8. La Corte de Manseralda

Dimitri aguardaba a que sus hombres regresaran de la cacería reclinado en el trono, impaciente. Llevaban fuera seis días. Si los cálculos de Mantra eran correctos y no había habido complicaciones, debían de estar a punto de llegar. Entre sus dedos, la llave de oro que mantenía encerrados a Thalisa y los Versos Reales en lo alto de la torre, se zarandeaba de un extremo a otro del colgante de manera hipnótica. Obnubilado por los débiles reflejos que despedía el metal, se perdió en unos recuerdos que creía extintos desde que abandonó Bereth…

Era su decimosegundo cumpleaños y, en el exterior, una tormenta sin precedentes arrasaba el reino entero, amortiguando los demás ruidos. Por la oscuridad reinante y el incesante ruido de la lluvia sobre los cristales, el joven Dimitri se sentía, más que nunca, encerrado en una claustrofóbica jaula.

Se encontraba en la sala del trono. Su hermano Adhárel tamborileaba con los dedos distraído a su lado mientras aguardaban a que su madre bajara. La cama en la que la reina se pasaba la mayor parte del día parecía encontrarse a una distancia insalvable, y el joven príncipe comenzaba a impacientarse. La ropa le picaba como si estuviera hecha de esparto, y los zapatos amenazaban con llenarle los pies de ampollas, pero no se movería de allí hasta que la reina hiciera acto de presencia y le rindiera pleitesía como se merecía. Al fin y al cabo, era su día.

Cuatro sirvientes de espalda recta y modales impolutos les hacían compañía con la misma cháchara que la de las armaduras decorativas. Sus miradas se perdían en la pared opuesta sin tan siquiera parpadear. Por un instante, Dimitri jugueteó con la idea de que pudieran estar disecados. Una sonrisa traviesa elevó sus rechonchas mejillas antes de recordar el motivo por el que estaban allí.

La vastedad de la sala hacía mucho más evidente la insoportable vacuidad de esta. No había venido nadie a la fiesta. Ningún familiar había podido acercarse para celebrar con el príncipe su cumpleaños. Las doncellas y los criados que aguardaban sus órdenes esperaban a ambos lados de la sala mientras los cocineros dejaban un apetitoso pastel sobre la mesa que había frente al trono. Un rubor se elevó desde el cuello del muchacho hasta la punta de la nariz.

Y su madre seguía sin aparecer.

A cada segundo que pasaba, más odiaba ser quien era. Si se hubiera tratado del cumpleaños de Adhárel la sala estaría a rebosar, no le cabía la menor duda. Nadie habría tenido en cuenta que se tratara de un día de fiesta y la corte entera habría hecho lo que fuera por asistir.

Sin embargo, con él las cosas eran muy distintas. Nadie en la corte lo agasajaba con cumplidos o saludos cordiales a no ser que no les quedara más remedio. Tampoco los sirvientes cuidaban de manera especial la sazón de sus platos o lo mullidas que estuvieran sus almohadas de la cama, como hacían con Adhárel. En sus ojos, Dimitri solo percibía miedo, hastío e inquietud a la hora de servirle. Pero al menos lo respetaban. Su hermano era tan bondadoso y educado, tan gentil y caballeroso, tan humilde y considerado que nadie, excepto Dimitri, advertía la verdad que yacía más allá de sus sonrisas y sus aduladoras palabras. Adhárel era presuntuoso y egoísta y siempre que tenía oportunidad le recordaba su inferioridad. Por supuesto su hermano mayor se guardaba mucho de no hacerlo con palabras; eran sus actos los que manifestaban semejante actitud.

Dimitri cerró los puños y se clavó con fuerza el anillo que llevaba en el dedo corazón. Cuando sintió que su respiración volvía a estar controlada, fue desentumeciendo los músculos. Si Adhárel había advertido su repentino ataque de ira, no dio muestras de ello.

Había robado el anillo de la cómoda de su madre el día anterior durante el corto rato que esta salió de sus aposentos para bajar a almorzar. Cuando nadie miraba, se coló dentro y, tras rebuscar por todos los cajones y armarios, dio con el pequeño cofre aterciopelado que escondía el único recuerdo de su padre. Por el momento nadie lo había advertido, y así quería que siguiera siendo.

