DESDE las cumbres del Pirineo la vida, como el horizonte, se veía mucho más despejada.
El coronel Francisco de Faria, conde de Castuera y miembro de la guardia de corps, había logrado escapar en el puerto navarro de Ibañeta de un destacamento de soldados franceses que conducían a un grupo de presos a cárceles francesas tras la capitulación de la ciudad de Zaragoza, que el 21 de febrero de 1809 había sido tomada tras dos cruentos asedios.
Faria había logrado soltarse las ligaduras con ayuda del comerciante zaragozano Salamero, y aprovechando la oscuridad se había ocultado en el bosque, donde los dos fugados se habían separado. Caminando entre peñascos y bosques, durmiendo en cuevas y escalando riscos había logrado llegar, con dos costillas rotas, a la pequeña aldea de Zuriza, en el valle pirenaico de Ansó, donde unos pastores, ajenos a cuanto acontecía en el resto de Europa, le habían proporcionado cobijo y comida.
Un mes después de su llegada a Zuriza los huesos de las dos costillas se habían soldado y gracias a la leche, a la carne y a la mantequilla de los pastores se había recuperado de los meses de batallas y hambre en Zaragoza.
Durante esas semanas nada supo de lo que estaba ocurriendo en España. Las últimas noticias recibidas en la Zaragoza asediada decían que el emperador Napoleón, que se había presentado a fines de 1808 en Madrid para dirigir personalmente las operaciones de la guerra, había regresado a Francia a fines de enero de 1809, dando por hecho que la caída de Zaragoza y el avance del ejército imperial hacia el sur y el oeste de la Península provocaría la sumisión de los españoles en muy poco tiempo.
La derrota y muerte del general inglés Moore en La Coruña, mientras se retiraba ante la ofensiva francesa, había dado al traste con la esperanza de que con la ayuda británica se pudiera vencer a Napoleón.
—Entonces, ¿no se sabe nada más? —le preguntó Faria a Antonio Galindo, el pastor en cuya casa de Zuriza había sido acogido el coronel tras su huida por los Pirineos.
Galindo acababa de regresar de la localidad de Ansó, aguas abajo del valle, donde había acudido a vender un ternero, aprovechando que con la llegada de la primavera los caminos ya estaban libres de nieve y transitables.
—Sólo lo que le he contado, coronel. En Ansó tampoco se conocen demasiadas cosas. Un correo recién llegado de Jaca ha informado que los franceses han ocupado toda España, y que en Madrid reina un hermano del rey de Francia, ese tal Napoleón —reiteró Antonio.
A fines de abril de 1809 el ejército francés había ocupado todo el noreste de la Península, que el emperador había puesto bajo el mando de un gobierno militar autónomo, lo que había provocado el enfado de José I —el rey de España repuesto en el trono de Madrid por el mismo Napoleón—, que incluso había comentado a sus consejeros que se había planteado la posibilidad de abdicar por la merma de autoridad que le había producido aquella decisión de su hermano.
Faria dudaba. No sabía qué hacer ni a dónde ir, pues era un fugado y estaba seguro de que los franceses habían puesto precio a su cabeza. Luego pensó que probablemente muchos soldados españoles podían estar en su misma situación, vagando por bosques y montañas, refugiados en aldeas recónditas, sin otra esperanza que un milagro que pusiera fin a la presencia de los franceses en España.
Mediada la primavera, se enteró de que los franceses estaban muy cerca, pues habían ocupado Jaca y su ciudadela y habían subido hasta el santuario de San Juan de la Peña, un monasterio doble cuyos edificios más antiguos habían sido construidos en lo alto de unos riscos, bajo una roca, y otros más nuevos en una planicie cercana. El santuario, que los aragoneses consideraban la cuna de su reino, había sido saqueado e incendiado por las tropas imperiales, y se decía que los soldados se habían vestido con las dalmáticas de celebrar misa y cubierto con sus gorros y sombreros. Incluso las tumbas de monjes y abades habían sido profanadas en busca de anillos, pectorales y otras joyas. Quienes lo habían visto contaban que los huesos de los cadáveres se amontonaban por doquier alrededor de los sepulcros abiertos.
Faria estaba desesperado; gracias a las informaciones que Antonio le proporcionaba todas las semanas, sabía que los franceses habían infligido a los españoles una derrota tras otra. En Medellín, el mariscal Victor había derrotado al general Cuesta, causando diez mil bajas entre los españoles; y en su avance incontenible los franceses habían llegado hasta Oporto, en la costa atlántica portuguesa, donde habían muerto más de quince mil personas.
Los británicos, ante la posibilidad de que todo Portugal cayera en manos de Napoleón, lo que supondría un verdadero desastre para sus intereses y el corte de suministros fundamentales para sus navíos de guerra, organizaron un cuerpo expedicionario al mando del teniente general Arthur Wellesley, un militar ambicioso, frío y competente, que ya conocía Portugal por haber estado en ese país el año anterior. El cuerpo expedicionario británico desembarcó en Lisboa y Wellesley, que todavía no había cumplido los cuarenta años, se puso enseguida a diseñar un plan de contraataque con los oficiales de su Estado Mayor.
