Lysell abandonó la sala del trono seguida por toda la corte de Salmat y se dirigió, como cada mañana, al hermoso jardín interior del castillo. Allí, en lo alto del árbol bajo el que había sido enterrada su madre, se sentaba día tras día para confeccionar una sencilla chaquetita con el ovillo de lana que Cloto le había entregado en la boda de Duna y Adhárel.
El resto de la corte se desperdigó por la hierba, algunos con instrumentos para amenizar la velada y otros con libros, costuras o lienzos. El árbol era solo para ella. Además, ¿quiénes de todos ellos se atreverían a subir a sus ramas? La más joven de sus acompañantes le doblaba la edad.
La muchacha dejó la jaula dorada con el cuervo a los pies de la planta, se remangó el vestido y sin ayuda de nadie escaló igual que hacía cuando vivía en el campamento. Una vez que alcanzó su rama preferida, sacó todos los bártulos de labor y prosiguió con la extenuante tarea, indiferente a las miradas de soslayo de sus cortesanos.
Llevaba tres semanas sin pronunciar palabra, tiempo este durante el cual los cortesanos creyeron que había perdido la cabeza. Mal de amores, decían unos. El trauma de lo vivido, argüían otros. Pronto las palabras de lástima y de consuelo se volvieron mucho más mezquinas y peligrosas. Susurradas en los pasillos o cuando ella abandonaba una habitación, los comentarios eran cada vez más hirientes. Como si, por no contestar, tampoco pudiera oírlos.
Pero ella tampoco podía hacer nada por defenderse. A pesar de haber escogido a conciencia el momento más adecuado para comenzar la labor, parecía que si no se daba prisa pronto los cuchicheos y murmullos terminarían ahogándola o, peor, empujándola fuera del trono.
En aquel tiempo, la lana encantada se había convertido en su única amiga. Con ella compartía todos sus recuerdos relacionados con Vekka, con su viaje a través del Continente, con los furtivos y escasos besos que había compartido con el muchacho… o con las miradas cómplices que había descubierto en Marco las últimas veces que la había visitado en Salmat.
Aquella tela y las agujas fueron también confidentes de su pena y rabia por no haber estado ahí para defender a su madre de sus hermanas o por haber permanecido tanto tiempo engañada, oculta sin ella saberlo en lo más profundo del bosque de Célinor.
Pero todo aquello había quedado atrás. Por fin estaba allí, de vuelta en su reino y pronto terminaría de coser aquella chaqueta para su tío. Una manga más, se decía. Una manga más y mi vida será algo menos solitaria.
Por eso apreciaba tanto las visitas de sus amigos de Bereth. En especial las de Marco, pues de nada servía negar que solo con él llegaba a encontrarse tan a gusto como lo hizo en su momento con Vekka.
Vekka… Su nombre seguía doliendo como los pinchazos de una zarza. ¿Qué habría sido de él? ¿Seguiría vivo? ¿Estaría escondido en las montañas o pasaría las noches en posadas? Un suspiro silencioso se escapó de sus labios antes de dar la siguiente puntada.
Aquella era la segunda vez que lo intentaba, pues la primera, cuando acababa de comenzar, se rió en voz alta durante una comida y supo que de nada habría servido seguir. Pero esta vez estaba convencida de que lo lograría.
Varias horas más tarde comenzaron a repiquetear en la copa del árbol las primeras gotas de lluvia. Con parsimonia, guardó todo de nuevo y dobló la chaqueta con esmero antes de descender de vuelta al jardín.
Los cortesanos corrían de un lado para otro gritando como niños y riéndose con histerismo. Lysell puso los ojos en blanco e intentó esconder la punzada de envidia que sentía. Recogió la jaula de Wilhelm y acarició el pico al ave antes de alejarse del árbol. Cuando estuvo a una distancia prudencial, se dio media vuelta, como hacía siempre, y lanzó un beso con la mano. Sabía que su madre estaría allí para recibirlo.
Apretó la chaquetita a medio terminar contra el pecho y cerró los ojos.
Pronto, se repitió con el entusiasmo renovado. Muy pronto…