9. El ejército de los durmientes

Avistaron la muralla de Hamel en el cuarto día de viaje. Sírgeric iba delante, mientras Duna galopaba a su espalda.

Llegáis, probáis la manzana con Cinthia y, si funciona, regresáis inmediatamente a donde yo esté —les había advertido Adhárel antes de que partieran. Los dos asintieron conformes.

Un trueno retumbó a lo lejos. No había llovido en los últimos días, pero parecía que, en las alturas, comenzaba a fraguarse una tormenta.

Sírgeric hizo un gesto con la mano para indicar que bordearían el reino en lugar de atravesarlo; su destino eran las Montañas Silenciosas, a fin de cuentas. Azuzando a los animales, los dos jóvenes dejaron a la izquierda el alto muro de piedra y prosiguieron con la marcha.

No se detuvieron a descansar hasta bien entrada la tarde, cuando la intimidante silueta de las montañas surgió ante ellos como un monstruo de piedra y arena.

—Será mejor que sigamos a pie a partir de aquí —surgió Sírgeric—, no recuerdo exactamente dónde estaba la entrada.

Se bajaron de los caballos y amarraron las riendas a un árbol cercano. Sin la ayuda de Timmy, el niño cojo que los guió hasta la gruta del Flautista, el trabajo no sería tan sencillo. Todas las paredes de piedra y arenisca parecían iguales, pero sabían que una de las rocas los conduciría a las entrañas de la tierra, a la guarida del Flautista, a la prisión de Cinthia.

Se separaron para cubrir el terreno cercano. Durante los siguientes minutos ninguno habló, cada uno estaba inmerso en sus pensamientos y recuerdos, en su propia versión del despertar de su amiga.

—¡Sírgeric! —exclamó de pronto Duna, señalando hacia abajo, a varios metros de su posición—. ¡Creo que lo he encontrado!

—¿Es ahí? —preguntó él, poco convencido.

Sin responderle, Duna se dejó caer y palpó la piedra con mano experta, arrancando con el pie algunas malas hierbas del suelo.

—Aquí fue donde esperamos a que Giacomo saliera la última vez —dijo, sonriendo con ánimos renovados.

El joven se arrastró hasta su posición y ella agarró con fuerza el colgante de su pecho. Cinthia estaba al otro lado de aquella pared. Si no fuera porque era imposible, juraría que incluso escuchaba latir su corazón.

—¿Cómo vamos a entrar? —preguntó el joven, buscando alguna fisura oculta.

Duna alzó la mirada con las manos en la cintura.

—Debería abrirnos él, pero pueden pasar días hasta que descubra que estamos aquí.

—¿Y si gritamos? —propuso el muchacho.

—Por probar…

Primero con cierta reticencia y después a pleno pulmón, los dos jóvenes comenzaron a llamar al Flautista. Golpearon la piedra, desesperados porque el ruido se transmitiera por la tierra hasta el interior. Sírgeric lanzó piedras del tamaño de su cabeza contra la pared, pero todo fue estéril. El viento se burló de ellos arrastrando sus voces lejos de las montañas. Al cabo de unos minutos, sus gritos se convirtieron en lamentos y, más tarde, en susurros cansados.

—Tiene que haber otra entrada…

—¿Y si no está? —preguntó Duna, con temor—. ¿Y si se ha ido a raptar más niños y no piensa volver hasta dentro de varios días?

—Tiene que estar —replicó Sírgeric, exasperado—. Tiene que estar. ¡Cinthia! —gritó de nuevo—. ¡Flautista! ¡Giacomo, déjanos entrar! ¡Flautista!

Duna se dejó arrastrar hasta quedar sentada en el suelo. Enterró la cabeza entre las manos y suspiró con desesperación. Su plan era perfecto, no podía fallar. Tenía la manzana, habían viajado hasta allí. Solo faltaba encontrarse con Cinthia y…

¿Cómo habían podido ser tan idiotas de creer que no habría complicaciones?, se lamentó.

—No pienso rendirme —escuchó decir a Sírgeric en ese momento.

—¿Y qué piensas hacer?

—Crear una puerta.

Duna le miró de hito en hito.

—¿Qué estás diciendo? ¡Es una montaña!

—No te muevas de aquí, enseguida vuelvo.

—¡Sírgeric!

No tuvo tiempo de retenerlo. Entre un parpadeo y el siguiente, el joven se volatilizó.

