—¡Levántate! —rugió Adhárel, agarrando a Laugard del cuello de la camisa y volviendo a tumbarle de un puñetazo en la cara. El sonido reverberó por todos los calabozos, ahora vacíos.
—¡Adhárel, para! —Sírgeric lo agarró de los hombros y lo apartó del magullado rey de Caravás—. Si lo matas no nos servirá de nada.
Era el tercer día de interrogatorio y todavía no habían logrado sacarle nada. El Marqués sollozaba hecho un ovillo con la nariz sangrante y una mirada de conmiseración que no sirvió más que para empeorar el humor de Adhárel. Sus ropas, igual que el resto de su cuerpo visible, se encontraban en un estado deplorable.
—¡Es un espía, Sírgeric! ¡Nos ha engañado y ha hecho que Wil…! —no pudo terminar la frase. Con un rugido levantó al hombre y lo colocó en la silla de madera que había junto a la pared.
—¡Y tendrá su castigo! —insistió el joven, volviendo a agarrarle del brazo—. Pero ahora lo que necesitamos son respuestas.
—Sírgeric está en lo cierto, majestad. —Heredias le volvió a colocar las cuerdas alrededor del cuerpo. Aunque, en su estado, más que para que no los atacase, servían para que no se cayera.
Laugard intentaba mantener el equilibrio sobre la silla sin dejar de llorar lastimosamente.
—Más te vale hablar de una vez y contarnos la verdad sobre ti y mi hermano —le advirtió Adhárel con ira contenida—. Si estás intentando ganar tiempo para que Dimitri venga a salvarte, pierdes el tiempo. Te ha utilizado como a tantos otros antes que a ti y ahora vas a pagar las consecuencias. Estás agotando nuestra paciencia.
El hombre apartó la cara, esperando recibir un nuevo golpe que no llegó.
Zennion, que no había podido bajar a los calabozos hasta entonces debido al estado tan grave en el que Tail se encontraba, se acercó con paso lento hasta él y, apoyado en su bastón, le preguntó:
—¿Cuál es tu don? Sabemos que tienes uno, de ti depende darnos la información por las buenas o por las malas.
El Marqués tembló sin abrir la boca. Desde que el niño aquel había gritado acusándolo de lo sucedido la noche de la cena, todo su plan se había ido al traste, y con él, su libertad. Antes de que pudiera siquiera reaccionar, dos guardias lo apresaron sin esperar ni una explicación por su parte. Más tarde averiguó que ese maldito crío le había descubierto influyendo en Adhárel para que perdiera los estribos con su don.
Zennion no esperó más. Cerró los ojos y aguardó a escuchar el grito de dolor del Marqués para detenerse.
—Si no hablas, seguiré haciéndote sufrir.
—Por favor… —masculló el Marqués, sin apenas fuerzas.
—Esa no es la respuesta correcta.
El Maestre repitió su táctica.
—¡Basta! ¡Basta! —rogó entonces.
—Te repito la pregunta: ¿cuál es tu don?
—Os… os lo diré. ¡Os diré la verdad! Pero por favor, no volváis a… —Las lágrimas se tragaron el resto de la frase.
Adhárel se cruzó de brazos y aguardó, impaciente.
El Marqués no sabía por dónde empezar. ¿Cómo explicar un poder que él apenas comprendía?
—Mi don… es el que yo quiera que sea. El que les diga a los demás que tengo —explicó—. Y funcionará siempre que… siempre que alguien crea en mí lo suficiente.
Adhárel se acercó un paso.
—Está mintiendo.
—¡No! ¡No! —el Marqués abrió los ojos desmesuradamente—. ¡Es la verdad!
—¿Es posible, Zennion?
El viejo se encogió de hombros.
—Supongo que en la sentomentalomancia todo es posible. —Se giró hacia Laugard de nuevo—. Y si nadie te conoce, ¿qué ocurre? ¿Y si no te recuerdan?
—Entonces no tendré ninguno —respondió, con un hilo de voz.
De nada había servido su silencio los últimos días, como Adhárel le había dicho, Dimitri no pensaba ir a rescatarlo. Ahora solo podía intentar quedar lo mejor posible para recibir una pena menos dura.
—¿Mi hermano lo sabe?
Laugard negó repetidas veces sin atreverse a mirarlo.