Se trataba de una joya única, quizás por eso su madre no se había deshecho de ella como había ocurrido con todo lo demás. El aro, de oro macizo, llevaba engarzadas tres piedras de alabastro en forma de lágrimas con las puntas unidas formando un elegante triángulo.

Las puertas del salón se abrieron de par en par en ese momento. Su madre, con ojos cansados y sonrisa lánguida, avanzó escoltada por tres doncellas hasta la silla donde Dimitri esperaba. El niño no se movió. La fulminó con la mirada y los labios pegados en una fina línea.

—Siento la tardanza, cariño —dijo la reina, con la voz gangosa. Aunque llevaba un hermoso vestido, su desmejorado rostro apagaba la ilusión—. ¿No habéis probado la tarta todavía?

—Te estábamos esperando —le espetó el muchacho.

De un salto se puso en pie y pasó a su lado como una exhalación, sin detenerse tan siquiera a darle un beso. Escuchó a su hermano mascullar algo a su espalda, pero no se volvió. Por el contrario, tomó asiento en la cabecera de la mesa y con el cuchillo de plata cortó un trozo del pastel de cumpleaños.

Adhárel y su madre se sentaron cada uno a un lado sin decir una palabra. Dimitri carraspeó con fuerza y un sirviente se acercó para servirle un pedazo de pastel, que comenzó a devorar con voracidad. Apartó la mirada cuando a su madre se le cayó su servilleta al suelo mientras les servían el agua, y Adhárel se agachó para recogerla.

—Gracias, cielo —le dijo Ariadne.

Dimitri puso los ojos en blanco y engulló el último trozo de galleta que quedaba en su plato. La reina se giró hacia él y le agarró de la muñeca.

—Feliz cumpleaños, Dimitri. Espero que lo estés pasando muy bien hoy.

—Llueve a cántaros y no puedo salir. Todos los invitados están con sus familias o fuera del reino. La tarta estaba bastante insípida… Sí, creo que es el mejor día del año.

Adhárel bufó molesto.

—¿Y es nuestra culpa también eso?

—Cállate. No hablaba contigo.

—Niños —intervino la reina, conteniendo la tos—, no os peleéis hoy, por favor.

—¿Dónde está mi regalo? —demandó el pequeño.

Ariadne forzó una sonrisa e hizo un ademán.

—Estaba fuera, cariño. Te he conseguido un hermoso corcel para que lo cuides y…

La voz de Ariadne se apagó de repente. Como si se hubiera quedado sin aliento o no supiera qué venía a continuación. Dimitri se volvió hacia ella, extrañado y con el semblante frío. Todavía entonces recordaba los ojos de su madre fijos en su mano. No, en su mano no, en el anillo.

Como acto reflejo, fue a esconder la mano debajo del mantel, pero Ariadne lo detuvo y con una velocidad pasmosa le agarró los dedos.

—¿Qué es eso? —preguntó con voz gélida.

—Me haces daño —se quejó el niño.

Adhárel seguía la escena perdido.

—¿De dónde… lo has sacado? —repitió Ariadne con un hilo de voz.

—¡Era de mi padre! —gruñó el niño, liberando sus dedos.

—Quítatelo inmediatamente.

—¡No! —De un empellón, separó la silla de la mesa y se puso en pie.

Ariadne hizo lo mismo y antes de que el muchacho pudiera salir corriendo, lo agarró del brazo y forcejeó con él para sacar la joya, indiferente a los gritos y gruñidos de Dimitri.

—¡Suéltame! ¡Déjame en paz, maldita!

Con un sonoro bofetón, el muchacho se quedó quieto y Ariadne terminó de arrancarle el anillo. Una vez libre, Dimitri se llevó la mano a la mejilla y sintió el calor del tortazo.

—Hijo… —intentó excusarse ella, pero el muchacho dio un paso atrás.

—Te odio… —masculló—. Te odio, te odio, te odio…

Ariadne lo miró con tristeza, pero no dijo nada más. Apretó los labios y lanzó la joya al fuego que crepitaba en la chimenea. Con un grito de rabia, Dimitri salió corriendo de la sala del trono sin volver la vista atrás…

Casi diez años habían pasado desde aquel incidente, pero el recuerdo era tan vívido como si hubiera tenido lugar el día anterior. En una sala del trono diferente, en unas circunstancias distintas, Dimitri esperaba un regalo de cumpleaños muy especial mientras se preocupaba por no dejar a la vista los dedos de su mano derecha.

