Capítulo III

LA corriente lo arrastró río abajo; cuando estimó que habían transcurrido unas tres horas desde que se metió en el Ebro en Zaragoza, comenzó a mover las piernas hacia su derecha. Ricardo Marín le había dicho que si calculaba bien el tiempo debería quedar a la altura de un pueblo llamado Quinto.

Faria llegó hasta la orilla y se deslizó a lo largo de la margen derecha del río hasta que encontró un lugar apropiado para hacer pie y salir de la corriente. La noche era cerrada, no había luna y las estrellas brillaban con fuerza. Salió del agua, cogió la bolsa de cuero impermeabilizada y dejó que la vejiga hinchada y las ramas de camuflaje siguieran su curso aguas abajo.

Se deslizó sigiloso hasta unos matorrales, abrió la bolsa y extendió la ropa seca que le habían preparado. Afortunadamente, y aunque estaba algo húmeda, no había entrado agua, y los alimentos que le habían preparado se encontraban en buen estado.

Se quitó la ropa empapada, se secó cuanto pudo y se vistió con la ropa seca. La mojada la envolvió en un hatillo, colocó una piedra dentro y la arrojó al río. Guardó la comida en la misma bolsa impermeabilizada, dio un trago de agua de un boto y asomó la cabeza por encima de los matorrales. Sabía que tenía que caminar hacia el sur y que se iba a encontrar con un terreno seco y árido, sin apenas árboles, un espacio abierto donde le sería difícil esconderse durante el día. Si había calculado bien la distancia en el agua, en cinco horas debería llegar a Belchite. Caminando hacia el sur, llevando siempre la estrella polar a su espalda, tal vez alcanzara esa localidad al amanecer, o poco después.

Durante toda la noche avanzó en la oscuridad entre páramos y llanos, subiendo y bajando colinas, por vaguadas resecas y planicies esteparias. No sabía dónde se encontraba, sólo que tenía que avanzar hacia el sur, siempre hacia el sur, con el paso lo suficientemente ligero como para llegar hasta Belchite al alba pero no tan rápido como para agotarse antes de lograrlo. Marín le había dejado el mapa de Labaña, que en aquella oscuridad no le servía de nada, y además ni siquiera sabía si caminaba en la dirección correcta. Un leve desvío en la ruta y podía pasar de largo, apareciendo en Daroca, Montalbán o Alcañiz. Afortunadamente, el cielo despejado le permitía orientarse y con la estrella polar siempre en la espalda estaba seguro de que al menos caminaba en dirección sur.

Tras varias horas de camino, el horizonte oriental comenzó a teñirse de un color añil, que poco a poco fue virando hacia tonos blanquecinos y amarillentos. Estaba cansado y tenía los pies doloridos, y calculó que en apenas una hora el sol saldría iluminando aquellos páramos desolados, en los que no podría ocultarse fácilmente. O llegaba en media hora a un lugar seguro, o tendría que improvisar un escondite para pasar el día en espera de que volviera a caer la noche y poder seguir avanzando. Con la primera claridad oteó a su alrededor y en el fondo de una vaguada advirtió una construcción que parecía abandonada. Se trataba de unas tapias ruinosas que en otro tiempo bien pudieran haber sido paredes de un caserío pequeño y mísero, ahora arrumbado por el tiempo. Se acercó hasta ellas, las inspeccionó y decidió que aquél sería un buen lugar para pasar las horas centrales del día. Disponía de un boto lleno de agua y comida suficiente, de modo que podría esperar hasta que anocheciera e intentar descansar de la caminata nocturna.

Buscó un rincón a la sombra, a resguardo del viento del oeste, arrancó unos matojos con los que cubrirse e intentar ocultarse todo lo posible y se acurrucó para procurar dormir un poco. Estaba muy cansado y no tardó en conciliar el sueño.

Unas voces lo despertaron. Aunque sobresaltado, consiguió permanecer inmóvil, mientras al otro lado de la tapia en la que se había parapetado las voces arreciaban. Intentó no hacer ningún ruido, aunque era consciente de que si aquellos hombres se acercaban demasiado, el camuflaje con el que se había cubierto no le serviría de mucho.

Cayó en la cuenta de que no portaba ningún arma, tan sólo una navaja que le había regalado Ricardo Marín en Zaragoza, absolutamente inútil ante una partida de hombres armados. Se mantuvo absolutamente inmóvil, como una presa que se oculta de su depredador, tratando de escuchar la conversación de sus inoportunos vecinos. Cuando pudo oírlos con claridad dio un resoplido de tranquilidad; al menos hablaban español y lo hacían además con el acento recio y el soniquete cantarín de los aragoneses de la ribera del Ebro, que tan bien conocía tras casi un año en las trincheras de Zaragoza.

