Fue una expedición la que encontró el cuerpo de Firela medio enterrado en la nieve. El capitán del grupo dio la voz de alarma cuando, desde su trineo, advirtió una mancha oscura en mitad del infinito blanco. A su alrededor, la planicie de hielo, otrora lago, comenzaba a resquebrajarse bajo su peso.
Los aguerridos norteños tuvieron que actuar deprisa para intentar salvar, si es que todavía seguía con vida, a la temeraria mujer que se había aventurado sola en aquel infierno congelado. Así, armados con picos, cuerdas y el don de su capitán, capaz de crear hielo solo con posar las manos sobre una superficie, avanzaron con tiento hasta ella.
Una vez que la alcanzaron, uno de los hombres se quitó la gruesa manopla que protegía su mano derecha y colocó sus dedos sobre el cuello de la mujer.
—Vive —dijo, tras encontrar su lento pulso.
Sin cruzar más palabras, los exploradores llevaron el cuerpo de regreso a sus trineos de madera y colocaron a la desconocida entre mantas y cojines. El más rezagado de todos advirtió, justo antes de darse media vuelta, el elaborado espejito que la muchacha llevaba consigo y que había caído con ella en la nieve. Lo recogió con cuidado y contempló cómo el hielo y los copos se habían adherido al cristal, haciendo imposible ver el reflejo. Sin mencionar su descubrimiento y con el espejo protegido dentro de su enorme abrigo, regresó a su trineo y emprendieron el viaje de vuelta a Gélinaz.
Firela despertó cuatro días más tarde, cuando todos creían que ya nunca lo haría. La fiebre seguía siendo alta, pero a lo largo de la mañana y gracias a los cuidados de la mujer que la había hospedado en su hogar, fue remitiendo.
Esa noche fue capaz de tomarse una humeante sopa de verduras y a la mañana siguiente se despertó sin haber sufrido pesadillas. En ningún momento fue consciente de dónde estaba ni tampoco tuvo ánimo para preguntar. Se dejó cuidar en silencio.
Durante todo ese tiempo no recordó el espejo, a Galasaz ni a su hermana. Pero cuando una mañana escuchó una estampida irrumpiendo en la guarida donde reposaba, supo que algo había ocurrido. Algo relacionado con aquellos tres elementos que habían permanecido tantos días alejados de su conciencia.
—¡Tengo que hablar con ella! —exigió alguien al otro lado de la puerta de su habitación.
—Está durmiendo, ¿qué sucede? —preguntó Nivae, pues así se llamaba la mujer—. ¿Qué estás haciendo? ¡Tray! ¡Detente!
La puerta se abrió de golpe y Firela recibió un bofetón de aire sobre su deforme rostro. Intentó arrebujarse entre las mantas, pero alguien se sentó sobre el colchón y la obligó a volverse.
—¿Eres una sentomentalista?
Se trataba de un joven apuesto y fuerte, de hombros anchos y barba negra y recortada. Su oscuro vello contrastaba radicalmente con su pálida tez y sus ojos azules. Unos ojos que en esos instantes atravesaban a Firela como dos puñales.
—¡Responde!
—N… no, no —eran las primeras palabras que pronunciaba desde que el Desierto de Cristal pudo con ella—. ¿Cómo voy a…?
—Entonces ¿eres una ladrona?
—¡Tray, basta! —La voz de Nivae sonó preocupada y colérica a la par—. ¿No ves que todavía sigue convaleciente?
El hombre se volvió hacia la puerta.
—¡Encontramos esto entre sus pertenencias! No pienso irme de aquí hasta que me diga de dónde lo sacó.
El hombre se refería, por supuesto, al espejo. Los recuerdos regresaron a la memoria de Firela de golpe. Se incorporó como un resorte e intentó recuperar el objeto, pero el hombre fue más rápido y lo alejó de ella.
—Así que sabes de lo que hablo —le dijo, con seriedad.
—Es… mío —dijo con la voz rota.