—Solo sabe lo que yo le he hecho creer, os lo juro.
—Tu palabra ha dejado de tener valor —comentó Sírgeric con voz seria.
—¿Qué le dijiste a Dimitri entonces? —quiso saber Zennion.
Laugard tuvo que hacer un esfuerzo por recordarlo.
—Que… que podía crear desconfianza en cualquiera. Con que él y sus hombres creyeran en mi don, tuve suficiente para… —Dejó la frase inconclusa—. Pero esta no es mi guerra. No sabía lo que hacía. Por favor, liberadme y perdonadme la vida. ¡Fue un error!
—Cállate —le espetó Adhárel—. Limítate a responder a lo que te preguntemos. ¿Fue eso lo que hiciste conmigo? ¿Te metiste en mi cabeza?
El Marqués asintió, asustado de que aquello incendiara de nuevo la furia del rey.
—No sabía que él… lo del cuervo yo no…
—Y sin embargo es culpa tuya. —Adhárel apretó los puños, conteniéndose para no golpearlo.
—Es curioso —comentó Zennion, extrañado—, cuando te analicé la noche que llegaste no parecía que Dimitri hubiera hecho nada contigo. ¿Fue tu decisión venir y ayudarlo, entonces?
—¡Yo no sabía que pasaría esto! —se excusó Laugard con lágrimas en los ojos. Jamás había caído tan bajo, no sabía cómo se debía comportar uno en estos casos. Él siempre había sido quien preguntaba y ordenaba a los demás, no el que debía suplicar.
—¿Qué te prometió? —insistió Adhárel.
Las mejillas se le sonrojaron violentamente, aunque esperó que con la sangre pasaran desapercibidas.
—Fama y berones…
Adhárel gruñó con desprecio.
—Y tú te ofreciste sin pensártelo. No eres nada sin tu don. Solo el reflejo de lo que los demás ven en ti, y para eso los necesitas. —Guardó silencio antes de añadir—: También pensabas traicionar a Dimitri, ¿me equivoco?
El Marqués asintió.
—Es mi naturaleza. Yo solo quiero… —Se pensó cómo continuar la frase— que me quieran.
—Lo que quieres es que te quieran por tus mentiras —aclaró Sírgeric.
—Y lo peor es que te da igual cómo conseguirlo —secundó Adhárel—. ¿Qué más da si mueren cientos de personas mientras a ti te alaben los supervivientes? Eres mucho más patético y rastrero de lo que creía.
Por primera vez en mucho tiempo, Laugard no tuvo que fingir las lágrimas que ahora derramaba con desesperación porque sabía que Adhárel estaba en lo cierto y que, por mucho que le doliera, no podría cambiar jamás.
—Vas a ser condenado a la horca —anunció el rey. Laugard alzó la mirada, desesperado—. No intentes hacernos cambiar de parecer.
—No, no, no, no. Por favor… por favor…
—Estarás solo —dictaminó el rey—. Sírgeric se encargará de traerte la comida hasta el día de tu ejecución. Será inútil que intentes utilizar tu patético poder con él, ya te lo advierto.
Sírgeric se acercó al Marqués y levantó su espada hasta la altura de su cabeza. El hombre soltó un aullido de pavor, cerró los ojos esperando que le rebanase una oreja o el cuello, pero él se limitó a cortarle un mechón de pelo.
—Tampoco ha sido para tanto —comentó el muchacho, socarrón. Después partió las cuerdas que le ataban a la silla.
Adhárel se giró para salir de la celda cuando el Marqués se tiró a sus pies y le rogó que no lo dejara allí.
—¡Os he dicho la verdad! ¡Tened piedad de mí!
—Haberlo pensado antes —replicó el rey, liberándose de una patada.
Todos salieron y Heredias cerró con llave. El Marqués se abalanzó sobre las rejas.
—¡No sabía lo que hacía! No me matéis. Por favor. Clemencia, os pido clemencia… —Las lágrimas se mezclaban con la sangre de la cara y bajaban hasta su camisa.
—Tú no la tuviste con nadie. Ahora no nos la pidas a nosotros.
Dicho esto, Adhárel y el resto de los hombres se perdieron pasillo adelante con los lamentos del preso tras ellos.