Pocos días antes, Austria había declarado la guerra a Napoleón, lo que había supuesto una estupenda noticia para Wellesley, pues el ejército imperial debería atender ahora dos frentes, aunque en realidad, toda Europa estaba en guerra, todo territorio era un frente de batalla.
A fines de abril Faria decidió que debía marcharse de la aldea de Zuriza.
—Mañana me voy —le confesó a Antonio Galindo—. Tú y toda tu familia habéis sido muy generosos al compartir vuestra comida conmigo. No sé cuándo ni cómo, pero os lo recompensaré. Ahora debo bajar de estas montañas; en nuestro país se está librando una guerra decisiva para el futuro de todo este continente y cualquier ayuda, por pequeña que sea, es necesaria.
—Aquí, en estas montañas, no habrá guerra. Hace siglos que los ganaderos y los campesinos de ambos lados del Pirineo hemos firmado acuerdos para que así sea. Tenemos unos pactos por los que, en caso de guerra y venga de donde venga el peligro, nos avisamos de unos valles a otros a fin de poner a salvo nuestros ganados y nuestras propiedades —dijo Antonio Galindo.
—Esa táctica pudo funcionar antaño, pero ahora las cosas han cambiado mucho. La guerra ya no es como antes, hombres frente a hombres, espadas en mano y lanzas en ristre, combatiendo según los viejos códigos de honor. En estos tiempos se emplean armas terribles, cañones capaces de matar a mucha distancia, sin siquiera poder atisbar el rostro del enemigo.
—Nosotros seguimos avisándonos. Lo hacen con nosotros los franceses del valle de Aspe y lo hacemos nosotros con ellos.
—Esa solidaridad de vecinos es estupenda, pero los ejércitos actuales no respetan esos viejos códigos. Cada vez quedan menos caballeros en la guerra. Pero ahora debo irme, pues mi presencia aquí os puede poner en grave riesgo.
—En ese caso, coronel, ¿necesita usted alguna cosa que podamos proporcionarle?
—Me hará falta algo de comida, y algunos nombres para contactar con ellos en Jaca y en Huesca, y que sean de fiar. Y ropa que me permita pasar inadvertido.
—Tengo familiares en Huesca, pero deberá andar con mucho cuidado; dicen que los caminos entre Jaca y Huesca están vigilados por patrullas francesas.
—Lo tendré. No me gustaría acabar fusilado a la orilla de alguna vereda.
A la mañana siguiente la mujer de Antonio Galindo había preparado un zurrón de piel en el que había puesto una buena hogaza de pan, un queso, tocino seco, un tarro de mantequilla y una ristra de embutido ahumado. El propio Galindo le había dejado unos pantalones de pana, una faja, una camisola y una chaqueta de fieltro, además de un sombrero de ala ancha y unas abarcas.
—No tengo nada que darte a cambio, amigo —le dijo a Antonio.
—No se preocupe, coronel.
—Mi uniforme es un montón de harapos inservible, y además, si alguna patrulla francesa subiera hasta aquí arriba y lo encontrara tendrías un grave problema. Lo mejor es que lo quemes. Ni siquiera las botas son aprovechables.
—Apenas tenemos dinero, pero coja esto —Galindo le entregó una bolsa con monedas—, es parte de los beneficios por la venta del ternero.
—No puedo aceptarlo —dijo Faria.
—Le vendrán bien para el camino. Y ya me los devolverá. Vaya con Dios, coronel.
—Queda con Él, Antonio.
Faria le dio un abrazo al ganadero de Zuriza, se colgó el zurrón al hombro y descendió por una senda, valle abajo, hacia Ansó.
* * *
Había memorizado el nombre del familiar de Antonio Galindo y sus señas en Huesca, a donde había pensado dirigirse. No tenía cédula de identidad, pero había decidido que si lo detenía alguna patrulla francesa diría llamarse Antón Galindo, ganadero del valle de Ansó, que se dirigía a Huesca para visitar a unos familiares y comprar algo de ganado. No era una coartada demasiado brillante, pues el coronel Faria no tenía ni aspecto ni acento de ganadero aragonés, pero no se le había ocurrido nada mejor y tal vez los franceses no se dieran cuenta de ello.
Tal como le había indicado Antonio, Faria llegó al pueblo de Ansó unas dos horas y media después de salir de Zuriza; desde allí atravesó la sierra del Vedao y llegó a Hecho al mediodía; se detuvo para comer un poco de queso, embutido y pan y continuó valle abajo hasta Puente la Reina, una pequeña localidad donde confluían varios caminos. Cuando arribó estaba anocheciendo; un campesino que regresaba a casa le dijo que hasta Jaca todavía le quedaban unas cuatro horas de camino, por lo que decidió pasar la noche en Puente la Reina, y lo hizo en una borda de ese mismo campesino.
Por la mañana se aseó en un arroyo cercano que bajaba caudaloso debido al agua del deshielo, recogió su zurrón y, siguiendo las indicaciones del campesino, al que entregó un real, se dirigió por un camino paralelo al río Aragón hacia Jaca.
