ACICATEADO por la victoria en Alcañiz, Blake ordenó a sus tropas avanzar hacia Zaragoza. Faria sabía que no sería nada fácil recuperar esa ciudad, cuya conquista Napoleón había convertido en un símbolo de su tenacidad y de su determinación, pero la idea de estar de nuevo entre los brazos de Cayetana le provocaba una tremenda ansiedad que en cierto modo no le permitía ser del todo consciente de las dificultades que se presentaban.
Blake llamó a consultas a Faria; quería conocer de labios del coronel cuál era la situación concreta de las tropas francesas en Zaragoza.
—Necesito saber cuántos efectivos tienen los franceses desplegados en Zaragoza, coronel Faria, y sobre todo si tenemos posibilidades de conquistar la ciudad, así como si nos apoyará la población.
—Señor, no sé exactamente cuál es ahora el número de soldados franceses, pero por lo que me dijeron mis amigos cuando regresé hace unos días, deben de ser alrededor de veinte mil; disponen de unos dos mil caballos y unos cien cañones, aunque es probable que hayan desplazado algunas de estas piezas a otros frentes. En cuanto a la ayuda de los zaragozanos, me temo, mi general, que no podemos esperar demasiado. Durante los dos asedios murieron unas cincuenta mil personas. La ciudad ha sufrido mucho y los supervivientes están cansados, muchos de ellos sólo desean vivir en paz…, aunque sea bajo un gobierno francés.
—En ese caso, usted estima que no podremos contar con todos ellos.
—Creo que en una primera instancia, no, pero nunca se sabe qué puede ocurrir en una situación extrema. Durante las batallas libradas en Zaragoza yo vi a las hasta entonces pacíficas mujeres pelear armadas con cuchillos de cocina con la fiereza de lobos hambrientos contra expertos coraceros polacos, y a una joven de poco más de veinte años abatir con un cañón a un par de docenas de fusileros franceses. Una situación así podría volver a darse, pero se me antoja muy difícil que esas circunstancias puedan volver a repetirse. Semejantes actos heroicos ocurren una sola vez.
—Sólo disponemos de una oportunidad. Napoleón está ocupado en la guerra con Austria, de manera que es necesario atacar ahora. Por lo que sabemos, los franceses tienen unos ciento sesenta mil soldados desplegados en España, pero hay órdenes de que se incorporen en las próximas semanas unos cien mil más. Todo el ejército español suma alrededor de cien mil soldados, y otros tantos están dispuestos a emplear aquí los británicos. Por eso debemos actuar deprisa, antes de que nos superen en número.
—Olvida a los paisanos, mi general. Miles de ellos están dispuestos a luchar hasta la muerte si fuera preciso —alegó Faria.
—Los paisanos son un estorbo más que una ayuda.
—En campo abierto, tal vez, pero no en otro tipo de combate.
—¿A qué se refiere?
—A lo que hicimos en Zaragoza.
—Explíquese.
—Se trataría de organizar partidas de paisanos capaces de combatir a los franceses en emboscadas, no frente a frente, no en campo abierto, sino preparando celadas en calles estrechas, en bosques, vados de ríos o desfiladeros. Una serie de partidas de hombres armados con equipo ligero y conocedores del terreno podría caer por sorpresa sobre los franceses, golpearlos deprisa y escabullirse antes de que los gabachos tuvieran tiempo de reaccionar. Asestarían golpes en todo tipo de terrenos y en todo momento, continuamente, una y otra vez, sobre sus destacamentos en marcha, sobre sus líneas de suministros, y lo harían sin dejarles tiempo para organizarse.
—Un tipo de guerra así no se ha hecho nunca, y creo que va contra los principios de la milicia —dijo el general Blake.
—Se trata de ganar la guerra; en campo abierto no tenemos demasiadas posibilidades.
—Ayer les vencimos en Alcañiz.
—El general francés cometió un grave error, y usted lo sabe, señor. No creo que vuelva a ocurrir una segunda vez.
