Capítulo II

A lo largo del camino entre Jaca y Huesca, Faria se encontró con varias patrullas del ejército francés. En un par de ocasiones le pidieron que se identificara, y aunque sólo pudo mostrar la cédula que le había entregado el capitán francés, la vista del sello imperial impreso en el papel fue suficiente para que le permitieran seguir.

Ya en Huesca, que también había sido ocupada por los franceses, se dirigió a casa de los parientes de Antonio Galindo. Las señas que le había dado el ganadero de Zuriza eran bastante precisas; se trataba de encontrar la casa de Manuel Galindo, natural del valle de Ansó, habitante en Huesca, en el barrio de la parroquia de San Pedro el Viejo. Faria dio con la casa enseguida.

Manuel Galindo se dedicaba al comercio de lana y de cuero. Se había trasladado a Huesca hacía veinte años y regentaba un pequeño negocio que lo mantenía en permanente contacto con su tierra natal de Ansó, adonde acudía todas las primaveras a comprar pieles y lana. No era un liberal, ni un encendido patriota, pero como buen montañés era un hombre orgulloso y altivo al que contemplar las enseñas francesas ondeando en las torres de Huesca le revolvía las tripas. Faria no sabía con qué tipo de individuo se iba a entrevistar. Antonio Galindo le había dicho que su pariente era un hombre serio y honrado, pero tal vez fuera un afrancesado o incluso un agente al servicio de los franceses. En esos días era complicado fiarse de alguien a quien no se conociera bien, y ni aun así se podía estar seguro.

Cuando se personó en la casa de Manuel Galindo, el comerciante no estaba allí; su esposa, aunque en principio receló de Faria, fue ganando confianza conforme el coronel le dio datos de Zuriza y de los parientes de su marido. Galindo estaba en su tienda de la calle del Coso, una guarnicionería y un pequeño taller donde se elaboraban y vendían aperos para caballerías y cinturones, cananas y correajes.

—¿Don Manuel Galindo? —preguntó Faria nada más entrar en la tienda, en la que había dos clientes vestidos de paisano y dos soldados de uniforme.

—Soy yo —contestó una de las tres personas que atendían la tienda.

—¿Puedo hablar con usted?, vengo de Ansó.

Al oír el nombre de su pueblo en boca de un desconocido, Galindo supo que ocurría algo extraño. No conocía a todos los habitantes de su pueblo natal, pero un joven apuesto y elegante como aquél no le hubiera pasado desapercibido, aunque Manuel tenía veinte años más, en sus constantes viajes a Ansó.

—Si me permite, acabo con estos oficiales y estoy con usted enseguida. Puede sentarse mientras tanto.

Faria lo hizo en una silla de anea en un rincón de la tienda, mientras Galindo despachaba a los dos oficiales franceses que estaban comprando unos cinturones de cuero negro. En cuanto se marcharon, Manuel Galindo hizo una señal a Faria y lo llevó a la trastienda.

—Usted no es de Ansó. ¿Qué hace aquí?

—Me envía su pariente, Antonio, de la aldea de Zuriza.

—¡Mi primo Antonio!, espero verlo dentro de unos días, cuando regrese al Pirineo a por pieles; pero a usted ¿qué le trae por aquí?

—¿Puedo hablarle con confianza?

—Creo que no tiene más remedio.

El conde de Castuera le mostró a Manuel la cédula que le había entregado el capitán francés en Jaca.

—Mi nombre no es Antón Galindo.

—Eso lo imaginaba. ¿Quién es usted en realidad y qué busca aquí?

—Me llamo Francisco de Faria y soy coronel del ejército español.

Manuel Galindo devolvió el papel a Faria.

—¿Y cómo sé que eso que me dice usted no es un engaño? En estos tiempos hay espías por todas partes.

—Créame. No soy ningún espía, ni ningún agente al servicio de los franceses. Soy conde de Castuera, en Extremadura, y combatí en Trafalgar y en Zaragoza.

