Capítulo XI

JOSÉ I Bonaparte estaba incómodo. Era el rey de España, pero su autoridad apenas quedaba limitada a Madrid. Su hermano el emperador era el verdadero dueño del reino que hasta mayo de 1808 rigieran los Borbones. Pese a que había estado feliz como rey de Nápoles, cuando su poderoso hermano lo nombró rey de España asumió su nuevo trono con la idea de desarrollar en ese nuevo país una tarea similar a la que había llevado a cabo en Nápoles, donde la mayoría de la población lo había aceptado con cierto agrado incluso.

Pero en España había sido muy distinto. Desde su llegada, los españoles lo habían rechazado, le habían asignado vicios que no tenía y lo habían tildado de borracho cuando en realidad era abstemio. José Bonaparte no comprendía a los españoles; no podía entender cómo podía ser posible que anhelaran la vuelta al trono de un individuo tan despreciable como Fernando VII, capaz de calumniar a su propia madre y de traicionar a su padre para hacerse con el trono.

No se sentía soberano de un verdadero reino, sino un títere al servicio de su hermano Napoleón, que lo utilizaba como le convenía en cada momento. José había querido ser el rey de los españoles, modernizar el país, dotarlo de una constitución avanzada que trajera a España los ideales de la Revolución, o lo que quedaba de ellos, que hiciera posible el progreso de las artes, las letras y las ciencias.

Por ello, y ante la imposibilidad de gobernar otras parcelas, José I estaba procurando un gran impulso a la cultura; quería dotar a Madrid de un gran museo en el Prado, en el que se mostraran las extraordinarias colecciones de pintura de la monarquía española, y fundar en cada capital de provincia, según la nueva forma de división territorial que se había aplicado al país, una escuela superior al estilo de los liceos fundados en Francia.

Sin embargo, sus ansias de ejercer como soberano efectivo se veían una y otra vez truncadas por las órdenes de Napoleón, cuya megalomanía iba en aumento; aquel verano de 1810 el emperador se anexionó Holanda y dispuso que Andalucía fuera administrada directamente por el mariscal Soult. Esa decisión era una verdadera bofetada directa al orgullo de José Bonaparte.

Para granjearse el afecto de los madrileños, José I siguió organizando y asistiendo a todo tipo de festejos que gustaban a los españoles. Sin duda, las corridas de toros eran el acto festivo más importante de cuantos se celebraban en las ciudades y pueblos de España. Al rey José no le agradaban, pero asistía a cuantas se celebraban en Madrid para demostrar a los españoles que quería compartir con ellos sus gustos.

Faria había sido conducido a Madrid, y ante sus súplicas para ser recibido por el rey José y así demostrarle su fidelidad, fue llevado a palacio. Previamente se había comprobado su identidad, se había preguntado al matrimonio que había dejado al cuidado del palacio y se le había permitido ir a su casa, donde se había vestido para la ocasión; en la bodega, bien oculto, seguía disponiendo de mucho dinero.

José I necesitaba el apoyo de todos los españoles que se lo ofrecieran, y cuando le dijeron que el conde de Castuera, un noble extremeño, quería rendirle pleitesía y jurarle fidelidad, el rey de España no dudó en recibirlo.

Faria entró en el Palacio Real vestido con un uniforme que se acababa de comprar en una sastrería de la calle de Alcalá. Se había colocado en el pecho una enorme medalla que identificaba a los combatientes en la batalla de Trafalgar, donde españoles y franceses habían luchado juntos contra los ingleses en octubre de 1805.

El rey se dirigió a Faria en español, y el conde de Castuera respondió a su saludo en francés.

—En español, señor conde, en español. Soy el rey de España —dijo José I con un acento nasal muy acusado.

—Por supuesto, majestad.

—Me han dicho que vuestro condado está en Extremadura.

—Así es. Heredé de mi padre la hacienda de Castuera, una propiedad muy extensa con campos de trigo y olivares. Era próspera antes de la guerra, pero creo que los ingleses la arrasaron en su retirada hacia Portugal el año pasado. Precisamente iba hacia allí cuando me apresaron esos bandidos, me robaron y me mantuvieron secuestrado.

Francisco de Faria contó en pocas palabras a José I las mismas mentiras que había relatado al teniente al que se entregó camino de Madrid.

—Lo que ahora importa es que ya estáis a salvo.