No podía verlos ni arriesgarse a que lo descubrieran, pero por lo que podía escuchar se trataba de una partida de hombres que hablaban de ir al encuentro del mariscal Villacampa.

—Menuda se las ha jugado a los franceses. Compró un pasaporte de paisano, se disfrazó de buhonero y en un carro ha conseguido llegar hasta Tortosa y unirse a las fuerzas del general Blake, el nuevo capitán general de Aragón —oyó con claridad que decía uno de aquellos hombres.

—Habría que haber visto la cara que se le quedó al franchute cuando se enterara de que se les había escapado de las manos un mariscal de campo —añadió otro.

El mariscal Pedro Villacampa había sido apresado por los franceses tras la caída de Zaragoza; fue atado a una cuerda de presos pero logró, mediante el pago de casi mil reales, sobornar a un oficial francés que le proporcionó un pasaporte falso, con el cual pudo llegar hasta Tortosa. Acababa de ser ascendido a mariscal de campo, por lo que su huida era una pérdida considerable para los franceses.

Despacio y sin hacer ruido, moviéndose con lentitud, Francisco de Faria se arrastró hasta el pie de la tapia que lo separaba de aquellos hombres, se apoyó en ella y se incorporó para intentar atisbar quiénes eran. Con sumo cuidado, pudo ver que se trataba de una partida de una docena de individuos armados, vestidos muy desigualmente; de manera que no eran miembros del ejército regular. Parecían paisanos de las milicias civiles que hubieran luchado o estuvieran dispuestos a hacerlo contra los franceses. Acababan de sentarse en un corro alrededor de un círculo de piedras en el que habían encendido fuego con unas ramas secas sobre el que iban a cocer un rancho.

En cuanto se hubo cerciorado de que eran patriotas, optó por descubrirse. Alzando las manos, se puso en pie y se asomó por un hueco de la tapia.

—No tengan cuidado —gritó—, soy Francisco de Faria, coronel del ejército de su majestad don Fernando VII. Estoy con ustedes, soy de los suyos, soy de los suyos.

Todos los hombres dieron al unísono un respingo y algunos se apresuraron a coger sus escopetas prestos a dispararlas.

—¡Quédate quieto, maldito cabrón, o te abraso! —gritó uno de los hombres.

—Ni te muevas —ordenó otro, sacando un cuchillo de hoja ancha con el que amenazó al conde de Castuera.

—Tranquilos, tranquilos, ya he dicho que soy coronel del ejército. Voy desarmado; vengo de Zaragoza y voy hacia el sur, hacia Belchite, a unirme al ejército español.

Tres de ellos se acercaron con cautela hacia Faria, que permanecía al descubierto con los brazos en alto.

—Precaución, Soplau, precaución, que puede ser una trampa —avisó el que parecía el cabecilla de la partida.

—No tengas «cuidao», que si se cantea lo achicharro de un escopetazo —respondió el Soplau.

—No se preocupen; estoy solo.

—¿Quién dices que eres? —le preguntó el cabecilla.

—Me llamo Francisco de Faria, conde de Castuera, coronel de la guardia de corps. He combatido en Zaragoza durante los dos asedios. Me llevaron preso a Francia pero logré escapar. Viajo yo solo y voy al encuentro del ejército para incorporarme de nuevo a filas.

—Lo conozco —dijo uno de los de la partida—. Dice la verdad. El coronel Faria estaba en el Estado Mayor del capitán general Palafox; yo luché cerca de él en las barricadas de la calle del Coso.

—¿Es eso cierto? —preguntó el cabecilla.

—Sí; lo he reconocido a pesar de su vestimenta de paisano. Luchó como un héroe en las trincheras de Zaragoza.

El hombre que así hablaba era un sirviente de la condesa de Bureta que había logrado escabullirse en los días siguientes a la toma de Zaragoza y que había logrado escapar de la ciudad para unirse a esa partida de paisanos que habían decidido enrolarse en el ejército para seguir combatiendo contra el francés.

El cabecilla y el Soplau bajaron sus armas y se relajaron.

