Capítulo X

A finales de marzo de 1810 Faria y Morales embarcaron en una fragata inglesa que recorría regularmente el trayecto entre Lisboa y Cádiz, transportando alimentos y municiones a los gaditanos. La intención de Faria era organizar la resistencia de las guerrillas en pleno corazón del dominio francés en la Península. Su misión consistía en dotar a las partidas de guerrilleros de una organización militar y un código de disciplina, y sobre todo en establecer un plan de intervenciones militares coordinadas, de modo que cada partida de guerrilleros estuviera en contacto con las más próximas para ayudarse mutuamente y para organizar los ataques a los franceses de manera que fueran lo más eficaces y contundentes posibles.

Castaños le había firmado una carta dirigida al comandante británico en Portugal, con el cual debía entrevistarse Faria. Ya en Lisboa, esperó varios días hasta ser recibido por el ministro de Guerra portugués. Los franceses habían detenido por unos días las operaciones militares en la Península, quizá para celebrar la boda del emperador con la archiduquesa María Luisa de Austria. Con ella, y la alianza o al menos la no hostilidad entre esas dos naciones, Inglaterra recibía un duro golpe diplomático. Los británicos habían confiado en que una guerra entre Austria y Francia mantendría a buena parte de los efectivos franceses ocupados en el centro de Europa, y así la Península quedaría más desprotegida, pero con aquella boda y el final de las hostilidades, Wellington estimaba que Napoleón en persona vendría a dirigir la guerra en España.

No fue así; Napoleón nombró al mariscal Masséna, uno de los generales más prestigiosos de Europa, comandante en jefe de los ejércitos imperiales en la Península. Wellington comentó a los oficiales de su Estado Mayor que Masséna era, después del propio Napoleón, el militar más preparado del ejército francés.

Los planes de Masséna parecían claros; su objetivo era echar a los ingleses de Portugal, ocupar Lisboa y cortar así las bases de suministros que desde allí abastecían a Cádiz y a Gibraltar. Si caía Portugal, Inglaterra tendría serias dificultades para mantener su línea de abastecimiento a través del Estrecho, de modo que su presencia en el Mediterráneo quedaría muy comprometida.

Una vez escuchados en Lisboa, Faria y Morales fueron enviados a España; su misión era ahora mucho más importante, pues debían organizar una ofensiva permanente de los guerrilleros en la retaguardia de los franceses, de modo que el ejército francés para la invasión de Portugal, cuyo ataque se preveía inminente, no tuviera las espaldas cubiertas.

Faria y Morales entraron en España a través de la sierra de la Estrella y enseguida se pusieron en contacto con las partidas de guerrilleros que actuaban en la región de Salamanca y Ávila. Una a una fueron organizando a las guerrillas, transmitiéndoles las órdenes dictadas por el Consejo de Regencia desde Cádiz, en las cuales se indicaba que todas las tropas españolas en conflicto quedaban sometidas a la disciplina y régimen militares, fuera cual fuera su composición y su campo de acción.

Durante varias semanas recorrieron las montañas de Somosierra y organizaron a varias partidas que luchaban contra los franceses sin otro objetivo que robarles algunos caballos, bagajes e impedimenta.

En una cueva en Somosierra, adonde llegaron a finales de mayo, convocaron una reunión de los principales cabecillas de las partidas guerrilleras de Castilla. Faria transmitió las instrucciones emanadas del Consejo de Regencia y conminó a los jefes guerrilleros a no cejar en sus ataques a los franceses. Al final de la reunión, Faria les alentó dándoles la esperanza de alcanzar el triunfo final si resistían lo suficiente.

—No estoy seguro del patriotismo de esos hombres; creo que luchan por su interés y no por el de la patria —le confesó Faria a Morales aquella noche, mientras comían un poco de queso, pan y embutido seco.

Acabada la reunión, los cabecillas de las partidas se habían dispersado aprovechando la caída de la tarde, mientras Faria y Morales habían decidido pasar la noche ocultos en la sierra. Al día siguiente se encaminarían a Madrid.

El coronel había pensado en regresar a la capital para intentar organizar un núcleo de resistencia clandestino y a la vez enterarse de la situación en la corte del rey José I. El hermano de Napoleón estaba muy enojado; desde que fuera nombrado rey de España por el emperador había tratado de comportarse como tal, y se había acercado a los españoles nombrando a algunos de ellos para puestos importantes de su administración, pero carecía de control efectivo sobre la fuerza militar. El ejército estaba dirigido por Napoleón, quien otorgó plenos poderes militares a sus mariscales y generales en la mitad norte de España y en Andalucía, en detrimento de la autoridad de José I.

En verdad, la autoridad de José I estaba muy reducida, pues eran los mariscales quienes realmente gobernaban las regiones de España bajo su control. En contra de las intenciones de José I, los mariscales habían instaurado en todas las regiones españolas a su mando un verdadero gobierno del terror; las requisas de bienes, las expropiaciones disfrazadas de impuestos, la represión política y social, las violaciones de mujeres, los saqueos indiscriminados, las ejecuciones sumarias y sin juicio previo, la injusticia y la brutalidad eran acciones habituales, de modo que el odio de los españoles hacia los franceses no cesaba de ir en aumento, pese a los esfuerzos de José Bonaparte por intentar congraciarse con el pueblo español.

