Capítulo XII

LO intentó durante todo el verano procurando no delatarse, pero Faria no logró organizar ni un solo foco de resistencia clandestina en Madrid. Nadie quería saber nada de enfrentarse a los franceses. La nobleza temía más a la chusma del populacho que a los soldados franceses, en los cuales veía una garantía para mantener intactos sus privilegios; los comerciantes más prósperos habían aumentado sus negocios gracias a los encargos de los oficiales y generales franceses y a la enorme cantidad de suministros que el ejército imperial demandaba; sólo los clérigos no veían con buenos ojos a los franceses, que en cuanto se lo proponían asaltaban los conventos y robaban los tesoros de las iglesias, y además recelaban de las ideas liberales de los gabachos; y el pueblo, demasiado ignorante y pobre, bastante tenía con sobrevivir día a día.

Allí ya no tenía nada que hacer. Ahora debía buscar un pretexto para poder salir de Madrid y acudir a la sierra al encuentro con Morales. Se acercaba el último domingo de agosto y necesitaba un salvoconducto para alejarse de la capital.

Se presentó en el Palacio Real y solicitó una audiencia a José I. El rey lo recibió dos días más tarde.

—Dispongo de unos pocos minutos, Francisco —el rey había adoptado cierta familiaridad con Faria—, el mariscal Masséna está preparando la invasión de Portugal y debemos coordinar nuestras acciones.

—Sólo necesito un salvoconducto, majestad —soltó Faria de improviso.

—¿Un salvoconducto?, ¿para quién, para dónde?

—Para mí, señor. Necesito regresar a Castuera; mis fondos se han acabado, ya no dispongo de rentas con las que sostenerme en Madrid, preciso ir a Castuera.

—Podéis solicitar un préstamo; hacedlo sobre vuestra casa como garantía —propuso Bonaparte.

—No tengo crédito, majestad.

—Vamos, sé que vivís en un palacete; cualquiera os adelantaría una buena cantidad con ese inmueble como aval. Esta guerra durará poco. Si todo sale como esperamos, Masséna atacará Torres Vedras y se plantará en Lisboa en un mes; todo Portugal caerá y esta situación habrá acabado. Y será entonces cuando España disfrute de una nueva época de paz y de prosperidad. Yo mismo me he comprometido a que así sea.

—Majestad, necesito ese salvoconducto. Os lo pido por favor; dejadme que vaya a mi hacienda.

José I se encogió de hombros, llamó a su secretario y le ordenó con premura que expidiera el salvoconducto. Francisco de Faria, conde de Castuera, quedaba facultado para salir de Madrid y para viajar a Extremadura. El documento llevaba el sello de José I, rey de España.

* * *

Compró dos mulas y un caballo, preparó dos baúles para no levantar sospechas, alquiló los servicios de cuatro criados y cargó su equipaje sobre una de las acémilas. A primera hora de la mañana salió de Madrid por la puerta de Toledo camino de Extremadura.

Faltaban algunos días para el último domingo de agosto, pero no podía esperar a la cita con Morales; la información que tenía era demasiado importante y unos días de retraso podían ser decisivos. Debía llegar a Lisboa cuanto antes.

En cuanto estuvo lo suficientemente lejos de Madrid, ordenó a los criados que había contratado para el camino que regresaran a la capital con las dos mulas.

—Si os preguntan por mí decid que continué camino con una patrulla de soldados franceses que encontramos. Id a mi casa y dejad allí las mulas y el equipaje. Mi criado en Madrid os recompensará.

Faria subió al caballo y lo espoleó hacia el oeste. El desliz cometido por José I en palacio era trascendente para la marcha de la guerra. Probablemente el rey no se había dado ni cuenta, pero con una sola frase había revelado los planes del mariscal Masséna y el lugar por donde los franceses habían previsto atacar Portugal.

* * *

Faria entró en Lisboa escoltado por dos dragones escoceses del ejército de Wellington. El vizconde estaba al mando de unos veinticinco mil hombres británicos y otros tantos del ejército regular portugués, pero esperaba la llegada de nuevos refuerzos; en Inglaterra no se confiaba demasiado en la victoria de Wellington. El pacto matrimonial de Austria y Francia había arrastrado a los británicos a un notable desánimo.

Faria acudió a la sede del Estado Mayor. A finales de agosto el clima de Lisboa es cálido y húmedo. En el palacio del vizconde de Wellington estaban abiertas las ventanas orientadas al norte y entreabiertas las orientadas al sur para que el aire circulara y disminuyera en lo posible la sensación de bochorno.

El recién nombrado vizconde de Wellington estaba sentado a la mesa de su gabinete; frente a él dos generales fumaban grandes puros y entre calada y calada saboreaban sendas copas de oporto.

Faria no hablaba inglés, pero Wellington sabía el suficiente español como para entenderse.

