Capítulo VII

LA partida de Morales se dirigía hacia Talavera de la Reina. Wellesley había planeado atacar Madrid desde el sur y había dado instrucciones para coordinar el ataque junto a varias divisiones del ejército español del sur, que había atravesado Sierra Morena y avanzaba por los llanos de La Mancha al encuentro de los ingleses.

El centro de España estaba arrasado; muchos pueblos habían sido saqueados por los soldados franceses y por todas partes se veían edificios quemados y arrumbados. En una aldea abandonada se encontraron con una escena abominable. En la plaza del pueblo, colgando de las ramas deshojadas de una olma, pendían varios cadáveres. Estaban desnudos y muchos de ellos fragmentados en pedazos. El espectáculo era macabro. Cuervos, urracas, buitres y otras aves carroñeras se habían dado un festín, pues la mayoría de los cadáveres había perdido las partes más blandas del cuerpo y lo que quedaba estaba asaeteado a picotazos. El olor era nauseabundo y un sinfín de moscas e insectos se agrupaba en torno de los cadáveres putrefactos.

—¡Dios santo! —exclamó Morales.

—Sargento, ordene a sus hombres que descuelguen esos cuerpos. Les daremos sepultura.

—Por su aspecto, deben de llevar ahí colgados varios días. Esto ha sido obra de los franceses, esos malditos gabachos.

—Es posible, sargento, pero ¿quién le asegura que los que cuelgan de ahí no son soldados franceses? —alegó Faria— no hay una sola mujer entre ellos.

—Se trata de cadáveres de españoles, mi coronel; un cristiano jamás haría eso. Han sido los malditos revolucionarios sin Dios, a los que se ha de llevar el diablo.

—Enterremos a esta gente, quienquiera que sea, y sigamos adelante.

Los cadáveres desmembrados fueron enterrados en una fosa común, en el exterior de la cabecera de la pequeña iglesia del pueblo. Mientras se procedía a la inhumación, Faria volvió a comprobar que los muertos, en lo que pudo reconocer por su lamentable estado de conservación, eran todos hombres y aparentaban una edad comprendida entre los veinte y los cuarenta años. Parecían soldados, pero no había una sola señal que los identificara como franceses o españoles.

La Junta Central de Defensa de España, ubicada en Sevilla desde diciembre de 1808, había ordenado a las tropas que acudieran en ayuda de Wellesley, y que se pusieran a sus órdenes.

* * *

El 23 de julio la partida de Faria y Morales se encontró con el ejército español entre las ciudades de Toledo y Talavera de la Reina. Wellesley mandaba un grupo de combatientes entre los que destacaban varios regimientos de highlanders escoceses, que eran reconocidos como los más temibles soldados del ejército británico, pero también había irlandeses, galeses, ingleses, gallegos, portugueses, daneses y, por supuesto, españoles. El ejército español lo mandaba el general Cuesta, pero tenía instrucciones precisas de la Junta de Defensa de ceder el mando supremo a Wellesley. Ambos debían confluir en Talavera para atacar juntos a los franceses.

Faria fue destinado enseguida al mando de un regimiento de fusileros integrado por voluntarios de Extremadura y de Andalucía oriental, cuya preparación era bastante deficiente. Cayetana fue obligada a retirarse a Toledo, donde debería permanecer en un convento de monjas, alejada del campo de batalla. No le hizo ninguna gracia a la joven separarse de Francisco, pero los generales españoles no le dieron otra opción.

El día 26 de julio llegó la noticia de que un gran ejército francés comandado por el mismísimo José Bonaparte y el mariscal Jourdan había salido de Madrid y se dirigía al encuentro contra Wellesley y Cuesta. La batalla era inminente.

El día 27, al despuntar el alba, la artillería francesa comenzó un incesante bombardeo sobre las posiciones hispanobritánicas, que sufrieron graves pérdidas.

Wellesley, temeroso de la superioridad artillera de los franceses, ordenó a varios regimientos de lanceros que cargaran por las alas para intentar silenciar aquellos cañones; tras la caballería, las brigadas de infantería avanzaron por terreno abierto, siendo duramente castigadas por los artilleros franceses.

