Capítulo VIII

A mediados de enero de 1810 Faria y Morales habían organizado varias partidas de guerrilleros que operaban desde la sierra de Gredos hasta la de Guadarrama. Habían logrado tejer una red de informadores en los pueblos de la serranía y conocían con detalle los movimientos de los franceses.

La táctica de la guerrilla se había impuesto en toda la Península. Desde los Pirineos hasta Sierra Morena, los españoles combatían a los franceses de una manera a la que los imperiales no estaban acostumbrados. Los nombres de los jefes de algunas de esas partidas comenzaban a ser bien conocidos en toda España, y se estaban convirtiendo en los verdaderos grandes héroes de la lucha por la independencia. Nombres como Francisco Espoz y Mina, Juan Marín Díaz el Empecinado, Julián Sánchez el Charro, Francisco Abad Moreno Chaleco o Antonio Jáuregui Pastor eran ya muy populares, y eran muchos los jóvenes patriotas que se sumaban a los guerrilleros para emular las aventuras que se contaban de estos guerrilleros.

Algunos bandoleros y criminales continuaron con sus fechorías y robos, pero ahora se disfrazaron de guerrilleros. En ocasiones era difícil distinguir entre un patriota que luchaba contra el francés y un bandido disfrazado de tal, pues fueron muchos los delincuentes que se aprovecharon de la situación para seguir cometiendo delitos impunemente, alegando en cada fechoría que la cometían en nombre de la libertad y la independencia de España.

Ante la ausencia de un gobierno efectivo, la Junta Central había actuado como verdadero gobierno de España, pero algunos generales no la creían lo suficientemente legitimada como para encabezar la resistencia contra Francia, de modo que ante la ofensiva francesa los miembros de esa Junta decidieron que era necesario organizar una asamblea de diputados que representara la soberanía popular y el gobierno de la nación. Los diputados deberían ser elegidos por los varones españoles mayores de veinticinco años, excluyendo del cuerpo electoral a los reos, criados y quebrados; habría veintiséis puestos para los representantes de las colonias en América y Filipinas, que por razones de operatividad se designarían entre los residentes en España, y en caso de que no se pudieran elegir diputados en las zonas controladas por el ejército francés, se nombrarían suplentes.

La Junta perdió su autoridad ante las críticas de políticos y generales. Se decidió entonces disolver la Junta de Defensa y crear un Consejo de Regencia formado por cinco miembros que presidiría el general Castaños. Faria se enteró de esta nueva situación cerca de Guadalajara, a cuyas montañas se había dirigido a finales de enero para organizar allí la guerrilla.

Entre tanto, el vizconde de Wellington estaba acumulando hombres y material de guerra en los alrededores de Lisboa, donde se estaba fortificando ante la amenaza de una inminente ofensiva francesa; por su parte, el ejército imperial avanzó hacia el sur. A fines de enero José I atravesó al frente de cien mil soldados el paso de Despeñaperros y entró en Andalucía. Los miembros de la disuelta Junta de Defensa huyeron a Cádiz, donde se estableció la sede del Consejo de Regencia. Una de sus primeras decisiones fue convocar Cortes Generales en las que los diputados decidieran el futuro gobierno de España.

Ante la huida, algunos abogaron por defender Sevilla a ultranza, convirtiéndola en una nueva Zaragoza o en otra Gerona, pero esa idea fue rechazada. Cádiz era mucho más segura debido a su emplazamiento en una península, y con la ayuda de los ingleses y sus suministros desde el mar, la ciudad podría aguantar un asedio por mucho tiempo.

Ante la irrupción del ejército francés en Andalucía, una tras otra, todas las ciudades fueron cayendo en poder del rey José, mientras los miembros de la antigua Junta de Defensa, algunos políticos, los diputados y algunos nobles se refugiaron en Cádiz, donde confluyó lo poco que quedaba en el sur del ejército regular español, dirigido por el conde de Alburquerque.

—Nos vamos a Cádiz —le dijo Faria a Morales—. Allá se van a reunir las Cortes, y debemos informar de cuanto ha pasado y convencer a los políticos para que apoyen las guerrillas. ¿Quién puede hacerse cargo de nuestra partida?