—Mi deseo es ofrecer mi fidelidad y lealtad a vuestra majestad. Esta guerra está desangrando nuestra patria y creo que vos sois el remedio a nuestros males. Yo luché en Trafalgar; entonces nuestras banderas combatían en el mismo bando, y creo que así deberían haber seguido luchando.

—Me confortan mucho vuestras palabras, conde, pero no todos los españoles piensan como vos.

—Sin duda porque no os conocen, majestad.

—Hago cuanto puedo para ganarme a los españoles; mañana mismo celebraremos una corrida de toros en la plaza Mayor, os invito a que me acompañéis en el palco —dijo José Bonaparte.

—Gracias majestad, será un honor.

—En ese caso, os espero en el palco real.

—Allí estaré.

* * *

Faria regresó a su casa. El matrimonio de criados que había contratado meses atrás para cuidar del palacio había cumplido bien su cometido. Además, la mujer era una excelente cocinera. Aquella noche pudo descansar tranquilo, tras haber cenado un buen cocido de carne y legumbres y un esponjoso pastel de pasas.

Al día siguiente se dirigió a la plaza Mayor. En la entrada al palco real, que estaba protegida por varios soldados franceses, se identificó. El teniente de la guardia comprobó la lista de invitados reales y certificó que entre ellos se encontraba el conde de Castuera. Lo dejó pasar, no sin antes pedirle permiso para cachearlo, por cuestiones de seguridad de su majestad el rey José, adujo el teniente.

El rey Intruso, como llamaban a José I los españoles, estaba en el palco rodeado de una docena de invitados. Todos tenían en las manos copas de cristal con vinos y licores, pero el monarca sólo bebía agua en un vaso que de vez en cuando un criado le acercaba tras enfriarlo con nieve que se conservaba en un barril de madera. Era pleno verano y las montañas de la sierra no tenían un solo copo de nieve, pero durante el invierno se habían llenado unos enormes depósitos subterráneos, llamados neveras, en los cuales se almacenaban capas de nieve entre recubrimientos de paja que la mantenían durante todo el año y se utilizaban en verano para enfriar las bebidas, conservar algunos pescados o elaborar sorbetes de frutas.

—¡Ah!, mi buen amigo el conde Castuera —dijo José I al ver a Faria—. Ya creía que no vendríais.

—Perdonad, majestad, pero creí que la corrida era algo más tarde —se excusó Faria.

En ese momento sonó una trompeta para anunciar que iba a comenzar el festejo.

—Sentaos a mi lado, conde —le propuso el rey.

Faria inclinó la cabeza y agradeció el honor que José I le concedía.

La plaza estaba llena de gente: todos los balcones, alquilados para la ocasión, lucían mantones que las mujeres habían colocado sobre las rejas. Hacía calor, pero los hombres iban elegantemente vestidos con chaquetas y casacas y las mujeres con peinetas, mantillas y mantones primorosamente bordados.

Toreaban buenos toreros, aunque faltaban los dos más grandes, Pedro Romero y Pepe-Hillo, los dos grandes rivales hasta que en 1801 Pepe-Hillo murió en la plaza de Madrid corneado por un toro en presencia de la reina María Luisa y de don Francisco de Goya, quien dibujó la cogida en tres láminas con las que luego realizaría sendos grabados. Por su parte, Pedro Romero se había retirado en 1806, y aunque su presencia era demandada por los espectadores que asistían a las corridas, Romero se había negado a torear para los franceses.

Lucía un espléndido sol mediada la tarde y las señoras se cubrían de sus rayos con vistosas sombrillas, algunas de ellas fabricadas en París. La corrida comenzó con varios toreros que saltaban con pértigas por encima de un enorme astado; los garrochistas burlaban al toro una y otra vez hasta que el animal, cansado de las burlas, mostró su mansedumbre y reculó para protegerse en las tablas. El director de la lidia, ante los abucheos de los espectadores, ordenó entonces que soltaran a la jauría de perros que se utilizaban para acicatear a los toros mansos. Media docena de podencos salieron sobre el albero y en cuanto divisaron al toro se lanzaron hacia él, acosándole con sus ladridos. El animal se arrimó todavía más a la barrera, mientras que los perros se envalentonaban y se acercaban peligrosamente a los cuernos del toro, que bajaba la cabeza hasta rozar el suelo con el hocico. De pronto, el astado se arrancó con fuerza y lanzó un derrote de izquierda a derecha que enganchó con el cuerno a uno de los canes por el vientre, lo ensartó y lo lanzó al aire con las tripas fuera. El olor a sangre del perro muerto excitó a los demás, que se lanzaron a morder al toro en las patas y a acosarlo por todas partes. La fiera hostigada se defendía lanzando derrotes en todas las direcciones, hasta que consiguió enganchar a otro de los cánidos. La cogida del segundo podenco alertó a los demás, que se retiraron sin dejar de ladrar a su enemigo.

