5. Medidas desesperadas

—Ha sido durante la noche —dijo Zennion con la mirada clavada en la pared opuesta de la habitación. Se encontraban en los austeros aposentos de los sentomentalistas.

—¿Nadie los vio marcharse? —preguntó Sírgeric.

—Supongo que utilizarían sus dones para que no los descubrieran —comentó el Maestre con una lacónica sonrisa en los labios—. Parece que les hemos enseñado bastante bien…

Adhárel se paseó entre las literas, esperando descubrir alguna pista de adónde podían haberse marchado. Las camas estaban deshechas, y las estanterías, vacías. El rey se volvió hacia su amigo.

—¿No puedes hacer nada para encontrarlos?

Sírgeric negó, compungido.

—No tengo nada de ellos para viajar hasta donde estén. No puedo hacer más que vosotros.

—Pero ¿por qué se fueron? ¿Y adónde? —Adhárel se apoyó en la ventana, preocupado por lo que aquello podía suponer a esas alturas del juego.

—Van a buscar a Vekka y al lobo —respondió una voz tras ellos. Los tres adultos se giraron para encontrarse con Simon en la entrada.

Adhárel se puso de pie como un resorte.

—¿Se han marchado por venganza? —Su preocupación se había convertido en ira—. ¿Cómo se les ocurre algo semejante conociendo la situación?

—Porque son niños, majestad —terció el Maestre, intentando calmarlo.

—No. Llegados a este punto, son soldados.

Sírgeric se mordió la lengua para no responder al rey y se acercó al muchacho.

—Simon, cuéntanos todo lo que sepas. Los chicos pueden estar en peligro ahora mismo.

—Ya lo sé —dijo él, serio—. Pero ya os he dicho todo lo que sabía. Querían vengarse por lo que le hicieron a Tail. Fue idea de Henry.

—Menuda novedad… —masculló el rey, bloqueando de manera intencionada el recuerdo de Duna, advirtiéndole al respecto—. ¿Y Marco lo permitió?

—Intentó detenerlos, pero al ver que no le escuchaban, decidió unirse.

—¿Y tú por qué te has quedado? —preguntó Sírgeric.

El muchacho enrojeció más de lo habitual.

—Porque sabían que solo los retrasaría.

—Has hecho bien contándonoslo, Simon —le dijo Zennion, levantándose para palmearle la cabeza—. Si recuerdas algún detalle más, dínoslo.

Sírgeric forzó una sonrisa tranquilizadora.

—No te preocupes, los encontraremos.

—Mandaré a un grupo de soldados para rastrear el perímetro —dijo Adhárel, apretando los labios—. Si nos damos prisa, podremos alcanzarlos antes de que salgan de Bereth.

—¿Cómo pensaban ellos encontrar al niño y al lobo? —preguntó Sírgeric.

—Con el don de Henry —replicó Simon.

Morgan se tiró al suelo y cerró los ojos. Era la tercera vez que lo hacía aquella mañana, y sus ropas comenzaban a resentirse.

—Se dirigen al sur —dijo con menos emoción que en las anteriores ocasiones.

Marco bufó en voz baja.

—Podría ser cualquier animal, ¿cómo sabes que estamos siguiendo su rastro y no el de algún comerciante?

—Porque si así fuera —intervino Henry con desdén—, habría escuchado el traqueteo de las ruedas de su carro o las boñigas del animal estrellándose contra la tierra. ¿Alguna pregunta más?

Morgan se sacudió la tierra de los pantalones.

—Esta vez creo que los he oído.

Los otros tres muchachos se volvieron hacia él. Uno con escepticismo, el otro con el brillo del ansia en sus pupilas, y el último, aburrido.

—¿De verdad? ¿Sus voces? —preguntó Henry.

—Eso creo, pero…

—¡Debemos de estar al lado! —exclamó el muchacho, sin prestar más atención a Morgan—. Vamos, tenemos que aprovechar esta ventaja.