—El Patillas —contestó Morales.

—Es un hombre muy violento.

—Es el único que tiene autoridad sobre estos hombres.

—De acuerdo, pero no sé si ésa es la mejor solución. Nosotros iremos a Cádiz desde Portugal. Los caminos del sur ya están bloqueados por los franceses, de modo que entraremos en Portugal por la sierra de la Estrella y luego continuaremos hasta Lisboa; no creo que sea difícil encontrar un barco que nos lleve a Cádiz. Si el nuevo Consejo de Regencia ha decidido que ésa sea la ciudad donde se celebran las Cortes es porque los ingleses le han asegurado que la abastecerán en caso de un asedio francés, que seguro que se producirá.

Y así lo hicieron. Faria y Morales dieron instrucciones a su partida, dejaron a su mando al Patillas y se dirigieron por las sierras del Sistema Central hacia Portugal, desde donde esperaban poder navegar hasta Cádiz.

* * *

José I estaba eufórico. Quizá por primera vez desde que su hermano el emperador le concediera la corona del reino de España, se sentía como legítimo soberano de los españoles. Desde que entrara en Andalucía había sido recibido con enormes muestras de júbilo en todas las ciudades. La sumisión de toda esa extensa región había sido tan fácil y rápida que el día 5 de febrero la vanguardia del ejército francés había llegado hasta Cádiz, y allí habían solicitado la rendición de la ciudad, la única que quedaba fuera del control de José I en todo el sur de España.

El ejército español se había atrincherado en Cádiz y en la isla de León hacía apenas dos semanas, esperando allí la acometida de los franceses. Desde luego, los miembros del Consejo de Regencia sabían que las ciudades andaluzas no iban a resistir heroicamente la invasión, pero lo que no esperaban es que en la inmensa mayoría de ellas José I fuera recibido y aclamado como el legítimo soberano.

El hermano de Napoleón se había paseado por las principales ciudades andaluzas entre vítores y aclamaciones tan calurosos como jamás se había visto dedicar a rey alguno. En Écija, en Jerez, en Ronda, en Granada, en Jaén, en todas partes la nobleza andaluza se había presentado al rey vistiendo sus mejores galas y luciendo sus joyas y condecoraciones, prometiéndole fidelidad como soberano legítimo de los españoles. En algunos casos, los nobles se habían arrodillado y besado la mano del monarca en un acto de devoción más propio de una iglesia que de una ceremonia civil.

Y no sólo la nobleza había recibido con semejante efusividad al rey; el pueblo llano lo había ensalzado y alabado con estruendosos gritos y vivas. Muchos artesanos y comerciantes habían besado a su caballo, le habían llamado «salvador» y no habían cesado de aclamarlo. Las mujeres se mostraban las más eufóricas y algunas se arrojaban casi histéricas a sus pies. En todas partes le agasajaron con valiosos regalos. Por las noches, después de cenas de gala donde se servían los mejores manjares de cada tierra, los concejos de las ciudades donde pernoctaba el rey José y su séquito despedían la jornada con un castillo de fuegos artificiales como jamás nadie había visto.

Como si de un acto de magia se tratara, el mismo día de la llegada de José I a una ciudad ésta amanecía completamente empapelada con carteles y pasquines de alabanza al soberano Bonaparte, y de rechazo e injurias a los anteriores reyes de España, especialmente duras con Carlos IV y con su hijo Fernando VII.

Semejantes muestras de adulación sorprendieron a José I y a los generales franceses que lo acompañaban, que asistían atónitos a una recepción tras otra, cada una más zalamera y más exagerada que la anterior. Era la primera vez que José Bonaparte oía en España la expresión «¡Viva el rey!» dirigida a su persona.

Faria y Morales desembarcaron en el puerto de Cádiz a mediados de febrero de 1810. Habían logrado llegar a Lisboa y allí se habían embarcado en una fragata de la armada británica que aprovisionaba periódicamente a los refugiados en Cádiz de alimentos y municiones. Desde la victoria en Trafalgar, la superioridad de la flota británica era tal que sus navíos no encontraban la menor oposición, de modo que podían navegar con completa seguridad y suministrar a los gaditanos cuanto necesitaban.

