos jinetes que creía sus hombres y vio cómo desaparecían al galope. Gritando como un poseso, daba órdenes desesperadas para salir de aquella ratonera, pero las mulas de carga coceaban en todas las direcciones y las que tiraban de los carros no obedecían las indicaciones de sus conductores. Los soldados de los tres escuadrones de la escolta, en la vanguardia, el centro y la retaguardia, intentaban responder al fuego enemigo, que les caía por todas partes desde las paredes del desfiladero, pero apenas podían maniobrar sobre sus caballos, cada vez más enloquecidos ante el ruido, el humo y la lluvia de metralla.
Como había supuesto Faria, en la primera andanada cayeron muertos o heridos dos centenares de franceses y decenas de animales, y la confusión y el caos se adueñaron del convoy. Cuando se sintieron atrapados y sin posibilidad de defensa, los soldados franceses, desoyendo las órdenes que daban a gritos sus oficiales, sólo pensaron en escapar de aquella trampa, pero el camino era tan sumamente estrecho que sus caballos tropezaron, se enredaron y cayeron unos sobre otros provocando la muerte de muchos de ellos.
Una segunda andanada fue todavía más demoledora si cabe; el coronel que mandaba el convoy se dio cuenta de que la resistencia era inútil y de que, si no se rendían, aquello se convertiría en una masacre; estaban atrapados y la angostura del sendero no permitía ni avanzar ni retroceder, y las laderas eran tan escarpadas e inclinadas que apenas se podía trepar por ellas.
Gritó que se rendía, pero los hombres de Faria no escucharon las palabras del coronel francés y siguieron disparando como posesos a todo lo que se movía en el fondo del desfiladero. Tras las dos primeras andanadas, los hombres se dividieron en grupos de tres, según había indicado Faria, en los que dos se dedicaron a cargar las armas de fuego mientras los de mayor puntería disparaban hacia el enemigo.
Algunas carretas cargadas con cajas de cartuchos y de pólvora estallaron, provocando nuevas muertes entre los sorprendidos franceses.
Las palabras de rendición del coronel francés quedaron ahogadas por los disparos, los relinchos de las caballerías y los gritos de los soldados franceses. La matanza fue tremenda. Cuando Faria dio orden de alto el fuego, en el fondo del desfiladero yacían muertos o malheridos centenares de soldados franceses y de acémilas y caballos, entre columnas de humo y de fuego. Fueron precisas varias llamadas para que todos los hombres de la partida de Faria silenciaran sus armas, pues algunos, ante la posibilidad de matar gabachos como si fueran piezas de caza, tardaron en obedecer.
Cuando comenzó a disiparse el humo, el panorama que se contempló en el fondo del desfiladero fue terrible. Cuerpos mutilados de hombres y bestias, reventados por las explosiones de la propia munición, yacían esparcidos por todas partes; algunos se retorcían de dolor o caminaban a trompicones, dando tumbos por la estrechura del camino; varios caballos cabalgaban alocados chocando con las piedras o los restos de los carros; un olor a sangre, carne quemada y heces comenzó a fluir desde el fondo del barranco hacia lo alto, inundando las narices de los guerrilleros españoles. Aquel hedor pareció despertar a muchos de su locura de destrucción.
Faria se incorporó de su posición emboscada y alzó el brazo. Los guerrilleros comenzaron a aparecer como espectros enviados por la muerte, saliendo de sus escondites. Muchos habían colgado sus armas de fuego a la espalda y portaban en sus manos navajas y machetes, prestos a rematar a cuchilladas a los supervivientes. No fue necesario. Faria se interpuso en el camino de los más sanguinarios y ordenó que envainaran sus hojas de acero.
El coronel mandó a los jefes de las partidas que contuvieran a sus hombres e intentó poner orden en aquel caos. Los franceses vivos fueron agrupados en una ladera, donde se les ordenó que permanecieran sentados o en cuclillas. Los heridos fueron colocados en un recodo del desfiladero, donde se permitió a los enfermeros franceses que los atendieran, y los muertos fueron amontonados a las orillas del sendero como si se tratara de haces de leña.
Morales realizó el recuento ayudado por dos guerrilleros estudiantes; habían muerto quinientos veinte franceses, había trescientos sesenta y seis heridos, de ellos doscientos muy graves que no sobrevivirían, y sólo unos cien parecían ilesos; apenas unas pocas decenas de hombres de la vanguardia y de la retaguardia habían logrado escapar.
Casi dos centenares y medio de caballos y mulas habían sido capturados en buen estado, otros dos centenares habían muerto y otros tantos habían salido en estampida y vagaban por los montes de los alrededores.
De los cien carros, veinte estaban totalmente destruidos, treinta eran irrecuperables y los cincuenta restantes estaban en uso, aunque algunos necesitarían de ciertas reparaciones.