Marco alzó los brazos al cielo.

—¡Dijiste que si andábamos durante toda la noche podríamos descansar al amanecer!

Henry se masajeó los ojos con fuerza. Estaba tan cansado como los otros tres, pero si por él fuese no se detendrían ni para comer.

—¿No quieres vengar a Tail o qué?

Marco se puso a la defensiva.

—¡Esa no es la cuestión, maldita sea! Si estoy aquí es porque quiero ayudarte, pero no quiero morir antes incluso de encontrarme con ellos.

—Lo que intentas es retrasarnos para no tener que luchar.

Marco dio un paso hacia él con el puño medio alzado, pero Andrew se colocó entre los dos con su fragmento de hierro convertido en una vara.

—Vale, tiempo muerto. Calmaos los dos.

Marco bufó sonoramente y se dio media vuelta. A cada hora que pasaba fuera del palacio, más convencido estaba de que debería haberse quedado para avisar a Zennion de los planes de su amigo.

Henry no atendía a razones desde el ataque de Tail. Su aura brillaba con una intensidad inusitada. Era como si todo lo que el Maestre les había enseñado durante los últimos años sobre el autocontrol y la paciencia se hubiera esfumado de su memoria.

—Puedo seguir solo, no necesito vuestra ayuda —espetó Henry, echando a andar.

Andrew puso los ojos en blanco.

—Oye, espera un momento. Hemos llegado hasta aquí juntos y seguiremos juntos, ¿verdad, Marco?

Una mirada que podía significar: «por el Todopoderoso, di que sí y acabemos con esto» o bien «si no me das la razón, te zurro» bastó para que el otro gruñese una aceptación.

—Supongo que sí.

Henry se detuvo a unos metros de ellos y asintió.

—Entonces, sigamos. Nos detendremos a mediodía, cuando haga más calor.

—Bieeen… —canturreó Marco en voz baja, incapaz de seguir enfrentándose a él.

Si bien era cierto que solo llevaban aproximadamente seis horas caminando, la voz que todos oían en la cabeza y que no dejaba de tentarlos para que se dirigieran a Manseralda, los estaba volviendo locos. El apagado murmullo que el primer día advirtieron se había convertido en una letanía que se repetía una y otra vez y que era imposible de obviar.

De nada servía que se distrajeran charlando entre ellos o tarareando una canción, el misterioso ente persistía en su cabeza martilleando todas sus ideas. A tal punto llegó la obsesión que durante un rato fueron mascullando en voz cada vez más alta la frase, hasta terminar coreándola los cuatro a gritos en mitad del bosque.

Y lo peor de todo era que, cuanto más se alejaban de Bereth y más se acercaban al sur, más real y consistente se volvía.

—Si no nos mata el cansancio lo hará el dolor de cabeza —se quejó Morgan con las manos en las orejas—. ¿Es que no se va a callar nunca?

—Yo creo que ya no lo oigo. —Marco guardó silencio y añadió unos segundos después—. Ah, sí. Ahí está. Al final vamos a terminar acercándonos, aunque solo sea para ver qué ofrecen con tanta insistencia.

Henry se detuvo en seco y Morgan se chocó con él.

—¡Eh! ¿Pero qué te pasa?

—He tenido una idea.

—¿Otra? —se quejó Marco, doblándose por la cintura para estirar los músculos.

—Es más una suposición, pero no sería mala idea tenerla en cuenta.

—¿De qué se trata? ¿Volvemos a casa? —preguntó Morgan.

Henry sonrió con sarcasmo.

—Muy gracioso. No. Todo lo contrario. Quizás no sea tan mala idea lo que has dicho y debamos dirigirnos a Manseralda.

—¿Qué? —le espetó Marco, incorporándose de golpe.

—Bromeas, ¿no? —La sonrisa de Andrew se congeló en su cara—. ¿No? ¡No!

