Capítulo VI

JOSÉ Bonaparte, rey de España, estaba empeñado en conseguir la aceptación de sus nuevos súbditos mediante la modernización del país. Por el momento había derribado algunas chabolas, donde se hacinaban ciudadanos madrileños que vivían en condiciones infrahumanas, con la promesa de construir en aquellos solares nuevos edificios. Para ganarse el cariño de los madrileños, asistía a todas las corridas de toros y en el menú de palacio siempre predominaban los platos españoles, tales como cordero guisado a la castellana o arroz a la valenciana. Seguía leyendo a los clásicos franceses como Corneille, cuya obra Le Cid consultaba con frecuencia, pero se jactaba ante los españoles de ser un admirador de la literatura de Cervantes y de Calderón. Contrató a un grupo de ingenieros y arquitectos y les encargó un gran plan urbanístico para embellecer Madrid con parques y jardines, con la promesa de que serían para uso y recreo de todo el mundo.

A principios de junio de 1809 eran ya alrededor de doscientos cincuenta mil los soldados franceses en España, y seguían llegando nuevos contingentes. Napoleón había dividido a sus tropas en la Península en ocho cuerpos de ejército, además de la reserva de la caballería. Cada cuerpo de ejército lo dirigía un mariscal, entre los que se encontraban algunos tan prestigiosos como Victor, Ney o Junot; la caballería estaba al mando del mariscal Bessières.

Por su parte, lo que quedaba del ejército español apenas podía sumar cien mil contingentes, si bien menos preparados y peor entrenados que los franceses. La esperanza de una victoria española en la guerra era cada vez más lejana, aunque todavía quedaba un atisbo que se cifraba en la situación internacional. Desde luego, si existía alguna posibilidad de vencer, ésta tenía que venir de fuera, a través de la ayuda británica de un lado y de que Napoleón fuera derrotado en los frentes del centro de Europa, aunque eso parecía mucho más difícil.

Faria se presentó en Madrid y mostró a las autoridades francesas su salvoconducto, y reclamó su casa, el palacete que había adquirido unos años atrás. Aunque había sido vandalizado, todavía estaba en uso, y sobre todo había dinero escondido que en esos momentos le iba a ser muy útil. Había permanecido cerrado, pues los criados que habían quedado a su cuidado se habían marchado semanas atrás.

El rey José I había dado órdenes tajantes para que todos los españoles que le mostraran fidelidad fueran tratados como franceses y se les repusieran sus propiedades en caso de que las hubieran perdido. Faria recuperó su palacete, que llevaba meses abandonado. El dinero estaba oculto en la bodega, bajo una baldosa de barro, «la tercera junto a la pared de la izquierda». Allí seguía la caja de chapa, con cientos de monedas de plata y de oro.

Faria consiguió un documento en el que se autorizaba a la señorita Cayetana Miranda, residente en Zaragoza, a reunirse con él en Madrid. Tuvo que explicar que se trataba de su prometida, que tenía una identidad falsa para evitar posibles represalias de los partidarios de Fernando VII y que se iban a casar enseguida, pero al fin logró convencer al oficial que expedía los salvoconductos para que lo hiciera. A fines del mes de junio de 1809 Cayetana y Francisco se reunían de nuevo, ahora en Madrid.

—¿Qué tal ha resultado el viaje? —le preguntó Francisco, que fue a recogerla a un convento madrileño habilitado por el ejército francés como centro de expedición de documentos y salvoconductos.

—Bien, he viajado escoltada por un batallón de húsares; el camino estaba lleno de tropas, y la mayoría se dirigían hacia aquí. Los franceses están acumulando muchos efectivos en España.

—Es que han venido con la intención de quedarse.

—¿Y qué vamos a hacer? —preguntó Cayetana.

—Intentar sobrevivir, que en estos tiempos no es poco.

Faria llevó a Cayetana a su palacete. El edificio estaba vacío desde hacía meses. A mediados de 1808 había sido ocupado por unos oficiales franceses que se habían llevado casi todo cuanto tenía algún valor o utilidad.