Treinta cañones de diversos calibres, centenares de cajas de cartuchos y de pólvora y otros suministros militares y de alimentos componían un botín espectacular.
Las bajas propias se limitaban a treinta y dos muertos y cuarenta y tres heridos.
—Hemos tenido suerte, amigos —les dijo Faria a Garcés, Morales y a los jefes guerrilleros a la vista del botín.
—¿Qué hacemos con los prisioneros, señor? —preguntó Garcés.
—Que regresen a Jaén.
—¡No! —gritó tajante El Candelas.
—No tenemos medios para mantenerlos presos —explicó Faria.
—Pues acabemos con ellos —propuso el jefe guerrillero—. Si los dejamos libres volverán a combatir contra nosotros, y tal vez entonces sean ellos quienes nos maten.
—El Candelas tiene razón —añadió otro de los jefes. Los demás asintieron con la cabeza.
—No voy a permitir que se asesine a prisioneros indefensos —dijo Faria.
—Ellos son los asesinos; hace unos meses entraron en mi pueblo, saquearon todas las casas, quemaron la iglesia, mataron a los hombres y violaron a nuestras mujeres. Probablemente alguno de estos hijos de perra participó en esa matanza. Yo sí que no consentiré que se vayan libres.
—Ninguno de nosotros lo consentiremos, coronel.
En los ojos de todos aquellos hombres brillaba un odio profundo y mortífero. Faria dudó.
—No cuenten conmigo para eso —alegó el conde de Castuera.
—No tiene por qué intervenir —dijo El Candelas—; esto es cosa nuestra.
Faria sabía que en esa ocasión no le iban a obedecer; no le quedó otro remedio que aceptar la muerte de aquellos prisioneros.
—Sólo les exijo dos condiciones: que los ejecuten rápidamente y sin torturas y que entierren sus cadáveres.
Los jefes guerrilleros se miraron y asintieron, aunque a regañadientes.
Mediada la tarde, un millar de cadáveres de soldados franceses eran enterrados en una sima cercana. Durante varias horas, hasta casi el anochecer, decenas de hombres arrojaron sobre ellos varias cargas de tierra. Los muertos españoles fueron enterrados en una fosa común y sobre ella se colocó una cruz realizada con dos enormes maderos.
—Esta victoria le otorgará los entorchados de brigadier, señor —le dijo el capitán Garcés a Francisco de Faria, quien se limitó a dibujar en sus labios un rictus de amargura.
Tres días después de la emboscada en el desfiladero, Faria se presentó ante el general Freire, que estaba preparando la batalla para la toma de Baza.
La llegada de Faria con sus trescientos veinte hombres y los suministros capturados a los franceses fue acogida con enorme júbilo en el campamento del ejército de Freire. Algunos caballos que no estaban en buenas condiciones fueron sacrificados; aquella noche hubo abundancia de carne para la tropa.
Con los cañones y las municiones conseguidas y el refuerzo de los guerrilleros, Freire ganó la batalla y ocupó Baza. En la misma se distinguió un capitán del regimiento de Farnesio, Gaspar Fernández, cuyo escuadrón pasó a cuchillo a un destacamento de doscientos lanceros polacos.
Entre tanto, el general Castaños lanzó una ofensiva en Extremadura; en los días siguientes a la reconquista de Baza, Castaños y el general inglés Beresford batieron a Soult en Albuera, y los franceses iniciaron la retirada hacia el Guadalquivir.
Por el contrario, en el norte de España las cosas no iban tan bien; los franceses mantenían asediadas algunas ciudades y avanzaban hacia el sur de Cataluña, procurando la conquista de Lérida y de Tarragona.
Mientras se recuperaban en Baza, Faria se enteró de que Napoleón había tenido un heredero con su segunda esposa, María Luisa de Austria, de que el maestro Francisco de Goya había sido distinguido con la Orden Real de España, una condecoración creada por José I para premiar a los españoles fieles a su corona, y de que mediante un decreto el rey Intruso había ordenado la supresión de los señoríos, el sistema de propiedad de la tierra y de dominio sobre los campesinos por el cual los señores de la nobleza habían gobernado las tierras señoriales españolas desde hacía siglos. Imaginó entonces que, si perdían la guerra, sus tierras de Castuera dejarían de ser parte de su patrimonio, lo que no pareció importarle demasiado. Francisco de Faria era un aristócrata, pero sus ideas estaban mucho más cercanas a las de los liberales, y no sólo por la guerra, sino también por la manera en que había visto comportarse a los reyes y a los nobles. Él luchaba por la causa de Fernando VII, pero estaba convencido de que José I sería mucho mejor rey para los españoles.