—Desde luego que no. ¿Soy el único que lo ve lógico? ¡Ellos se dirigen hacia allí!

—¿Y por qué no hacia Salmat? ¿Tengo que recordarte que ella es la reina?

—Pensadlo un momento: después de todo lo que sucedió en Bereth, ¿creéis que la niña tendrá ganas de subirse a un trono? Esa está huyendo con su amiguito a un lugar donde puedan ser libres.

—¿Y qué te hace pensar que ese lugar es Manseralda? —preguntó Morgan.

—¿Entonces damos por hecho que son sentomentalistas? —añadió Andrew.

Apenas había una base sólida sobre la que sostener aquel argumento, pero no debían pasarlo por alto. Por lo que Zennion les había dicho cuando subieron a ver a Tail y lo que Marco pudo comprobar en su aura, el ataque que el gemelo había sufrido no había sido físico, sino de otra índole. Como si solo le hubieran dejado los despojos del alma para no desfallecer.

Además, estaba el hecho de que el joven se paseara por ahí sin sombra…

Ya casi no me duele —masculló Tail cuando logró despertar. No recordaba nada. Solo los ojos ambarinos del animal abalanzándose sobre él. Después sintió miedo y ganas de llorar. Sus ojos estaban agrietados y la alegría y la tranquilidad que acostumbraba a transmitir se habían esfumado con el color de su aura. Y es que, ante el asombro y el temor de Marco, la luz que siempre había acompañado a Tail se había evaporado casi por completo, volviéndose tan frágil como una pompa de jabón.

—Tengo un presentimiento, ¿vale? —dijo Henry—. ¿A alguno os cabe la menor duda de que Vekka es un sentomentalista? ¡Fijaos cómo se comporta con ese lobo sarnoso! Estoy convencido de que tarde o temprano terminará yendo a Manseralda, con o sin reina.

—No sé si será buena idea. —Marco intentaba poner algo de sentido común al asunto, pero era inútil— Ya habéis oído las noticias. Dimitri es el rey allí.

—¡Pues mucho mejor! —exclamó Henry—. Seremos los espías de Bereth.

Morgan asintió, entre convencido y deseoso de que aquello terminara de una vez.

—Nos vamos a meter en un lío cuando volvamos, ya veréis.

Henry esbozó su primera sonrisa desde que su gemelo fue atacado.

—¿Más de lo que nos hemos metido ya?

Duna llamó a la puerta de la habitación de Aya, primero con suavidad y después con premura. Sabía que si se paraba a sopesar todo lo que estaba en juego no se atrevería a seguir adelante.

—¡Ya voy! —le llegó la voz de la mujer desde dentro—. ¿A qué viene tanta…? Duna, ¿qué sucede?

—Tengo que hablar contigo —respondió ella, entrando en la habitación y sentándose a los pies de la cama.

Aya cerró la puerta y se colocó frente a ella. Su gesto se había congelado en una mueca de preocupación.

—¿Ya ha empezado? La guerra, digo. Porque si es así, yo también puedo luchar.

Duna la miró como si no fuera capaz de comprender su dialecto.

—¿Qué? No. No tiene que ver con la guerra ni con Bereth —dijo, masajeándose los dedos, nerviosa.

Aya suspiró aliviada y se llevó la mano al pecho.

—Entonces ¿de qué se trata? —se sentó junto a ella.

—Es… sobre Cinthia.

La mujer se enderezó, alerta, pero no habló.

—No te dijimos toda la verdad sobre su… situación.

—¿Está… herida? ¿Muerta? —Las palabras salían de su boca con un miedo atroz a que se hicieran realidad.

—No está muerta, ni tampoco herida. Pero… pero tampoco está bien.

Una lágrima furtiva se escurrió por las demacradas mejillas de Aya.

—Quiero que me lo cuentes todo, Duna —dijo con voz grave—. Por muy horrible que sea, será mejor que lo que mi imaginación ha supuesto.