Se abrió entonces uno de los portones de la plaza y los perros se retiraron prestos, a la vez que salía al albero un caballero portando una larga lanza. Al ver al equino y a su montura, el toro, que achuchado por los perros parecía enloquecido, se arrancó hacia caballo y caballero intentando cornearlos. La embestida fue de largo y el jinete pudo esquivar la primera acometida, haciendo girar al caballo hacia la izquierda, pero en una segunda ocasión el toro alcanzó el anca izquierda del jamelgo, quizá demasiado viejo y débil para realizar un segundo esfuerzo tan intenso, y le propició una contundente cornada. Herido en su pata trasera, el caballo trastabilló de manos y giró el cuerpo hacia la pata dañada, ofreciéndole el flanco al toro, que lo alcanzó de lleno en la barriga. El caballo se venció hacia su costado derecho, cayendo de lado y atrapando al jinete por la pierna derecha. El toro se cebó con el animal caído y le asestó una serie de violentas cornadas que abrieron unas enormes brechas en el vientre del caballo, por donde se desparramaron tripas, órganos, sangre y excrementos.

Los espectadores estaban acostumbrados a que los toros reventaran a algunos caballos durante las corridas, pues éstos salían a la arena sin ninguna protección, pero en la vorágine de sangre y polvo no se habían dado cuenta de que el jinete había quedado bajo el caballo apresado por la pierna. El pobre picador intentaba zafarse de aquella trampa y en su agitación el toro percibió el movimiento y fue a por él. Indefenso bajo su montura, recibió una cornada en pleno cuello que le seccionó la yugular, mientras los toreros intentaban en vano alejar al toro, que se había cebado con sus víctimas. Cuando lo lograron, caballo y caballero yacían inertes en medio de una gran mancha de barro oscuro.

José I se giró hacia Faria y le dijo:

—No me gustan las corridas de toros.

—Es la gran fiesta de esta nación —aseveró Faria.

—Por eso estoy aquí —añadió Bonaparte.

En la arena, mientras varios toreros despistaban al toro, unos operarios retiraron al caballo y al picador muertos.

—¿Os parece una fiesta demasiado sangrienta, majestad?

—Vos, conde, habéis combatido en Trafalgar y yo lo he hecho en varias batallas. En la de Ocaña hubo más de veinticinco mil muertos; los campos estaban cubiertos de tanta sangre que un secarral quedó convertido en un lodazal de barro rojo; ambos sabemos bien lo que es la sangre, no creo que una poca más nos altere.

Los toreros acabaron por rematar la faena y el maestro de la lidia liquidó al toro de una certera estocada.

Mientras dos mulillas lo arrastraban, dejando un reguero de sangre en la arena, Francisco de Faria se asombró al ver a dos mamelucos, los mercenarios egipcios enrolados en el ejército de Napoleón, vestidos de toreros sobre la arena.

—Majestad, ¿vais a dejar torear a esos mamelucos? —preguntó Faria.

—Sí. Me lo ha pedido el coronel de su regimiento. Quieren demostrar que los soldados del emperador también tienen el valor necesario para enfrentarse a un toro.

»Pero aprovechemos este momento de descanso para un brindis —José I se levantó y con él lo hicieron todos los asistentes al palco—. Mi hermano, el emperador, nos ha comunicado que su esposa la emperatriz María Luisa, mi augusta cuñada, está embarazada. Brindemos pues por esa gozosa noticia: el Imperio ya tiene un heredero.

En verdad que no había muchas más cosas por las que brindar en Madrid aquel verano de 1810. España estaba en guerra y algunas colonias americanas comenzaban a proclamar su independencia aprovechando la guerra en la metrópoli y la ausencia de un poder efectivo. Precisamente acababa de llegar a Madrid la noticia de que, a fines de mayo de ese mismo año, el general José San Martín se había rebelado en Río de la Plata y había proclamado la independencia de esa provincia del sur de América. A la vez, el indiano Simón Bolívar había encabezado una revuelta en la ciudad de Caracas y la había extendido por las posesiones españolas en la costa sur del mar Caribe. Y en México, la perla de las colonias, un cura visionario y radical pero culto e ilustrado, llamado Hidalgo, se había puesto al frente de los rebeldes contra España, había declarado abolida la esclavitud y había prometido devolver las tierras a sus legítimos propietarios, los indios. Media América española se había declarado independiente, y en la otra media no tardaría en cundir el ejemplo.

