LA repentina llegada de un invierno frío y húmedo provocó que las hostilidades disminuyeran en toda la Península. Faria regresó a Cádiz por orden de Wellington e informó de inmediato al Consejo de Regencia sobre todas las actividades que había realizado, incluidas las entrevistas con José I en Madrid y con Wellington en Lisboa. Desde luego, no esperaba la que le cayó encima.
—Se ha puesto usted en un grave peligro, y lo que es peor, ha puesto en riesgo toda nuestra estrategia —le recriminó el general Castaños—. Sus órdenes eran bien concretas; debía organizar cuantas partidas de guerrilleros le fuera posible y coordinar sus acciones, en ningún caso regresar a Madrid, como de manera tan imprudente hizo. Si lo hubieran descubierto, es probable que lo hubieran torturado y tal vez hubiera delatado nuestros planes. Su actuación ha sido insensata, Faria, me temo que no me queda otro remedio que arrestarlo.
—Perdone, mi general, pero supongo que esto será una broma —alegó Faria.
—En absoluto, coronel.
—Pero…
—No busque excusas.
—No son excusas, señor.
—Pues lo parecen.
—En todo momento actué cumpliendo órdenes.
—No lo vemos así en el Consejo.
—Si me excedí en algo fue para conseguir más información.
—No hizo lo que se le ordenó —insistió Castaños.
—Nadie me ordenó que no fuera a Madrid.
—Expresamente tal vez no, pero sus instrucciones estaban claras.
—Si lo hice fue porque allí pretendía crear una partida de resistencia en la capital, pero no encontré a un solo patriota dispuesto a arriesgarse. Eso sí, pude enterarme de los planes del mariscal Masséna y me marché todo lo deprisa que pude para informar al general Wellesley de las inmediatas intenciones de ataque de los franceses y el sector por donde lo harían.
—Wellington, Wellesley es ahora Wellington. Recuerde que ha sido nombrado vizconde de Wellington por su majestad el rey Jorge III de Inglaterra.
—Wellington, pues. Le informé a tiempo del inmediato ataque a Torres Vedras y fue útil porque el general inglés pudo rechazar a los franceses. Sin mi información tal vez hubieran sido sorprendidos y ahora Lisboa y todo Portugal estarían bajo mando francés, y Cádiz probablemente también —se explicó Faria.
—No sea usted iluso, coronel. Wellington sabía perfectamente que Masséna atacaría desde el norte, y antes de que usted llegara, él ya había previsto fortificar Torres Vedras; los británicos tienen espías destacados en todo el frente y en la retaguardia, y reciben pronta información de cuanto ocurre. Saben antes que nosotros lo que se cuece en Madrid y en París. El mariscal francés mostró sus cartas y se descubrió él solo —dijo Castaños.
—Pero Wellington me recibió y me escuchó muy atento…
—Ese inglés se comporta siempre como un perfecto caballero, pero no confíe demasiado en él. Está ávido de gloria y fama. Se formó en Oriente, en la nueva colonia inglesa de la India, y creo que hizo cuanto estuvo en su mano para alcanzar fortuna y ascensos en el escalafón cuanto antes. Es muy ambicioso.
—Pero es un gran general.
—Reconozco que como estratega es brillante, pero suele jugar con ventaja y, como buen jugador de fortuna, nunca enseña sus cartas, y si hace falta, hará trampas para ganar.
»Lo siento, coronel, pero deberá cumplir un arresto de tres meses. Claro que, como estamos en guerra, sitiados en Cádiz y necesitamos a todos los hombres disponibles, ese arresto no se cumplirá en su integridad.
—Si me imponen ese castigo, será la primera mancha en mi expediente militar; hasta ahora mi hoja de servicios no tenía una sola tacha.
—Pues la decisión del Consejo no admite recurso.
—Lo que hice ha beneficiado a España —insistió Faria.
—Usted no tiene que juzgar cómo se beneficia o perjudica al país, debe limitarse a cumplir las órdenes de sus superiores, coronel. Tenga.
»Y no se preocupe por este expediente; es usted muy joven y ya luce las insignias de coronel, seguro que alcanza el cargo de brigadier general muy pronto. En tiempo de guerra, los ascensos se producen como la espuma a poco que se sepan aprovechar las oportunidades.