Duna los esperaba en el comedor junto a la reina y Aya. El gato del Marqués se paseaba entre sus piernas, indiferente a la situación en la que se encontraba su amo, cuando la puerta se abrió.
—¿Y bien? —preguntó Duna, levantándose.
La reina se inclinó hacia delante.
—¿Ha hablado?
—Sí —respondió Sírgeric—. Es un sentomentalista, como Marco dijo.
—¿Y cuál es su don? ¿Cómo logró…?
—¿Engañarme? —le interrumpió Adhárel—. ¿Hacer que perdiera la cabeza y traicionara a mi amigo?
Sírgeric volvió a tomar la palabra.
—No tiene un don específico. Ese hombre es más peligroso de lo que nos pensábamos.
Con pocas palabras les explicó lo que el Marqués les había dicho en los calabozos.
—Será ahorcado esta semana —añadió Adhárel, sentándose en uno de los sillones y apoyando la cabeza en su mano.
Duna se volvió hacia él.
—¿Qué? ¿Pena de muerte?
—Es peligroso tenerlo vivo, y además es un traidor.
—También es un rey.
—Eso habrá que comprobarlo —espetó Adhárel. A continuación reparó en el felino—. ¿Todavía no os habéis desecho de él?
—¿Y qué culpa tiene el gato de lo que hiciera su amo? —preguntó Aya, ofendida ante la mera idea de sacrificar al pobre animal.
El rey no discutió. Se limitó a negar con la cabeza.
—¿Ha regresado ya la partida del bosque?
Ariadne negó, taciturna.
—Deben de estar a punto de volver. Esperemos que hayan tenido suerte.
Duna se mordió la lengua para no decir lo que pensaba. Wil se había marchado en forma de cuervo, ¿cómo iban a dar con él? Podía estar en cualquier rincón del bosque, o incluso más lejos. Igual que Lysell.
—Voy a salir a dar un paseo —anunció.
—¿Quieres que te acompañe? —preguntó Adhárel.
Ella asintió, taciturna. El rey se puso en pie y antes de salir tras Duna le dijo a Sírgeric:
—Ven a buscarme en cuanto haya alguna noticia.
—Descuida.
Los dos jóvenes abandonaron el palacio en dirección a los jardines. El sol del mediodía, apenas cubierto por un puñado de nubes desperdigadas, brillaba con la fuerza del verano.
Anduvieron en silencio sin tan siquiera darse la mano, cada uno inmerso en su mundo, intentando poner en orden sus preocupaciones. Cuando llegaron a la fuente de Calíame, Duna se sentó. Adhárel se limitó a colocar el pie sobre la piedra y a apoyarse en su rodilla.
—Aquella noche estuve a punto de besarte —dijo de repente.
Duna sonrió sin volverse hacia él.
—Una lástima que tu madre apareciese en el momento más inoportuno.
—Bueno, hizo que la cosa se pusiera más emocionante.
—Que empezaras a dudar de si estaba bien o estaba mal…
—De si alguna vez un príncipe podría enamorarse de una campesina…
—De si explotarla a trabajar era la mejor manera de hacer que ella se fijara en ti…
El rey soltó una suave carcajada. La primera en muchos días, tantos que ni recordaba cuándo fue la última.
—¿Tanto he cambiado? —preguntó tras un instante de silencio.
—Me temo que todos hemos cambiado —respondió Duna. Después suspiró con fuerza—. Si esto es hacerse mayor, me gustaría permanecer como una niña para siempre.
Adhárel se sentó a su lado y le cogió la mano.
—Eso no es propio de ti. Tú eres Duna la valiente, la indestructible. Soy yo el que se esconde y se lamenta por las esquinas como un bebé.
—No es justo. A veces a mí también me gustaría sentirme como un bebé —bromeó—. Y no querría imaginar cómo estaría en tu situación.
Adhárel amagó una sonrisa, pero no dijo nada. En el jardín no había más sonidos que los de la brisa meciendo las ramas de los árboles y los trinos de los pájaros.
—Mi madre ha mandado las cartas a los demás reinos —dijo—. Sé que fuiste tú quien le dio la idea.
—No fue nada… —comentó ella, intentando quitarle importancia al asunto.
—Es igual. Lo importante es que lo ha hecho y que todo se ha puesto en marcha.
Duna se volvió para mirarle a los ojos.
—Supongo que la guerra ya es inevitable, ¿verdad?
