Capítulo XIV

PERDIDA la isla de León, el hacinamiento en Cádiz era muy grande, pero aún se tenía capacidad para acoger y mantener a tanta gente. El 24 de febrero los diputados a Cortes se instalaron en su nueva sede, en la iglesia gaditana de San Felipe Neri, donde continuaron las deliberaciones para tratar de acordar entre todos una constitución.

A pesar de los bombardeos franceses, que no cesaban pero que en realidad no hacían apenas daño, la vida en la ciudad sitiada parecía normal. Los suministros de alimentos, municiones e incluso objetos de lujo seguían llegando periódicamente en convoyes escoltados por los buques de guerra británicos.

No faltaban exquisiteces como el café y el chocolate, que se servían en los establecimientos abiertos para ello. Y a diferencia de Madrid, donde las chocolaterías eran más abundantes, en Cádiz lo que realmente triunfaba eran los cafés.

Durante el mes de marzo Faria estuvo muy ocupado trabajando en la intendencia de Cádiz; pero estaba deseoso de volver a organizar partidas de guerrilleros, y así lo solicitó en varias ocasiones a sus superiores, llegando a rogárselo al mismísimo general Castaños, aunque el expediente que se le había incoado por haber ido a Madrid sin permiso expreso suponía una grave dificultad para que volviera a ser nombrado para una misión de esas características.

Ardía en deseos de volver a ver a Cayetana, a quien imaginaba a salvo en el convento de Santa Clara de Sevilla, tal vez cuidando de los soldados franceses heridos o enfermos. Cada vez que recorría las calles de Cádiz recordaba su primer encuentro en esa ciudad con Cayetana, hacía ya casi cinco años, y no anhelaba otra cosa que volver cuanto antes junto a ella.

Cuando llegó la noticia de que Masséna había ordenado a sus tropas la retirada de Portugal, los gaditanos volvieron a recobrar la esperanza. En una batalla librada en Fuentes de Oñoro, el vizconde de Wellington había vuelto a derrotar al mariscal Masséna, que había realizado un ataque suicida con la guardia imperial. Tras la derrota, los franceses se habían replegado hacia las fronteras de España. En toda la España ocupada por Napoleón los guerrilleros se mostraban muy activos e incluso se había revitalizado el ejército regular español, que combatía en Figueras, Gerona y Tarragona.

Un correo del Consejo de Regencia avisó al coronel Faria, que se encontraba supervisando el suministro de municiones a las baterías de la zona del puerto frente a la bahía, para que acudiera enseguida al edificio del gobierno.

Con toda la urgencia que pudo, el conde de Castuera se presentó ante Castaños.

—A sus órdenes, mi general —dijo a la vez que se cuadraba ante el vencedor en Bailén.

—Coronel Faria, hemos decidido contraatacar desde el sur. Wellington ha derrotado a Masséna en Portugal y avanza hacia Salamanca, el ejército del norte combate en varios puntos de Cataluña, el ejército de Aragón lo hace en las montañas de Teruel y hay guerrillas muy activas en Navarra y en las sierras de Castilla. Hemos decidido que es el momento de atacar también desde aquí. Los franceses han destacado en España a más de trescientos mil soldados, debemos procurar que no consigan concentrar más de cincuenta mil de ellos en una zona concreta, pues si lo consiguen batirán al ejército de Wellington.

—Señor, me está diciendo que debemos sacrificarnos y mantener ocupados en toda España a los franceses para que Wellington consiga ganar sus batallas.

—Así es, pero no olvide que cada victoria de Wellington constituye un triunfo para España y un paso más en la victoria sobre Napoleón. Yo atacaré el flanco suroeste desde Extremadura y usted intentará organizar grupos guerrilleros en las serranías de Málaga y Granada. Desde allí atacará el general Freire; su misión consistirá en darle apoyo logístico y sobre todo operar con los guerrilleros en esa zona para evitar la concentración de las tropas francesas.

