Capítulo IX

LAS fortificaciones estuvieron listas en pocos días. La ciudad de Cádiz está situada sobre una península rocosa unida al continente por una estrecha lengua de tierra. Si se controla el mar, su posición es prácticamente inexpugnable. Los españoles dominaban Cádiz y la isla de León, una zona estratégica al otro lado de la bahía. Los franceses colocaron sus baterías frente a la ciudad y, ante la negativa de rendición de los gaditanos, se inició el bombardeo.

Siguiendo una táctica ya empleada en Zaragoza, las bombas de la artillería francesa comenzaron a caer sobre Cádiz. Dada la imposibilidad de conquistar la plaza mediante un ataque directo o de rendirla por asedio, pues a través del puerto los británicos suministraban todo lo necesario, el mando francés optó por castigar a la población con un incesante bombardeo. Todos los días las baterías francesas lanzaban sus proyectiles sobre Cádiz y la isla de León, en cuya iglesia se habían reunido los diputados encargados de redactar una constitución.

Los miembros del Consejo de Regencia sabían que mantener la defensa de Cádiz era la única esperanza de los españoles para recuperar su independencia, y transmitieron a sus tropas y a los vecinos un único mensaje: resistir.

Una copla se convirtió pronto en la cantinela que repetían los gaditanos cuando el ánimo parecía decaer:

Con las bombas que tiran los fanfarrones,

se hacen las gaditanas tirabuzones.

El asedio se intensificó en el mes de marzo de 1810. Una tarde varios navíos españoles escoltados por otros británicos estaban arribando al puerto cargados de suministros. El cielo estaba muy encapotado y amenazaba lluvia. Cuando las naves enfilaban la entrada a la bahía, se desencadenó una feroz tormenta que arrastró a varios barcos españoles hacia la zona de costa que controlaban las baterías francesas.

Faria y Morales estaban destacados en un malecón ubicado en la zona urbana que da a la bahía. Habían acudido allí para encargarse de la intendencia y dirigir la descarga de municiones que traía una de las fragatas. Al desencadenarse el temporal, una lluvia intensa y racheada comenzó a empaparlos, a la vez que el viento arrastraba a los barcos lejos del puerto.

—Mire, coronel, el viento está empujando a nuestros navíos hacia las posiciones francesas.

—Maldita sea, van directos a ellas.

Los vientos arreciaron hasta alcanzar una fuerza tal que varios navíos se hicieron ingobernables. La mayoría perdieron las velas, varios zozobraron y sus tripulaciones se lanzaron al agua.

De repente, las baterías francesas de ese lado de la costa comenzaron a disparar a los navíos desarbolados y a algunos botes donde se habían embarcado los náufragos.

—¡Hijos de puta! Están disparando a los náufragos, coronel —avisó Morales.

Y así era; los franceses habían comenzado a descargar tandas de cañonazos sobre las naves a la deriva y sobre los botes de salvamento que acababan de ser arrojados al agua para que los náufragos pudieran alcanzar la costa.

Faria no lo podía creer; desde el malecón del puerto gaditano contemplaba en medio de la tormenta la masacre que se estaba desarrollando delante de sus ojos sin que pudiera hacer nada. La tempestad arreció y los navíos fueron engullidos por las olas, algunos de ellos envueltos en llamas provocadas por la artillería francesa. Muy pocos marineros consiguieron llegar a la costa vivos.

—Esta guerra va a ser muy sangrienta. Cada acción no hace sino despertar más odio y más inquina en cada uno de nosotros. Yo creí que lo ocurrido en Zaragoza no volvería a repetirse jamás, pero los seres humanos somos capaces de lo peor.

»Sargento, ordene a los conductores de las carretas que quiten las lonas y se dispongan a cargar a los heridos; aquí ya no tenemos municiones que recoger. Y usted quédese aquí conmigo, tal vez podamos rescatar a algún superviviente, aunque me temo que lo único que traerán a la orilla esas aguas serán cadáveres.

Faria se arrebujó en su capote y escrutó la superficie de las olas embravecidas; dos botes con una docena de hombres cada uno trataban de llegar hasta el puerto, luchando desesperadamente contra el oleaje y los vientos. Uno de ellos fue alcanzado en el costado por una ola y volcó; el mar se tragó a todos sus tripulantes. El otro pudo bogar hasta cerca del malecón, pero las olas golpeaban con fuerza las rocas y el desembarco parecía imposible.

