SEIS horas después llegaban a las puertas de la ciudad. Faria hubiera preferido pasar una noche más entre las chinches, las pulgas y los piojos que soportar el traqueteo de la carreta sobre un camino en tan pésimas condiciones. Tenía el cuerpo tan dolorido como si lo hubieran molido a palos.
Uno de los presos había muerto en el camino. Faria avisó a gritos al sargento que mandaba la guardia de que había un hombre muerto en la jaula. Éste se limitó a comprobarlo y al llegar al Canal Imperial, apenas a media hora de la ciudad, ordenó a dos presos que arrojaran el cadáver al agua. Faria tuvo que traducir las palabras del sargento a los dos designados para ese trabajo, y como quiera que en principio se negaron, recibieron sendos culatazos en el estómago que los dejaron doloridos para el resto del camino.
—Aquí traemos más presos; doce en total. Uno se ha muerto en el camino. Uno de ellos dice que es conde y que es fiel a su majestad don José —informó el sargento a un capitán que mandaba la compañía de soldados que custodiaba uno de los conventos habilitados como prisión.
—Tráigalo aquí —le ordenó el oficial.
El sargento se acercó hasta Faria, lo cogió por el brazo y lo llevó ante el capitán. Los pies de Faria estaban sujetos por grilletes.
—Me llamo Francisco de Faria, soy…
—¡Cállese! —ordenó el capitán—, y limítese a hablar cuando yo se lo ordene. ¿Me ha entendido?
—Sí.
—Ahora sí, explíquese.
Faria repitió, intentando ser convincente, la historia que le había contado la tarde anterior al sargento. Se inventó un itinerario rocambolesco, le habló de su hacienda en Castuera, de su palacete en Madrid y al fin confesó, como si se tratara de un gran secreto, que era nada más y nada menos que pariente de don Manuel de Godoy, y que por eso y por su fidelidad al emperador y a su hermano el rey José había tenido tantos problemas y sufrido tantas persecuciones.
—¿De verdad es usted pariente de don Manuel Godoy? —le preguntó el capitán.
—Soy su sobrino. Me llamo Francisco de Faria y mi tío se llama Manuel de Godoy y de Faria. Le recomiendo que me quite estos grilletes enseguida o tendré que informar a sus superiores del ultraje de que he sido objeto.
—¿Y qué hace en Zaragoza?
—Vengo en busca de mi prometida; es la hija del conde de Prada, doña Teresa de Prada. Lo último que sé de ella es que estaba en Zaragoza antes del segundo asedio.
Faria dio tantos datos y tan precisos que el oficial lo remitió al coronel de su regimiento, y éste al general de su brigada. Y así, a finales de la tarde, Faria era un hombre libre, aunque con la condición de que se presentara al día siguiente a media mañana en el gobierno militar.
—¿Tiene donde instalarse esta noche? —le preguntó el oficial antes de dejarlo marchar.
—Buscaré una posada.
—No tiene dinero para pagarla.
—No se preocupe, extenderé un pagaré sobre mis rentas.
—Puedo recomendarle una —propuso el oficial.
—Si es tan amable…
—La posada de Marín, cerca del templo del Pilar. Es la mejor fonda de esta ciudad y allí trabaja una moza con la mejores tetas que pueda imaginar.
—Atenderé su recomendación —dijo Faria.
—Dos hombres le acompañarán para cerciorarse de que queda hospedado allí.
—No voy a escapar. Sería absurdo, pues he llegado hasta aquí voluntariamente.
* * *
Cuando Ricardo Marín vio llegar a Faria escoltado por dos soldados estuvo a punto de estropearlo todo, pero se apercibió de que algo extraño ocurría y se contuvo.
—¿Es usted el posadero? —le preguntó con voz alta.
—Sí, yo soy, ¿quién lo pregunta?
—Francisco de Faria, conde de Castuera y fiel servidor de su majestad el rey José, a quien Dios guarde. Necesito que me alquile una habitación por unos días.
—¿Puede pagarla?
—Por supuesto.
—En ese caso, sí, dispongo de una.
Faria se giró hacia los dos soldados y les sonrió.
—Gracias por su escolta, caballeros. Ha sido un placer —les dijo en francés.
Los soldados tomaron nota de la dirección de la posada y se marcharon.
—¡Maldita sea!, ¿qué haces aquí y qué demonios es eso de «fiel servidor» del rey gabacho?
—No me ha quedado más remedio que montar toda esta comedia. ¿Ya te has enterado de lo de María y Belchite?
—Claro; no han dejado de llegar heridos y presos en los últimos días.
—Ha sido una masacre, sobre todo en Belchite. Yo pude escapar en el último momento, pero ha debido de haber muchos muertos.
—Dicen que ocho mil.
—¿Ocho mil en total? —preguntó Faria.
—No; ocho mil españoles.
—¡Santo Dios!
—Y además se han perdido nueve cañones.