—Lo que usted propone, coronel, necesitaría de asesoramiento militar. Tal vez una guerra así no requiera de instrucción, pero sí de entrenamiento en el manejo de armas de fuego, tácticas de combate…
—Bastaría con disponer de hombres valientes y audaces, y que sepan manejar un fusil. Muchos de ellos son cazadores; no hay mucha diferencia entre abatir a un jabalí y a un hombre.
—De momento, coronel Faria, iremos hacia Zaragoza. He cursado una carta para que se nos una el ejército del sur de Aragón. He planeado un ataque desde el sur, a fin de tener nuestras espaldas protegidas en caso de un contraataque francés. El punto de confluencia será Belchite.
* * *
El cuerpo de ejército de Blake, al que se sumaron voluntarios del Bajo Aragón y de Cataluña, avanzó hacia el sur de Zaragoza. Durante la marcha, los soldados, enardecidos por la victoria en Alcañiz, no cesaron de cantar canciones y coplas en las que se denostaba a Napoleón y a su hermano, el rey José I.
Una de las coplas, que los aragoneses cantaban con aire de jota, rezaba así:
Bonaparte en los infiernos
tiene una silla poltrona,
y a su lado está Godoy
poniéndole la corona.
Todo aquello sumía a Faria en una enorme contradicción. Odiaba a Napoleón por lo que estaba haciendo sufrir a su patria, y por las mentiras que el emperador utilizaba para justificar su agresión. Aunque era de condición nobiliaria y como tal disfrutaba de los privilegios de su rango por nacimiento, cada día se sentía más atraído por los ideales que años atrás se pregonaran en la Revolución francesa y que Napoleón aseguraba que quería exportar a todos los países de Europa. Los ideales de libertad, igualdad y fraternidad eran nobles y sublimes, pero en boca de Napoleón parecían un sarcasmo. El hombre que decía haber acabado con el feudalismo en los países de Europa que había conquistado se reconocía admirador de grandes conquistadores de la historia como Alejandro Magno o Julio César.
Por otra parte, consideraba a José I, el hermano que Napoleón había colocado en el trono de España, mucho mejor gobernante que el inane de Carlos IV, o que el indolente de Fernando VII, a quien depreciaba profundamente desde que protagonizara la conjura contra su padre Carlos IV y las calumnias contra su madre la reina María Luisa, y sobre todo desde que presenciara, a fines de abril de 1808, en Bayona, cómo cedía ante la presión de Napoleón en un acto de villanía y de cobardía vergonzantes y se enterara en Zaragoza de que el Deseado escribía cartas de felicitación al emperador tras cada una de sus victorias sobre los españoles. El mismo Napoleón había ordenado que se publicaran esas cartas en revistas francesas, para que los españoles supieran el tipo de rey al que deseaban. Enterado de ello, Fernando de Borbón envió una nueva carta al emperador agradeciéndole que hiciera público el amor y la devoción que le profesaba.
Y allí estaba él, un todavía joven soldado de la guardia de corps, pariente del denostado Manuel de Godoy, quien fuera todopoderoso jefe del gobierno de España, en el vórtice de un torbellino que parecía succionarlo todo, en una guerra en la que los españoles defendían a un rey que él odiaba, alejado de su hacienda, enamorado de una muchacha que no era de su clase social y dubitativo porque los ideales que comenzaba a profesar no eran los que se esperaban de un conde español.
Pero todo aquello era en esos momentos superfluo. La guerra estaba en todas partes, y lo único que en verdad importaba era ganarla.
Mientras las columnas del ejército de Aragón y Cataluña avanzaban hacia Belchite, buscando ganar una buena posición para caer sobre Zaragoza desde el sur, los franceses seguían incrementando su presencia en la Península. Aprovechando que dominaban los pasos a través de Irún y Navarra, decenas de miles de soldados franceses entraron en el mes de mayo en España. Napoleón, triunfante en los campos de Europa contra Austria, estaba harto de las noticias que le llegaban de España, que se había convertido en una molestia permanente. Su orden fue tajante: el ejército español debería ser aniquilado.