El coronel les gritaba desde la orilla, indicándoles que se acercaran a una distancia suficiente como para poder largarles un cabo. El ulular del viento y el rompimiento de las olas en las rocas hacía imposible que lo oyeran, pero al menos veían sus gestos y lo comprendieron. En un esfuerzo supremo, los marineros del bote consiguieron colocarse muy cerca, pero una ola enorme levantó la barca como si fuera una cuartilla de papel, la agitó en lo alto de la cresta y la lanzó contra las rocas provocando un enorme estrépito. Los ocupantes fueron volteados como marionetas rotas y arrojados sobre el muelle.

Morales aulló como un lobo herido y corrió hacia el lugar donde habían caído los marineros. Seis estaban muy malheridos, dos no podían siquiera moverse y tres habían muerto. Los colocaron sobre las carretas y los condujeron a uno de los hospitales que se habían habilitado para atender a los heridos.

—Cogería a esos franceses por el gaznate y los estrangularía uno a uno —dijo Morales ebrio de ira.

—Ya llegará ese momento; ahora regresemos a nuestro acuartelamiento. Habrá que racionar la munición; hasta dentro de quince días no recibiremos otro cargamento.

* * *

Faria estaba en su pequeña cámara del cuartel de intendencia leyendo un libro de poemas de Manuel José Quintana. Los bombardeos franceses sobre la isla de León no cesaban, pero no podían impedir que los suministros británicos mantuvieran bien abastecidos a los gaditanos. El principal problema era el hacinamiento, pues la ya de por sí densa población habitual de Cádiz y de la isla de León, de unos cien mil habitantes, se había duplicado en los últimos dos meses.

Un par de golpes en la puerta le hicieron levantar los ojos del libro.

—Adelante —gritó.

—Coronel, acaba de llegar un mensajero con una carta del Consejo de Regencia. Es muy urgente —le anunció el sargento Morales.

—Gracias, sargento.

El conde de Castuera abrió la carta sellada y leyó su contenido. El general Castaños le ordenaba que se presentara enseguida en la sede de la presidencia del Consejo de Regencia.

—¿Es importante, señor?

—Creo que pronto nos iremos de Cádiz.

El general Castaños estaba esperando a Faria en compañía del almirante Antonio de Escaño, vocal del Consejo. Faria entró en el despacho, se cuadró ante sus superiores y los saludó marcialmente.

—Siéntese, coronel —le invitó el general Castaños—. Creo que ya conoce al almirante Escaño.

—Sí, señor.

—Siempre es un honor saludar a uno de los héroes de Trafalgar —dijo el almirante Escaño.

—Gracias, almirante, pero sólo cumplimos con nuestro deber.

—Vayamos al grano, Faria. Le hemos hecho venir porque en el Consejo hemos decidido que las partidas de guerrilleros deben seguir combatiendo, pero han de hacerlo bajo un mando único y con la mayor coordinación posible. Hemos de lograr que su eficacia sea máxima, y para ello hemos nombrado a don José Joaquín Durán como mando político. Es un oficial que ya está retirado del ejército, de manera que él dirigirá la coordinación de todas las partidas pero el mando militar estará bajo su responsabilidad.

—¿Bajo la mía? —demandó Faria.

—Sí, coronel. El Consejo de Regencia ha decidido que ejerza usted el mando militar de todas las partidas de guerrilleros, a las órdenes directas de don José Joaquín. Esta misma tarde deberá reunirse con él y establecer un plan que deberán presentar el viernes a este Consejo.

—Mi general, el viernes es pasado mañana —alegó Faria.

—La guerra no puede esperar. El viernes a mediodía necesitaremos ese plan. Mi ayudante lo acompañará ahora ante Durán. Puede retirarse.

Faria se levantó, saludó a Castaños y a Escaño y salió del despacho.

* * *

Durante dos días, rodeados de planos y mapas de España y de sus principales ciudades, Durán y Faria trabajaron intensamente para ultimar el plan que les había pedido el Consejo de Regencia. Convinieron en que la única posibilidad de que tuviera éxito era que el mismo Faria saliera de Cádiz y se encargara de establecer contacto con las partidas ya organizadas, y de darles las órdenes necesarias para poner en práctica acciones comunes y coordinadas.

