Bereth parecía estar de fiesta aquella mañana. Los aldeanos se arremolinaban en las calles y los balcones para ver el impresionante ejército plateado que atravesaba las calles del reino en dirección al palacio. Los comerciantes se frotaban las manos con avaricia pensando en las ganancias, mientras las jóvenes solteras cuchicheaban en grupitos admirando la pose de aquellos hombres del norte. Los niños correteaban entre las piernas de los más adultos, con los ojos brillantes de emoción ante semejante espectáculo.
Gélinaz cautivaba a todos con un maravilloso desfile donde no faltaba de nada: jamelgos blancos de patas robustas y pelaje largo, caballeros vestidos con las más elegantes armaduras, carrozas cubiertas de intricados detalles invernales en sus paredes, y un séquito de cortesanos y sirvientes que saludaban a los allí reunidos con entusiasmo.
En la cola de la comitiva cabalgaba un grupo de treinta hombres con capas diferentes de color burdeos. En silencio y sin girar tan siquiera la cabeza hacia el público, avanzaron al unísono a buen paso.
El rey Oer presidía la enorme cabalgata con una sonrisa cálida y la mano derecha siempre en alto para saludar a todos. Su mujer, Kylma, viajaba a su lado en una yegua ensillada con la más brillante pedrería. Sobre sus cabezas, la corona y la tiara de cristal destellaban cuando los rayos del sol esquivaban las sombras de las casas. Tras ellos, un caballero erguido y de sonrisa bondadosa saludaba a los aldeanos con parsimonia. Sus ropajes, rojos y negros, iban a juego con las armaduras de los últimos caballeros.
En lo alto de la colina, al final de la calle principal, Adhárel, Duna y la reina Ariadne aguardaban con entusiasmo su llegada. También se habían congregado allí Heredias, Sírgeric y Zennion, todos ellos con sus mejores ropas y unas sonrisas deslumbrantes.
Oer bajó de un salto de su montura cuando llegó al comienzo de la escalinata y después ayudó a su mujer a descabalgar. En cuanto estuvo en el suelo, las dos reinas corrieron a abrazarse, ilusionadas con el reencuentro. A gran velocidad, mientras los vítores de los berethianos se iban apagando paulatinamente, los sirvientes del palacio se dispusieron a ayudar a la caballería a instalarse en las inmediaciones.
—¡Bienvenidos a Bereth, majestades! —saludó Adhárel, ofreciendo su mano para que el rey Oer se la estrechase.
—Es un verdadero honor volver a estas tierras.
—¡Qué tiempo tan maravilloso tenéis aquí siempre! —dijo Kylma, acercándose a Adhárel para cederle su mano y que él la besara.
—Os presento a Duna Azuladea —dijo él—, mi futura esposa.
Los reyes le miraron sonrientes y después saludaron con entusiasmo a la joven, aturdida al haber sido presentada por primera vez de ese modo por Adhárel.
—Eres preciosa —le aseguró la reina—, no me extraña que hayas cautivado el corazón de un rey.
—Gracias, majestad —dijo Duna ante tanto cumplido.
—Y estos de aquí son mis hombres de confianza —prosiguió Adhárel—: Heredias, capitán del ejército; Zennion, maestre de los sentomentalistas, y Sírgeric mi segundo al mando.
Tras los saludos de rigor, Oer se giró hacia el hombre que había aguardado todo ese tiempo a unos pasos de distancia para pedirle que se acercase.
—En el camino a Bereth —explicó— nos hemos encontrado con otro caballero que también se dirigía hacia aquí.
—Es un honor servir a la causa, rey Adhárel —dijo por presentación el joven de tirabuzones negros. Tras la reverencia de rigor añadió—: Soy el príncipe Lorian, de Alto Cielo.
Adhárel lo miró sorprendido antes de volverse hacia su madre.
—¿Y vuestro padre, querido? —preguntó ella.
El muchacho pareció incómodo. Negó lentamente y dijo:
—Me temo que no atenderá vuestra petición, majestad —pareció que iba a decir algo, pero después cerró la boca y se lo pensó mejor—. Su salud se lo impide.
—Oh, cuánto lo siento —musitó Ariadne—. Espero que no sea grave y que se reponga pronto.
—Yo también lo espero. —Lorian sonrió y ladeó la cabeza.
—No dejan de ser buenas noticias que estéis todos aquí —intervino Adhárel—. Es estupendo que hayáis podido venir tan pronto. Pero no nos quedemos…
—¡Papá!