En su avance hacia Zaragoza el ejército español no encontró ninguna resistencia. Blake se mostró entonces confiado y decidió atacar la ciudad desde el sur, a través del corredor del río Huerva. En una localidad llamada María, a un par de horas de distancia de Zaragoza, las tropas de Suchet esperaban a las de Blake. La batalla se libró en condiciones diferentes a las de Alcañiz. Las tropas francesas aguardaban bien posicionadas a las españolas, cuya artillería apenas pudo utilizarse debido a una gran tormenta que descargó al comienzo de la batalla y que entorpeció los movimientos de los cañones. Los franceses resultaron ahora victoriosos. Desde lo alto de los cerros yesosos, y mientras se retiraban hacia el sur tras la derrota, Faria pudo contemplar a lo lejos la cinta verdosa del valle del Ebro, serpenteando entre tierras amarillentas y ocres, y con la ayuda de un catalejo distinguió perfectamente las torres de ladrillo de la ciudad y la mole del templo del Pilar con su gran cúpula central. Los miles de olivos que un año atrás la rodeaban como un anillo esmeralda habían desaparecido, la mayoría talados por Palafox durante el asedio para evitar que tras sus troncos se refugiaran los sitiado res franceses, otros abrasados por el fuego de los combates y el resto cortados para utilizar su leña en la cocina y en los braseros.
Los españoles se retiraron hasta Belchite. Blake pensó que Suchet no lo perseguiría, porque se había retirado a Zaragoza tras vencer en María, pero se equivocó. Sólo tres días después de la batalla de María, los restos del ejército español y buena parte del III ejército imperial volvieron a enfrentarse en los llanos de Belchite. El ejército francés, organizado en divisiones, era capaz de avanzar a ciento veinte pasos por minuto, frente a los setenta a que lo hacían el resto de los europeos, de modo que las tropas de Suchet alcanzaron a las de Blake con facilidad. Los españoles estaban muy desmoralizados tras la derrota de María, porque enseguida se dieron cuenta de la superioridad numérica de los franceses y de su artillería. En el primer ataque francés los carros de municiones de los españoles fueron destruidos. Sin munición, abatidas y presas de pánico, las tropas españolas fueron arrolladas por las francesas. Se produjo entonces una desbandada caótica; los españoles huían cobardemente arrojando armas y cuanto pudiera molestar en su escapada. Desde su puesto de mando, Blake, con una parte de su Estado Mayor, se retiró avergonzado hacia Alcañiz.
La victoria francesa fue total. Varios miles de soldados cayeron muertos o prisioneros y sólo un par de miles pudieron escapar del desastre. El segundo ejército de Aragón había dejado de existir, y con él la esperanza de recuperar Zaragoza.
Los supervivientes que pudieron hacerlo huyeron hacia las serranías del sur, en cuyas montañas y bosques podían buscar escondrijo, y unos pocos lo hicieron hacia la costa, sobre todo los que procedían de las tierras de Tortosa y Tarragona.
Faria pudo escabullirse gracias a que, en el fragor de la batalla, y cuando ya se vio todo perdido, pudo derribar de un sablazo a un húsar del decimoséptimo regimiento de la caballería imperial. Montó en su caballo y lo espoleó para alejarse del campo de batalla perseguido por cuatro húsares, de los que pudo huir gracias a que el animal que montaba era un corcel más rápido y resistente que los de sus perseguidores.
Había logrado escapar, pero estaba de nuevo en serias dificultades. Supuso que tras las victorias en María y en Belchite el ejército de Suchet sería dueño de todo Aragón, de modo que ideó un plan audaz. Regresaría a Zaragoza, se presentaría a las autoridades francesas y se pondría a su servicio. Diría que era un noble extremeño que había huido de la chusma y del populacho que le había robado su hacienda, y que se ponía al servicio de su majestad José I, rey de España, y del emperador Napoleón. Una vez allí, buscaría a Cayetana y ya hallaría la manera de llevársela de esa ciudad.