La muchacha asintió y respiró hondo. En un intento por proteger a la mujer de la verdad, le habían hecho más daño del que podían imaginar. Ya era hora de poner algún remedio y, con suerte, una solución efectiva.

—Tenías razón, Aya. Cinthia desapareció por culpa de la Maldición de las Musas.

Su expresión fue más que elocuente.

—¿Cómo puedes estar tan… segura? —preguntó con un hilo de voz, temiendo la respuesta.

—Porque la vimos. A ella y a los cientos y cientos de niños que el Flautista había raptado por todo el Continente.

—Mi hija…

Duna temía que, si seguía hablando, la mujer terminase desmayándose. Quizás se había precipitado. Pero Aya se volvió para mirarla.

—¿Dónde está?

—En… Hamel.

—¿Y Adhárel lo sabe? ¿A qué espera para enviar a la guardia? ¿No lo ha hecho por su amigo cuervo? ¿Y mi hija?

Duna cerró los ojos e inspiró.

—No seas así, Aya. Es mucho más complicado de lo que parece y voy a necesitar un buen rato para explicarte todos los detalles.

—Pues empieza a hablar, jovencita —le ordenó la mujer, secándose los ojos y recuperando de pronto el tono de voz que tanto había echado de menos—. Empieza a hablar inmediatamente.

Y ella obedeció.

Al igual que Corpuskai y el propio Flautista hicieron en su momento, Duna le habló acerca del origen de las Maldiciones y de las Poesías. De la historia de amor y odio que había desencadenado todo en un principio, de la avaricia de Kastar, otrora Ettore, y de la locura de su hermano Giacomo. Del castigo de las Musas y de la labor a la que estaría sometido el joven Flautista de ahí en adelante, raptando a los niños de los reinos malditos y ocultándolos en las profundidades de la Montaña Silenciosa.

Los ojos de Aya se fueron entrecerrando según iba avanzando el relato, pero no dijo palabra. Duna le explicó tan bien como pudo el estado en el que su amiga se encontraba, el encantamiento que la mantenía congelada en el tiempo y presa en ese lugar. Le aseguró que nada podían hacer por despertarla y que, al menos, allí estaría protegida. Cuando terminó de hablar, gruesos goterones se escurrían por la piel ajada de la mujer.

—¿Volveré a verla? —preguntó con la voz tomada.

—¡Sí! —le aseguró Duna, agarrándole las manos—. Claro que sí, Aya. Volverá a Bereth pronto, te lo juro. Pero necesito tu ayuda.

La mujer se secó las lágrimas con un pañuelito que guardaba en el vestido.

—No digas tonterías, Duna —soltó una carcajada amarga y volvió a quedarse seria—. ¿Qué puede hacer una vieja como yo en una situación como esta si ni siquiera vosotros pudisteis…? —guardó silencio—. Es inútil.

La muchacha negó repetidas veces.

—Esa es la cuestión: ¡no lo es! —Miró a su alrededor, como si pudiera haber alguien oculto en la habitación y después prosiguió—. El rey de Caravás nos ayudará.

—¿Te has vuelto loca? —la mujer abrió los ojos, aterrada—. Es un traidor, un asesino y un mentiroso. ¿Te crees que voy a dejar siquiera que te acerques a él?

—¡Pero tengo un plan!

Aya bufó, molesta.

—No. Un plan que necesite a alguien como ese hombre no puede ser buena idea.

—¡Creí que querías salvar a Cinthia!

—Con toda mi alma, Duna —dijo con voz grave—. Pero no voy a arriesgarme a perderte a ti también por el camino.

—¡No tienes por qué perderme! Déjame que te lo explique, por favor. —La desesperación estaba implícita en cada palabra.

Aya fue a replicar una vez más para zanjar el asunto, pero fue incapaz. Era tan consciente como Duna de las ganas que tenía de volver a tener a Cinthia a su lado, protegida. Y, como ella sabía, haría lo que estuviera en su mano para lograrlo. Con un suspiro y sin cambiar el gesto de preocupación preguntó:

—¿Para qué me necesitas?