—¿Qué es eso tan urgente que no puede revelar sino a mí mismo, coronel? —le preguntó sin siquiera saludarlo.

—General —Faria se cuadró formalmente y permaneció firme.

—Vamos, descanse y siéntese. Y hable deprisa, tengo mucho trabajo esta tarde.

—El mariscal Masséna atacará en Torres Vedras; me lo ha dicho el mismo… —Faria estuvo a punto de decir «rey»— José Bonaparte.

—Si mis informes son correctos, su misión consistía en organizar grupos de partisanos y dotarlos de una coordinación, ¿no es así?

—Así es, general.

—En ese caso, ¿qué hacía usted en Madrid?

—Dejé a mi ayudante en la sierra y acudí a Madrid para intentar crear algún grupo de resistencia, pero fue inútil. Logré hablar con Bonaparte y fue él quien, en un descuido, me dijo que Masséna atacaría Portugal por Torres Vedras. Wellington miró a Faria con desconfianza. El vizconde era un hombre alto y delgado, de noble rostro, ojos vivaces y profundos, labios sensuales, mentón poderoso y nariz grande y ligeramente curvada, como si se la hubiera roto en su juventud. Su porte era altivo y orgulloso.

—En estos tiempos hay espías por todas partes —asentó Wellington.

—Yo soy leal a España, mi general.

—¿A qué España, coronel?

—A la que resiste en Cádiz; no reconozco a ninguna otra.

La contundencia de Faria tranquilizó a Wellington.

—¿Por Torres Vedras, eh?

—Eso dijo Bonaparte.

Wellington se acercó a la mesa de mapas y desplegó uno de la región de Lisboa.

—Eso significa que entrarán por el norte. Sí, así tienen sentido las operaciones en la zona de Salamanca y la toma de Ciudad Rodrigo este mismo verano por las tropas de Ney. De acuerdo, si es así, los esperaremos en Torres Vedras. Se van a llevar una buena sorpresa.

Wellington ordenó que se reforzara la línea de defensa al norte de Lisboa, creando una verdadera trampa en Torres Vedras. Ordenó a Faria que regresara a Cádiz y que informara al Consejo de Regencia de que iba a iniciar un contraataque si conseguía derrotar a Masséna. Faria solicitó permanecer en Portugal y combatir a los franceses, pero Wellington fue tajante en su orden.

* * *

Septiembre comenzaba su andadura cuando Francisco de Faria entró en Cádiz. En los últimos meses la situación de la ciudad había cambiado poco. En abril los franceses habían logrado desalojar a los españoles de la posición de Matagorda, desde donde las baterías artilleras francesas podían alcanzar la ciudad de Cádiz y algunas zonas del puerto gracias a unos enormes morteros que estaban fundiendo en Sevilla.

El Consejo de Regencia había decidido dar comienzo a las Cortes a las que se encomendó la misión de elaborar una constitución para España.

El calor y la humedad eran sofocantes. Los diputados fueron llegando al pequeño teatro habilitado como sede para las reuniones de las Cortes españolas. Los noventa y nueve diputados llegados a Cádiz hasta ese momento tomaron su asiento en unas sillas colocadas en el centro del teatro, en tanto las tribunas y los palcos estaban repletos de militares, curas, miembros de la alta sociedad gaditana e invitados portugueses y británicos.

Faria estaba en la tribuna de invitados. El general Castaños había desplegado un sistema de seguridad, situando a varios oficiales relevantes distribuidos estratégicamente por las tribunas.

La primera sesión fue larga y repleta de tediosas intervenciones en las que se discutía de todo, sin un preciso orden del día que agilizara los debates. Pero al final se llegó a una decisiva resolución. Las Cortes españolas declararon nulas las abdicaciones de Carlos IV y Fernando VII en Bayona ante Napoleón a fines de abril de 1808. Pero lo verdaderamente revolucionario era que se estimó que dichas abdicaciones eran nulas porque los reyes Borbones no tenían derecho a disponer del trono sin la expresa voluntad del pueblo español.

Faria sonrió al escuchar el resultado de la votación, mayoritariamente favorable a la propuesta que otorgaba en la práctica la soberanía nacional al pueblo. Sólo el obispo de Orense protestó, alegando que el poder procedía de Dios y que únicamente Dios podía otorgarlo o delegarlo en la tierra, pero las alegaciones del obispo fueron apoyadas por un único miembro del Consejo de Regencia, don Pedro Quevedo; la euforia de los diputados era demasiado grande como para atender las propuestas de un obispo del Antiguo Régimen.