Con parsimonia, se colocó el guante y observó fijamente la enorme puerta al otro extremo de la sala. A continuación desvió la mirada hacia el ventanal. El sol brillaba con una extenuante claridad. Él necesitaba la lluvia y las tormentas, ¿dónde se habían metido? La luz le provocaba dolor de cabeza y retrasaba todos sus planes. No debía perder la esperanza; el tiempo volvería a cambiar pronto y las tormentas regarían de sangre los campos del Continente.

Irritado, se puso en pie para pasear alrededor del trono.

Ojalá estuviera su padre allí, pensó. A diferencia de Ariadne, estaba convencido de que él sí se sentiría orgulloso de todo lo que había logrado por su cuenta.

Desde que era un bebé había oído rumores sobre el antiguo rey de Bereth. Acerca de su mal genio y de su temperamento difícil, siempre susurrados por miedo a que la reina Ariadne llegara a escucharlos.

Ojalá hubiera sido su padre quien viviera y su madre quien hubiera muerto, se lamentó. Pero considerando las cartas que el destino le había entregado, no tenía de qué quejarse. Pronto, si nada fallaba, sería él quien repartiría la suerte en el Continente entero. Y que no esperasen benevolencia.

En esos momentos escuchó un estruendo al otro lado de la puerta y se apresuró a retomar su posición en el trono. No había terminado de colocarse la casaca cuando las puertas se abrieron.

—¿Majestad? —Mantra asomó la cabeza—. Ya hemos llegado.

—Adelante —ordenó el joven, alzando la cabeza.

Fidgerpatt y Cuervo aparecieron tras él, llevando cada uno un fardo que resultaron ser dos niños.

—¿Qué me traéis? —preguntó Dimitri, levantándose interesado.

Dejaron a los pies del trono a los dos críos con un gruñido.

—Están a punto de despertar —advirtió Mantra.

—¿Y los demás?

—Zuco, Vilanís y Dareen se han quedado unas horas más —explicó Cuervo.

—¡No tenían… suficiente con un día entero de paseos por el bosque! —bromeó el gordo intentando tomar aire.

Dimitri puso los ojos en blanco e ignoró al hombre.

—¿Mantra?

—He percibido a cuatro sentomentalistas más y han decidido esperar para traerlos también a Manseralda.

El rey alzó la ceja.

—¿Sin mi consentimiento?

—Si esperábamos, majestad, perderíamos el rastro.

—Y estaban cerca —aseguró Cuervo con voz queda.

El joven asintió despacio. No le gustaba que hubieran actuado por su cuenta. Sin decir nada, se puso en pie y bajó los dos escalones de la tarima donde se encontraba el trono. Se agachó y descubrió el rostro de la niña primero. No debía de superar los trece años, y su cabello blanco era tan desconcertante como el hermoso vestido que llevaba puesto. El muchacho, por el contrario, parecía más bien un mendigo con ropas ajadas y botines descosidos.

—¿Iban juntos?

—Sí, majestad. Zuco les disparó los dardos en cuanto entraron en su campo de visión. Solo percibí a la niña, pero el muchacho…

—¿A la niña? —le interrumpió Dimitri, aturdido—. ¿Cómo que a la…? ¿Es una sentomentalista?

Mantra asintió con premura.

—Sabía que os interesaría. También había un lobo, pero lo hemos encerrado en una jaula, fuera.

—Una niña sentomentalista —repitió el rey, sin dar crédito—. ¿Cómo es posible?

Ninguno respondió.

—¿Habéis averiguado cuál era su don?

De repente, la jovencita se removió en sueños y batió las pestañas antes de enfocar por completo a su alrededor. No hubo pasado un instante cuando se incorporó y comenzó a gritar. Dimitri dio un paso hacia atrás al tiempo que Cuervo la agarraba de los brazos y la retenía.

—Cálmate, shhhh… —le pidió Dimitri, haciendo gestos con la mano—. No grites, somos… amigos.

La niña lo miró asustada mientras se debatía con los brazos para soltarse.

—¿Quiénes sois? —preguntó con un hilo de voz.

—Mi nombre es Dimitri.

—Cuervo.

—Mantra.

—Fidgerpatt.