—¡Madre!
—¡Esperadme!
Las vocecitas acristaladas de tres niños vestidos con chaleco, camisa y pantalones hasta media pierna en miniatura se abrieron paso hasta Oer y Kylma.
El orondo rey soltó una carcajada mientras cogía a uno de ellos en brazos.
—Os presentamos a nuestros soldados de confianza, Ashaz, Urik y Eldavor.
—Yo soy Eldavor —advirtió el más pequeño de todos, señalándose el pecho—. ¿Y tú?
—Adhárel —respondió el interpelado.
—Yo soy príncipe, ¿y tú?
—Yo lo fui. Ahora soy rey.
El niño lo escrutó con sus ojos azules antes de girarse hacia Oer.
—Él también es rey —le dijo a su padre al oído.
—Lo sé, lo sé —respondió el hombre.
—Pero no tiene barba…
—¡Cállate! —le espetó su hermano mayor, molesto e impaciente.
Los demás rieron el comentario.
—No nos quedemos aquí —intervino Ariadne—. Estaremos mucho más cómodos en los jardines del palacio.
Dicho esto, agarró del brazo a Kylma y juntas ascendieron la escalinata hablando sobre trivialidades acerca del viaje y del clima. Los demás las siguieron, alegres. Ya habría tiempo más tarde para enfrentarse al verdadero motivo por el que se habían reunido allí.
—Sírgeric, tengo que hablar contigo. —Duna interceptó a su amigo en cuanto Adhárel desapareció junto a los demás miembros de la realeza.
—¿No puede esperar? Tu futuro marido quiere que esté a su lado como buena mano derecha que soy —bromeó.
—Es urgente.
Debió de ver la angustia en los ojos de Duna, pues sin decir una palabra la siguió hasta una de las salas laterales.
—¿Y bien?
La muchacha sacó de su vestido la manzana roja encantada por el Marqués.
—No tengo hambre.
—No es para ti, bobo. Es para Cinthia.
El gesto de Sírgeric se tornó frío.
—¿Ya lo hemos superado como para burlarnos de ello?
—¿Qué? ¡No! —Duna hizo un gesto con la mano para tranquilizarlo—. Déjame que te lo explique y no me interrumpas hasta que termine, por favor.
El joven se cruzó de brazos.
—Esta manzana podrá despertar a Cinthia. Está… encantada.
Los ojos de Sírgeric brillaron con emoción y pánico a la par.
—¿Estás segura? ¿De dónde la has sacado?
—Te he dicho que no me interrumpas.
—Duna…
—Se la di a Laugard para que la hechizara.
El pánico venció a la emoción y Sírgeric estalló:
—¡¿Qué?! ¿Has perdido la cabeza? —Agarrándola del brazo, la alejó de la puerta para internarse más en la habitación—. ¿Cómo se te ocurre andar a solas con ese loco?
—Ese loco es nuestra única posibilidad de que Cinthia vuelva a casa.
—¡Tonterías! —El pánico había dado paso a la rabia contenida—. Voy a decírselo a Adhárel. No sabemos hasta qué punto nos has comprometido.
—¡No! —De un manotazo se liberó de Sírgeric—. No te estoy pidiendo permiso, solo te estoy informando. Esta manzana tiene la capacidad de despertar a cualquiera que beba su jugo.
—¿Cómo sabes que no te ha mentido? ¿La has probado ya?
Duna cerró la boca con fuerza y respiró varias veces antes de responder.
—Sé que funcionará.
—¿Y si es una trampa? ¿Otra mentira más de ese hombre?
—¡Pero mira cómo brilla! —la fruta irradiaba un suave halo rojizo que iluminaba la penumbra de la sala. Los dos se quedaron observándola hasta que los labios de Sírgeric se curvaron en una sonrisa. Antes de darse cuenta estaba carcajeándose en voz baja. Duna lo imitó sin poder contenerse.
—Sí, Duna. Me has convencido. —Volvió a ponerse serio—. ¿Y si la hubiera hechizado para que Cinthia se transformara en rana? ¿O para que se volviera de oro? ¡No me fío!
—Déjame intentarlo, por favor. Hemos sido nosotras quienes le otorgamos el don. ¡La manzana la despertará!
—¿No decías que no me estabas pidiendo permiso?
Ella bajó la vista hacia la manzana.
—Supongo que sí.
—Escucha, yo tengo las mismas ganas que tú de que Cinthia regrese, pero temo hacer algo que pueda complicar la situación.