Castaños le entregó la cédula en la que se le arrestaba por tres meses y se le recriminaba su desobediencia, considerada como una falta menos grave que no requería de un consejo de guerra dada la brillante hoja de servicios del coronel Faria. En realidad, todo quedaba en una amonestación severa y en un par de años de retraso para el ascenso a brigadier.
Mientras Manuel de Godoy gobernó España, Faria ascendió con suma rapidez, pero no lo hizo tanto por méritos, que no los tenía antes de las batallas de Trafalgar y de Zaragoza, como por su parentesco con el jefe del Gobierno. Desde que su tío cayera en desgracia, no había vuelto a tener un ascenso; según decían sus superiores, era demasiado joven para lucir los entorchados de brigadier.
Poco antes de las Navidades llegó a Cádiz el sargento Morales. Había esperado durante varios días a Faria en la sierra de Madrid, pero, al comprobar que el coronel no se presentaba, cumplió sus órdenes y regresó a Cádiz, dejando a la partida de guerrilleros con precisas instrucciones para ese invierno.
El encuentro de ambos soldados fue emotivo; Faria le explicó a su ayudante que no había podido acudir a la cita ante la urgencia de transmitir a Wellington la información del inminente ataque de Masséna a Lisboa.
Los suministros no faltaron durante el invierno y Cádiz estuvo perfectamente avituallada por los transportes británicos. Las doscientas mil personas que resistían en la ciudad necesitaban una abundante provisión de comida, leña y ropa, y los soldados, municiones y armas para responder al fuego francés y mantener a raya a la infantería gabacha. Y nada de ello faltaba en Cádiz.
Incluso se recibían cargas de cal y de pintura para conservar las casas limpias y los edificios en buen estado, de manera que, si bien de vez en cuando alguno era afectado por las bombas que lanzaban los franceses, enseguida se arreglaba la fachada y se encalaba para tapar las huellas de la guerra.
A pesar de la situación y de su condición de ciudad sitiada, las calles de Cádiz estaban limpias y bien pavimentadas, las paredes de sus casas estaban pintadas de blanco y de color albero y sus tejados cubiertos por tejas vidriadas verdes.
El Consejo de Regencia hacía todo lo posible para mantener alta la moral de los sitiados, y se permitían ciertas licencias que en otras circunstancias no se hubieran consentido. Las mujeres desempeñaban un papel muy activo en esa batalla. De por sí, las mujeres gaditanas eran alegres y gráciles, de fina cintura, de movimientos sinuosos y elegantes que resaltaban, si cabe, con un delicado e insinuante bamboleo de caderas; no había otras mujeres en el mundo que se movieran con semejante refinamiento.
Para que todo pareciera normal, se había logrado que las afamadas academias exclusivas para señoritas se mantuvieran abiertas. Una de las dos más prestigiosas era la de madame Bienvenue, una parisina que a pesar de su origen francés no había tenido problemas con sus vecinos, aunque alguna muchacha se había pasado a la academia de doña Rita, donde las hijas de la burguesía gaditana estudiaban literatura y matemáticas.
* * *
A comienzos de 1811 llegó a Cádiz la noticia de que el rey Jorge III de Inglaterra estaba loco y muy enfermo. El año anterior había muerto, tal vez envenenada aunque nunca se aclararon las causas reales de su fallecimiento, su hija menor la princesa Amelia. Aquél fue un golpe terrible para el monarca, que desde entonces pasaba horas y horas hablando solo por las estancias de su palacio, caminando sin rumbo por los pasillos y las salas de la residencia real, gritando incongruencias y conversando con seres imaginarios que sólo existían en su imaginación de orate. Era capaz de permanecer varias horas sin dejar de hablar sobre asuntos incongruentes, y en una ocasión se situó ante un roble de los jardines de palacio y comenzó a dirigirse a ese árbol como si se tratara del rey Federico III de Prusia.
—Maldita contrariedad —dijo el general Castaños, mientras entraba en el gabinete donde había convocado una reunión de oficiales para estudiar las defensas ante la llegada de la nueva primavera de 1811 y la sospecha de que los franceses preparaban una gran ofensiva sobre Cádiz.
—¿Qué ocurre, mi general? —le preguntó Faria, que ya había cumplido su arresto de tres meses.