—Me alegro de haberlos encontrado; ayer me escapé de Zaragoza y he estado caminando toda la noche. Temía toparme con una patrulla francesa, pues ésta es la única arma de que dispongo —Faria sacó de su faja la navaja que le había regalado Ricardo Marín y la mostró—. Y ustedes también han tenido suerte; si yo hubiera sido un soldado francés, ahora estarían todos muertos.

Aquellos hombres se miraron extrañados entre sí.

—¿Por qué dice eso?

—Han cometido muchos errores: en primer lugar han hablado muy alto, tanto que unos oteadores franceses apostados en aquellas lomas podrían haberlos oído fácilmente; han acampado sin inspeccionar el terreno, sin comprobar si era una zona adecuada; y han dejado al descubierto sus flancos.

A los hombres de la partida se les quedó cara de ingenuos, y alguno se rascó la cabeza a la vez que hacía una mueca de culpabilidad, como el niño que acaba de ser sorprendido sisando unas golosinas.

—No somos soldados, pero queremos luchar contra Napoleón.

—En ese caso tendrán que aprender a protegerse, o no durarán nada en el campo de batalla. A ver, dos de ustedes, usted y usted —Faria señaló a dos de ellos—, ¿cómo se llaman?

—Yo soy Marcelo Soriano, natural de Boquiñeni.

—Y yo Pedro de Aranda, vecino de Osera.

—Bien. Pues usted, Marcelo, vaya a aquella posición y vigile el camino hacia el norte; y usted, Pedro, haga lo mismo sobre aquella tapia y no pierda de vista la zona del oeste. Los demás pueden almorzar.

—Un momento —dijo el cabecilla—, ¿quién le autoriza a dar órdenes?

—Su majestad el rey de España —asentó con firmeza Faria—. Estamos en guerra y ustedes son combatientes; a partir de ahora considérense soldados, y si no hay ningún brigadier entre ustedes, lo que no creo, el oficial de más alto rango soy yo, de modo que obedezcan mis órdenes.

Faria se expresó con tal autoridad y contundencia que no dio pie a réplica alguna.

—Pero no hemos comido nada desde anoche —dijo uno de los dos designados para la guardia.

—Tengan —Faria les entregó a cada uno un pedazo de queso de su macuto y otro de pan—; cuando les releven de su turno podrán comer del rancho. Por ahora conténtense con el pan y el queso. Vamos, a sus puestos. Y los demás a comer. Por cierto, ¿alguien de ustedes conoce hacia dónde está Belchite?

—Claro, somos de esta tierra; pero allí no encontraremos al ejército.

—¿Hacia dónde se dirigían ustedes entonces? —preguntó Faria.

—A Alcañiz. La batalla tendrá lugar allí; los generales Blake y Villacampa están subiendo río arriba desde Tortosa. Todos los combatientes de esta zona de Aragón debemos acudir allí —respondió el cabecilla.

—En ese caso iremos hacia Alcañiz —Faria desplegó el plano de Labaña.

—No necesitamos ese papel; caminando en esa dirección estaremos allí en dos días.

* * *

La partida de voluntarios mandados por Faria se dirigió hacia el este y, tras dos días de caminata, llegaron a las proximidades de Alcañiz.

Por el camino atravesaron varios pueblos, algunos saqueados por los franceses, y los campesinos supervivientes les informaron de que se dirigían hacia Alcañiz, donde al parecer los franceses habían concentrado tropas para frenar el avance del ejército de Blake hacia Zaragoza.

Dieron un gran rodeo por el sur para evitar encontrarse con alguna patrulla francesa y cerca de un pueblo llamado Mequinenza, ubicado en la misma orilla del río Ebro, en la ladera de un cerro coronado por un imponente castillo, se encontraron con la avanzadilla del ejército español. Faria se identificó y explicó su situación antes de ser conducido ante el general Blake.

En el pabellón de mando del cuartel general, Blake despachaba con sus generales y oficiales superiores; debatían sobre un gran mapa la estrategia que debían seguir en su aproximación a Zaragoza. Blake tenía órdenes de la Junta Suprema de Defensa de avanzar hacia Zaragoza e intentar liberar la ciudad.

A mediados de mayo de 1809 los franceses habían sitiado Gerona, a la que estaban sometiendo a un cerco similar al de Zaragoza, y estaban desplegando sus tropas por todo el norte de la Península. El general inglés Arthur Wellesley había liberado Oporto, había vencido al mariscal Soult y avanzaba hacia el Duero. Los franceses se habían replegado hacia León, donde esperaban asentar un frente para detener a los británicos.