Adhárel se masajeó los párpados y dijo que sí con la cabeza. Ella se acurrucó junto a él y esperó hasta que le pasó un brazo por encima del hombro.
—Todo saldrá bien, ya lo verás.
—Eso me digo cada mañana antes de bajar a echar un nuevo vistazo a la Poesía. Si al menos… —se mordió el labio inferior—. Si al menos supiera cómo utilizar la ventaja de los Versos, pero no hacen más que complicarme más y más la cabeza.
—Adhárel, tienes que parar. —Duna se separó para mirarle con seriedad— No puedes seguir leyéndolos. Debes dejar de pensar en las Musas, en sus Poesías y en sus Maldiciones. Lo único que hacen es distraerte. Quiero que me jures que no vas a volver a leerla.
—Sabes que no he terminado de escribirla…
—¡Me da igual! El día que escribas los últimos Versos cerrarás la puerta de esa habitación a cal y canto y te centrarás en lo que importa: esto —con la mano señaló a su alrededor—. De poco servirá que logres entender sus predicciones si para entonces ya no te queda nada que proteger.
Adhárel no dijo nada. Esperó a que Duna terminara de hablar y después la agarró de las mejillas y se inclinó para besarla en los labios. Cuando se separó dijo:
—Me encanta cuando te pones tan seria.
—Hazme caso —consiguió decir, obligándose a no caer en la tentación de sonreír… o de devolverle el beso.
—Lo haré. —Levantó la palma de la mano y añadió—: Lo juro.
La joven volvió a apoyarse sobre el pecho de Adhárel y cerró los ojos. Allí, en ese instante, respirando la paz y la tranquilidad del palacio, nadie podía imaginar que pronto fuera a estallar una guerra.
Asustada, sus pensamientos regresaron al Marqués y al extraño poder que Sírgeric les había descrito: poseer el don que quisiera con que el resto creyera en él. Podría volar, vomitar berones, crear electricidad, devolver la vida a los muertos…
Devolver la vida a…
Duna se incorporó de un golpe.
—¿Qué? —preguntó Adhárel, alarmado.
Ella lo miró con el ceño fruncido. Quería contarle el plan que había estallado en su cabeza como un fuego artificial, pero sabía que no le permitiría llevarlo a cabo. Antes de aceptar que aquello podría salir bien la encerraría de nuevo en una torre. Por eso guardó silencio.
—¿Qué te ocurre, Duna? —insistió él—. ¿Estás bien?
—Sí, sí… estoy… —No se le ocurría qué decir. Su mente seguía en otra parte, lejos de allí, en los calabozos del palacio.
De repente escucharon un silbido lejano. Se volvieron al unísono para ver a Sírgeric saludándolos desde la distancia. Antes de que pudieran levantarse de la fuente, Sírgeric apareció junto a ellos. Dentro del agua.
—¡Oh, venga ya! —Se lamentó, guardando el cabello de Duna en el colgante—. ¡Creí que esto ya lo había superado!
El rey y Duna lo miraron, divertidos.
—Ya. Muy gracioso —coreó Sírgeric—. Venía a deciros que las máquinas de electricidad acaban de llegar.
El semblante de Adhárel se volvió serio.
—¿Dónde están?
Sírgeric salió del agua y se sacudió los pantalones con pocos resultados.
—Heredias está con ellas en la armería. Le he dicho que no tocase nada hasta que… —Adhárel le dejó con la palabra en la boca y echó a correr hacia allí— tú llegaras.
Duna se agarró los bajos del vestido y también salió corriendo tras él.
Para cuando llegaron al enorme almacén que había junto a los campos de entrenamiento, Adhárel sostenía entre sus manos una alargada y estrecha caja de madera que dejó sobre una mesa. Sofocados, Duna y Sírgeric se colocaron junto a Heredias a esperar. A su alrededor, cerca de treinta cajas idénticas se amontonaban en el suelo, todas ellas custodiadas por un hombre enjuto que los observaba con extrañeza.
Con un ruido seco, la tapa cedió y el rey pudo empujarla hasta apartarla por completo. Colocó la caja en posición horizontal, frente a él, y se reclinó para sacar su contenido. Los demás también se acercaron.