Los cuatro hombres se quedaron aturdidos al percatarse de cómo habían reaccionado ante su pregunta. La niña también observó al rey con extrañeza.

—Somos amigos, os encontramos en el bosque —improvisó Dimitri a toda prisa—. ¿Os habían atacado?

La jovencita abrió la boca, pero volvió a cerrarla. Se habían sonrojado en el último segundo.

—No lo recuerdo…

El otro muchacho se revolvió en el suelo y abrió los ojos. El narcótico con el que Zuco había impregnado los dardos lanzados había perdido su efecto. En cuanto vio a Cuervo agarrando a su amiga, se arrastró por el suelo hasta ponerse de pie, pero Fidgerpatt estaba listo y lo agarró por los hombros.

—¿Dónde te crees que vas?

—¡Vekka…! —dijo la niña.

—Lysell, ¿qué está pasando? —preguntó el chico, pasando la mirada de un hombre a otro.

—¡Calmémonos un poco, por favor! —pidió Dimitri, masajeándose la frente—. No es lo que parece.

—¿Nos habéis cazado vosotros? —preguntó de repente la muchacha.

—Sí —respondió el rey con seguridad—. ¡No! —se corrigió rápidamente—. Nosotros os estábamos…

—¿Intentas mentir? —prosiguió la niña, con la voz atropellada.

—Sí —silencio—. ¡Maldita sea! ¡Cuervo, tápale la boca!

El hombre fue a obedecer, pero los dientes de la muchacha se cerraron sobre su piel cuando lo intentó. Con un rugido de dolor, la tiró al suelo y sacó su espada.

—Si vuelves a intentar algo así, te corto el pescuezo.

La sala quedó en silencio. Dimitri nunca le había visto perder los estribos de esa manera. Lysell resollaba sobre las losas de piedra, pero no se movió.

—¿Vais a matarnos? —preguntó con un hilo de voz, temerosa de que el filo la rebanase en un abrir y cerrar de ojos.

—No —respondieron todos al unísono.

Dimitri la observó fascinado. ¿Qué más pruebas necesitaba para convencerse de su insólito don? El entusiasmo le embargó al pensar en todo lo que podía conseguir con él.

—¿No vais a… matarnos? —insistió la niña.

—No —repitió Dimitri—. ¿No confías ya en tu don?

Lysell tomó aire.

—Sí, nosotros os disparamos los dardos para dormiros, pero solo fue para traeros hasta aquí.

—¿Dónde estamos?

—En Manseralda —respondió Mantra.

Ella dio un respingo al escuchar su voz.

—Tú eres… ¡te oía en mi cabeza! —exclamó, asustada.

Por respuesta, el hombre hizo una reverencia.

—Os estábamos esperando —comentó Dimitri, intentando esbozar la sonrisa más sincera de la que era capaz. La muchacha pareció tranquilizarse un poco. A continuación se volvió hacia el chico, que seguía con gesto huraño la conversación—. Os pedimos disculpas por las medidas de… seguridad que hemos tomado, pero el reino ya no es lo que era y solo pueden entrar quienes nosotros autorizamos.

—¿Y en qué reino no es así? —masculló el chico, insolente. Dimitri contuvo las ganas de arrearle un bofetón.

—¿Y dónde está Lue? —quiso saber la niña—. ¿El lobo?

—Afuera —respondió Mantra—. En una jaula.

—¡Soltadlo ahora mismo! —ordenó Vekka, intentando de nuevo liberarse de Fidgerpatt.

—Calma, pipiolo.

—Por favor, soltad al lobo —suplicó la niña, más calmada—. Es inofensivo.

—Lo haremos —le aseguró Dimitri—, pero antes quiero hablar con vosotros y saber qué hacíais vagando solos por el Continente.

De repente, las tripas de Lysell gruñeron. La niña bajó los ojos.

—¿Tenéis hambre? ¡Por el Todopoderoso, soy un desconsiderado! —Hizo un gesto a sus hombres—. Liberadlos. Cuervo, baja el arma. Son amigos, ¿verdad?

Cuervo no pareció convencido, pero hizo lo que le pedían y se alejó un paso de la niña. Fidgerpatt tardó unos instantes más en reaccionar, pero también soltó a Vekka.

—Marchaos y dejadnos solos. Decid en las cocinas que nos sirvan inmediatamente la comida, ¡y que no escatimen en nada! —Se volvió hacia Lysell y le hizo una leve reverencia—. Por favor, seguidme al comedor.