—¡Maldita sea! —gruñó Duna, poniéndose de pie—. ¡Vale! ¡Ya espero aquí sola!

Con enfado, le atizó una patada a un arbusto cercano y lo arrancó de raíz. ¿Adónde había ido? Esperaba que no se le ocurriera sacar de su jaula al Marqués; Adhárel los trituraría. Además, seguía siendo peligroso.

Comenzó a andar en círculos, como una fiera enjaulada, hasta que su amigo regresó de improviso y se chocó con él.

—¿Dónde estabas? —al menos había vuelto solo.

—He encontrado una llave —respondió él, sonriente.

—¿De qué estás…?

Sírgeric dio un paso hacia atrás y sacó de su espalda una de aquellas máquinas de electricidad con forma de báculo.

—Sírgeric…

—Aparta. —Se colocó frente a la pared de piedra y agarró el arma con las dos manos.

—¿Estás seguro de que es buena idea? —la muchacha se colocó a su espalda y se tapó los oídos.

—Ahora lo comprobaremos. —Sus labios dibujaron una sonrisa tensa al tiempo que movía la palanca que cargaba el arma—. Tres, dos, uno… ¡fuego!

La luz se acumuló en el extremo puntiagudo antes de salir despedida contra la roca. El estruendo fue ensordecedor. Las piedras saltaron por los aires cuando el rayo golpeó la montaña. El rugido de sus entrañas parecía el comienzo de una avalancha.

Cuando el humo y la polvareda se disiparon, comprobaron que, si bien habían logrado abrir un pequeño boquete en la superficie, seguía sin ser suficiente.

—Voy a intentarlo otra vez.

La segunda explosión fue mucho más calamitosa. Tuvieron que volver la espalda y cubrirse con los brazos la cabeza para evitar que los alcanzase algún fragmento. El estallido debía de haberse oído en varios kilómetros a la redonda y aun así, la pared seguía siendo eso: pared.

—¿Y si nos hemos equivocado de lugar? —preguntó Duna sin apartar los ojos de las alturas, esperando ver precipitarse una roca gigante sobre ellos.

—Era… aquí —respondió Sírgeric, recuperando el aliento.

—¿Entonces por qué no vemos el túnel?

—No lo sé, ¿de acuerdo? —Con rabia, dejó la máquina en el suelo—. Esto es estúpido. ¡Nos dijo que era una marioneta más! ¿Por qué no nos echa una mano para terminar con todo esto?

Enojado, cogió una de las piedras desprendidas y la lanzó con fuerza sin esperar el temblor posterior que se produjo de repente. Asustados, se apartaron varios metros y se ocultaron tras un montículo cercano. Duna se agarró a Sírgeric por si tenían que desaparecer de allí mientras el muchacho sacaba un mechón de pelo de su colgante.

El suave terremoto fue remitiendo hasta focalizarse en el lugar donde habían disparado los rayos. Duna se volvió hacia Sírgeric, asustada. Este corrió a recoger la máquina de electricidad.

Una fisura en la piedra comenzó a crecer soltando arenisca. Cuando fue lo suficientemente ancha, el Flautista enmascarado surgió de la falda de la montaña blandiendo una espada oxidada. No había cambiado ni un ápice en todo aquel tiempo.

—¿Quién anda ahí? —preguntó el hombre, buscando a los culpables.

Duna salió a toda prisa del escondite y se colocó frente a él.

—Somos nosotros.

Giacomo enarboló el arma contra ella.

—¿Y quién eres tú? ¿Querías encontrar al Flautista? ¡Pues ahora vais a pagar las…!

—¿No nos recuerdas? —le interrumpió Sírgeric, contrariado.

El hombre se colocó mejor la máscara que le cubría la mitad del rostro y dio un paso hacia ellos.

—¿Qué… qué hacéis vosotros aquí otra vez?

—Al menos baja el arma, ¿no? —dijo Sírgeric, conteniendo las ganas de reír.

—Hemos venido a por nuestra amiga.

El Flautista envainó la espada al tiempo que negaba con la cabeza.

—¿No os quedó claro la última vez que vinisteis? ¡No puedo hacer nada por vosotros!

Se dio media vuelta con intención de regresar adentro.

—Espera, por favor —Duna lo agarró del hombro—. Esta vez tenemos algo que puede despertarla. Tú no tienes que intervenir. Déjanos intentarlo…

—¡No puedo! —exclamó el Flautista, apartando su mano—. Siento que hayáis vuelto a hacer el viaje en balde.