—Es usted muy joven para ser coronel, e incluso para haber luchado en Trafalgar.

—Soy pariente de don Manuel de Godoy; es probable que mis rápidos ascensos se debieran a esa relación familiar…

—Dice que luchó en Zaragoza —le interrumpió Galindo.

—Sí. Allí estuve durante los dos asedios. Formé parte del Estado Mayor del general Palafox. Cuando se rindió la ciudad, los franceses me apresaron y me enviaron con otros muchos prisioneros a Francia En el camino, en un valle de Navarra, aproveché un descuido de los guardias que nos escoltaban y pude huir; anduve varios días perdido por las montañas hasta que fui a parar a una aldea llamada Zuriza, en el valle de Ansó. Allí me acogió Antonio Galindo, que fue quien me dio su referencia en Huesca. Cuando logré fugarme me acompañaba un comerciante zaragozano que nos ayudó mucho en la defensa de Zaragoza, pero tuvimos que separarnos enseguida; no sé qué habrá sido de él. Se llama José Salamero.

—¡José Salamero!

—Sí, ése es su nombre.

—Por todos los diablos, pero si Salamero es amigo mío, y un buen cliente, además. Le he proporcionado muchos paños de lana.

—Pues su ayuda fue extraordinaria en la batalla de Zaragoza.

—¿Qué necesita de mí, señor conde? —desde ese momento Galindo se dirigió a Faria con el tratamiento de excelencia.

—Mi intención es regresar a Zaragoza; allí dejé a mi… prometida, y además deseo volver a combatir contra los franceses…, si es que queda algún regimiento español en condiciones de luchar. ¿Puede usted informarme de cómo está la situación en España? Allá arriba no han llegado demasiadas noticias.

—Bueno, aquí se oyen novedades todos los días, pero no sé si son muy ciertas, porque los caminos hacia Lérida, Huesca y Zaragoza están controlados por los franceses. Por lo que aquí se sabe, los británicos han desembarcado un poderoso ejército en Portugal, donde dicen que se prepara una gran batalla. La mitad norte de Aragón está en manos francesas, pero dicen que al sur de Zaragoza se ha organizado el ejército y que en las serranías ibéricas resisten nuestras tropas. Y poco más puedo deciros, señor conde.

—¿Sabe usted si se ha organizado aquí en Huesca algún grupo clandestino de patriotas?

—No, no tengo noticia de ello. Los franceses lo controlan todo y encierran a cualquiera que muestre signos de disidencia.

—En ese caso, tengo que marcharme de aquí. Debo incorporarme al ejército del sur de Aragón.

—Será difícil transitar por los caminos sin otro documento que ése que su excelencia me ha mostrado; que además le obliga a presentarse enseguida en Jaca.

—¿Puedo conseguir documentación falsa?

—Es posible, pero costará dinero y al menos un par de días.

—Sólo dispongo de dos reales; su pariente me entregó veinte, pero he gastado tres en el camino y los franceses me requisaron quince en Jaca, como fianza, imagino. ¿Cuánto costarían esos papeles falsos?

—No menos de cincuenta reales. Hay que sobornar al menos a un par de oficiales franceses.

—¿Lo ha hecho alguna vez?

—Sí, claro. En estos tiempos, si quieres que siga adelante el negocio, no hay más remedio que pagar por ello. Y creedme, señor conde, en estos casos no hay ninguna diferencia entre españoles y franceses.

—¿Podría usted prestarme el dinero?

—No se preocupe por ello.

—Se lo devolveré.

—No lo dudo.

—¿Cuándo podrán estar listos esos papeles?

—Ya le he dicho que en un par de días. Será usted mi sobrino, Antón Galindo; irá en mi representación a comprar cueros y tejidos. Portará una cédula firmada por el comandante francés de Huesca. Tenga cuidado.