—Bajemos a la cocina, cojamos una manzana y te lo explicaré por el camino. Debemos darnos prisa.

Al Marqués no le quedaban ya lágrimas que llorar. Se encontraba tirado en el rincón de la celda, con los músculos entumecidos en una patética posición fetal y con la cara aplastada contra el frío suelo de piedra. Su respiración era un gruñido enfermizo y flemático que arrastraba por las losas el polvo y los granitos de arena. Iba a morir. ¿Qué importaba que alguien le viera de esa guisa o que su traje, ya de por sí manchado por su propia sangre, se ensuciara aún más? Su tiempo se agotaba desesperantemente rápido, y antes de que pudiera darse cuenta estaría con la soga al cuello y sufriendo espasmos a varios metros sobre el suelo.

Un lamento propio de los reos se escurrió por su garganta como una babosa. Tenía sed y hambre y ganas de bañarse. Quería volver a Caravás, al pasado, a su imperfecto y tranquilo mundo. Allí al menos había tenido un mayordomo, dos cocineras y un gato. ¿Qué habría sido de Sebastian? ¿Se lo habría dado Dimitri a sus hombres para que lo desollaran? ¿Lo haría cuando descubriera su situación? Sorprendido, dejó escapar una lágrima por el viejo sirviente.

Al menos cuando estaba en Caravás le quedaba la esperanza de que su vida volviera a ser tan perfecta como lo había sido en el pasado. Ahora ya no tenía ni eso. Había jugado sus cartas y había perdido la mano; la vida vendría después. Y todo por hacer caso a ese loco de Dimitri. ¡Él no estaba acostumbrado a luchar ni a actuar directamente! Él solo había aprendido a colgarse las medallas y a lucir trajes bonitos en las galas, ¿cómo se le había podido ocurrir que esta vez sería diferente?

Iba a volver a aullar de desesperación cuando advirtió un haz de luz proveniente del pasillo. Con esfuerzo, volteó la cabeza para ver cómo una luz anaranjada iba arrinconando la oscuridad a su paso. Una muchacha apareció poco después agarrando una antorcha con las dos manos. Y no estaba sola.

—A lo mejor ya está muerto… —oyó susurrar a la mujer que iba con ella. Se trataba de Aya, la otra era…

—¿Duna? —masculló con la garganta seca. Quizás no estuviera todo perdido a fin de cuentas.

—Parece que hemos llegado a tiempo —comentó la joven, acercándose a los barrotes de la celda—. Levántate, queremos hablar contigo.

Apenas habían cruzado cuatro palabras durante su estancia en el palacio. No entendía qué podía hacer allí abajo sin Adhárel y con la otra mujer, pero guardó silencio para no espantarlas. Con un poco de suerte…

Se puso de pie apoyándose en las mohosas paredes y después avanzó hasta la luz de la antorcha como una mosca tullida.

—Vosotras diréis —comentó, aparentando indiferencia y ocultando el miedo y la desesperanza en las sombras.

La muchacha se giró hacia la mujer y le hizo un gesto. Esta, sin apartar la mirada del Marqués, sacó de su espalda una manzana roja y brillante como un rubí.

—Gracias… —masculló el hombre, abalanzándose sobre ella, pero antes de que sus dedos la rozaran, la fruta volvió a desaparecer tras el faldón de la señora.

—Esto no es para ti —le espetó Duna, alejándose un paso de él—. No para que te la comas, al menos.

El Marqués esbozó una sonrisa cansada.

—¿Quieres que le quite las pepitas y la plante para estar entretenido?

—Vaya, no sabía que además de un mentiroso y de un traidor fueras un bromista —dijo Duna, sin amilanarse.