Tres horas después atisbó la ciudad que había sido la más antigua capital del viejo reino de Aragón. Jaca era una ciudad pequeña, construida en lo alto de una colina y totalmente amurallada; en su lado oeste había una ciudadela de piedra, en forma de estrella, rodeada de un amplio foso. Había sido levantada dos siglos y medio atrás para defender la ciudad y el paso desde Francia a España a través del valle de Canfranc.
Desde la distancia no podía observar si Jaca seguía ocupada por tropas francesas. En el camino desde Puente la Reina no se había cruzado con ninguna patrulla y no daba la sensación de que la guerra hubiera llegado a aquellos parajes. Pero, conforme se fue acercando, sus ojos pudieron contemplar que era la bandera azul, blanca y roja la que ondeaba sobre los muros de la ciudad.
Al ver la tricolor, instintivamente se ocultó tras unos arbustos. Bueno, los franceses ya estaban allí, y también en Huesca, de modo que no tenía otro remedio que disimular y encomendarse a la suerte.
Siguió caminando hacia Jaca y a unos mil pasos de la muralla una patrulla de media docena de soldados imperiales le dio el alto. Uno de ellos le preguntó en castellano a dónde iba y quién era, y Faria contestó sereno con la coartada que había preparado.
El sargento que mandaba la patrulla lo miró de arriba abajo, ordenó que revisaran el zurrón y comprobó que no portaba ningún arma. Pero cuando ya estaba a punto de dejarlo seguir, le examinó las manos.
—Éstas no son las manos de un campesino —le dijo.
—No soy campesino, señor, sino ganadero. Vivo en lo alto de aquellas montañas —Faria señaló hacia el noroeste— y allá no hay tierra que sembrar.
El sargento lo miró receloso.
—Acompáñanos a Jaca.
Faria se resignó y escoltado por los soldados se dirigió hacia la ciudad. La puerta occidental estaba custodiada por una guardia de cuatro fusileros y sobre ella ondeaba la tricolor. La gente de Jaca seguía su vida rutinaria, y no había restos de que se hubiera librado una batalla.
Jaca estaba ocupada por los franceses. Lo habían hecho a fines de marzo, cuando un destacamento llegado desde Zaragoza entró en la ciudad sin encontrar resistencia. Los soldados españoles, que se habían refugiado en la Ciudadela, huyeron y desertaron, por lo que sólo quedaron allí los enfermos e impedidos. Ante la imposibilidad de defender la plaza, la Junta municipal la entregó a los franceses sin luchar. Las autoridades municipales habían jurado fidelidad a José I y a su hermano el emperador.
—Este individuo dice ser ganadero del valle de Ansó en camino hacia Huesca, a donde se dirige a comprar ganado —informó en francés el sargento a su oficial superior en presencia de Faria, que entendía su lengua pero fingía lo contrario—. Resulta sospechoso, señor, pues ni sus manos ni sus ademanes son propios de un ganadero de estas montañas.
El oficial se levantó de su mesa, en su despacho ubicado en la Casa Consistorial, y le examinó las manos. Se dio despacio la vuelta y de pronto se giró a toda velocidad propinando un tremendo revés en el rostro de Faria, que se tambaleó y dio varios pasos hacia atrás hasta detenerse contra una de las paredes.
—Es un espía. Enciérrelo en un calabozo, sargento, mañana lo interrogaremos a fondo.
—Llevaba esta bolsa con comida y diecinueve reales.
—Requísenselo todo.
* * *
Al día siguiente Faria, con el pómulo todavía tumefacto por el golpe del oficial, fue llevado ante él. El sargento que lo había detenido ofició de intérprete.
A las preguntas del oficial, Faria declaró que su nombre era Antón Galindo, natural del valle de Ansó, y que se dirigía a Huesca a comprar ganado. Alegó que no poseía ningún salvoconducto ni cédula de identidad porque en los valles altos no había costumbre de hacerlo, pues allá arriba todos se conocían, y para demostrarlo citó los acuerdos con los habitantes de los valles franceses para la defensa y la información mutua.
Aquello pareció desconcertar al oficial, que reclamó información a uno de sus ayudantes, natural de un pueblecito del Pirineo francés, quien ratificó las palabras de Faria.
—Sargento, dígale que le dejaremos ir, pero deberá presentarse en esta comandancia en siete días, al regreso de Huesca.
Y ordenó que se le extendiera una cédula en la que se explicitaba que su portador, Antón Galindo, natural de Ansó, debería presentarse en Jaca en la fecha indicada.
—Gracias, señor, gracias —dijo Faria tras oír la traducción del sargento.
—Como garantía, quedan confiscados quince reales —añadió el oficial.
—Los necesito para el viaje —replicó Faria.
—Con cuatro es suficiente.
Faria se mordió la lengua y agachó sumiso la cabeza.
—Gracias, coronel, gracias.
En realidad el oficial era capitán, y Faria lo había advertido por sus distintivos, pero el conde de Castuera lo ascendió de grado a sabiendas de que ese tipo de distinciones eran bien recibidas por los militares.