Mediada la tarde, la lucha era feroz y encarnizada; se combatía en varios frentes, en una batalla de desgaste y escaramuzas en la que las bajas por ambos bandos eran enormes. Al caer la noche no había un vencedor claro, y ninguno de los dos ejércitos había dado muestras de debilidad.

En el segundo día la pelea se reanudó con más vigor si cabe. Una y otra vez las cargas de la caballería aliada fueron frenadas por las baterías francesas, mientras las dos infanterías se batían en un cruento cuerpo a cuerpo. Ninguna de las dos partes tenía intención de ceder, y cayó la segunda noche con ambos ejércitos anclados férreamente en sus respectivas posiciones.

Al anochecer cesaron de nuevo las hostilidades y se hizo un recuento de muertos. Las bajas de ambos contendientes eran enormes, y los hospitales de campaña estaban a rebosar de heridos y mutilados.

Faria, a quien Morales acompañaba como ayudante, estaba exhausto. Había pasado las dos jornadas de la batalla intentando romper la línea de la infantería francesa para llegar hasta las baterías, pero no lo había conseguido.

—Si mañana nos atacan, nos arrollarán —le confesó a Morales.

—Ellos también llevan lo suyo, coronel —dijo Faria.

—Espero que así sea, porque en caso contrario estamos perdidos.

El tercer amanecer en Talavera fue bien distinto a los dos anteriores. Los cañones franceses no atronaron y las tropas hispanobritánicas se mantuvieron en sus posiciones. Ninguno de los generales dio a sus hombres la orden de atacar.

Mediada la mañana, tras una tensa espera y como si se hubieran puesto de acuerdo, los dos ejércitos se retiraron del campo de batalla.

Faria ordenó a los oficiales a su mando que hicieran recuento de bajas. El resultado fue terrible; más de la mitad de los soldados del regimiento había caído y estaba muerta y uno de cada tres supervivientes tenía tales heridas que había quedado inútil para el combate. En el bando francés la situación no era muy diferente. Los dos ejércitos eran como dos gigantes heridos y destrozados, incapaces de poder dar el golpe de gracia al adversario. Ambos se retiraron a lamerse sus heridas y procurar recuperarse enseguida de semejante hecatombe.

El regimiento de Faria se dirigió a Toledo; de sus más de quinientos soldados que habían participado en la batalla de Talavera, sólo doscientos estaban en condiciones de seguir combatiendo.

Faria comprendió que ni siquiera con la ayuda de los británicos podrían derrotar a los franceses. No podían con los mariscales del Imperio, pero si las cosas se ponían feas para los imperiales, siempre les quedaría el recurso de reclamar la presencia de Napoleón, que como estratega se consideraba prácticamente invencible.

Se dirigió entonces a su superior, el general Cuesta, y le propuso el plan que había rechazado Blake en Alcañiz.

—Mi general, mi propuesta es sencilla. Debemos estimular, dirigir y activar cuantas partidas de civiles armados podamos organizar. La experiencia de estos últimos meses nos ha demostrado que es la única manera de derrotar al ejército imperial. En toda España se han organizado de forma espontánea grupos de civiles que combaten contra los franceses y luego regresan a sus casas.

—Usted es todavía muy joven, Faria, no tiene suficiente experiencia.

—Combatí hace casi cuatro años en Trafalgar, he luchado en las trincheras de Zaragoza soportando los bombardeos de los franceses durante meses, he visto morir a miles de hombres en Alcañiz, María, Belchite y Talavera… Y créame, mi general, que si nos embarcamos en una guerra convencional tenemos todas las de perder. Hable con los políticos de la Junta de Defensa y propóngales lo que le digo. Cada español ha de ser un soldado, y para ello debemos combatir en todos los terrenos. Si hostigamos continuamente a los franceses, acabarán por ceder. No hay ejército en el mundo capaz de soportar durante mucho tiempo un acoso así.

Cuesta le prometió a Faria que haría algo al respecto.

Entre tanto, los franceses colocaron nuevos contingentes en la Península. A pesar de las bajas en todos los frentes de Europa, Francia parecía disponer de un vivero inagotable de jóvenes. Pero no era así; aquel año Napoleón tuvo que recurrir a los reclutas de diecinueve años, que fueron incorporados a filas. Las fuerzas francesas en la Península se elevaron hasta los trescientos mil soldados.