Los dos niños se miraron sin comentar nada. Después, siguieron a Dimitri fuera de la sala del trono por los amplios pasillos del castillo.

Con un gesto rápido, el rey ordenó a sus hombres que desaparecieran de su vista. Mientras aguardaba a que el resto llegara del bosque y le contara las novedades, aprovecharía para mantener una charla con los recién llegados. Si todo iba bien, antes del atardecer estarían bajo su control.

El mediodía había quedado bastante atrás cuando Morgan, Henry, Andrew y Marco salieron de la espesa arboleda del bosque de Bereth.

—¡Fantástico! —exclamó el último, con desgana—. Ya nos hemos recorrido medio Continente y todavía no hemos encontrado ni un mísero rastro de ellos.

—Tampoco exageres —le espetó Henry, estirándose y dejando que el sol acariciase su piel, húmeda por la vegetación.

—¿Entonces vamos a seguir adelante con el plan de ir hasta Manseralda? —preguntó Morgan, desconfiado.

—Sí —respondió Henry sin dudar.

El joven soltó un bufido y se apoyó en el tronco de un árbol cercano. El cansancio general era casi tan insoportable como el hambre. En los dos últimos días no habían comido más que bayas y otros frutos silvestres, aparte de alguna perdiz despistada que se había cruzado en su camino. Tenían la ropa cubierta de suciedad y las manos negras de tierra.

—Ahora mismo cambiaría hasta la Insignia del Dragón por un buen baño —masculló Andrew, utilizando el pedazo de hierro para quitarse la tierra de las uñas.

—Marco, te toca —dijo Henry.

—¿Qué? —se quejó el otro—. ¿Por qué a mí?

—En el bosque no has subido ni una sola vez —le recordó Morgan.

Con un gruñido, se acercó al último árbol de la foresta y se dispuso a escalarlo. Minutos más tarde, pegó un grito desde la copa.

—¿Contentos?

—Agárrate a algo y no te marees —le advirtió Henry antes de cerrar los ojos y concentrarse en aumentarle la visión a su amigo.

Nadie dijo nada durante los siguientes instantes. Entonces Marco exclamó:

—¡Veo algo rojo a dos kilómetros de aquí, más o menos!

—¿Sangre? —preguntó Morgan, preocupado.

—Parece más… ropa o algo así. —Se fijó con atención antes de añadir—. Creo que es una capa. ¡Sí, es una capa! —De golpe, sus ojos volvieron a la normalidad y a punto estuvo de precipitarse al vacío—. ¡Eh!, avisa antes, ¿no?

El silencio fue la única respuesta que recibió de sus amigos.

—¿Os parece divertido? —preguntó, restregándose los ojos con las manos hasta recuperarse—. ¡Es la última vez que subo! ¿Me oís? ¡La última!

Olió el humo antes de verlo.

Cuando abrió los ojos, una espesa nube oscura lo rodeaba por completo.

—¡Eh! ¿Qué hacéis? ¿Qué pasa?

—Te recomendamos que bajes cuanto antes —le dijo una voz desconocida desde el suelo. Una voz adulta—. No sabemos cuánto más aguantará este arbolito, pero no tiene buen aspecto.

Aterrado y con una tos incontrolable, el muchacho buscó a tientas una rama que le sirviera de asidero para comenzar a bajar. El aire se volvió más espeso según iba descendiendo. De repente sintió que el tronco cedía.

Desesperado y sin ninguna referencia de dónde estaba el suelo, Marco saltó al vacío y dejó que la humareda se lo tragara. La caída, aunque a él le resultó eterna, no duró más de un segundo. Sintió un pinchazo agudo en la rodilla cuando chocó contra la tierra. El estrépito de la planta derrumbándose a su lado le obligó a rodar por el suelo sin dirección. Abrió los ojos y atisbó una sombra que se acercaba hasta él.

—¡Sonríe! —dijo el tipo de piel pálida antes de lanzarse sobre él y clavarle la punta de un dardo a la altura del hombro. Marco intentó revolverse y escapar de allí, pero no se hubo puesto ni siquiera de rodillas cuando un sueño soporífero fue paralizando sus músculos hasta dejarlo inconsciente.

Después todo fue oscuridad.