—Tray, es un maldito espejo —le recriminó la mujer—. Y tú ya tienes más de los que ningún ser humano utilizaría en la vida, ¿de verdad tienes que…?
—¡Este era de mi padre, Nivae! —le interrumpió él, enarbolándolo como si fuera una bandera.
La mujer se quedó paralizada. Con su falda de lana, la chaqueta de punto, las rosadas mejillas y el pelo peinado en dos trenzas sobre la cabeza, aquel gesto serio resultaba extraño en ella.
Tray se volvió hacia la Asesina del Humo.
—Por eso quiero saber de dónde lo ha sacado esta ladrona.
Firela bufó ofendida. Si quisiera, podría cortarle el cuello allí mismo y huir antes de que la mujer llegara a pedir ayuda. Si quisiera… y si tuviera algún sentido hacerlo.
Por el contrario, respiró hondo y dijo:
—Tu padre… tu padre me pidió que lo trajera.
—Mientes. —El frío que las gruesas paredes del hogar se afanaban en contener había penetrado con aquel joven—. Mi padre está muerto.
—¡No! —respondió ella, antes de meditar sus palabras—. No… del todo.
Tray alzó su poblada ceja y apretó los labios con firmeza.
Firela reparó en que aquella sería la primera vez que hablaría con alguien sobre el espejo. Con alguien vivo, al menos.
—Está al otro lado.
—Al otro… —Le dio la vuelta al espejo y observó el reflejo de su habitación—. ¿Qué quieres decir?
Firela se lo arrebató de las manos y contempló con angustia el cabecero de la cama. No había ni rastro de su propio reflejo, ni tampoco de la imagen del viejo Galasaz.
—Estaba… estaba aquí —aseguró con la boca seca.
—¿Te burlas de mí? —gruñó, haciéndose de nuevo con el objeto de la disputa.
—Tray… —Nivae quiso acercarse, pero el joven se puso de pie y la detuvo con un gesto de la mano.
—Escúchame, ladrona —le advirtió a Firela, señalándola con el espejo—. Averiguaré de dónde sacaste este espejo y qué hiciste con mi padre. Y te juro que te haré pagar por ello.
Nivae apartó la mano del joven, irritada, y dijo con voz seria:
—Creo que deberías marcharte, Tray. Es tarde y ella todavía tiene que…
Firela aprovechó su distracción para descubrirse completamente y abalanzarse sobre el hombre. De un empellón le quitó el espejo de la mano y, trastabillando a su paso, le lanzó la manta contra el rostro para distraerle al tiempo que huía ante el desconcierto de Nivae.
—¡Maldita sea! —rugió Tray, deshaciéndose de la tela y corriendo hacia la puerta que Firela había cerrado a su paso—. ¡Da el aviso! ¡Te advertí que era peligrosa!
Nivae asintió con absoluto desconcierto.
—¡Vamos! —escuchó gritar al joven antes de verlo desaparecer por el corredor tras la enferma.
Firela también escuchó el grito, pero ya estaba atravesando un nuevo y amplio corredor de paredes blancas, techos abovedados y suelos de losas de marfil. Con los pies descalzos y cubierta solo por el largo camisón que le habían prestado, dejó atrás estatuas esculpidas en cristal y cuadros de paisajes gélidos de indiscutible belleza. Necesitaba escapar de aquella cueva como fuera. Huir de los guardias que pronto saldrían en su busca. Esconderse. Pero ¿dónde? Y, ¿para qué?
De pronto reparó en una amplia puerta entreabierta batiéndose suavemente al son de una corriente de aire. El frío en aquel nuevo pasillo era considerablemente mayor que el del resto de las galerías que había atravesado hasta el momento. Tanto era así que ni siquiera había antorchas encendidas. Sin dudar un instante, empujó la puerta y cruzó al otro lado…
… para descubrir, cuando logró acostumbrarse a aquella blancura, un mirador con una gruesa balaustrada de piedra. A su derecha, una escalera de peldaños cortos descendía hasta el reino que se presentaba ante ella como la maqueta de un lugar de ensueño.