Y por si todo aquello fuera poco, ese año la cosecha, que ya se había recogido, había sido muy escasa. El trigo y el centeno recolectados no parecían suficientes como para cubrir la necesidades de pan de todo el año, de manera que los precios subieron mucho y las autoridades francesas comenzaron a requisar ovejas, cabras, vacas y cerdos con los que alimentar a sus soldados. Para el próximo invierno la hambruna se vislumbraba como inevitable.

En España las cosas iban de mal en peor; los franceses seguían combatiendo en el norte de Cataluña, donde la resistencia se había enconado mucho, y la guerrilla, unida a lo que quedaba del ejército regular español, había logrado algunos éxitos en la zona de Teruel, en el sur de Aragón, gracias a las acciones sorpresa llevadas a cabo por el mariscal Villacampa.

La corrida acabó entre aplausos y vítores. Cuatro toros habían sido lidiados y seis caballos habían caído muertos. El picador también había muerto pese a que los cirujanos habían intentado sin éxito detener la hemorragia y salvarle la vida. Los dos mamelucos se habían llevado unos buenos revolcones y uno de ellos se retiró con una profunda herida en la pierna.

Faria había logrado lo que se había propuesto, pues el rey ordenó a uno de sus ayudantes de cámara que lo incluyeran en el listado de invitados a todas las fiestas y recepciones reales.

* * *

Sevilla estaba a doce jornadas de camino de Madrid. Allí permanecía Cayetana, esperando en el convento de Santa Clara la llamada de Francisco. El conde de Castuera ardía en deseos de estar con su amante, pero en esos momentos era muy peligroso dar un paso en falso que lo pudiera delatar. Si no quería ser descubierto, debía comportarse con mucho cuidado y calibrar cada paso que daba a fin de no levantar ninguna sospecha sobre sus verdaderas intenciones.

En Madrid se movía con cuidado, y aunque visitaba al rey con frecuencia, procuraba salir muy poco de casa para evitar ser reconocido por alguien que lo pudiera delatar. Lo solía hacer por las tardes, solo, y recorría algunas tabernas de Madrid intentando mantenerse al corriente de cómo se encontraban los ánimos de los madrileños. Para su desesperación, la mayoría del pueblo madrileño parecía haber aceptado el dominio francés, si no con agrado, al menos con resignación. Procuró introducirse en los círculos que conocía de sus anteriores estancias en la capital, pero no logró dar con ninguna organización clandestina que luchara, o lo intentara, contra la ocupación francesa.

Por lo que había oído decir, sabía que el pintor Francisco de Goya estaba en la capital, en su casa de la Puerta del Sol. El maestro, a quien por orden del general Palafox escoltara casi dos años atrás de Madrid a Zaragoza para que dibujara los destrozos causados por los franceses en el primer asedio, pintaba ahora retratos de mariscales y generales franceses.

Conocía a don Francisco, el pintor de Fuendetodos, y no le cupo duda de que su actitud hacia los franceses se debía al natural instinto de supervivencia, y no a un deseo de colaborar con los invasores.

Decidió ir a visitarlo a su casa de la Puerta del Sol.

Ante el criado que le abrió la puerta se anunció como un viejo amigo de don Francisco, de Zaragoza. El criado insistió en que le diera su nombre y Faria se limitó a decir que lo anunciara como el conde de Castuera.

Goya lo recibió enseguida. El maestro estaba serio y su rostro parecía más torvo que de costumbre. Hacía año y medio que no lo veía, pero lo recordaba más joven, por lo que pensó que la guerra había causado mella en él. Su sordera era ya casi absoluta.

—Gracias por recibirme, y os ruego, maestro, que me perdonéis por no haber avisado de mi intención con el tiempo debido.

—No importa, don Francisco. Siempre sois bienvenido a esta casa. Pero perdonad que me sienta intrigado por vuestra presencia en Madrid, la última vez que os vi estabais a las órdenes de Palafox ocupado en la defensa de Zaragoza, y ahora os encuentro aquí, caminando libremente por una ciudad ocupada por los franceses. ¿Acaso os habéis cambiado de bando?