Con la mayoría del ejército regular español concentrado en Cádiz y con algunos regimientos dispersos por comarcas españolas todavía no controladas por los franceses, los guerrilleros eran la verdadera preocupación del ejército francés. Dirigidas por individuos de extracción muy diversa, desde curas hasta comerciantes, las partidas de guerrilleros acosaban a las tropas francesas en todas partes, lanzando ataques sorpresa en desfiladeros, pasos de montaña, zonas boscosas o vados de ríos.

Los mandos franceses no sabían cómo combatir a estos guerrilleros. En los últimos meses habían llevado a cabo una feroz represión contra los que eran capturados o incluso contra sus familias. Habitualmente, los guerrilleros apresados eran fusilados en el campo, sin juicio previo, a pesar de que eran considerados por las autoridades francesas como delincuentes y no como combatientes. En otras ocasiones eran conducidos a la ciudad más próxima bajo control francés y allí eran ahorcados en la plaza pública, a la vista de todos, como método de escarmiento general para la población. No había faltado la represión contra los familiares de los guerrilleros. Cuando uno de ellos era identificado, sus padres o hermanos solían sufrir las consecuencias de la venganza de los franceses.

La lucha por ambas partes se había convertido en una verdadera carnicería en la que se trataba de hacer cada vez más daño y provocar más dolor al enemigo, intentando amedrentarlo con torturas horribles.

Se decía que algunos soldados franceses capturados por la guerrilla habían sido colocados bocabajo, atados en una cruz aspada y asados a fuego lento; otros habían sido medio enterrados en el suelo y les habían lanzado piedras hasta matarlos; otros habían sido desollados o heridos con cuchillos y dagas hasta que se habían desangrado como cerdos en la matacía.

Las atrocidades cometidas por los soldados franceses no iban a la zaga. Algunos pueblos habían sido asaltados con extrema virulencia, y sus habitantes sometidos a torturas para son sacarles el lugar donde escondían sus riquezas, o para extraer información de las guaridas de los guerrilleros. En algunos pueblos decenas de hombres habían sido masacrados y sus cadáveres, o incluso algunos de ellos todavía vivos, habían sido colgados de los árboles, a veces incluso desmembrados.

El mismo Faria había visto en un pueblo cerca de Madrid varios cadáveres de campesinos colgados de un árbol deshojado; la mayoría tenían cortados a tajos brazos y piernas, y no pocos tenían el pene y los testículos mutilados; los franceses se los habían colocado en la boca.

Pero sin duda, las peor libradas eran la mujeres. Los franceses pero también los ingleses, los portugueses y los propios españoles violaban a las mujeres que sorprendían indefensas; lo habitual tras la entrada de un regimiento o de una partida de guerrilleros en un pueblo era que los hombres fueran apresados y torturados, y algunos ejecutados, y las mujeres violadas, sin importar su edad o su condición.

Una de las presas que solían preferir los franceses eran los conventos y los monasterios, debido a su indefensión y a las riquezas que se suponía que atesoraban. Centenares de conventos fueron saqueados y, si se trataba de cenobios femeninos, sus monjas solían ser violadas por la soldadesca. Los generales franceses no hacía nada para impedir aquella ignominia, a pesar de que Napoleón, escandalizado por las noticias que le llegaban acerca del comportamiento de algunas de sus tropas en España, dictó una orden para que sus soldados se comportaran como militares de honor y no como bandoleros. Aquella orden jamás se cumplió, y los generales siguieron permitiendo a sus hombres todo tipo de abusos, violaciones y saqueos.

Durán y Faria presentaron a los miembros del Consejo de Regencia el plan de coordinación de las guerrillas, a pesar del escaso tiempo que les habían otorgado.

—Señores —comenzó a exponer Durán en una de las salas del Consejo—, hemos llegado a la conclusión de que la mejor manera de lograr una coordinación de las partidas de guerrilleros es que este Consejo dicte unas normas comunes para que las cumplan todos; un borrador con esas normas está contenido en este memorial. Desde luego, todas las tropas en armas deben someterse a la disciplina militar, sea cual sea su formación, su procedencia o su grado.