Se observó por un momento. Iba vestido con traje de coronel del ejército español, armado con un sable y una pistola, con un puñado de reales en los bolsillos de la casaca, y montaba un caballo en cuya anca derecha estaba impresa a fuego la marca del ejército imperial. En aquellas condiciones y con semejante aspecto su historia no sería creíble, de modo que tendría que imaginar algo más convincente.
Primero tenía que deshacerse del caballo, pues si una patrulla francesa lo encontraba con él sería apresado e incluso ejecutado de inmediato. De modo que se dirigió hacia el oeste, hasta que se topó con un valle de un pequeño río cuyas aguas fluían hacia el norte; supuso que era el del Huerva, que desembocaba en el Ebro a la altura de Zaragoza. Antes de salir al camino arreó al caballo, que partió al galope, arrojó al centro del río los entorchados de coronel, los botones metálicos de la casaca, su sable, su pistolete y los reales, se lavó en las aguas del río y se puso a caminar aguas abajo.
Poco antes de anochecer llegó a un pueblo llamado Muel. Los franceses lo habían ocupado y habían instalado un cuartel en una ermita situada en lo alto del pueblo, sobre cuya espadaña ondeaba la bandera tricolor. Faria se dirigió andando con seguridad hacia el puesto militar francés.
—¡Ayuda, ayuda! —gritó en un francés aceptable.
—¡Alto, alto! —le ordenó un soldado a la vez que le apuntaba con su fusil.
—Soy conde, conde de Castuera, amigo de Francia. Unos bandidos me han atacado y me han robado. Soy leal al rey José y al emperador.
El soldado dudó por un momento y llamó a gritos a su superior.
El comandante del puesto era un sargento de infantería, un veterano curtido en batallas libradas por media Europa. Miró a Faria con recelo y le ordenó que se acercara.
—Gracias, sargento, muchas gracias.
—¿Quién es usted? —le preguntó.
—Soy Francisco de Faria, conde de Castuera. Los traidores que se han levantado contra su majestad el rey José I me han robado la hacienda al acusarme de afrancesado. Conseguí huir de ellos, pero en el camino unos bandidos me han robado. Intento llegar a Zaragoza para ponerme al servicio de su majestad.
Aquella historia parecía absurda, pero el sargento dudó.
—¿Pretende que le crea, señor?
—¿Cree usted que si lo que digo no fuera cierto me hubiera presentado aquí de esta manera?
—Regístrenlo —ordenó el sargento.
Dos soldados revisaron a Faria de arriba abajo.
—No lleva nada encima, sargento.
—Ya se lo he dicho, me han robado.
—Tiene manchas de sangre en la ropa, sargento.
—Son de mi nariz. Esos tipos me golpearon y me hicieron sangrar. Gracias a Dios pude escapar en un momento de descuido, si no ahora sería hombre muerto.
En realidad, las manchas de sangre eran del húsar francés al que Faria había abatido en la batalla de Belchite.
—Enciérrenlo. Mañana lo llevaremos a Zaragoza con los demás presos. Allí decidirán qué hacer con él —ordenó el sargento.
—No me deje a solas con otros presos, me matarán —dijo Faria.
—No sabrán nada si usted no abre la boca; de modo que manténgala cerrada y no le pasará nada.
Faria fue encerrado en un pequeño calabozo donde se amontonaba una docena de presos. A pesar del cansancio acumulado en los últimos tres días y de las tres batallas libradas en menos de dos semanas, Faria apenas pudo pegar ojo. Aunque a finales de mayo ya no hacía frío y las noches eran incluso templadas, la celda rezumaba humedad y la manta que le dieron para que se tapara estaba llena de mugre e infestada de piojos.
—Ésta no es manera de tratar a un miembro de la nobleza española fiel a su majestad el rey José; informaré a sus superiores de semejante trato —dijo al día siguiente al sargento, que se limitó a encogerse de hombros y a musitar:
—C’est la guerre.
Metieron a los presos en una jaula colocada sobre una carreta de la que tiraban dos mulas, que arrancaron al son de una tralla camino de Zaragoza.