—He podido recuperar mi casa —explicó Francisco a Cayetana—; apenas quedaban muebles, por lo que he tenido que comprar lo imprescindible: una cama, alguna mesa, unas sillas… Contraté a unas mujeres para que me ayudaran a limpiar todo esto y un matrimonio se encargará de mantenerlo en buen estado de uso en adelante. He cerrado la planta superior, de modo que para vivir, de momento, nos bastará con esta zona.

—¿No has tenido problemas?

—La gente muestra aquí una actitud similar a la de Zaragoza. Demasiadas muertes, demasiados cambios en muy poco tiempo; la mayoría sólo aspira a vivir en paz.

* * *

Unos gritos en la calle los despertaron. Faria se asomó al balcón y vio un destacamento de soldados franceses que se dirigía precipitadamente calle abajo. Dejó que Cayetana siguiera durmiendo, se vistió y salió a la calle. Corrían los primeros días de julio y en Madrid hacía mucho calor.

Un grupo de madrileños debatía acaloradamente lo que estaba ocurriendo. Faria se acercó al grupo y pudo escuchar que un poderoso ejército británico al mando de Wellesley había entrado en España desde Portugal, obligando a los franceses a replegarse hacia Madrid. Allí había llegado el mariscal Victor al frente de su cuerpo de ejército, que había abandonado sus posiciones al sur del Tajo para retroceder cien kilómetros, calculados con las nuevas medidas de distancias aplicadas por las reformas métricas introducidas por Napoleón y basadas en el sistema métrico decimal, lo que equivalía a unas sesenta millas, unas diecinueve leguas en la medida tradicional española.

Faria regresó al palacete; Cayetana ya se había levantado.

—Los británicos avanzan desde el oeste; parece que están cerca de Toledo. Los franceses han abandonado Asturias; Oviedo está en manos españolas de nuevo, y Gerona resiste un largo asedio, como en su día lo hizo Zaragoza. Napoleón ha vencido de nuevo a los austríacos en una batalla, Wagram, me ha parecido entender, pero tiene abiertos todos los frentes de combate. Dudo que Francia pueda responder a semejante despliegue. Dicen que se prepara una gran batalla. Es el momento de huir y unirnos a la resistencia. Por fin hay un motivo para la esperanza.

—¿No podemos quedarnos aquí, en Madrid? —dijo Cayetana—. Hacía tiempo, mucho tiempo, que no tenía esta sensación de vivir en un verdadero hogar.

—No, no podemos —replicó Francisco—, lo siento. Si los españoles y los británicos llegan a Madrid, estaremos perdidos. Nos considerarán traidores al rey Fernando y acabaremos muertos.

—Entonces, ¿debemos marcharnos?

—Sí, lo haremos mañana. Aprovecharemos el enorme trasiego de gentes que van y vienen huyendo de todas partes y nos dirigiremos hacia el sur, hasta encontrarnos con nuestras tropas. Conozco el camino hacia Extremadura y Portugal, lo he hecho varias veces. El matrimonio que he contratado se quedará a cargo del palacio; si alguien les pregunta, le responderán que he ido a comprobar el estado de mis posesiones en Extremadura.

Los dos jóvenes salieron de Madrid a pie, intentando pasar desapercibidos entre la multitud. Faria había cogido un buen puñado de monedas de oro y de plata del escondite de la bodega, las había distribuido por sus bolsillos, había colocado unas cuantas en el doble forro de sus botas y en su cinturón, y le había pedido a Cayetana que ocultara algunas otras en su ropa interior.

Se alejaron de Madrid por el camino de Extremadura, en el que se cruzaron con batallones enteros de soldados franceses, que no prestaron la menor atención a la pareja. En un pueblo al pie de una sierra compraron una mula y algo de comida, y siguieron hacia el oeste.

A los dos días de camino, y tras muchas horas sin ver a nadie, un grupo de paisanos les cerró el paso.

Un hombre muy alto, cubierto con un gorro negro con una borla, les apuntó con un trabuco.

—Quietos ahí. Decid quiénes sois o…

—Baja ese arma, idiota —le gritó Faria—. ¿Y quién eres tú?

Vamos, contesta rápido antes de que me impaciente.

La determinación de Faria sorprendió al gigantón del trabuco.

—Eres hombre muerto.