»Mi ayudante le dará el resto de instrucciones. Saldrá de Cádiz pasado mañana con rumbo a Gibraltar; desde allí lo guiarán a las montañas para que ponga en marcha nuevas partidas de guerrilleros que no cesen de hostigar a los franceses.

—Siguen sin convencerme los británicos, mi general; continúo creyendo que sólo les guía la ambición. En cierto modo, para ellos esta guerra no deja de ser un juego. He leído en una revista que los ricos comerciantes de Londres incluso hacen apuestas sobre quién ganará una batalla —asentó Faria.

Castaños no dijo nada, pero su mirada parecía ratificar las palabras de Faria.

* * *

El conde de Castuera y el sargento Morales embarcaron en una fragata británica que los llevó a Gibraltar. Allí los esperaba un capitán del Estado Mayor del general Freire que debía conducirlos a un lugar de la costa unas cuantas millas al oeste de Málaga. Entre el litoral mediterráneo y el valle del Guadalquivir se alza una cadena de montañas que constituyen la zona más escabrosa y montaraz de toda España. Las sierras son tan escarpadas, los valles tan profundos y las gargantas tan angostas que ni con un millón de soldados se podría controlar todo ese territorio.

El capitán Garcés era el oficial encargado del contacto con las partidas de guerrilleros de la zona, y tenía la orden de guiar a Faria hasta ellas.

Tras hacer escala en Gibraltar, la fragata navegó hacia el noreste, bordeando la línea de la costa hasta que, entrada la noche, con el sol ya oculto, fletaron un bote de remos que acercó hasta un punto convenido en tierra a Faria, Morales y Garcés.

El bote, bogado por la fuerza de seis marineros, arribó a una playa solitaria y los tres españoles desembarcaron deprisa, en tanto los remeros daban la vuelta y regresaban a la fragata.

—Mi coronel —le propuso Garcés—, tenemos que subir a lo alto de aquel monte. Es el lugar acordado para encontrarnos con los hombres del Candelas.

—¿El Candelas?

—Es el jefe de la partida de guerrilleros más importante de toda esta zona; la componen doscientos hombres bien equipados.

—Pues vayamos allá.

El monte era en realidad una ladera rocosa muy empinada y cuya ascensión entrañaba cierto peligro, pues las rocas se desprendían con facilidad y podrían arrastrar en su caída a un hombre.

Cuando llegaron a la cima no encontraron a los hombres que debían esperarlos.

—Aquí no hay nadie —constató Morales.

—¿Seguro que era éste el punto de encuentro? —demandó Faria.

—Por supuesto, mi coronel. No sé qué ha podido ocurrir.

Un extraño silbido les llamó la atención.

—Eso no es ningún pájaro —comentó Morales.

—Creo que son ellos —dijo el capitán.

Pocos instantes después del pitido apareció tras unos matorrales un hombre alto y delgado; era ya noche cerrada, pero a la luz de la luna podía distinguirse su rostro moreno, de aspecto cetrino, casi torvo, con amplias patillas. Vestía un pantalón de pana muy ajustado, con la parte inferior de las perneras metidas dentro de unas botas de cuero, como preparado para caminar por terrenos llenos de maleza y de arbustos, una pelliza de piel y un gorro de lana. Llevaba en sus manos un enorme trabuco.

Aquel hombre no dijo nada; se limitó a dar un chasquido con la lengua y a hacer una indicación con el brazo para que lo siguieran.

Siempre en silencio, recorrieron un centenar de pasos por un camino entre la maleza y los arbustos hasta que salieron a un pequeño claro en el que otros dos hombres sostenían las riendas de seis caballos.

—Vamos, nos espera una larga cabalgada —dijo al fin el silencioso.

Cabalgaron durante toda la noche hacia el norte; Faria se dio cuenta de ello porque siempre tenían de frente a la estrella polar, y, tras varias horas avanzando por senderos estrechos y empinados, llegaron a una especie de explanada abierta en el centro de varias cimas rocosas.

—¿Dónde nos encontramos? —preguntó Faria.