En cuanto desembarcaron, Faria se dirigió a la sede del Consejo de Regencia. Como coronel de la guardia de corps se le encomendó de inmediato la misión de organizar las líneas de defensa en la isla de León. Faria había aprendido del coronel Sangenís los métodos de defensa pasiva que éste ingeniero había puesto en marcha en la construcción de defensas en los muros de Zaragoza, y sugirió algunos cambios a los ingenieros militares que dirigían las obras de fortificación.

* * *

—Siéntese, coronel —le indicó el general Castaños, presidente del Consejo de Regencia, que recibió a Faria un par de días después de su llegada a Cádiz.

—Gracias, mi general.

—Me ha informado mi ayudante de que ha conseguido crear varios grupos de guerrilleros en las sierras del norte de Madrid.

—Así es. Con ayuda de mi asistente, el sargento Morales, hemos organizado veinte partidas con veinte hombres cada una de ellas, que operan en todo el Sistema Central. Antes de dirigirnos hacia Cádiz, di órdenes a los comandantes de varias de esas partidas para que continuaran con su tarea de acosar sin descanso a los franceses y en todos los frentes que les fuera posible. Por lo que sabemos, hay grupos organizados en todas las regiones, algunos muy eficaces. Los franceses no esperaban una respuesta de este tipo.

—Sí, parece que está siendo un éxito, y lo necesitábamos después de los fracasos en el campo de batalla. Saber que hay paisanos que resisten el dominio francés ha subido mucho la moral de nuestras tropas, o de lo que queda de ellas.

—¿Tan mal está la situación, señor? —preguntó Faria.

—Mucho peor de lo que pueda creer, coronel. En estos momentos apenas controlamos Cádiz y la isla de León. Este minúsculo rincón de la Península es todo lo que queda de una España independiente, y sólo está defendida por el batallón de los Voluntarios de Cádiz, tan ufanos que les preocupa más el corte de sus uniformes que el estado de sus fusiles, y el ejército de Extremadura que dirigió hasta aquí el conde de Alburquerque. El resto del país está bajo la dominación de los Bonaparte. Cádiz es la esperanza de toda España, y mientras dispongamos de los suministros de los británicos podremos resistir cuanto sea necesario; sin el dominio del mar, y no lo tienen, los franceses jamás podrán ocupar Cádiz.

»Pero no lo he recibido para eso. Usted es pariente de don Manuel Godoy, y aunque él ha caído en desgracia, usted puede ayudarnos mucho.

—Usted dirá, señor.

—El rey Intruso, ya sabe, José Bonaparte, y su hermano Napoleón quieren aplicar a la gobernación de España la constitución que aprobaron en Bayona. En esa constitución España se divide administrativamente en provincias, treinta y ocho exactamente, y el gobierno se basa en una monarquía constitucional que gobierna según los criterios de igualdad, manteniendo la religión católica como la única de todos los españoles. Pues bien, esa estrategia política le ha dado un buen resultado. No sé si ya le han informado, pero el Intruso ha sido aclamado en todas las ciudades andaluzas en las que ha entrado en las últimas semanas. Nos hemos enterado de que en Sevilla ha sido recibido con tal entusiasmo como jamás lo fue ningún otro monarca.

»Agentes españoles afrancesados, partidarios de un tipo de gobierno como el que se refleja en la constitución de Bayona, han alentado al pueblo y le han prometido acabar con los abusos de los poderosos y defender la igualdad de todos ante la ley. Han prometido educación para todos y más derechos.

—Esas ideas proceden de su revolución.

—Por supuesto, pero han calado en muchos ámbitos de nuestra nación. Hay muchos maestros, profesores e intelectuales que ven con muy buenos ojos esas ideas. Pues bien, hemos decidido contraatacar a esas medidas políticas de los franceses con sus mismas armas. La nación española la gobierna ahora el Consejo de Regencia; lo formamos don Pedro de Quevedo, obispo de Orense, don Francisco de Saavedra, consejero de Estado, el almirante don Antonio de Escaño, don Miguel de Mendizábal, un mexicano que representa a todas las colonias españolas, y yo mismo.

—Eso quiere decir que van a proponer una constitución, según he oído decir.