El 24 de septiembre de 1810, se aprobó un decreto en el cual se asentaba que «la soberanía nacional radica en las Cortes», que se constituían como las legítimas representantes de la soberanía popular española, por los ciento cuatro diputados reunidos ahora en el ayuntamiento de la isla de León. Acabada la sesión, diputados e invitados se dirigieron a la iglesia de León, donde todos los diputados juraron solemnemente defender la religión católica, apostólica y romana, la integridad del territorio nacional, el trono de Fernando VII y el desempeño fiel de su cometido.

—Lo hemos logrado —dijo Castaños a Faria, que mandaba la escolta del general—. Las abdicaciones de Bayona son nulas, se ha aprobado la separación de poderes y se ha ratificado que la soberanía reside en la nación; por tanto, don Fernando VII vuelve a ser rey legítimo de España.

—El problema es que sigue retenido en Francia —alegó Faria.

—Pronto regresará. Lo que hoy hemos logrado en Cádiz es trascendental para nuestro futuro. Hemos anulado los argumentos jurídicos que empleó Napoleón. Los representantes del pueblo español han dejado bien claro que quieren ser una nación libre, independiente y soberana; ese mensaje lo conocerán en los próximos días en toda Europa. Si resistimos, nuestro triunfo es cuestión de tiempo, Francisco, sólo de tiempo.

—Pero si perdemos la guerra, las resoluciones de estas Cortes serán papel mojado. Masséna ha atacado Portugal, si logra derrotar a Wellington…

—Confiemos en que ese irlandés resista.

El mariscal Masséna, hombre arrogante y sin escrúpulos, lascivo y engreído, mandaba un cuerpo de ejército de sesenta mil hombres bien preparados y veteranos en combate. Estaba convencido de que arrollaría las líneas defensivas de Wellington y se plantaría en Lisboa como si se tratara de un simple paseo. Ávido de gloria, deseoso de emular al mismísimo Napoleón, ni siquiera esperó a contar con los suministros necesarios ni de asegurar su retaguardia. Pretendía ser el artífice de la conquista de Portugal. De manera alocada y sin preparación lanzó varias divisiones contra las fortificaciones de Torres Vedras, que se estrellaron ante el muro defensivo organizado por Wellington.

Masséna no había previsto que sus tropas pudieran ser frenadas de semejante manera, y cuando se dio cuenta del error que había cometido, ya era demasiado tarde. Su irrupción en Portugal había sido rapidísima y el avance hasta las cercanías de Lisboa imparable, pero había sido detenido y ahora se encontraba aislado en medio de una tierra hostil y con las líneas de suministros cortadas.

Atascado el ejército francés al norte de Lisboa, Wellington decidió contraatacar. Los franceses se retiraron entonces apresuradamente hacia el norte, intentando enlazar con sus líneas de suministros, pero Wellington los alcanzó en la localidad de Buçaco, cerca de la ciudad de Coimbra. Masséna dispuso la batalla con sus divisiones en el centro, las de Ney a la derecha, las de Reynier a su izquierda y las de Junot en la retaguardia. Wellington desplegó a sus generales en un amplio frente de combate al norte de río Mondrego y atacó envolviendo a los franceses. La victoria, el 27 de septiembre de 1810 en Buçaco, de británicos y portugueses fue contundente y Masséna se retiró hacia España. Su precipitación lo había perdido. Austria y Francia habían firmado la paz; si Masséna hubiera esperado un par de semanas, Napoleón ya no hubiera tenido que atender el frente oriental de su Imperio y hubiera podido enviar más tropas a la Península, y en ese caso una ofensiva contra Portugal, preparada con mayor cuidado y con más efectivos, hubiera producido un resultado bien diferente.

Cuando llegó a Cádiz la noticia del triunfo de Wellington, la euforia se desató en toda la ciudad. El fin del asedio pareció entonces más próximo.

Las esperanzas de una inmediata liberación se disiparon pronto. Los franceses habían sido derrotados en una batalla en el corazón de Portugal, pero seguían disponiendo de más de trescientos mil soldados distribuidos por España, poseían una artillería demoledora y habían ganado posiciones frente a Cádiz. Unos enormes morteros fabricados en Sevilla estaban siendo desplegados frente a la ciudad y comenzaban a bombardear algunos de los barrios más próximos a tierra, los que quedaban dentro de su radio de tiro.

No obstante, Cádiz era inexpugnable, al menos mientras se mantuviera el apoyo británico y la afluencia de suministros. Además, los británicos habían desplazado a Cádiz una brigada compuesta por regimientos ingleses, escoceses y portugueses al mando del general Stewart, significando así que se comprometían directamente con la defensa de la ciudad que se estaba convirtiendo en el emblema de la resistencia española contra Napoleón, como un año antes lo había sido Zaragoza y después Gerona.

El mando francés había solicitado ayuda naval para cerrar el bloqueo y conseguir la rendición de la plaza, pero Napoleón la denegó por miedo a que una segunda batalla de Trafalgar pusiera fin definitivo a la ya menguada armada francesa.