Los franceses habían sometido las zonas controladas por ellos a un verdadero régimen de opresión. Como quiera que su presencia más importante radicaba en las ciudades, todos los aspectos de la vida cotidiana en ellas fueron regulados; así, se impusieron rígidas normas para todo: los coches no podían circular deprisa, no podían detenerse a conversar grupos de más de tres personas en las calles y plazas, era necesario un salvoconducto firmado por una autoridad militar francesa para salir de una ciudad, los perros no podían vagar por las calles, que debían ser limpiadas con regularidad, y en los carnavales se prohibió el uso de máscaras. La vigilancia era constante por parte de patrullas de soldados, que una y otra vez recorrían las calles armados con fusiles y sables.

Los franceses controlaban la mayoría de las ciudades, pero no podían llegar a todos y cada uno de los miles de pueblos de España, de modo que las guerrillas encontraban en el campo su refugio y su lugar de acción. Los mariscales franceses comenzaban a desesperar por este tipo de guerra, al cual se veían incapaces de hacer frente con eficacia. Sólo en la represión brutal e indiscriminada encontraban respuesta a las acciones guerrilleras, hasta tal punto que el mariscal Soult, jefe de los ejércitos franceses en Andalucía, promulgó en Sevilla un decreto por el cual amenazaba con ejecutar a los habitantes de los pueblos que no opusieran resistencia a las guerrillas.

Faria había sido puesto al corriente de la situación, y por ello decidió ir a Madrid. Los cabecillas guerrilleros le habían explicado las enormes dificultades que había para entrar o salir de la capital, y el peligro que corría si lo intentaba, pero Faria les dijo que tenía que acudir a Madrid como fuera, pues la información que podía obtener sería crucial para el futuro de la guerra.

—¿Cómo entraremos en Madrid, coronel? —le preguntó el sargento Morales.

—Usted se quedará aquí, Isidro; iré yo solo.

—No puedo dejarlo…

—Es una orden, sargento. Si caigo, usted proseguirá nuestra misión. Además, si voy solo tengo alguna posibilidad de engañar a los franceses. Cuando Cayetana y yo nos encontramos con usted en la sierra, veníamos de Madrid. Yo poseo allí casa y las autoridades francesas me consideran un noble afrancesado que está dispuesto a ser fiel al rey José a cambio de no perder su hacienda. Me dirigiré hacia Madrid y me presentaré ante la primera patrulla francesa que me tope en el camino. Diré que regresaba de un viaje a mi hacienda en Castuera y que unos guerrilleros me asaltaron y me robaron; es probable que me crean.

»En cuanto a usted, permanezca en la serranía y continúe con nuestro plan. Si todo va bien, nos encontraremos aquí mismo el último domingo de agosto. Y si yo no regresara o fuera apresado, entonces vuelva a Cádiz.

Morales frunció el ceño.

—No me gusta dejarlo así —dijo el sargento.

—Sé cuidarme. Además, yo solo no despertaré sospechas. ¿Qué pensarían los franceses si nos ven aparecer a los dos camino de Madrid? ¿Qué pensaría usted en su lugar?

—Tal vez tenga razón, coronel.

A la mañana siguiente los dos militares se despidieron. Morales se marchó hacia el norte para seguir combatiendo en la guerrilla y Faria emprendió a pie el camino hacia Madrid. Desde la zona de la sierra donde se encontraban hasta la capital había más de una jornada andando, de modo que el coronel decidió buscar la carretera de Madrid a Segovia y avanzar por ella hasta que se topara con una patrulla francesa.

Los franceses le dieron el alto cerca de Colmenar. Un teniente de caballería que mandaba un pelotón de unos veinte hombres se quedó extrañado al ver a un caminante solitario, sin equipaje, dirigiéndose a Madrid sin otra ropa que un pantalón ajado y una camisa medio rota.

—¿Hablas mi idioma? —le preguntó el teniente en francés.

—Sí, sí, gracias al cielo que lo encuentro, teniente —respondió Faria.

—¿Quién eres?

—Me llamo Francisco de Faria y soy conde de Castuera; vivo en Madrid, en mi propia casa. Soy fiel y leal al rey José y al emperador. Salí de Madrid hace unos meses para ir a mi hacienda en Extremadura y unos malvados bandoleros me apresaron en el camino. Me robaron cuanto llevaba y me tuvieron secuestrado hasta ayer, que me soltaron en estas montañas.

—Esos bandidos suelen matar a sus víctimas —adujo el teniente.

—Yo les prometí que les daría dinero si me soltaban. Mi hacienda en Castuera es próspera y extensa, y genera muchas rentas.

—Esos asesinos no tienen palabra. ¿Qué les has prometido para que te dejaran vivir?

—Ya se lo he dicho, teniente, les prometí mucho dinero si me soltaban vivo. Los convencí diciéndoles que muerto no valdría nada para ellos, pero que si me permitían vivir podría recompensarles.

—¿Cómo puedo saber que eres quien dices?

—Lléveme a Madrid, teniente, allá lo podrá comprobar. Le repito que soy conde y fiel vasallo de don José.

El teniente se pasó la mano por la barbilla y se atusó un fino y largo bigote.

—De acuerdo. Pero si no es cierto lo que me has contado, yo mismo te rebanaré el cuello.

—Es cierto, teniente, por la santísima Virgen de Guadalupe que cuanto le he dicho es la verdad.