Prólogo

Había una vez un castillo anclado a las corrientes de aire y a las estelas de los astros que flotaba sobre las nubes. En él, la vegetación más dispar y hermosa florecía como si estuviera plantada en la mejor tierra y regada por la lluvia más pura. Ningún humano había visto jamás semejante jardín y nunca lo vería, pues quienes habitaban aquel idílico edén no permitían a ningún viajero acercarse más allá de las puertas de la cancela de oro que lo bordeaba.

En su centro, más allá de los laberínticos pinares y la frondosa selva multicolor, se erigía como un gigante la imponente fortaleza de alabastro, mármol blanco y teja oscura que escalaba el cielo hasta el infinito. Más de cien torretas, con sus balaustradas y tejados puntiagudos, coronaban los brillantes muros de aquel castillo que solo tenía cabida en los sueños de los hombres.

A su alrededor, un foso de agua cristalina servía de morada a un centenar de peces multicolores cuyas voces rivalizaban con las de las sopranos y los tenores más brillantes. Sin embargo, aquellas tonadas dignas de los más duchos trovadores no hablaban de las gestas pasadas, sino de los acontecimientos presentes. Eran, por así decirlo, los cronistas de aquel lugar. Con un simple vistazo al fondo de su estanque veían cuanto sucedía en el Continente y, a continuación, lo pregonaban en forma de rimas y estrofas a quien pudiera interesarle.

Quienes estaban interesadas en ello eran las miles de aves que utilizaban aquella inmensa fortificación como pajarera de lujo. Una jaula de oro que sus dichosos moradores podían disfrutar a cambio de llevar a cabo un sencillo cometido: jugar a un juego.

Pero no un juego cualquiera, sino uno tremendamente complicado y adictivo, que hablaba del presente, del pasado… y del futuro. Las reglas, para bien o para mal, cambiaban constantemente, y los participantes ni siquiera sabían que estaban compitiendo.

El tablero, una inmensa planicie que hacía las veces de suelo en la sala conocida como la de las Vanidades, se extendía de una pared a otra variando de tonalidades según las estaciones del año. Y las piezas, que no eran ni alfiles ni peones, ni torres ni caballos, sino reyes y mendigos, criadas y princesas, panaderos y artistas, príncipes y granjeros o soldados y ladrones, se diseminaban por su superficie como estatuas erigidas por seres diminutos.

La estancia, de altas paredes e inmensos pilares que sostenían el resto de la estructura, permanecía siempre iluminada. Gracias a sus múltiples ventanales y a los dos enormes rosetones que derramaban su brillo multicolor desde las paredes este y oeste, la luz del sol, cuando no la de la luna y las estrellas, entraba a raudales para alumbrar aquella partida que, como sus creadoras, nunca dormía.

Y es que, si aquellas aves que planeaban de aquí para allá eran las encargadas de arrastrar las piezas por el tablero en conveniencia a lo que los peces del estanque les indicaban, quienes debían decidir a qué pruebas someterlas eran las dos mujeres que en ese momento tomaban el té en el techo abovedado de la estancia como si fuera la cosa más normal del mundo, puesto que, para ellas, lo era.

Una, la más joven de las dos, era regordeta, de ojos saltones, nariz afilada y dedos tan delicados como cuerdas de violín. No existía nadie que tuviera mejor mano con los animales y, por ello, se había encargado de amaestrar a todos los que vivían en el castillo para que llevaran a cabo sus funciones. Como su hermana, había recibido muchos nombres a lo largo del tiempo, pero el que más le gustaba era Átropos.

La otra, que prefería responder al nombre de Láquesis, se asemejaba a una espiga de trigo de tan delgada y rubia que era. En ella no había más curvas que las que la brisa del exterior le confería a su vestido, y su particular belleza, remarcada por unos ojos tan claros como gotas de lluvia, era solo comparable a su destreza con las flores.

—Sabíamos que tarde o temprano sucedería —comentó Átropos, sirviendo una taza de té a su hermana. La colocó sobre un platito de porcelana y lo empujó con suavidad por el aire hasta su regazo. No estaba enfadada, pero sí molesta. Si le había dedicado tantas horas, tantos años, al entrenamiento de las aves y los peces del castillo era, precisamente, para no tener que volver a poner un pie en aquella maldita estancia. Igual que su hermana.

—Ya lo sé, pero no deja de ser una ofensa —replicó la otra, cogiendo la taza y llevándosela a sus labios prácticamente invisibles. Hacía tanto, tanto tiempo que no prestaban atención a la partida que venía desarrollándose, que, aunque les doliera reconocerlo, se les había olvidado cómo jugar limpiamente.