Wellesley había regresado a Portugal, dejando a los españoles abandonados a su suerte. En su retirada, las tropas británicas causaron tantos estragos o más que las francesas entre la población civil, pues durante el repliegue robaron, saquearon y violaron cuanto pudieron. Un enorme recelo y un profundo resentimiento se abrió entre españoles y británicos.

Mientras, José I y el mariscal Jourdan reorganizaron sus efectivos, reforzados con los nuevos reclutas llegados de Francia. En el norte, Gerona seguía resistiendo, pero los franceses lanzaron una gran ofensiva hacia el sur con el objetivo de recuperar el territorio perdido en el mes de junio ante el avance de Wellesley desde Portugal. El Gobierno británico concedió a Wellesley el título de vizconde de Wellington.

La petición de Faria de apoyar las acciones de partidas de guerra fue aceptada al fin por la Junta Suprema de Defensa, y se autorizó a las Juntas locales a ayudar e incentivar este tipo de acciones. En la guerra total, las acciones de aquellas partidas fueron denominadas la guerra pequeña, es decir, la guerrilla, y sus combatientes, guerrilleros.

El ejemplo de las partidas de guerrilleros de Cataluña, Aragón y Castilla cundió pronto, y durante el verano fueron surgiendo por todo el país. La respuesta de los franceses a aquella nueva táctica para la que no estaban preparados fue cruelísima: cualquier varón español sospechoso de colaborar con la guerrilla era fusilado sin juicio previo.

Faria solicitó, y lo obtuvo con el apoyo del general Cuesta, permiso de la Junta de Defensa para organizar varias cuadrillas de guerrilleros. El objetivo era crear decenas de grupos armados que hostigaran sin cesar y en toda ocasión a los franceses. Deberían ser como lobos: contundentes y rápidos en el ataque, golpear, herir, matar y huir deprisa. La eficacia de la guerrilla debía basarse en esas acciones, pero además en el conocimiento del terreno. Cada puerto de montaña, cada desfiladero, cada recodo del camino debían ser trampas mortales para los soldados franceses.

Frente al auge de la guerrilla, el ejército regular se debilitaba día a día. Con Wellington retirado en Portugal, las tropas españolas no podían detener la ofensiva del ejército francés.

Francisco le dijo a Cayetana que se marchara de Toledo y que se dirigiera a Sevilla; allí debería ir al convento de Santa Clara, presentarse como la prometida del conde de Faria y permanecer allí hasta que pudieran volver a encontrarse. Con el dinero que le había entregado antes de salir de Madrid tenía suficiente para vivir una larga temporada en el convento, y además las monjas la acogerían con agrado porque los Faria hacían un donativo anual a ese convento desde hacía más de siglo y medio. Le dijo que, si todo acababa bien y él no podía ir a buscarla antes, se dirigiera a Madrid, a su palacete, y que allí se encontrarían al acabar la guerra. Para mantenerse en contacto le explicó que se dirigiera a los gobiernos militares españoles y que dejara allí alguna nota dirigida a él, y tal vez la pudiera recibir con algún correo militar. Se despidieron con un largo beso. Por su parte, Francisco le escribiría al convento, aunque la previno de que, según cómo discurriera la guerra, no sería fácil hacer llegar el correo. Al despedirse, Cayetana le dijo a Francisco que le gustaría marcharse lejos, donde pudiera olvidar la guerra y empezar con él una nueva vida, tal vez en los Estados Unidos de América, donde se estaba construyendo una joven nación.

Faria y Morales salieron de Toledo hacia las serranías del noroeste de Madrid con la misión de la Junta de Defensa de coordinar la acción de las partidas de guerrilleros ya existentes y de crear tantas cuantas pudieran.

* * *

A fines de noviembre de 1809, el estado de las tropas regulares españolas era tan lamentable que parecía que su derrota final iba a ser cuestión de unos pocos meses, semanas incluso.

Entre tanto, Faria había logrado contactar con varias partidas de guerrilleros y había creado otras para operar en las sierras que separan Castilla la Nueva de Castilla la Vieja. En total habían logrado establecer veinte grupos armados para realizar continuas acciones armadas y de sabotaje. Estos grupos eran una heterogénea amalgama de estudiantes en busca de acción, de curas que odiaban a los revolucionarios franceses, de labradores empobrecidos por las requisas del ejército francés y de delincuentes y bandidos que proseguían en la guerrilla el mismo tipo de vida que habían llevado antes de la guerra. La mayoría no combatía por patriotismo, sino por salir de la miseria y el hambre.