—¡Alto! —Detrás de unas rocas, en el recodo del camino, surgió de pronto una figura conocida.

—¡Sargento Morales! —exclamó Faria.

—A sus órdenes, coronel.

El del trabuco se quedó atónito.

—¿Los conoces?

—Sí, idiota, son el coronel Faria y la señorita Cayetana Miranda. Están en nuestro bando. Y baja ese trabuco —ordenó Morales.

—Sargento —Faria se acercó y abrazó a su ayudante.

—Señorita Cayetana…

—Me alegro mucho de volver a verlo, Isidro.

—Yo también, señorita.

—Lo buscamos en Zaragoza, en todos los sitios, pero nadie nos dijo nada…

—Sin duda no querían reconocer que los presos nos escapábamos; pero salgamos del camino, es peligroso.

El sargento Isidro Morales había logrado escapar de una de las prisiones de Zaragoza y se había ocultado en bosques y montes. Había conseguido llegar hasta la sierra del norte de Madrid y allí había contactado con paisanos que se habían echado al monte para combatir a los franceses.

—Todos estos montes están llenos de partidas como la nuestra. Formamos un grupo de veinte hombres y nos movemos por las serranías al norte de Madrid. Incordiamos a los franceses cuanto podemos y saboteamos sus convoyes de alimentos, y si podemos liquidamos a unos cuantos. No estamos en condiciones de enfrentarnos a ellos cara a cara, en campo abierto, pero los atacamos como una manada de lobos hambrientos; lo hacemos en cada recodo del camino, en cada desfiladero, en cada esquina de cada calle. Atacamos de repente, como fieras salvajes, y tras herir y matar nos retiramos como fantasmas a escondernos en los bosques y en las brumas.

—Vaya, es la estrategia que le propuse en Alcañiz al general Blake, pero no la consideró acertada —recordó Faria.

—Pues funciona muy bien, coronel —dijo Morales—. Con pocos hombres ocupamos una superficie muy grande de terreno y siempre atacamos por sorpresa; el ejército regular francés tiene que dedicar una gran cantidad de efectivos para proporcionar escolta y protección a sus transportes; ello implica que distraigan efectivos para las batallas y que se debiliten. Además, no están habituados a este tipo de guerra. Ahora el mando de esta partida es suya, señor.

—Usted la ha dirigido muy bien, sargento, siga al frente de ella. Mi intención es unirme a nuestro ejército. Sabemos que los británicos avanzan hacia Madrid; no deben de estar muy lejos.

—Sí. Los manda ese zorro de Wellesley. Hemos oído que quiere atacar Madrid desde el sur, desde Toledo, pero los franceses han decidido esperarlo en Talavera.

—¿Cómo lo sabe?

—Obtuvimos la información de un coronel francés a quien hace tres días capturamos cerca de aquí.

—¿Qué ha sido de él? —preguntó Faria.

—No resistió al interrogatorio.

—¿Resistió…?

—El Patillas —Morales señaló al gigantón del trabuco— se excedió un poco.

—Vamos, explíquese, sargento.

—Como el gabacho se empecinaba en no decir nada, El Patillas lo cogió por su cuenta… Lo que sigue no debería oírlo una señorita —dijo Morales en referencia a Cayetana.

—No se preocupe sargento, lo soportaré.

—Bien, pues El Patillas cogió su navaja y comenzó a desollar vivo al franchute… ¿Continúo con los detalles?

—No, sargento, es suficiente. ¿No hizo usted nada por evitar esa tortura?

—Lo intenté, pero El Patillas amenazó con liquidarme a mí también si intentaba detenerlo.

—Debería haberlo hecho.

—Era difícil, coronel. Hace un mes varios soldados franceses asaltaron su casa mientras él estaba en la herrería. Veinte soldados violaron a su mujer y a sus hijitas de seis y nueve años. Luego asesinaron a su esposa y dejaron que las niñas se desangraran. Quemaron la casa y se marcharon tan tranquilos.

Cayetana recordó entonces la violación brutal a que ella fuera sometida por aquel comandante francés en Zaragoza, y cómo Ricardo Marín le había rebanado el cuello y arrojado el cadáver al río.

—Maldita guerra —musitó Cayetana.