—Gracias, en cuanto todo esto pase le compensaré…

—Olvídese ahora de eso y sea precavido.

—¿Dónde puedo hospedarme hasta que disponga de ese documento?

—En mi casa, claro; recuerde que es usted mi sobrino.

* * *

El documento llegó tres días después. Manuel Galindo tuvo que pagar sesenta reales para que el comandante francés firmara un salvoconducto en el que su portador, Antón Galindo, de veinticuatro años de edad, natural de Ansó, viajaba de Huesca a Zaragoza en misión comercial para suministrar paños y cueros al ejército francés.

Manuel Galindo le proporcionó, además de una capa de viaje, una mula y cincuenta reales más. «Es mi pequeña contribución a la guerra», le dijo al despedirse.

La intención de Faria era dirigirse a Zaragoza, ver a Cayetana, que se había quedado a trabajar en la fonda de Ricardo Marín en espera de noticias de Francisco, y luego contactar con el ejército español que operaba en las tierras del sur de Aragón.

Durante su estancia en Huesca se había enterado de que el rey José I Bonaparte había dictado una serie de normas y decretos para reconstruir Zaragoza, empleando para ello el dinero procedente de los numerosos conventos e iglesias de la ciudad, y que había expulsado de ella a decenas de clérigos, frailes y monjas, aduciendo que no realizaban ningún trabajo útil para la comunidad; sólo permitió que algunos colegios, como el de los Escolapios, se mantuvieran abiertos, por el servicio que realizaban en pro de la enseñanza de la juventud.

También supo que el general Palafox había sido recluido en el castillo de Vicennes, habilitado como prisión militar. En cuanto al rey Fernando VII, se había instalado en el palacio de Valençay, donde disfrutaba de grandes lujos.

Dos días tardó Faria en recorrer la distancia entre Huesca y Zaragoza. Al llegar al Arrabal, a última hora de la tarde, las luces del día estaban siendo vencidas por la caída de la noche y una patrulla de soldados le impidió proseguir hasta la ciudad, advirtiéndole que acababan de cerrar el acceso por el puente de Piedra y que no se abriría hasta la mañana siguiente. A pesar de las quejas de Faria, no le quedó otro remedio que pasar esa noche en un pajar medio en ruinas en el Arrabal, en compañía de varios viajeros que tampoco habían llegado a tiempo.

Al amanecer, Faria se despertó entre pajas, ronquidos y flatulencias de sus compañeros de pajar, se dirigió a una acequia cercana y se aseó cuanto pudo, pues la pileta que había junto al pajar contenía un agua marrón maloliente. Aquella mañana de comienzos de mayo era luminosa y cálida; el capote que Manuel Galindo le entregara en Huesca le había venido muy bien para cubrirse durante la noche, pero ya no era necesario.

Recogió su mula, que había pasado la noche en el mismo pajar, y enfiló el camino hacia el puente. Desde la orilla izquierda del Ebro pudo ver toda la fachada norte de Zaragoza. En el perfil del cielo azul destacaban sus numerosas torres de ladrillo, algunas de ellas con impactos de los proyectiles lanzados por los franceses durante los dos asedios. Las casas que daban al Ebro, incluida la fachada norte de la basílica del Pilar, estaban bastante deterioradas; eran perfectamente visibles los numerosísimos impactos de balas, de cañonazos y de morteros recibidos en la batalla. El puente de piedra se mantenía en pie, pero los pretiles aparecían muy deteriorados, e incluso faltaban por completo en algunos tramos, de modo que se habían colocado vallas provisionales con tablones cruzados a modo de quitamiedos.

Antes de entrar en el puente tuvo que mostrar su salvoconducto a los guardias que custodiaban la embocadura en la orilla del Arrabal, y al atravesarlo se cruzó con una brigada de trabajadores que estaban retirando escombros de la ciudad en carretas y carros tirados por bueyes y mulos.