En los últimos días de noviembre de 1809, cerca de la localidad del Barco de Ávila, se enteraron del desastre de Ocaña, donde el ejército español dirigido por Areizaga había sido aplastado por el francés mandado por José I; aquello, supuso el conde de Castuera, significaba el final del ejército regular español, y probablemente la caída inmediata de Andalucía en manos de los franceses.

El invierno empezaba a echarse encima; las primeras nieves ya habían cubierto de blanco las cumbres de las sierras, y los caminos de las montañas serían impracticables en un par de semanas.

Al abrigo de una ventisca, refugiados en una cueva en la sierra de Gredos, Faria, Morales y la partida que en esos momentos encabezaba el conde de Castuera comían un rancho de patatas, chorizo y cebollas. Hacía tres días que en un paso de la sierra habían atacado en una emboscada a un destacamento de soldados franceses que transportaban pólvora hacia Madrid. Habían logrado acabar con dos carretas y liquidar a una docena de imperiales, pero en la refriega habían perdido cinco hombres.

—Nos están empujando hacia el mar. En unos días estarán en Sierra Morena y Andalucía caerá, como ya lo han hecho Aragón, Cataluña y Castilla. Y cuando caiga Andalucía, toda España será parte del imperio de Napoleón —lamentó Morales.

—Tal vez eso no sea tan malo —dijo Faria.

—Mi coronel, perderemos nuestra independencia.

—Pero tal vez ganemos nuestra libertad, Isidro.

—Es lo mismo.

—No, no lo crea, sargento. España fue una nación independiente con los grandes monarcas de la dinastía de Austria, Carlos I y Felipe II, pero no era una nación libre.

—No entiendo de historia ni de política, mi coronel, pero sé que tengo que luchar para que en las torres de mi patria no ondee la bandera tricolor francesa.

—Tiene razón, sargento, pero habrá que estar preparados por si al final de esta guerra no nos queda otro remedio que ser súbditos de Bonaparte.

—Jamás ocurrirá eso.

—Nunca diga jamás a casi nada. Hace dos mil años los romanos conquistaron esta tierra, después de dos siglos de guerras tan cruentas o más que ésta; los vencidos se sometieron a Roma y prosperaron más que si hubieran permanecido independientes. En mi tierra extremeña todavía cruzamos ríos sobre puentes que ellos construyeron, regamos nuestros campos con sus acequias y bebemos agua que traen sus acueductos. Durante quinientos años nuestros antepasados fueron romanos, ¿quién le asegura que dentro de otros quinientos nuestros descendientes no estén orgullosos de pertenecer a un gran imperio que se extienda desde Cádiz hasta Dinamarca?

—Yo jamás obedeceré a un rey extranjero —asentó Morales.

—¿Sabe, sargento, que el emperador Carlos no pisó España hasta los dieciséis años de edad y que cuando desembarcó en nuestras costas no sabía hablar español?, ¿sabe que la dinastía de don Fernando VII, la de Borbón, es una dinastía francesa impuesta por la fuerza y las armas de un rey francés llamado Luis XIV?, ¿sabe que Carlos III fue rey de Nápoles antes de serlo de España?, ¿sabe que nuestro «deseado» don Fernando VII es tataranieto de un rey de Francia?…

Morales estaba abrumado.

—Yo soy español, coronel, un soldado español, y defiendo a España de un ataque extranjero; lo que hagan los políticos no me incumbe.

—Claro que le incumbe; no puede evitarlo.

En la cueva que habían encontrado como refugio estaban a resguardo. La boca era amplia pero estaba oculta tras una densa vegetación, y desde sus inmediaciones se divisaba un amplio territorio, de modo que con apenas dos vigías se podía detectar a distancia la llegada de cualquier posible enemigo. Cuando hacían fuego para cocinar los alimentos tenían algún cuidado, pues el humo que salía de la cueva podía delatarlos, por lo que empleaban siempre leña muy seca y dejaban que se apagara por sí sola, consumiéndose lentamente para evitar así la emisión de humos visibles.