Faria no sabía por dónde salir. Conocía a Goya y lo consideraba un hombre serio, pero dudaba si no se habría convertido en uno de tantos partidarios de José I, de modo que no podía revelarle su secreto; por otro lado, supuso que tal vez Goya creyera que Faria era un espía al servicio de los franceses, o quizás un agente doble. La cuestión es que en esos momentos pensó que había sido un error acudir a visitar a Francisco de Goya.

—Bueno —se excusó—, en realidad he venido a proponeos un encargo. Si recordáis, hace ya un tiempo que os sugerí la posibilidad de que me hicierais un retrato para colgarlo encima de la chimenea de la gran sala de mi casa solariega de Castuera, pero ahora he pensado que ese retrato estaría mejor en el salón de mi palacete de Madrid; lo vería más gente.

—Mentís mal, joven Faria, muy mal.

Goya llevaba una levita y sobre la mesa estaba su chistera, de modo que Faria dedujo que estaba a punto de salir de casa.

—No, maestro, es cierto, ya os lo dije en otra ocasión.

—Acompañadme.

Goya condujo a Faria a su estudio. Encima de unas mesas había decenas de dibujos a carbón, la mayoría eran bocetos de cuerpos semidesnudos y horriblemente mutilados, de soldados con rostros y rictus feroces, figuras monstruosas, como salidas de una pesadilla, y mujeres aterradas.

—Son estupendos, maestro, como siempre.

—Son la guerra, Faria, la guerra. Mirad, no sé si sois un agente de Bonaparte o un espía de Fernando VII, y, además, me importa un comino, y tampoco sé a qué habéis venido a mi casa, pero creedme si os digo que lo único que me interesa es el final de esta maldita guerra. ¿Veis? —Goya cogió un dibujo en el que dos hombres colgaban de un árbol leñoso. Estaban completamente desnudos; uno tenía las manos atadas a las espalda y los pies enlazados con una cuerda y estaba sujeto al tronco por los brazos, el otro estaba descabezado y sin brazos; su tronco colgaba boca abajo de las corvas, la cabeza estaba clavada en una de las ramas y los brazos colgaban de esa misma rama atados por las muñecas—. Esto no es producto de mi imaginación; esa misma escena la vieron mis ojos camino de Madrid. Me dijeron que eran dos guerrilleros que habían sido capturados en una refriega cerca de Guadalajara. Cuando los vi ya llevaban allí algunos días; a ambos les faltaban los ojos, se los habían comido los cuervos. ¿Y este otro? Es un ahorcado; su cuerpo colgaba de un árbol como un pelele de trapo. Un oficial francés lo contemplaba como quien observa desatento una nube o un pájaro. Tenía los pantalones bajados y estaban llenos de heces, sus propias heces. No, Faria, no son estupendos, son la guerra con todas sus miserias.

»Como bien recordaréis, pues vos mismo me escoltasteis hasta Zaragoza, el general Palafox me encargó una serie de estampas para que se pudiera ver la crueldad de los franceses ante Zaragoza. Quería presentar al mundo una ciudad mártir, con edificios derrumbados y trincheras abiertas, pero llena de héroes triunfantes ante el tirano. Pero la verdad de la guerra es ésta: hombres asesinados, mujeres violadas, huérfanos hambrientos… Y así la voy a reflejar en una serie de grabados; ya tengo preparadas ocho planchas. Ya no me interesan las banderas, Faria, ni las patrias, sólo los hombres y sus sufrimientos, sólo eso.

En un rincón del estudio había un caballete y sobre él un cuadro al óleo sin acabar con la figura de un general que Faria identificó con un mariscal francés por los entorchados, el uniforme y las condecoraciones.

—Ellos son los responsables de esta guerra, don Francisco —dijo Faria señalando el cuadro del mariscal.

—Todos lo somos un poco —se excusó Goya—. Siento que nos hayamos vuelto a ver en estas penosas circunstancias para nuestra nación —añadió.

—Yo también, don Francisco, yo también.

Faria hizo ademán de marcharse pero Goya se adelantó y lo sujetó por un brazo.

—No soy un traidor —asentó el maestro.

—Lo sé.

—Tengo que seguir viviendo.

—Como todos, don Francisco, como todos. Y además, usted tiene que pintar esos horrores para que nunca se olviden. Y si me permite, debo retirarme, el rey celebra un concierto esta noche en el Teatro Real para festejar el embarazo de su cuñada. Parece que Napoleón pronto tendrá su ansiado heredero.

Al recoger su sombrero, Faria echó un vistazo a un libro que había encima de una mesa; eran Poemas cristianos de Olavide.