—No nos vamos a ir de aquí sin Cinthia —lo amenazó Sírgeric, colocándose frente a él—. Si es necesario te ataremos de pies y manos.

Giacomo soltó un bufido de desesperación.

—¿Nunca te rindes, muchacho?

—No cuando se trata de ella.

El Flautista se volvió hacia Duna, que lo miraba con angustia contenida. Después se giró hacia el agujero de la gruta.

—Pasad. No quiero que nadie os vea —dio unos pasos hacia la entrada antes de añadir—: me he ganado una reputación que no quiero perder por vuestra culpa.

El interior de la cueva estaba tal y como lo recordaban. El mismo sofá desvencijado, la hoguera improvisada, las escasas antorchas desdibujando las rugosas paredes…

—Me habéis destrozado la entrada —se quejó mientras colgaba de la pared la capa oscura. Cuando se volvió hacia ellos, había cambiado la espada por el pífano—. ¿Y bien? ¿Cómo pensáis despertar a vuestra amiga?

Duna se metió la mano en los dobleces de la ropa para sacar la brillante manzana roja.

—Bastará con que pruebe esta fruta para que se recupere.

El Flautista los miró, divertido, esperando que en cualquier momento le dijeran que era una broma. A continuación soltó una carcajada.

—Debéis de estar tomándome el pelo.

—Qué va —le aseguró Sírgeric—. ¿Es que nadie se fija en cómo brilla la manzanita?

Duna le dio un codazo para que se dejara de tonterías. Aunque sabía que solo intentaba aplacar los nervios, lo que menos les interesaba era hacer enfadar a Giacomo.

—Por favor, haz que venga Cinthia y lo probaremos. Si no funciona… —Duna tragó saliva—. Si no funciona nos marcharemos inmediatamente.

—Y no volveréis —añadió el hombre.

—Y no… volveremos.

El Flautista se dio unos golpecitos con el instrumento en la barbilla.

—Supongo que si yo no intervengo y vosotros lográis despertarla…

Con cierta reticencia, Giacomo se llevó el pífano a los labios para tocar una rápida melodía. Duna se quedó ensimismada observando sus largos y elegantes dedos. Con disimulo, agachó los ojos para observar su propia mano.

Un ruido en el túnel más cercano le hizo dar un respingo. Eran pasos. Sírgeric se adelantó, pero el Flautista lo retuvo por la espalda. El muchacho no forcejeó, se quedó junto a Duna esperando ver emerger a Cinthia. Y cuando ella apareció, le faltó aire para seguir respirando.

Nada quedaba de los andares ágiles de su amiga; aquella Cinthia se movía como una autómata. Llevaba el pelo rubio algo despeinado y los ojos inusitadamente abiertos. No dio muestras de reparar en su presencia. Se colocó frente al Flautista y aguardó órdenes.

Sírgeric dio un paso hacia ella y alzó la mano, pero no llegó a acariciarla. Con una lágrima escurriéndose por sus mejillas, se apartó para dejar vía libre a Duna.

—Daos prisa, no tengo todo el día.

La joven hizo un agujero a la brillante piel de la fruta y después la colocó en los labios de Cinthia. Apretó con fuerza para que varias gotas se derramaran por sus labios. Cuando desaparecieron dentro de la boca, se separó y aguardó con la respiración contenida.

De golpe le asediaron las dudas. Hasta ese instante no se había querido parar a pensar que el plan fuera a fracasar o que el don del Marqués hubiera fallado. Cinthia debía despertar…

¿Y entonces por qué no lo hacía? ¿Por qué seguían sus ojos congelados mirando la distancia? ¿Por qué no se volvía hacia ellos y les dedicaba una sonrisa? ¿Qué estaba ocurriendo?

—Voy a intentarlo otra vez —dijo, agujereando la manzana de nuevo al tiempo que la colocaba sobre la boca de Cinthia. Esta vez la cantidad de jugo que se escurrió entre sus labios fue mayor—. Vamos, despierta Cinthia, por favor… —masculló entre dientes.

El Flautista y Sírgeric aguardaban tras ella sin hacer un solo ruido e igual de expectantes. Tras unos segundos de silencio, el Flautista suspiró.