—Funcionará, Sírgeric. Estoy segura. Nos convencimos de que Laugard podía hechizar la manzana para nuestros propósitos y surtió efecto.
—¿Nos?
—Aya y yo.
El joven se llevó la mano a la cabeza.
—¿Aya también está enterada de esto? ¿Quién más?
—Solo ella.
—Adhárel nos cortará el cuello a todos.
Duna lo agarró de la mano.
—No tiene por qué enterarse.
—Claro, como no se ha convertido en un rey paranoico que no nos deja ni ir a los jardines solos…
—No te pases —le amonestó Duna.
—Lo siento. Pero sabes que tengo razón. ¿Qué piensas decirle para que te deje salir de Bereth ahora que está a punto de estallar una guerra?
—No se lo diré.
—Ah. Escaparte. Una idea sensacional. ¿Quieres que de paso te corte una mano y se la deje como recuerdo? ¡No puedes irte sin decírselo o se volverá loco y a nosotros con él!
—No me ha dejado otra opción.
—¿Lo has intentado al menos?
—No, pero…
—Hazlo. Explícaselo. Pero intenta ser más clara que conmigo.
La muchacha bufó desesperada.
—No me has dado ni tiempo para hablar antes de ponerte como un basilisco.
Enfrentarse a Adhárel. ¡Ni siquiera se le había pasado por la cabeza! Desde un principio había decidido marcharse y volver sin decirle nada. Estaba convencida de que el mal humor del rey se aplacaría en cuanto viera a Cinthia con vida.
—Hazme caso, Duna —insistió.
—¡De acuerdo, de acuerdo! No hay quien te aguante cuando te pones responsable.
—Aya no piensa lo mismo —replicó él, sonriendo más tranquilo—. Volvamos antes de que alguien pregunte.
Cuando salieron al jardín, los invitados mantenían una acalorada discusión sobre el modo de actuar. Mientras que Oer estaba convencido de que la mejor estrategia era no esperar y pillarlos por sorpresa, Lorian y Adhárel opinaban que debían aguardar.
—Si le queda algo de dignidad, Dimitri declarará la guerra como debe.
—¿Y desde cuándo ese crío ha hecho lo que se espera de él? —le espetó Ariadne con ferocidad.
—Por eso debemos utilizar la ventaja con la que contamos ahora —intervino Oer tras dar un trago a su copa.
—No nos rebajaremos a su altura. —Adhárel se giró cuando vio llegar a Duna y a Sírgeric. Extrañado por su misteriosa desaparición, les dedicó una mirada acusadora, pero no añadió nada.
—¿Con cuántos hombres contamos? —preguntó Lorian—. En Alto Cielo solo he podido reclutar a cincuenta…
—Y os agradecemos el esfuerzo —comentó la reina de Bereth, sonriendo cálidamente.
—Desde Gélinaz hemos traído a unos doscientos soldados y dieciocho sentomentalistas.
—Veintiuno, querido —le corrigió su mujer Kylma, divertida.
—Me temo que nuestros hijos no están todavía… entrenados.
El comentario hizo reír a los allí reunidos y relajó considerablemente los ánimos.
—Ahora es pronto para hablar sobre esto —dijo Adhárel—, estáis cansados y seguramente hambrientos. Pero por la tarde, después de comer, me gustaría reunirme con vosotros para poneros al corriente de todo.
Los murmullos fueron de consentimiento. Un sirviente se acercó en ese momento a la reina Ariadne y, tras susurrarle unas palabras, volvió a retirarse.
—Ya están dispuestos vuestros aposentos —comentó la mujer—. Nos veremos a la hora del almuerzo.
En escasos minutos, el jardín quedó en silencio y vacío a excepción de Duna, Adhárel y Sírgeric.
—¿Dónde os habíais metido? —preguntó el rey—. Creí que veníais detrás.
Duna miró a Sírgeric.
—Tenía que hablar con él. También contigo —añadió—, pero tú estabas demasiado ocupado.
Su amigo asintió para atestiguarlo. Adhárel frunció el entrecejo.
—¿Y qué es lo que ocurre?
Duna se humedeció los labios.
—Quiero… quiero ir a buscar a Cinthia.
—¿A Hamel? —No había enfado en sus palabras, solo extrañeza.
Ella asintió.
—Tengo algo que podría despertarla. —Sin esperar a que le preguntara, sacó la manzana.
—Yo la veo bastante corriente…
—Está encantada —intervino Sírgeric.