—En lugar seguro —se limitó a contestar el guerrillero.

—Estamos en algún sitio entre Málaga y Granada —apuntó el capitán Garcés.

Los tres guerrilleros descendieron de los caballos y los tres militares hicieron lo mismo. Salieron del claro y entraron en una zona boscosa, de vegetación muy densa. Escondida por la maleza, apareció de pronto ante sus ojos una pared rocosa cubierta de yedra que, ante los sonidos emitidos por el de las patillas, se abrió como si se tratara de la cueva de Alí Babá.

Ya dentro de la cueva recorrieron un largo pasillo y al final entraron en una enorme sala iluminada por varios candiles de aceite.

En un lateral, sentados alrededor de una gran piedra, varios hombres desayunaban un aceitoso guiso de legumbres y carne.

—Llegan a tiempo para comer —dijo uno de ellos.

—Coronel Faria, le presento a Santiago Gómez, El Candelas —intervino el capitán Garcés.

—Bienvenido a nuestro «cuartel» —le saludó El Candelas enfatizando la última palabra.

—Gracias. Mi ayudante, el sargento Morales —dijo Faria a la vez que alargaba la mano a su anfitrión, que se limitó a estrecharla sin mostrar demasiado interés.

—Coman algo; supongo que estarán hambrientos.

—Sí, pero yo imagino que estará al corriente de las órdenes del Consejo de Regencia, y de las instrucciones sobre el comportamiento de las guerrillas.

—Algo he oído —comentó con ironía El Candelas.

—¿Tiene usted grado militar?

—No, yo soy el jefe de estos hombres, y eso es suficiente.

—No, no lo es. Todos los combatientes españoles contra los franceses están sujetos a la disciplina militar por órdenes del Gobierno provisional de la nación; de modo que está usted hablando con un superior.

El Candelas se volvió a sentar en el sitio que antes ocupaba, cogió su plato y su cuchara, miró divertido a sus hombres y siguió comiendo el estofado de legumbres y carne.

—Sírvanse antes de que se enfríe —les dijo.

Los tres recién llegados se sirvieron un cuenco bien cumplido del estofado y comieron antes de dormir un poco, pues habían pasado la noche en el camino.

* * *

—Me temo que este Candelas no es un tipo de fiar —le confesó Faria a Morales—. El capitán Garcés me ha informado de que hasta hace unos meses era un bandolero que actuaba en estas mismas montañas desvalijando a los viajeros que recorrían los caminos entre Málaga y Granada. Había varias órdenes de detención contra él en la Audiencia Territorial de Granada, pero todo quedó perdonado cuando ofreció su colaboración al ejército.

—En eso no es muy diferente a los demás, es lo mismo que han hecho la mayoría de los bandidos —comentó el sargento—. Cuando escapé de Zaragoza y conseguí contactar con la partida del Patillas, no sabía si me encontraba entre patriotas que luchaban por la independencia de España o enrolado en una banda de ladrones.

—El Consejo de Regencia ha dado órdenes clarísimas: todos los guerrilleros en armas deben someterse a la disciplina militar. Si no lo hacen, serán objeto de un juicio militar sumarísimo.

—Perdone, coronel, pero dudo mucho que este Candelas esté dispuesto a obedecer órdenes que no sean la suyas propias. No lo ha hecho antes, y no sé por qué razón vaya a hacerlo ahora.

—Pues deberá acatarlas.

Las órdenes de Faria eran coordinar las acciones de media docena de grupos guerrilleros que operaban en las zonas montañosas entre Málaga y Granada e instigar constantemente a los destacamentos franceses desplegados en esa zona para facilitar así el agrupamiento de las tropas del general Freire, quien mandaba un ejército presto a enfrentarse a los franceses cerca de Granada.

Faria reunió a los cabecillas de los seis grupos y preparó un plan de ataque a un convoy de armas y suministros alimenticios que, según sus noticias, se estaba preparando en Jaén para enviar inmediatamente a Granada. Los espías ocultos en las montañas béticas lo habían detectado y se conocía con precisión el recorrido que iba a realizar.