Una vez en Zaragoza se dirigió a la posada de Ricardo Marín. El criado, a quien ya conocía por su estancia en la ciudad durante los asedios, dio un respingo al ver a Faria, pero el coronel le conminó a que se callara, no fuera a delatarle.

—No digas nada, no me conoces, ¿de acuerdo?

—Sí, coronel, sí, señor —balbuceó el criado.

—¡Maldita sea!, te he dicho que no me conoces, ¿no lo entiendes?

—Sí, sí, claro, no lo conozco.

—Bien, ¿están aquí don Ricardo y doña Cayetana?

—Aquí siguen. Les avisaré de su presencia.

—De acuerdo, pero hazlo con toda reserva, y prevenles para que no me identifiquen, como si no me conocieran. Yo les explicaré luego lo que ocurre. ¿Te has enterado?

—Sí señor.

El criado se retiró en busca de Ricardo Marín, mientras Faria se ocupaba de la mula. En unos instantes apareció Marín en el zaguán de la posada; estaba sonriente, pero intentaba disimularlo.

—Señor, me ha dicho mi criado que busca usted posada.

—Así es. Mi nombre es Antón Galindo y vengo de Ansó.

—Pues pase usted, ésta es la mejor posada de Zaragoza.

Marín condujo a Faria a una habitación, cerró la puerta y le dio un gran abrazo.

—¡Coronel!, me alegro de verte. Te creíamos en alguna prisión francesa.

—Logré escapar y… —Faria le resumió a Marín cuanto le había ocurrido en los dos últimos meses.

—Has tenido suerte. Hemos sabido que algunos presos lograron fugarse antes de llegar a Francia, y sabemos de otros muchos que cayeron en el intento. Me alegro de que estés aquí, pero hemos de tener cuidado, los franceses todavía siguen deteniendo a gente. Y es probable que alguien te reconozca y meta la pata.

—¿Y Cayetana? —demandó Faria.

—Está bien. Ha salido al mercado a hacer la compra; hoy tenemos un banquete para una veintena de oficiales franceses que vienen a celebrar la victoria de Napoleón en Ratisbona; se enteraron hace dos días y quieren festejarlo con una buena comida.

—¿Entonces, sigue aquí?

—Por supuesto. Sabía que vendrías a buscarla, y además no tenía mejor sitio donde ir. Me está siendo de mucha ayuda en la posada; ¿sabes que trabajó en una en Bayona?

—Sí, lo sabía.

—Pues allí aprendió a hablar francés, lo cual es de una gran importancia en estos tiempos. Mis años en París y la experiencia de Cayetana en Bayona han hecho de esta posada la más atractiva para los oficiales franceses destacados en Zaragoza, de manera que casi siempre tenemos el comedor lleno. Aunque no pasa ningún día sin que maldiga a esos gabachos. Pero hay que sobrevivir, ya sabes, y poner cara de tonto cuando cantan canciones en honor de su emperador y por la grandeza de Francia.

»Ahora lo importante es que estás aquí, sano y a salvo…, de momento. Instálate en una habitación; en cuanto regrese Cayetana te avisaré.

Faria ocupó su habitación y enseguida estuvo listo, pues viajaba ligero de equipaje. Aprovechó el tiempo para desayunar un cuenco de gachas y unas tajadas de tocino frito y se aseó un poco mejor de lo que lo había hecho en la acequia del Arrabal. Quería que Cayetana lo encontrara lo más limpio posible.

Unos golpes sonaron en la puerta de la habitación.

—Adelante —dijo Faria.

La puerta se entreabrió y tras ella apareció Cayetana. Estaba preciosa; su melena morena rizada y de pelo abundante estaba recogida en una pañoleta blanca; vestía de color verde oscuro, un sencillo corpiño y una falda larga de amplios pliegues.

—¡Estás aquí, Dios mío, estás aquí! —exclamó antes de correr a los brazos de Faria.