—Los derrotamos en Alcañiz porque estaban confiados y desprevenidos, pero nos devolvieron el golpe en María y tres días después, y de qué manera, en Belchite. El segundo ejército de Aragón ya no existe. Nuestra única esperanza es el ejército de Andalucía y los británicos. ¡Quién me lo iba a decir después de lo de Trafalgar!
»¿Y Cayetana, dónde está?
—Por las tardes va un par de horas al hospital; han llegado tantos enfermos que toda ayuda es poca, y ella tiene mucha experiencia en el cuidado de heridos desde el segundo asedio. Vendrá pronto.
Faria le relató a Ricardo Marín cuanto le había pasado: su huida de Zaragoza, el encuentro con los paisanos en la pardina arrumbada, la incorporación al ejército en Mequinenza y las batallas libradas, y cómo había logrado regresar de nuevo a Zaragoza utilizando ese engaño.
—Y aquí estoy otra vez.
—No puedes quedarte; y ahora mucho menos. Tienen tu nombre y tu identidad, no tardarán en descubrir quién eres en realidad, y entonces te ejecutarán.
—En esta ocasión no puedo huir. Tras la batalla de Belchite los franceses controlan todos los alrededores de Zaragoza, y tal vez todo el norte de España. Nuestras tropas más cercanas deben de estar en Valencia y muy al sur de Madrid. Hace unos días pude escapar porque nuestras líneas estaban a un par de días de marcha y quedaban abiertos los caminos al sur y al oeste de Zaragoza, pero hay patrullas y puestos de control por todas partes. No me queda más remedio que procurar seguir con este engaño y que los franceses se lo traguen, y aprovechar, si es posible, cualquier oportunidad para escapar.
Los dos amigos continuaron hablando un buen rato. Marín le contó a Faria la situación en Zaragoza y las ejecuciones llevadas a cabo por los franceses.
—Los que logramos sobrevivir nos hemos adaptado a la nueva situación; incluso hay quienes dicen que en el futuro será mejor ser súbditos de Napoleón que de Fernando VII.
—¿Sabes qué ha sido de mi ayudante, el sargento Isidro Morales? —preguntó Faria.
—Lo buscamos entre los presos que todavía permanecen aquí, pero no hemos podido dar con él. Cayetana hizo algunas averiguaciones, pero no logró nada. Lo más probable es que lo hayan trasladado a alguna prisión francesa.
La joven apareció en la sala al atardecer. Su sorpresa fue extraordinaria, y se acercó corriendo hasta Faria, a quien se abrazó.
—Creí que habías muerto. He preguntado a todos los heridos que nos traían de Belchite y ninguno me ha sabido dar noticias tuyas. Pero estás aquí, a salvo…
—He tenido que idear una historia enrevesada, y tú estás en ella.
—¿Yo?
—Sí; he dicho que soy Francisco de Faria, conde de Faria, fiel vasallo de José I y de Napoleón, y que he venido a Zaragoza a buscar a mi prometida.
—¿Y ésa soy yo?
—Sí, pero te llamas Teresa y eres hija del conde de Prada.
—Muchos franceses me conocen ya como Cayetana Miranda, hay oficiales que vienen a comer o a cenar aquí dos o tres veces por semana…
—Pues tendrás que decir que utilizabas un seudónimo porque tu padre es leal a José I e intentabas evitar represalias de los partidarios de Fernando VII.
—Esa historia es difícil de creer —intervino Marín—. Por eso tiene que funcionar.
Aquella noche Cayetana y Francisco hicieron el amor, pero también hablaron mucho intentando coordinar sus relatos para que, en caso de un interrogatorio, no les sorprendieran en contradicciones.
* * *
A la mañana siguiente Faria se presentó en el Gobierno Militar con Cayetana. Marín le había prestado un elegante pantalón color crema, unas botas marrones y una casaca azul. La joven vestía como una verdadera condesa.
—Coronel —se presentó Faria—, aquí estoy, y vengo acompañado de mi prometida, la condesa de Prada.
El coronel francés se levantó de su silla y besó la mano de Cayetana.
—¡Un momento!, usted es la mesonera…
—Sí, lo soy, pero ésa no es mi verdadera identidad; soy Teresa de Prada —Cayetana hablaba bien francés, que había aprendido durante los meses que estuvo trabajando en una posada de San Juan de Luz.
—Ha utilizado ese nombre falso para evitar problemas, coronel, entiéndalo. Todavía hay entre los españoles seguidores de Fernando de Borbón que podrían atentar contra la hija de un noble partidario de don José —intervino Fernando.
—Pero cómo es posible… —balbució el francés.
—Fue una extraordinaria premonición que usted me recomendara la posada de Ricardo Marín; un maravilloso capricho del destino. Sin esa recomendación, quién sabe si hubiera podido encontrar a mi prometida.
—Nunca sabremos cómo agradecerle esa recomendación, coronel —añadió Cayetana.
—Y ahora, coronel, me gustaría pedirle un favor. ¿Podría extendernos un salvoconducto para llegar hasta Madrid? Los bandidos que me asaltaron me robaron todo, incluida mi cédula de identidad.