El conde de Castuera diseñó una estrategia para dar un golpe contundente a esa línea de abastecimiento. Tras informarse de las características del camino, decidió atacar en una zona montañosa a unas diez horas de marcha al norte de Granada. Los guerrilleros prepararían una emboscada, tratarían de destruir la mayor cantidad de armas posible y se retirarían de inmediato tras asestar un golpe lo más rápido y letal que se pudiera ejecutar.

—¿Y el botín? —preguntó El Candelas—. Mis hombres exigen su parte.

—Sus hombres son soldados ahora y deberán comportarse como tales —replicó Faria.

—Los soldados ingleses se reparten el botín que ganan en las batallas, o saquean las tierras que ocupan, sean territorios enemigos o aliados. Algunos de sus generales han hecho con la guerra verdaderas fortunas, ¿por qué no podemos hacerlas nosotros también?

—Porque esto no es una cuestión de piratería, sino de guerra —respondió Faria airado—. Que los ingleses se comporten como corsarios no significa que los soldados españoles debamos proceder como ellos. Probablemente a usted le traiga al pairo su fama y su honor, pero mi padre, el conde de Castuera, me enseñó a comportarme según esos viejos códigos. No lo olvide.

El Candelas sonrió irónico, sacó una navaja de su faja, la desplegó y, con displicencia, se puso a limpiarse las uñas con ella.

—¿Me ha entendido? —le preguntó Faria al Candelas, sin que éste se molestara siquiera en mirarle a la cara—. ¿Me ha entendido? —reiteró la pregunta en voz más alta.

El Candelas escupió al suelo y siguió limpiándose las uñas.

—¡Capitán Garcés —ordenó Faria—, detenga a este hombre!

Garcés miró a Faria sorprendido. El resto de los jefes de las partidas se mantuvieron tensos y a la espera.

—Mi coronel, se trata de uno de los nuestros…

—¿No me ha oído, capitán?, detenga a ese hombre.

—¿Por qué acción punible, señor?

—Por desconsideración hacia un superior e indisciplina. El Candelas se incorporó despacio, con la navaja en la mano, en una posición amenazadora. El capitán Garcés dudó.

—¿Por qué no me arresta usted mismo, coronel? —le dijo El Candelas.

—Entrégueme esa navaja —le ordenó Faria.

El antiguo bandolero alargó el brazo hacia el coronel, que se mantuvo firme y sereno; la hoja de la navaja estaba apenas a dos palmos de su vientre, un rápido movimiento y podría clavársela, pero El Candelas dio la vuelta a la navaja con gran habilidad, la tomó con dos dedos por la hoja y se la entregó por la empuñadura a Faria.

—Usted nunca ha pasado hambre —le dijo al coronel.

—Permanecerá arrestado hasta nueva orden.

—Aquí no hay calabozos.

—La forma de la prisión no importa; usted está arrestado.

Faria cerró la navaja y la entregó al capitán Garcés, que agachó la cabeza avergonzado.

La reunión continuó, ahora con un cabecilla menos en la misma; los demás jefes de partida parecieron desde entonces tomar con más interés las explicaciones que les daba Faria.

—Lo siento, señor, dudé unos momentos —se excusó Garcés ante Faria, una vez acabada la extraña asamblea de guerrilleros.

—No se preocupe, capitán.

—Ese tipo fue un conocido bandolero en la serranía de Ronda. Tiene fama de pendenciero y siempre ha sido muy violento. No pensé que le entregara su navaja tan fácilmente. Creo que desde hoy se ha ganado el respeto de toda esta gente, señor.

—El arresto será por dos días; comuníqueselo al interesado. En dos días estaremos en el lugar previsto para la emboscada y necesitaremos de todos los hombres disponibles. Y éste parece dispuesto a todo.

Desde el campamento en las montañas entre Granada y Málaga se dirigieron en varios grupos hacia el paso entre Granada y Jaén, donde habían convenido que caerían sobre el convoy francés.