Los dos jóvenes se besaron y permanecieron un buen rato abrazados.

—Pude escapar.

—Me lo ha dicho Ricardo, y también que no te llame por tu nombre.

—Así es. Mi vida corre peligro. Tengo una cédula de identidad falsa, aunque el papel y el sello son auténticos. No obstante, no creo que pueda permanecer demasiado tiempo aquí; me acabarían descubriendo. Mucha gente me conoce en esta ciudad y sé que hay numerosos traidores dispuestos a delatar a combatientes españoles ante los franceses a cambio de ganarse su estima.

—Todavía siguen deteniendo a gente y encarcelándola; y en tu caso, creo que llegarían incluso a fusilarte.

—Mi intención es incorporarme al ejército. Sé que se ha organizado un cuerpo de ejército que resiste en las serranías del sur de Aragón. Sigo siendo coronel de la guardia de corps.

—Ésta es una guerra perdida —dijo Cayetana.

—Tal vez, pero no tengo otro remedio que combatir en ella; soy un soldado y me debo a mi patria, y mi patria está siendo invadida por un ejército extranjero. Mi deber es luchar para que mi país vuelva a recuperar su independencia.

—¿Sabes lo que está haciendo el rey Fernando?

—Sé que está en Valençay.

—Ha felicitado a Napoleón por su victoria en Zaragoza.

—¿¡Qué!?

—Le ha enviado una carta en la que le da la enhorabuena por su gran victoria ante los muros de Zaragoza y le muestra su respeto y su fidelidad, a la vez que le desea que continúen sus éxitos en el campo de batalla.

—¿Es eso cierto?

—Parece que sí.

—Este pueblo está muriendo por él.

—Pues no le debe de importar demasiado.

—El año pasado, en las conversaciones de Bayona, ya se comportó como un pésimo monarca. Yo estuve presente, ya lo sabes, en la entrevista que celebraron don Carlos y don Fernando con Bonaparte, y sentí mucha vergüenza de que aquellos dos individuos fueran mis reyes; pero lo eran, y como soldado de España debía fidelidad a sus monarcas legítimos, aunque esto que me dices es demasiado, es indigno.

—Ricardo también está escandalizado con la actitud de don Fernando. Ya sabes que él vivió varios años en París y que es republicano. La actitud del rey Fernando no ha hecho sino ratificarlo en sus ideales.

Faria acarició a Cayetana. Sus brillantes ojos melados parecían haber recobrado una nueva luz. Unos golpes sonaron en la puerta; era Ricardo Marín.

—Siento interrumpir, pero hay soldados franceses en la posada. Están investigando a todos los clientes para asegurar sus identidades; como ya sabes, hoy vienen a comer varios oficiales y quieren tener controlada la situación. Es probable que intenten comprobar tu identidad —dijo Ricardo dirigiéndose a Faria.

—Si lo hacen tendré problemas, y vosotros dos también; lo mejor es que me vaya cuanto antes de aquí. Hoy mismo si es posible.

—¡No! —exclamó Cayetana.

—Debo irme; tú quédate aquí. Estarás bien.

—Pero…

—No —Francisco puso sus dedos en los labios de Cayetana impidiéndole continuar hablando—. No digas nada más; yo siento separarme de ti de nuevo más que cualquier otra cosa, pero soy un peligro para ti y para Ricardo. Si me descubren, no sólo me fusilarán a mí, también os ejecutarán a vosotros dos. Compréndelo.

—Francisco tiene razón, Cayetana; debe marcharse de Zaragoza.

—¿Y adónde vas a ir?

—Hacia el sur. Nuestro ejército se ha reorganizado al sur de Zaragoza. Intentaré llegar hasta sus posiciones.

—Ten mucho cuidado.

—Lo tendré.

—Ese certificado que te han hecho en Huesca no te servirá para nada al sur de Zaragoza, ni siquiera si te detiene una patrulla francesa —alegó Marín.