A pesar del peligro que corría, no pudo evitar detenerse unos instantes a contemplar el paisaje. Las casas de Gélinaz, pues ahora no le cabía la menor duda de dónde se encontraba, eran de un color gris, casi blanco, como el cielo que se percibía allá en lo alto de la cumbre acristalada. Solo era necesario observar las corrientes que arrastraban por el exterior ribetes de nieve, para advertir que aquel aislamiento debía de ser obra de sentomentalistas.
Hombres y mujeres entraban y salían de las casas, paseaban por las cuidadas calles embutidos en gruesos abrigos mientras los niños correteaban en grupos con sus cabezas cubiertas con gorros de colores. Había plazas con fuentes, galerías estrechas y amplios soportales, edificios de varias plantas y casitas pequeñas, jardines con estanques y trovadores desperdigados que cantaban para un público siempre en movimiento. En el horizonte, allá donde apenas alcanzaba la vista, se percibía un amplio campo sobre el que pastaban animales, y un lago en su extremo occidental.
Y en mitad de aquel reino, en la zona más elevada de la suave ladera que describía el paisaje, encerrado entre las paredes de la montaña, el palacio de Gélinaz se alzaba como un baluarte con ocho torretas puntiagudas coronándolo. Construido con diferentes tipos de piedra, se contaba que en su interior ocultaba varias salas hechas enteramente de hielo.
Descendió los últimos escalones, con los pies ateridos de frío y las rugosidades de la piedra clavándosele en las plantas, hasta la parte inferior de lo que era uno de los múltiples edificios escarbados en la propia pared de la montaña y que bordeaban el resto del reino. Una vez abajo, se internó entre las callejuelas. Pronto se dio cuenta de que llamaba demasiado la atención; necesitaba encontrar ropa adecuada.
Cuando le sobrevino un ataque de tos, se apoyó en la pared de una casa pequeña para recuperar el aliento. ¿Qué estaba haciendo? ¿Dónde pensaba huir si aquel reino era una prisión de roca en sí mismo?
—¿Te encuentras bien? —escuchó decir a alguien. Firela se giró como un animal acorralado, y la señora que se había detenido para ayudarla dio un paso hacia atrás, sobresaltada ante su deforme rostro.
Mejor, pensó ella echando a correr con más fuerza y desapareciendo por la primera bocacalle que encontró para volver a girar en la siguiente esquina.
Así fue avanzando, ocultándose de las aglomeraciones de gente hasta que descubrió un pequeño patio junto a una casa solitaria en el que había tendidas varias prendas de ropa.
Con poco disimulo, con las piernas heladas de frío y la piel de gallina, se acercó hasta las cuerdas y arrancó un abrigo y un par de calcetines algo húmedos. Desapareció antes de que nadie descubriese el hurto.
Una vez segura, escondida en una solitaria plazoleta y rodeada por varias casas altas, se cubrió con el abrigo y se puso los calcetines con manos temblorosas. Nunca se había sentido tan indefensa como hasta entonces. Y aquello le aterraba.
Se colocó el espejo encantado delante de los ojos y dio un respingo al reparar en la oscura figura de Kalendra, aguardando de pie tras ella, vigilante y perdida.
Firela susurró el nombre de Galasaz, esperando que acudiera, pero no sucedió nada. El viejo había desaparecido. ¿Y si se había perdido mientras cruzaban el Desierto de Cristal? Firela reprimió un escalofrío. No. No quería ni pensarlo. Debía de estar…
Entonces escuchó una voz lejana. La mujer alzó la vista, preparada para salir corriendo, cuando advirtió que el sonido llegaba del espejo.
—¿G… Galasaz? —preguntó con un hilo de voz, tiritando. Debía de haberle subido la fiebre—. ¡Galasaz!
Pero el espejo seguía vacío, a excepción de Kalendra.
—Estoy aquí —repitió con más fuerza—. ¡Gala…!
El viejo apareció ante ella de sopetón y Firela estuvo a punto de dejar caer el objeto al suelo.
—Estamos en Gélinaz —dijo el hombre con una sonrisa—. Lo conseguiste.