—En efecto, coronel. Hemos convocado aquí en Cádiz a los diputados para que se reúnan en Cortes Generales y elaboren una constitución para los españoles. Será nuestra respuesta a la táctica política de los franceses. Nunca se ha hecho nada parecido en España y sabemos que chocará con muchas dificultades y no pocas trabas, pero es la única manera de salir del atolladero político y jurídico en el que nos encontramos metidos. Legalmente, y ruego que no salga de aquí esto que voy a decirle, José Bonaparte es el rey de España, pues en Bayona don Fernando VII le transmitió sus derechos dinásticos a Napoleón, y éste lo hizo a su hermano José. Pues bien, la única manera de acabar con esta situación es proclamar una constitución que declare solemnemente que la soberanía nacional radica en el pueblo español a través de sus representantes, y que son éstos los que deciden quién ha de ser su rey. Las demás normas ya saldrán por sí solas.

—Eso cambia muchas cosas en este país.

—Lo cambia todo, Faria, lo cambia todo. Y para ello necesitamos de hombres como usted. Su valor en Trafalgar y Zaragoza no ha pasado desapercibido; su hoja de servicios es realmente brillante, y además es usted de condición nobiliaria. Si queremos que la nueva constitución ilusione a los españoles y les ofrezca un rayo de esperanza, debemos ir todos unidos.

—El plan es excelente, mi general, pero Napoleón tiene la fuerza…

—Por el momento, aunque como ser humano ya está mostrando los primeros síntomas de debilidad. Imagino que ya sabrá que el Senado francés le ha concedido el divorcio de su esposa Josefina.

—Sí, me informaron de ello hace unos días.

—La razón es que anhela tener un hijo, y como con Josefina no lo conseguía, ha pedido la mano de la princesa María Luisa, la hija del emperador Francisco de Austria.

—Pero eso es peor si cabe, mi general; una alianza de Francia con Austria sellada con una boda significa que España no podrá resistir la presión de los franceses —supuso Faria.

—Desde el Consejo de Regencia no lo vemos así. Mire, coronel, Napoleón le ha retirado a su hermano José la autoridad efectiva sobre Aragón y Cataluña, que ha decidido incorporar directamente al Imperio, y su boda con una princesa echa por tierra toda su propaganda de igualdad; además, ya tiene un hijo con una polaca llamada María Waleska, un hijo bastardo.

—Muchos reyes los han tenido, y los siguen teniendo; no creo que eso vaya en su contra.

—Tal vez no, pero con este tipo de actitudes, Napoleón se ha sumido en un verdadero cúmulo de contradicciones: dice defender los valores republicanos de la Revolución pero se corona emperador, proclama la igualdad de todos los seres humanos pero se divorcia de su esposa para casarse con una princesa, plantea para los españoles una constitución católica pero él incumple y se burla de los sacramentos. Ahí es donde debemos golpear para denunciar las contradicciones y mentiras de Napoleón.

»Por otra parte, le imagino sabedor del paradero del general Palafox.

—Sí, me enteré en Zaragoza; me dijeron que está preso e incomunicado en Francia.

—En efecto, pero no sabemos dónde. Nuestros espías nos dijeron que estaban preparando un calabozo para él en el castillo de Vincennes, pero no lo hemos podido corroborar.

—Defendió con gran valor Zaragoza…

—Pero a costa de cincuenta mil muertos.

—Sé que no se lleva bien con él, pero yo estuve a su servicio y puedo asegurarle que siempre se portó como un buen patriota y su actitud fue la de un digno militar.

—No lo dudo, coronel, no lo dudo. Bien, vuelva a su trabajo en la defensa de la isla de León, pero protéjase, le necesitaremos pronto.

—¿Para alguna misión concreta, general?

—Sí. El Estado Mayor quiere encargarle que organice partidas de guerrilleros en Andalucía, como ha hecho en las sierras de Castilla, pero eso será dentro de unas semanas. Ahora debemos centrar todo nuestro esfuerzo en convertir a la isla de León y a Cádiz en una fortaleza inexpugnable. Ustedes a punto estuvieron de lograrlo en Zaragoza; ahora lo conseguiremos aquí.