—¿Qué sentomentalista te ha ayudado? —preguntó el rey, tomándola entre las manos para inspeccionarla. Al ver que no respondían, alzó la mirada—. ¿Y bien?
—Laugard.
La rabia dilató las pupilas de Adhárel.
—¿Hablas en serio?
—Adhárel, cálmate un momento y escúchala —avino Sírgeric.
—¡No hay nada que escuchar! Ese hombre es un traidor y un asesino. ¿Cómo has podido…?
Duna le arrebató la manzana de la mano.
—Sabía que no era buena idea intentar razonar contigo sobre esto.
Sírgeric le dio un golpe en el brazo a Adhárel en cuanto Duna apartó la mirada, y le hizo un gesto con la cabeza. El rey fue a responder algo, pero optó por calmarse.
—¿Y si es una trampa? —dijo con voz suave.
—Eso mismo le he preguntado yo —comentó Sírgeric, agarrando la fruta—, pero tiene razón en que han sido ellas quienes le han proporcionado su don. Quisiera o no, esta manzana debería despertar a cualquiera que la mordiese. Y además, fíjate: brilla —añadió con humor.
Adhárel alzó la ceja por respuesta.
—No perderemos nada si no funciona —dijo Duna, con ánimos renovados—. Solo necesito ir hasta Hamel, ponerle unas gotas del jugo en su boca y ver si reacciona.
—¿Y qué ha pedido Laugard a cambio? Porque sé que no habrá aceptado ayudarte de manera altruista.
—Su libertad.
—Denegada —replicó el rey—. ¿Algo más?
—No, nada más. Pero al menos espera hasta que regresemos, quizás para entonces…
Adhárel la interrumpió:
—No voy a cambiar de opinión, te lo advierto. Ha mentido y traicionado a Bereth y nos ha puesto en peligro a todos.
—Al menos perdónale la vida —imploró Duna, sin comprender por qué le preocupaba tanto aquel desconocido.
—Ya lo hablaremos cuando regreses.
El rostro de Duna se iluminó con una sonrisa, creía haber escuchado mal.
—¿Puedo… ir?
Adhárel se encogió de hombros.
—Te ibas a escapar de todos modos. No intentes negarlo —le advirtió, antes de que pudiera siquiera separar los labios.
—Gracias —dijo Duna, dándole un fugaz beso en los labios—. Volveré lo antes posible, te lo prometo.
—Sírgeric te acompañará —añadió, girándose hacia su amigo.
—¿Quién eres tú y qué has hecho con Adhárel? —bromeó el muchacho—. ¿Lo dices de verdad? ¿Puedo ir con Duna?
—No puedes, debes. Es una orden. Y si le pasa algo serás tú quien pague las consecuencias.
—Estoy deseando ponerme en marcha —comentó con ironía.
—Saldremos esta noche, Sírgeric —le dijo Duna—. Ve a preparar tus cosas.
—Traducción: déjanos solos un rato y piérdete por el palacio.
El buen humor del muchacho era contagioso. Tras despedirse de ellos, regresó al interior.
Duna se volvió hacia Adhárel.
—Sé que ya te lo he dicho, pero gracias.
—No hay de qué, princesa —respondió él, acariciándole el pelo—. Las cosas parecen ir de mal en peor, quizás una buena noticia nos levante el ánimo a todos. Y, oye, ya va siendo hora de que haga caso a alguno de tus consejos, ¿no?
—Lo estás haciendo bien, Adhárel. Pero hay cosas que no puedes controlar.
La imagen de los niños sentomentalistas desapareciendo en mitad de la noche o la de Wilhelm convirtiéndose en cuervo le perforó la memoria. Adhárel debió de sentir lo mismo, pues se acercó para abrazarla.
—Necesito que todo termine pronto, no aguantaré mucho más.
—Acabará antes de que te des cuenta. Encontraremos a Marco y a los demás, Wilhelm volverá a ser humano y Dimitri acabará ahogado en su propio veneno.
Adhárel sonrió cansado.
—Almorcemos algo, me temo que nos esperan unos días agotadores.
Fue a separarse de ella, pero Duna tiró de él inesperadamente y lo atrajo hacia sí para juntar sus labios una vez más. Con aquel beso quiso perdonarle todas las rencillas de los últimos días y agradecerle su confianza en ella. Lo lograra o no, fue un gesto que se limitaron a disfrutar sin prisas, evadiéndose una vez más de la oscura realidad.