Átropos se echó dos terrones de azúcar y removió la bebida con la mente puesta en otra parte.

—Tendríamos que haber cortado con todo esto mucho antes. Yo lo sé. Tú lo sabes. Y ellos han tardado, pero también lo han comprendido.

—¿A qué te refieres?

—¡A que deberíamos habernos marchado hace tiempo para dejar que se matasen y acabasen con todo de una vez por todas! —Su voz reverberó por toda la sala con extrema nitidez.

—¿Y qué hay de lo que nosotras creamos? ¿Echarías todo por la borda? ¿Dejarías que ellos ganasen?

Átropos miró a su hermana mayor y negó con la cabeza.

—¿Qué sentido tiene seguir luchando contra lo inevitable?

—¡El sentido que nosotras le hemos dado desde el principio, maldita sea! —Con enfado, le dio un manotazo a su taza de té y ésta se desplazó por el aire hasta estrellarse contra la pared sur. Por el camino, espantó a un cisne que estaba moviendo la pieza de un bufón.

Las dos hermanas se observaron sin decir una palabra. ¿Acaso habían dejado que el juego enturbiase incluso su relación? Láquesis fue la primera en hablar.

—No podemos rendirnos ahora. Aceptar la derrota serviría para demostrarles que son mucho más poderosos que nosotras, que pueden seguir haciendo lo que les plazca sin pensar en las consecuencias. Perderíamos todo lo que con tanto esmero construimos juntas.

—Nunca debimos dejar que ella interviniese… —masculló Átropos con amargura.

La otra soltó una carcajada.

—¿Desde cuando hemos tenido opción de controlar sus acciones? —suspiró, cansada, y se masajeó la frente—. Cloto nunca fue una niña fácil, pero tiene tantos derechos y libertades como nosotras. No pudimos negarle que se inmiscuyera cuando nos lo suplicó. —Alzó la mirada—. Y te recuerdo que entonces a las dos nos pareció bien. Divertido, emocionante.

Átropos negó repetidas veces, intentando espantar el recuerdo.

—Pero entonces no sabíamos en lo que nos metíamos. Ahora sí, ¿por qué no podemos acabar con todo de la manera más rápida? —Chasqueó los dedos y un gorrión que sobrevolaba cerca de ellas cayó fulminado sobre el tablero, muerto.

—Ay, mi pequeña hermana —se lamentó Láquesis—. No es tan sencillo. Ellos no nos pertenecen como lo hacen las plantas o los animales, y lo sabes. Podemos jugar con ellos, utilizarlos incluso, pero no poseerlos. Sus muertes no están en nuestras manos.

—Pero sí sus destinos.

Ella se encogió de hombros.

—En realidad solo los de aquellos que lleven corona, no lo olvides. —La otra fue a replicar, pero su hermana se le adelantó sabiendo lo que iba a decir, y añadió—. Sí, y en consecuencia también los de sus pueblos, lo sé. Y ya ves a donde nos ha llevado todo esto. Por eso me pregunto…

—¿Qué?

Láquesis cerró los ojos y frunció el ceño.

—Las dos sabemos que nuestra única intención ha sido siempre castigar la vanidad humana y demostrarles que no eran nadie en realidad, ¿correcto?

La otra asintió.

—Que nada les pertenece y que quien piense eso tendrá que enfrentarse a las consecuencias. —Hizo una pausa—. Pero ¿y si ya hemos cumplido con nuestra misión?

—Explícate. —La paciencia en aquellos momentos era lo último que le sobraba.

—Mira hacia abajo un instante —le ordenó con el tono más autoritario que su voz aguda y estridente podía adoptar, lo cual no era decir mucho—. ¿Qué es lo que ves?

La otra arrugó la nariz y obedeció. Apoyando la mano sobre el aire se reclinó hacia un lado, como si se asomase al mirador de un vertedero.

—Mi pesadilla eterna —replicó, agotada.

—Exacto. Nuestra pesadilla eterna. —Dio un sorbo a la taza de té—. Y por primera vez tenemos la oportunidad de deshacernos de todo ello.

—Pero…

La otra la interrumpió, alzando la mano.

—Sería absurdo negar que las dos estamos cansadas de todo esto. Sí, es cierto que nosotras lo iniciamos y que le hemos dedicado más tiempo del que ningún reloj podría acumular en sus agujas, pero ¿nos hemos parado a observar si ha servido de algo?

La otra hizo una mueca de indiferencia.