Laugard volvió a desinflarse y estuvo a punto de echarse a llorar patéticamente. La petulancia que durante tantos años le había acompañado parecía haberse escurrido fuera de aquella celda.

—Adhárel me ha hablado sobre tu don. ¿Has vuelto a mentir o esta vez has dicho la verdad?

El Marqués se encogió de hombros y paseó los dedos por los barrotes, despacio.

—Es la verdad.

Duna asintió y volvió a pedirle a Aya la manzana. La agarró con una mano y la lanzó al aire antes de recogerla de nuevo.

—Tenemos una misión para ti.

El Marqués abrió los ojos, contrariado.

—¿No ha quedado claro lo mal que se me da eso de cumplir órdenes y llevar a cabo misiones?

—Esta no es difícil —le aseguró—. No tendrás ni que salir de la celda.

—Espléndido…

—A cambio, si nos ayudas, intentaré que Adhárel te perdone la vida.

—¿Lo intentarás? —se mofó—. Voy a necesitar un aliciente mucho más prometedor si quieres que te escuche.

Duna cambió el peso de un pie a otro.

—De acuerdo, haré todo lo que esté en mi mano.

—No es suficiente.

—¿Qué quieres entonces? —preguntó, alzando la voz.

La mujer le puso una mano sobre el hombro para que se calmara.

—No alces la voz, Duna.

—Así que el rey no sabe que estáis aquí abajo —dedujo el Marqués, ensanchando su sonrisa.

—¿Qué quieres? —repitió ella con los labios apretados. Habían logrado colarse en las mazmorras durante el cambio de guardia. Si Adhárel la descubría…—. Di.

—La libertad. Que me saques de esta ratonera.

—Imposible.

—Entonces creo que podéis volver a vuestras mullidas camas.

Duna lo agarró de la manga antes de que llegara a girarse.

—Primero tendré que comprobar que no nos has engañado.

—No sé de qué se trata, pero ¿qué ocurre si todo funciona y aun así decides no cumplir tu parte del trato?

—Mi palabra, a diferencia de la tuya, sigue valiendo algo. ¿Crees que estás en situación de dudar de ella?

El Marqués se deshizo con delicadeza de la mano de Duna y la observó con detenimiento.

—Si le contara a Adhárel que has estado aquí proponiéndome un trato se enfadaría mucho.

—Si lo hicieras, te colgarían inmediatamente. Ten por seguro que mi pelea con Adhárel no sería nada fuera de lo corriente.

Laugard tragó saliva y arrugó el morro.

—Qué buscáis.

Duna levantó la manzana y la colocó frente a sus ojos.

—Necesito que hagas que esta manzana consiga despertar a cualquiera que le dé un mordisco.

—¿Disculpa?

Duna bufó y se apartó el pelo de la frente.

—O que pruebe su jugo, da lo mismo. —Se volvió hacia Aya, intranquila—. Técnicamente si está dormida no creo que pueda morder, ¿no? Bueno, me las ingeniaré como sea para que…

—¡Un momento! —El Marqués le dio en el hombro para que se girara—. ¿Quieres que hechice esta fruta?

Las dos mujeres asintieron. Laugard se las quedó mirando antes de soltar una carcajada que pronto mutó en una tos incontrolable.

—¿Dónde está el truco? —dijo, recuperándose.

—No hay truco. Necesitamos que lo hagas para poder… despertar a una amiga.

—¿No sirve con un sopapo o un jarro de agua fría?

Duna puso los ojos en blanco.

—No.

—Ya veo: sentomentalomancia, ¿eh? —El Marqués asintió, pensativo—. En cualquier caso, no es posible. Si tu rey te ha explicado algo sobre mi don, necesito nutrirme de una fuente de fe suficientemente potente…

—Y aquí la tengo. —Duna se apartó y agarró a Aya del brazo para que se acercara.

—¿Solo ella? —sus cejas se alzaron hasta casi pegarse con las entradas del cabello.

—Bueno, y yo. ¿Puedes hacerlo o no?