—Y aquí termina vuestra aventura. Por favor, marchaos inmediatamente y…

Cinthia parpadeó. Fue algo tan fugaz y repentino que todos creyeron que lo habían imaginado. Pero entonces sus pupilas parecieron reaccionar y enfocaron el rostro que tenía enfrente, el de Sírgeric. Su garganta se movió en un espasmo al tragar saliva y sus músculos se relajaron. Justo cuando parecía que iba a caerse allí mismo, el joven la agarró de la cintura y la sostuvo.

—Sírgeric… —musitó ella, esbozando una fina sonrisa.

Duna soltó un gritito de emoción mientras él acercaba sus labios a los de Cinthia.

—Soy yo, mi vida. Ya estás a salvo. Ya estás a salvo.

—Es imposible —dijo el Flautista sin aliento.

Duna no pudo contenerse por más tiempo y se abalanzó sobre sus amigos para abrazar a su hermanastra.

—Bienvenida de vuelta —le dijo, enterrando las lágrimas en su cabello dorado.

—¿Cómo…? —Giacomo seguía sin dar crédito a lo que veían sus ojos. Era un milagro, un descuido de las Musas, un error…— Tenéis que marcharos. Os felicito por… por esto, pero no podéis seguir aquí. —El miedo empañaba sus palabras.

Duna se incorporó para mirarle fijamente a los ojos.

—¿Y los demás? ¿Por qué no intentamos despertar al resto? ¡Al menos a unos cuantos!

—¡Ni lo pienses! —estalló el Flautista, negando con la cabeza y las manos—. Esto ha sido… un favor personal. No puedo. No debo permitir que sigáis aquí. Si lo descubren…

—¿Qué… ocurre? —preguntó Cinthia con voz cansada. Poco a poco su piel iba ganando color.

—Luego te lo explico —susurró Sírgeric, sin soltarla.

—¿Por qué no? ¡Tú no les debes nada! —insistió Duna.

Giacomo tuvo que cerrar los ojos para recuperar el control.

—Es mi deber. Os pido que os marchéis.

—¡No sin una explicación! ¿Qué piensan hacer con estos niños? ¿Utilizarlos en la guerra? ¿Convertirlos en soldados?

El Flautista se llevó las manos a los oídos, como un crío que no quisiera escuchar la verdad, como si no pudiera enfrentarse a los hechos.

—¡Responde! ¿Es ese su plan? ¿Lucharán con un bando o con otro y dejarán que mueran niños inocentes?

—¡Cállate! —gruñó Giacomo—. ¡Marchaos de una vez!

—No sin una respuesta. ¡Contesta de una vez!

El Flautista rugió en voz baja y agarró de los hombros a Duna.

—No los quieren para pelear. Los quieren para repoblar el Continente cuando no quede nadie tras la guerra. Ellos son el futuro.

Duna se quedó paralizada. El mensaje fue calando en su cabeza lentamente.

Repoblar. Repoblar el Continente tras la guerra. Ellos eran el futuro…

La guerra acabaría con todo…

El enfrentamiento entre los reinos había sido previsto desde el principio por Ellas.

No iba a haber vencedores en aquella batalla que estaba a punto de estallar. Solo sangre, muerte y vencidos.

—Adhárel… —musitó, al tiempo que el Flautista la liberaba.

—Debemos regresar a Bereth y avisar a todos inmediatamente —dijo Sírgeric tras llegar a la misma conclusión que Duna.

Una lágrima se escurrió bajo la máscara del hombre y recorrió su afilado perfil.

—Salvaos vosotros que podéis. Huid ahora que estáis a tiempo.

Sírgeric agarró a Cinthia de los brazos para levantarla del todo. Una vez que estuvo de pie, comenzó a andar a pasos cortos.

—Gracias por…

El Flautista no dejó que Duna continuara. Con un gesto de la mano le pidió que no siguiera hablando. Se secó las lágrimas de su rostro y se dirigió a la entrada para liberarlos.

—Buena suerte —dijo—. La vais a necesitar.

Sin segundos pensamientos, Duna lo rodeó con los brazos y le dio un suave beso sobre la mejilla.

—Por todo.

No hubo ninguna reacción por parte del hombre. Se limitó a colocar el pífano en sus labios y a tocar seis notas rápidas.

Cuando la grieta desgarró la pared y abrió un conducto al exterior, las llamas de un incendio y su consiguiente humareda los obligaron a dar marcha atrás. Más allá del crepitar del voraz fuego, los gritos de protesta de una multitud engulleron el atronador silencio de la Montaña Silenciosa.

Estaban atrapados.