Blake había decidido atacar en el este peninsular para sacar provecho de la presión que los británicos ejercían desde Portugal; había supuesto que si cogían a los franceses entre dos flancos habría más posibilidad de derrotarlos.

Faria esperó firme a la entrada del pabellón mientras se informaba a Blake de su presencia. El mariscal ordenó que pasara.

—Mariscal, se presenta el coronel Francisco de Faria, de la guardia de corps de su majestad.

—Descanse, coronel. Me dice mi ayudante que usted acaba de llegar de Zaragoza con doce hombres. ¿Es así?

—Yo sí, señor, pero esos hombres son paisanos que se han enrolado en la guerra y a los cuales me encontré en mi camino de huida.

A continuación Francisco relató con detalle sus peripecias desde que fue apresado en Zaragoza.

—Ha tenido usted suerte, coronel. Desde ahora mismo queda incorporado a mi Estado Mayor; sus hombres serán destinados a uno de los batallones de voluntarios de Aragón. Venga, acompáñenos en la reunión, le presentaré al resto de oficiales. Ah, y dígale al maestro de armas que le proporcione un uniforme conforme a su cargo, una espada y un pistolete.

—Gracias, mi general.

Blake había salido de Tortosa el día 7 de mayo al frente del II Ejército de Aragón y Valencia, integrado por casi diez mil hombres, y se dirigía hacia Zaragoza siguiendo aguas arriba la corriente del Ebro. El plan era recuperar la ciudad, en manos francesas desde la capitulación de febrero, y desde allí intentar empujar a los imperiales hasta el otro lado de los Pirineos. Por el camino había enviado mensajeros reclamando la presencia de voluntarios de entre diecinueve y cuarenta años que estuvieran dispuestos a «defender la patria de las garras de Napoleón».

—Señores —dijo Blake tras presentar a su Estado Mayor al coronel Faria—, Wellesley avanza hacia Valladolid, a donde es probable que llegue en un par de semanas; si conseguimos recuperar Zaragoza, los franceses quedarán atrapados entre dos frentes y no tendrán otro remedio que capitular. Pero antes deberemos deshacernos de las tropas que han enviado a Alcañiz, que nos cortan el camino hacia Zaragoza. Lo haremos pasado mañana según el plan acordado.

Tal cual se había planeado, el ejército español atacó las posiciones que el general francés Laval había establecido en Alcañiz. Los franceses no presentaron resistencia y se replegaron hacia el oeste en espera de refuerzos.

Éstos llegaron cuatro días después al mando del impetuoso general Suchet, que acababa de suceder al general Junot al mando del III Ejército y ardía en deseos de ganar méritos ante el emperador. Suchet se lanzó a la batalla sin cotejar sus efectivos y sin examinar el terreno, lo que provocó su derrota. La de Alcañiz era la segunda batalla que los españoles ganaban a los franceses en el primer año de guerra, tras la victoria de Bailén, lo que provocó una gran alegría. El número de efectivos de cada ejército había sido muy similar, pero la precipitación de los franceses los perdió.

Suchet había cometido un error impropio de su experiencia de mando. En cuanto se presentó ante Alcañiz, lanzó a sus tropas a la batalla, confiando en que, como había sucedido hasta entonces, los avezados regimientos imperiales acabarían con los inexpertos y caóticos españoles. A las seis de la mañana aparecieron los franceses sobre las colinas al oeste de Alcañiz, sin que se realizara un bombardeo previo del campo de batalla por parte de la artillería. Los españoles estaban esperando; varios regimientos de guardias valonas, que portaban una gran bandera con el lema «Por el rey Fernando VII. Vencer o morir», cayeron sobre las alas de los sorprendidos y confiados franceses. La victoria española fue demasiado fácil.

Suchet se retiró hacia Zaragoza; la próxima vez no cometería ese error.

La situación parecía favorable a los españoles por primera vez en muchos meses. A pesar de que unos días antes se había perdido Oviedo, que había sido saqueada, los españoles y sus aliados los ingleses se encontraban en posición muy ventajosa. Además, Napoleón estaba ocupado en sus guerras por Europa, donde la situación política y militar era cada vez más compleja e imprevisible. En abril, Austria había declarado la guerra a Francia y Napoleón había respondido con una campaña contundente; derrotó a los austríacos en las batallas de Wagram y Regensburg y entró victorioso en la mismísima Viena el 12 de mayo. Rusia y Suecia también se habían declarado la guerra. En la primavera de 1809 no había en Europa un solo país en paz.