—Antes debemos comprobar que cuanto me están contando es cierto —dijo el coronel.
—¿Y cuánto se tardará en ello?; aunque le aseguro que es innecesario.
—Una semana, tal vez diez días.
—Bien, esperaremos —admitió Faria, intentando disimular su inquietud.
—Perdone coronel, pero debemos ir a Madrid enseguida —intervino de pronto Cayetana.
—Lo siento, señorita, pero hemos de comprobar su identidad. No creo que en una semana le vaya la vida —dijo el coronel francés.
—Tal vez sí.
—Explíquese.
—Mi prometido es portador de un mensaje secreto para el rey José. Explícaselo, Francisco, le debemos mucho a este caballero.
Faria puso la cara entre sus manos y agachó la cabeza. Cayetana le acababa de poner en un enorme compromiso; trató de ganar tiempo para idear alguna excusa que fuera creíble. ¡Un mensaje secreto! Algo tenía que inventar. Se incorporó, miró fijamente al coronel y le dijo:
—Soy el representante de un grupo de la nobleza española partidaria del rey José. Mi misión consiste en lograr recabar todos los apoyos posibles para que su majestad sea admitido por los españoles como su legítimo soberano. Debo comunicarle urgentemente un mensaje.
—¿Qué mensaje? —preguntó el coronel.
—Me promete usted discreción.
—Tiene mi palabra de oficial del ejército imperial.
—Bien. La mayoría de la nobleza española, muchos intelectuales e importantes personalidades firmaremos en Madrid un manifiesto de apoyo al rey José, recomendando a todos los españoles que acaten su soberanía. El encargado de redactar ese manifiesto soy yo.
En ese momento unos golpes sonaron en la puerta del despacho y entró un sargento con unos papeles, que entregó al coronel. Éste los revisó y los dejó encima de su mesa.
—En efecto, existe un conde de Faria, en Castuera, una localidad de Extremadura, pero de usted, señorita, no tenemos datos. Yo la he visto servir en el mesón.
—¿Cree usted, coronel, que una mesonera de Zaragoza hablaría francés como yo? Me lo enseñó una institutriz francesa que contrató mi padre cuando yo era una niña. Vamos, ¿cómo puede dudar de nosotros?
—Si me firma ese salvoconducto, yo mismo hablaré al rey José de su comportamiento y de su ayuda. Y tal vez le recomiende al emperador para un ascenso a general, o quién sabe si incluso a mariscal. Si firma ese salvoconducto hará un gran favor a Francia, y a la nueva España que queremos construir.
El coronel francés dudó por unos instantes.
—No sé…
—Un retraso podría dar al traste con todos nuestros planes —insistió Faria.
—De acuerdo. Firmaré ese salvoconducto, pero necesito una garantía. Usted, señorita, se quedará aquí hasta que nos llegue desde Madrid la confirmación de que todo esto es correcto. Será nuestra huésped de honor, entre tanto. Una vez que esté todo en regla, la enviaremos con su prometido con una escolta.
—De acuerdo —dijo Cayetana.
—Un momento, coronel, hace meses que no veo a mi prometida…
—Lo siento de veras, pero es mi última palabra.
* * *
Los dos amantes salieron del Gobierno Militar con el salvoconducto bajo el brazo, pero sólo para Faria. El coronel permitió que ambos fueran a la posada a recoger las cosas de Cayetana, que debería instalarse en unas dependencias del ejército francés. Dos soldados los acompañaron, como escolta según dijo el coronel aunque en realidad eran guardianes, a la posada de Marín.
Los soldados se quedaron en el patio mientras Cayetana, Francisco y Ricardo subieron a la alcoba de la joven.
—¡Estáis locos! —exclamó Ricardo cuando le contaron lo que había pasado en el Gobierno Militar—. Cayetana es una rehén, y tú estás metido en la mismísima boca del lobo. Ese salvoconducto puede ser tu perdición. Si en el camino te sorprende una partida de soldados españoles te fusilarán por traidor, y si te descubren los franceses te pasará lo mismo.
—Ya se me ocurrirá algo —dijo Faria.
—Lo importante es que Francisco pueda salir de aquí —adujo Cayetana.
—Haré lo posible para que volvamos a reunirnos.
Recogieron las pertenencias de Cayetana y las colocaron en un baúl. Los dos soldados cargaron con él y se llevaron a la joven. En un bolsillo de la casaca de Faria quedó el salvoconducto.
Faria salió de Zaragoza camino de Madrid junto a un batallón de lanceros del Vístula. En las últimas semanas estaban llegando a España más y más tropas de refuerzo desde Francia, que el emperador enviaba para que sus mariscales pudieran cumplir sus órdenes de exterminar por completo al ejército español. El plan de Napoleón era liquidar todo vestigio de resistencia militar e imponer a los españoles el régimen de su hermano José a la fuerza, ya que no habían querido aceptarlo de buen grado. El emperador no estaba dispuesto a la menor concesión, la victoria en la guerra de España debería ser total.