Dos de los guerrilleros, disfrazados de buhoneros, recorrían los pueblos de la sierra y procuraban alimentos y municiones a la partida de guerrilleros de Faria y Morales, integrada fundamentalmente por los hombres con que Morales había estado antes de su encuentro con Faria.

Pasaron las Navidades del año 1809 en la cueva de la sierra de Gredos, bien pertrechados de alimentos y leña. En los primeros días de enero y aprovechando que había dejado de nevar, los dos buhoneros regresaron a la cueva con las noticias que corrían por todas las ciudades.

Gerona había caído al fin en poder de los franceses tras dos asedios, como le ocurriera a Zaragoza. Se decía que habían muerto más de quince mil soldados españoles pero que también los franceses se habían llevado lo suyo y que el general Álvarez de Castro, su defensor, había muerto torturado por los franceses.

Pero lo más comentado en los círculos aristocráticos y en las tertulias de los palacios y de los cafés era el divorcio de Napoleón de su esposa, la emperatriz Josefina. Se aseguraba que el emperador le había escrito una carta de despedida en la que le confesaba que la seguía amando pero que en la política su corazón debía estar supeditado al interés de Francia. Se rumoreaba que en realidad el divorcio estaba motivado por los caprichos de Josefina, que en un solo año se había comprado más de quinientos pares de zapatos y gastado más de tres mil quinientos francos en colorete para las mejillas. Claro que nadie en España estaba en condiciones de comprobar si todos aquellos rumores eran ciertos, pero éstos eran los chascarrillos que corrían por los salones.

Más importantes eran las noticias que llegaban de América. En el último año, y siguiendo el ejemplo que las trece colonias británicas habían puesto en marcha con el apoyo de Francia y España treinta años antes, había prendido en las colonias españolas la mecha de la lucha por la independencia. En algunas ciudades americanas, como Santiago de Chile y Buenos Aires, ilustrados, militares y comerciantes estaban porfiando por lograr independizarse de España.

Aprovechando la enorme debilidad de la metrópoli, carente de gobierno efectivo y sumida en una guerra total, algunos indianos descendientes de españoles lanzaban proclamas para conseguir la ruptura de la dependencia política con respecto a España. Los movimientos independentistas no eran todavía demasiado numerosos, pero amenazaban con extenderse a todas las colonias.

Faria se cubrió con un capote y salió al exterior de la cueva. La mañana era fría y luminosa, y el cielo estaba teñido de un azul intensísimo. Tras él salió el sargento Morales, que con su permiso se sentó a su lado.

—Tenga cuidado con el reflejo del sol en la nieve, coronel, ha dejado ciegos a algunos hombres.

—No se preocupe, sargento, mi mirada está puesta en el horizonte, y allá lejos no hay nieve.

—¿Esto es el fin, verdad?

—¿Lo dice por las noticias de las colonias?

—Claro. Ocupados en la guerra en España, será fácil para esas colonias proclamar su independencia.

—Creo que sí. ¿No le parece todo esto una enorme contradicción?

—¿A qué se refiere, señor? —se extrañó Morales.

—A que los españoles hemos luchado al lado de los americanos de las colonias británicas para que lograran su independencia del rey de Inglaterra, y ahora asistimos a la misma reivindicación por nuestras colonias. Desde aquí negamos la independencia a los americanos, pero luchamos por la nuestra contra los franceses, y eso nos parece tan justo que estamos dando la vida por ello. ¿No le resulta paradójico?

—Existe una diferencia notable, mi coronel. A los españoles nos asiste sobre las colonias americanas el derecho de conquista, y tenemos la obligación de defender su posesión; los franceses no tienen ningún derecho sobre España.

—A veces el derecho emana de la fuerza. Al menos eso debieron de pensar conquistadores como Cortés o Pizarro, que sometieron a los indios creyendo que tenían derecho a hacerlo.

—Esos indios eran unos salvajes, no eran cristianos.

—En mi biblioteca de Castuera, si es que queda algo de ella, tengo libros que cuentan la historia de la conquista de América; no en vano muchos de los conquistadores eran extremeños, y puedo asegurarle que ese derecho que usted alega no estaba tan claro; incluso clérigos católicos lo pusieron en entredicho.

—Yo apenas sé de esa cosas, coronel, pero América es nuestra y España no es de los franceses. Eso sí que lo sé —asentó Morales.