—¿Dónde estabas? —le preguntó ella, aliviada y molesta a la vez—. ¡N… no sabes en el l… lío en que me has m… metido!
—¿Por qué estás temblando? —se preocupó Galasaz—. Y permíteme que sea yo quien te pregunte a ti qué ocurrió. Cielos, creí que…
Firela se frotó un brazo con la mano contraria para entrar en calor y cerró los ojos.
—M… me salvaron un grupo de hombres, p… por lo que me explicaron. Me encontraron a punto de morir c… congelada.
—No… —se lamentó él.
—Sí. He estado varios días inconsciente.
—Por eso no supe nada de ti… —dedujo él.
Firela asintió.
—¿Y qué diablos haces fuera de la cama? ¡Vuelve adentro!
Ella sonrió con desgana antes de envolverse con más ahínco.
—Esta mañana ha entr… rado un hombre en la casa d… donde descansaba. Ll… llevaba el espejo. M… me acusó d… de habértelo robado.
El viejo se mostró ofendido.
—Y… yo le aseguré que no. P… pero no me creyó.
—¿Y quién era? ¿Cómo pudo alguien reconocer mi firma en el espejo?
—Era t… tu hijo. Tray.
Galasaz se quedó lívido. Sus arrugas parecieron desaparecer al tiempo que abría los ojos desmesuradamente.
—¿Has visto a… Tray?
—Me ha am… menazado con mat… tarme si no le decía d… dónde había escondido t… tu cadáver, cuanto menos.
—Creen que he muerto. —No era una pregunta.
—Que yo t… te maté, para ser exactos.
—Tienes que volver —le apremió—. Tienes que llevarme con él. Necesito verlo.
Firela advirtió cierto brillo de ansiedad en sus ojos, que no había visto hasta entonces, tan calmado como se había mostrado en todo momento.
—¿Por q… qué no estabas en el espejo antes? —quiso saber ella.
—¡Me perdí! —respondió con impaciencia—. Cuando caíste en la nieve el espejo se empañó y me quedé solo, así que me puse a andar hasta que llegué a Gélinaz, el Gélinaz de aquí: solitario y frío. En caso de que no volvieras a despertar… al menos podría pasar la eternidad en mi reino.
Firela se sintió molesta porque la hubiera dejado allí sola en mitad de la estepa, pero no dijo nada. Tampoco podía. Los temblores cada vez eran más fuertes, y los calcetines húmedos en lugar de ayudar, habían empeorado su estado.
—¡La hemos encontrado! —escuchó gritar a alguien de repente. Un guardia. Detrás aparecieron otros tres, Tray entre ellos.
Levantó la mirada dispuesta a salir corriendo, pero no sirvió de nada. Los hombres le cerraron el paso incluso antes de que se levantara del banco.
—N… no he hecho nada —les aseguró, sin fuerzas para intentar defenderse.
—Miente —dijo con voz ronca Tray—. Si no, no habría salido corriendo.
—¡C… corrí para s… salvar mi vida! —No recordaba la última vez que tuvo que rebajarse a dar explicaciones. ¿Cómo podía haber cambiado tanto sin advertirlo?—. ¡T… tu padre me dijo que t… te trajera el espejo!
Tray se acercó a ella y la agarró del cuello del abrigo. A un palmo de su rostro, siseó:
—No vuelvas a hablar de mi padre.
—¿Tray?
El joven tragó saliva sin soltar a Firela. Los dos habían oído aquella voz lejana.
Con ferocidad el tipo soltó a Firela y esta cayó sobre el banco.
—¿Cómo has hecho eso? ¡No intentes hechizarme!
—¿Tray qué sucede? —le preguntó uno de sus compañeros, acercándose. Pero él lo alejó y se colocó las manos en la cabeza.
—¡N… no te estoy hechizando! —le aseguró Firela—. T… tu padre está aquí.
Y con estas palabras, alzó el espejo para que los ojos de padre e hijo se volvieran a reencontrar después de tanto tiempo.