Durán entregó unas cuartillas al general Castaños.

—¿Cómo van a operar? —preguntó el presidente del Consejo.

—El coronel Faria se encargará de contactar con los principales cabecillas de las partidas de guerrilleros. Hemos elaborado una lista con los más importantes; en ella consta su nombre, su apodo, sus datos personales, su extracción, la zona geográfica donde actúa y el número de hombres que dirige cada uno de ellos —Durán mostró la lista a los miembros—. Hemos estimado que en toda España hay luchando unos treinta y cinco mil guerrilleros, pero deberíamos doblar esa cifra en los próximos meses.

—Mi misión, si ustedes la aprueban —intervino ahora Faria—, consistirá en entrar en contacto con esos cabecillas, transmitirles las instrucciones del Consejo y darles las órdenes contenidas en el memorial.

—Creo que han hecho un buen trabajo, pero antes de dar nuestra aprobación debemos estudiar este informe. Preséntense aquí el lunes a esta misma hora —terció Castaños—. Y usted, Faria, aproveche estos dos días para descansar, es probable que le haga falta.

El permiso concedido a Faria era inútil. No podía salir de Cádiz, ni hacer nada fuera de lo habitual. Fue entonces cuando de nuevo echó de menos a Cayetana, que se había quedado en Sevilla en el convento de monjas de Santa Clara. Rezó para que no hubiera sido asaltado por la soldadesca francesa o por la chusma española y para que Cayetana se encontrara bien, y se dedicó aquellos dos días a leer los Ensayos poéticos de Juan Bautista Arriaza y La inocencia pedida, un extenso poema de Félix José Reinoso. No era un gran lector de poesía; prefería la historia, y en particular las crónicas que narraban los hechos de los grandes conquistadores, quizá porque siendo un niño su padre le leyera algunas páginas de las gloriosas hazañas de Hernán Cortés o de Francisco Pizarro, pero en aquellos momentos de sangre y lágrimas encontraba en la lectura de poesía la única manera de olvidar, siquiera por unas horas, la brutalidad de la guerra.

* * *

Castaños comunicó a Faria y a Durán que su plan había sido aprobado sin apenas retoques.

—Coronel, prepárese para zarpar esta misma semana. El miércoles llegarán varias fragatas británicas. Una de ellas le llevará hasta Lisboa. Allí se entrevistará con el mando inglés; debemos coordinar con los británicos y los portugueses nuestras acciones militares —le ordenó Castaños a Faria.

—Señor, si me permite… —dijo Faria.

—Diga, coronel.

—Los ingleses están destruyendo nuestras instalaciones industriales a propósito. Lo vimos el sargento Morales, al cual necesitaré en mi misión, y yo mismo en el norte de Extremadura. Es una táctica preconcebida, señor. Destruyen nuestros telares con la excusa de la guerra, arrumban nuestros batanes y dejan tras ellos la tierra quemada. No sé si realmente son nuestros aliados o nuestros enemigos, mi general.

—Lo sabemos, Faria, lo sabemos. Inglaterra ya está preparándose para después de la guerra. Sus comerciantes saben que cuando todo esto acabe habrá que reconstruir media Europa, y habrá que fabricar paños y telas, y fundir hierro y latón, y ellos tendrán sus fábricas y fundiciones en marcha y las nuestras y las francesas estarán arrumbadas. Todo eso lo sabemos, coronel, pero no tenemos otra opción que aliarnos con ellos. Si Inglaterra nos retirara su apoyo logístico y sus suministros, Cádiz caería en un mes y España perdería cualquier esperanza de seguir luchando por su independencia.

»Una parte de su trabajo consistirá en que los británicos proporcionen a la guerrilla armas y municiones, y en que mantengan las líneas de suministro abiertas desde Portugal.

—Señor, los ingleses no nos ayudan para vencer a Napoleón, sino para sustituirlo en su loca idea de dominio del mundo.

—Son nuestros aliados, y como tales los hemos de tratar, coronel.

—No lo eran en Trafalgar.

—Yo tampoco olvido aquellas heridas, pero están cicatrizadas. Ahora tenemos abiertas otras, mucho más profundas, y éstas pueden provocar nuestra muerte como nación. Si el remedio es Inglaterra, bienvenido sea.