—Ahora tenemos la oportunidad de retarlos directamente, como al principio. Demostrarnos y demostrarles que han merecido la pena todos estos años de Maldiciones, avisos y Poesías. Creo que ese joven príncipe nos ha dado la oportunidad que estábamos esperando sin tan siquiera saberlo. —Se frotó las manos y, con ojos emocionados, añadió—: Hermana, por fin hemos encontrado a unos adversarios dignos de nuestro juego.

—¿Adversarios… dignos? —replicó la otra, con las palabras atragantándosele, como si fuera incapaz de pronunciar aquellos términos en la misma frase, como si se tratara de un dialecto olvidado hacía mucho tiempo.

La otra quiso dar marcha atrás.

—Lo que intento decir es que por fin podemos jugar como antaño.

—¿Qué estás insinuando?

Tras un sorbo de té un poco más largo de lo normal, para mantener la tensión, se acercó batiendo suavemente sus esmirriadas piernas hasta el oído de su hermana.

—Que juguemos esta partida… por turnos.

—¡¿Perdón?! —El grito reverberó por toda la sala, y los pájaros que no salieron huyendo por los ventanales, miraron hacia el techo, atemorizados.

—¿Es que no lo ves? —Láquesis la agarró de las rechonchas mejillas para que la mirase directamente—. ¡Es la oportunidad que buscábamos! Si logra superar las pruebas y ganar la partida, habremos demostrado que nuestro método funcionó y que pueden seguir adelante.

—¿Y si no?

—Bueno, si no siempre quedarán los niños…

—Los… —Átropos enmudeció un instante sopesando las posibilidades.

Láquesis, antes de que perdiera la poca aceptación que había logrado acumular, añadió:

—Piénsalo. ¡Esto solo hará que la cosa se ponga más emocionante!

—¿Emocionante, dices? —replicó la otra. Sus ojos parecían estar perdidos en algún punto intermedio del camino, sin saber hacia dónde dirigirse—. Es peligroso. ¡Muy peligroso! Podría venirse todo abajo.

—No lo creo. ¿Cuántos de ellos saben de nuestra existencia? ¿Y cuántos han hecho algo para detener el juego en todo este tiempo?

Ninguno. Lo sabía bien, pues cada día se había despertado con la angustia de encontrarse el castillo ardiendo en llamas y cada noche se había ido a la cama dando gracias y despertando al amanecer con la misma sensación. Así, una y otra vez. Pero ahora que había alguien que sabía de su existencia… bueno, debía reconocer que no era para tanto.

—Entonces propones jugar por turnos.

Láquesis asintió, emocionada. Sabía que había logrado convencerla.

—Si supera las pruebas, serán libres. Nos marcharemos y dejaremos que el tiempo decida por sí mismo lo que tenga que ser de este lugar. —Con la mano barrió todo el suelo extendido bajo ellas.

—Y si no…

—Y si no, dado que fue él quien se atrevió a desafiarnos, tendrá que pagar las consecuencias: en caso de que no pueda ganar esta partida, lo perderá todo. Y nosotras habremos demostrado una vez más que estábamos en lo cierto desde el principio y que estaban predestinados a matarse los unos a los otros. ¿No es perfecto?

Átropos observó pensativa las diferentes figuras talladas en madera que los pájaros movían aquí y allá, arrastrándolas con el pico y las patas, antes de regresar a la ventana para escuchar las nuevas órdenes de los peces y volver a empezar.

El juego estaba ya muy avanzado. Algunas figuras estaban tan desgastadas que daba pena mirarlas. Otras, las nuevas, brillaban como si llevaran varias capas de barniz encima.

Si jugaban por última vez terminaría todo. Para bien o para mal podrían marcharse de allí, desaparecer. Se sabían demasiado orgullosas como para dejar algo a medias. Pero ahora, gracias a la osadía de aquel príncipe engreído, tenían la oportunidad que habían estado esperando sin tan siquiera ellas saberlo. Y su hermana estaba en lo cierto: de ningún modo debían desaprovecharla. Además, ¿a quién podía hacerle daño algo de diversión?

—De acuerdo, aceptemos el reto.

Láquesis batió palmas, entusiasmada, y le plantó un beso en la mejilla.

Sin esperar más tiempo, se deslizó hasta el suelo y comenzó a estudiar la disposición de todas las fichas. Mientras tanto, Átropos se acercó a los ventanales y escuchó todas las historias que los peces estaban cantando en ese momento.

Cuando estuvieron listas, dieron una palmada y todos los pájaros salieron volando hasta las vigas del techo y los alféizares, dispuestos a presenciar como público el final de tan emocionante partida.

—¿Estás preparada? —preguntó la mayor, exultante.

La otra asintió, conteniendo una risita.

—Pues que dé comienzo el juego.