—Lo sé, por eso tengo que escapar esta noche, aprovechando la oscuridad. Tendré que ir a pie, saltar las tapias, atravesar los puestos avanzados, caminar durante la noche y permanecer oculto de día. Así es como logré sobrevivir cuando escapé de los franceses en los Pirineos.

—Hay una manera más fácil. ¿Sabes nadar? —le preguntó Marín.

—Sí, aprendí de niño, en Castuera.

—En esta época del año el río Ebro lleva mucho caudal debido a las lluvias de primavera y al deshielo. Esta noche iremos a la orilla, en la zona de las Tenerías, te deslizarás dentro del agua y te dejarás arrastrar por la corriente río abajo. Hazlo durante tres horas. Después acércate a la orilla, sal del río y dirígete hacia el sur, hacia Belchite. Te indicaré en un mapa dónde está ese pueblo.

Marín salió en busca de un mapa y regresó enseguida; durante esos momentos Faria y Cayetana no dejaron de besarse.

—No sé si podré resistir tanto tiempo dentro del agua, aunque no creo que las aguas del Ebro sean más peligrosas que las de Trafalgar —ironizó Francisco.

—No te preocupes, apenas tendrás que nadar. Prepararemos un flotador con una vejiga de vaca. En este tiempo ya no hace frío, pero llevarás ropa seca y comida para tres o cuatro días en una bolsa impermeable, de modo que cuando llegues a la orilla puedas desprenderte de las ropas húmedas y cambiarte.

»Mira ahora este mapa.

Marín desplegó un mapa de Aragón realizado en 1609 por un cartógrafo portugués llamado Labaña.

—Parece antiguo.

—Pero no ha cambiado casi nada. Algunos pueblos han desaparecido, pero nada más. Aquí está Belchite —Marín señaló con su índice una localidad al sur de Zaragoza—. Por lo que sé, los franceses han desplegado varios regimientos entre Zaragoza y Belchite, y varias divisiones han entrado por los Pirineos en Cataluña. Hace dos días una brigada francesa partió hacia Alcañiz…, aquí —volvió a señalar otro punto en el mapa—, para enfrentarse a un ejército español de unos diez mil hombres que al mando del general Blake ha salido de Tortosa con destino a Zaragoza. Es probable que haya una batalla a mitad de camino, quizás en Alcañiz.

—En ese caso, iré a Alcañiz.

—No llegarías. Entre Alcañiz y Zaragoza están desplegadas varias brigadas francesas, tendrías que atravesar su frente, y sería difícil. Es mejor que hagas lo que te he dicho. Si llegas hasta Belchite podrás unirte a los nuestros; es probable que el ejército del sur de Aragón decida sumarse al de Blake para enfrentarse a los franceses en Alcañiz.

—Tienes razón.

—Bien. Ahora vete de la posada antes de que te pregunten nada los soldados franceses. Dirígete al templo del Pilar y pasa allí la mañana rezando, o haz como que rezas, y sobre todo no te dejes ver por la ciudad; a media tarde regresa aquí, yo habré preparado todo.

* * *

Sobre las cuatro de la tarde Faria regresó a la posada. Los oficiales franceses ya habían celebrado el banquete y se habían marchado, de modo que todo estaba muy tranquilo.

—Faltan dos horas para que anochezca por completo; tal vez queráis estar juntos; a solas, me refiero —le dijo Ricardo a Cayetana; los tres estaban en la cocina de la posada.

Los dos jóvenes se retiraron a una habitación mientras Ricardo Marín preparaba todo lo pertinente para la huida de Faria.

—Ricardo es un tipo extraordinario —dijo Francisco.

—Lo es. Conmigo se está portando como un verdadero padre.

Francisco abrazó a Cayetana por el talle, la atrajo hacia sí y la besó en la boca. Hicieron el amor durante dos horas, hasta quedar completamente exhaustos.