—Que el rey de Inglaterra se ha vuelto majareta, pero el gobierno inglés no va a declararlo inútil para reinar, y como no ha conseguido su abdicación voluntaria, ha decidido confinarlo en el castillo de Windsor.
—¿Y eso afectará al transcurso de la guerra, o a la ayuda inglesa? —preguntó un general.
—Espero que no. Su hijo Jorge, el príncipe de Gales, va a ser nombrado regente. El rey está demente, y los remedios que le han aplicado, como las sangrías, los baños en el mar y la ingestión de un extraño polvo medicinal a base de calomel y emético tártaro no han causado ningún efecto. Incluso han tenido que colocarle una camisa de fuerza para evitar que se hiciera daño o que lo hiciera a los demás. El Parlamento va a aprobar una ley por la cual Jorge III dejará de gobernar aunque seguirá ostentando el título de rey.
—Napoleón ha prohibido que en los hospitales los locos sean atados a las camas —dijo Faria.
—¿Qué insinúa, coronel? ¿Y qué tiene que ver esto con la locura del rey Jorge?
—Nada, mi general, nada; sólo daba una información a raíz del diferente tratamiento de los locos en esos dos países.
—Vayamos a lo que nos ocupa, señores. Les he citado a esta reunión porque esperamos un ataque masivo de los franceses en unos pocos días. Nuestros agentes en la retaguardia nos han alertado de un inusual y considerable movimiento de tropas desde Sevilla hacia Cádiz y el acopio de ingentes cantidades de material de guerra. Semejante actividad sólo puede significar una cosa: que están preparando un ataque masivo a nuestras posiciones en esta ciudad. Es probable que la noticia de la locura del rey de Inglaterra les haya animado a intensificar sus esfuerzos para conquistar este bendito reducto de España.
Castaños ordenó desplegar un gran plano de Cádiz y de su bahía y repasó con los responsables el estado de las fortificaciones de cada sector.
—La zona más débil de nuestras posiciones es la isla de León. Un poderoso ataque combinado desde tierra nos pondría aquí en verdaderos apuros —explicó un coronel de ingenieros.
—¿Qué ocurre si perdemos esa isla? —preguntó Castaños.
—No sería demasiado grave.
—¿Seguro?
—Podríamos seguir resistiendo sin problemas en Cádiz, aunque deberíamos acoger en la ciudad a toda la gente desplazada desde León, y eso aumentaría mucho la densidad de población. Las defensas del istmo son infranqueables.
—¿Y si intentaran un asalto desde tierra?
—En ese caso necesitarían no menos de un par de divisiones de infantería, pero, dado lo estrecho del terreno, apenas podría maniobrar en línea la mitad de una compañía. Nuestros cañones acabarían con ellos antes de que se acercaran a quinientos pasos. Con la potencia de fuego que allí tenemos desplazada y la ayuda de los cañones de dos navíos ingleses, serían necesarias cargas consecutivas e ininterrumpidas de cien mil hombres al menos, y todavía estaríamos en condiciones de rechazarlas todas. Y aun así, se formaría tal parapeto con los propios muertos que seguiría siendo insalvable.
»Mientras mantengamos la ayuda británica por mar, Cádiz es inexpugnable. Sólo en el caso de que fuera rota la defensa naval, algo muy improbable dada la superioridad inglesa, podrían tener éxito sus ataques, pero eso no ocurrirá.
Tal como habían previsto los estrategas españoles, el ejército francés lanzó una tremenda ofensiva sobre la isla de León a mediados de febrero de 1811. El plan de evacuación que se había diseñado por si fuera necesario se cumplió correctamente y los habitantes de León se replegaron a Cádiz junto con la mayoría de los diputados a Cortes, que hasta entonces habían celebrado allí sus sesiones. Decenas de bombas francesas caían sobre la isla de León cuando sus habitantes la evacuaban; algunos cantaban una copla que se había hecho muy popular durante el asedio francés:
A Numancia imitad, renueve su horror y antes que ser esclavos muramos con honor.
—Esa misma copla cantaban algunos en el asedio de Zaragoza, ¿lo recuerda, sargento? —le preguntó Faria a Morales, mientras ayudaban a la evacuación de civiles.
—Claro que sí, mi coronel, claro que la recuerdo. Y el sargento se puso a silbar la copla.