El Marqués observó con detenimiento a las dos.

—Puedo intentarlo.

Sin entrar en detalles, la muchacha le explicó las particularidades de la situación en la que se encontraba Cinthia. No mencionaron a las Musas ni tampoco al Flautista, pero el Marqués no tardó en comprender que se trataba de algo mucho más complicado de lo que aparentaba a simple vista.

—Por supuesto no podía ser algo sencillo.

—No voy a insistir más: ¿vas a ayudarnos o no?

El Marqués cruzó su mirada con la de la joven y después con la de Aya. El brillo de sus ojos a la luz del fuego reflejaba la predisposición que siempre había necesitado para llevar a cabo sus trucos. Funcionara o no, debía intentarlo; no encontraría muchas más oportunidades de poder escapar con vida de aquella celda.

—Dame la manzana —dijo con tono cansado. Duna se la tendió y después se separó de la jaula—. Necesito que os concentréis en creer en mí. Debo advertiros que es la primera vez que intento algo así; siempre logro que mis víctimas crean por sí mismas, no sé si funcionará.

—Tú haz tu trabajo que nosotras haremos el nuestro. Tienes el poder para hacer que esta manzana pueda despertar a cualquiera que pruebe su jugo, ¿verdad, Aya?

La mujer asintió, primero despacio y más tarde con entusiasmo.

—Un poder ilimitado —prosiguió Duna, con asombro—. Con una gota de ella podrías despertar a un centenar de durmientes. Los ejércitos te temen y los reyes te buscan para que compartas tu poder con ellos.

El Marqués cerró los ojos y fue alimentándose de las palabras de la muchacha y del deseo de creer de la mujer. Al principio temió que no funcionaría, que su propio don se había dado cuenta de que estaban haciendo trampas. Respiró hondo y se concentró en aferrarse a los hilos de fe que poco a poco comenzaban a manar de sus visitantes. Unos hilos tan finos como los de las arañas, que pronto fueron creciendo en intensidad y embargándolo por dentro.

Ya no prestaba atención a las palabras de Duna. Sus sentidos estaban concentrados en la inagotable fuente de la mujer que, sin verla, sabía que lloraba de la emoción, no por creer que aquello podía funcionar, sino porque habían encontrado a alguien que podía salvar a la joven Cinthia con ayuda de aquella manzana roja. Su fe en él comenzaba a desbordarse con cada minuto que pasaba. Limpia, clara y perfecta para el fin último.

Cuando consideró que estaba listo, apretó los dedos contra la fruta y dejó que su consabido don hiciera su trabajo. ¿Despertar a una durmiente con aquella manzana? Pan comido; lo llevaba haciendo toda su vida, a fin de cuentas. Sintió un cosquilleo recorriéndole el pecho y viajando por los brazos hasta las yemas. La energía fue abandonando su piel y se fundió con la de la manzana. Como detalle personal, se permitió el lujo de ofrecer a la fruta un brillo especial que la diferenciara de cualquier otra.

—¡Listo! —dijo, abriendo los ojos y sonriendo, cansado.

Duna interrumpió su letanía.

—¿Ya está? ¿Ha funcionado?

Por respuesta, el Marqués lanzó la fruta al aire como había hecho antes la muchacha y volvió a recogerla, la estela rojiza pintó la oscuridad con claridad.

—Créeme, esta manzana podría despertar hasta a un muerto.

Aya se secó las lágrimas con el reverso de la mano y después le dio las gracias. Laugard asintió complacido y le acercó la fruta a Duna, pero cuando iba a cogerla, este la alejó.

—En cuanto comprobéis que funciona, me liberaréis —le dijo.

—En eso hemos quedado, sí —replicó ella, ansiosa—. Hablaré con Adhárel para que no te ejecuten. Te lo juro.

Laugard negó con impotencia y se la entregó. Tendría que confiar en ella.

—Espero que así sea.