—¿Has guardado energías para esta noche? —le preguntó Cayetana mientras se vestía.

—Me las proporcionará tu recuerdo y las ganas de volver a estar pronto contigo.

—Voy a ver a Ricardo. Tú quédate aquí.

—De acuerdo —asintió Francisco.

A los pocos minutos Cayetana regresó con Ricardo Marín. Portaban una amplia bolsa de cuero cerrada con unos lazos de badana muy apretados cuyas junturas se habían untado con cera virgen y una vejiga de vaca.

—Esto es cuanto necesitas. En la bolsa, que hemos cerrado lo más herméticamente que hemos podido, hay ropa y comida. Y esto es el flotador. Habrá que hincharlo en la orilla del río y cerrarlo con esta tira de badana; lo haremos con fuerza para que no pierda aire. Después ataremos estas dos correas a las que tendrás que sujetarte. La vejiga evitará que te hundas y te conducirá río abajo; sólo tienes que dejarte ir.

—¿Y si me ven desde la ribera?

—Antes de que te metas en el agua te cubriremos con ramas; desde la orilla parecerás un matojo o un arbusto que arrastra la corriente. Aguas arriba de Zaragoza, varios campesinos patriotas han arrojado al río ramas similares.

»Ahora debemos irnos.

Marín salió de la alcoba dejando solos a Cayetana y a Francisco.

—Volveré a por ti, y lo haré pronto. Y cuando todo esto acabe…

Ahora fue la joven quien calló con sus dedos a Faria.

—Cuídate. Yo estaré aquí, esperándote.

Los dos amantes se dieron un largo beso y Faria salió de la alcoba; no pudo ver las lágrimas que brotaron de los ojos de Cayetana cuando el coronel cerró la puerta.

—Antes de marcharme quiero pedirte un favor —le dijo Faria a Marín.

—Lo que quieras.

—Antonio Galindo, un pastor de la aldea de Zuriza, en el valle de Hecho, y Manuel Galindo, un comerciante en lanas y pieles de Huesca, me han ayudado a llegar hasta aquí; de no haber sido por ellos no lo hubiera logrado. Les debo dinero, y seguramente la vida. La mula que dejo en el establo es de Manuel. Hazles llegar, cuando puedas, trescientos reales a cada uno de ellos. Te firmaré un papel para que los puedas cobrar sobre las rentas de mi hacienda en Castuera.

—No hace falta.

—Es por si no regreso.

—Volverás, claro que volverás. Y ahora, vamos. Las calles de la ciudad están llenas de patrullas francesas, pero nosotros iremos hasta la orilla del río bajo la tierra. Esta ciudad, como ya comprobaste en la lucha contra los gabachos, está horadada por bodegas y pasadizos que se comunican entre sí. Uno de ellos nos conducirá hasta la misma orilla del río. Adelante.

Francisco de Faria, Ricardo Marín y su criado atravesaron media ciudad bajo tierra, hasta llegar a una cloaca oculta por unos juncos que salía directamente al río, en el barrio de las Tenerías, el último que atravesaba el Ebro. Se percibieron de que no había soldados cerca, hincharon la vejiga, se dieron un fuerte abrazo y cubrieron a Faria de ramas en un perfecto camuflaje.

—Suerte, amigo, y espero verte pronto —dijo Ricardo.

—Cuídate mucho, y cuídamela.

—No permitiré que le ocurra ningún mal.

Faria se soltó de la mano de Ricardo, se asió a las correas que rodeaban la vejiga y se dejó arrastrar aguas abajo por la corriente del Ebro.

El agua estaba fría, pero era soportable. Balanceó un poco las piernas y consiguió acercarse hacia el centro del río, para así alejarse lo máximo posible de la orilla.

Entre las ramas que le cubrían la cabeza apenas podía ver otra cosa que un pedazo de cielo negro en el que brillaban como puntitos de plata las estrellas de aquella noche de primavera.