Rodeado por varias capas de paja que lo protegían, había una especie de báculo cilíndrico de piedra y cristal de un metro y medio de largo. Adhárel lo cogió con manos temblorosas y lo sacó para estudiarlo con precaución. Hasta entonces Duna no había reparado en la punta del arma: hecha con espejos combados, se disponían de mayor a menor tamaño hasta llegar al último, tan pequeño como la uña de su meñique.
—Ante vos tenéis un invento revolucionario, majestad —dijo el desconocido, dando unos pasos hacia Adhárel—. Una máquina de electricidad para combatir a vuestros enemigos. La fuerza del relámpago en las manos de un hombre, como nos pedisteis.
—¿Cómo funciona? —quiso saber el rey, admirando el artilugio.
—Aquí debajo tenéis una palanca, mi señor. —El hombre se colocó a su lado y le mostró a lo que se refería.
Duna también se inclinó para observar cómo Adhárel echaba hacia atrás una fina vara de metal. En cuanto lo hizo, comenzó a sonar un zumbido seco.
—Se está cargando —explicó el ingeniero—. Todo el cilindro está repleto de electricidad con una carga de disparo de al menos diez rayos de potencia considerable. Cuando esta bombilla se encienda —como si le hubiera escuchado, una pequeña luz ambarina refulgió casi en la punta de la máquina— querrá decir que ya está lista. Lo único que hace falta es seleccionar un objetivo y volver a bajar la palanca anterior.
Adhárel asintió, con el rostro constreñido en un gesto de seguridad, y después se encaminó al exterior. Los demás lo siguieron intrigados. Una vez fuera, el rey seleccionó un objetivo alejado dentro de la zona de entrenamiento, que en esos momentos se encontraba vacía, y disparó.
Duna soltó un grito y se pegó a Sírgeric cuando vio salir el rayo. Con una potencia sin par, el relámpago atravesó en un abrir y cerrar de ojos la distancia y se estrelló contra el madero al que había apuntado el rey, haciéndolo saltar en llamas. Tras unos instantes, la luz se desvaneció.
Los brazos de Adhárel todavía temblaban cuando se giró hacia el ingeniero.
—Es perfecto. ¡Perfecto! Se os recompensará por ello —le aseguró, sonriente. A continuación se volvió hacia los demás—. ¿Lo habéis visto? ¡Con solo un rayo podríamos arrasar una caballería entera!
—Habrá que tener mucho cuidado con ellas —conminó Heredias, con el ceño fruncido.
—Solo se las daremos a los mejores tiradores y les haremos practicar antes de la batalla. No podemos arriesgarnos a que haya un accidente.
Sírgeric se volvió hacia el hombre que había creado aquellas armas.
—¿Cómo de seguras son?
—¿Me preguntáis si pueden estallar en las manos de un hombre?
El muchacho se encogió de hombros.
—No quería plantearlo así, pero sí. Eso es a lo que me refería.
—Podéis estar tranquilos. El cilindro de piedra y cristal que recubre el tanque de la electricidad está tratado para evitar esos incidentes. Ahora bien, no puedo aseguraros que, si reciben un duro golpe, no suceda lo inevitable.
—Es comprensible —accedió el rey, sin apartar la mirada de la máquina que tenía en las manos—. ¿Tú qué opinas, Duna?
—Es… increíble, supongo —dijo, con una sonrisa congelada. No le gustaba el modo en que Adhárel admiraba aquel artilugio. La demencia de quien se cree todopoderoso brillaba con demasiada intensidad en sus ojos—. Pero debes tener cuidado, esto no es como una espada.
El ingeniero soltó una risita entre dientes.
—Una espada —masculló—. Eso, jovencita, está completamente obsoleto. Bienvenida al futuro —añadió, ensanchando su sonrisa.
Duna fue a replicarle que por muy pasado de moda que estuviera una espada, en el tiempo que cargaba aquella cosa, su filo podía rebanarle el cuello, pero en ese momento el joven Simon apareció, boqueando por la carrera.
—Majestad… Zennion os busca.
Adhárel se acercó a él.
—¿Ahora qué ha ocurrido?
—Son los demás, se han ido.
Sírgeric soltó una maldición y salió corriendo hacia el palacio.
Adhárel le entregó el arma de electricidad a Heredias.
—Guárdala en su sitio y ordenad que cierren el almacén hasta que yo dé la orden.
—Sí, majestad.
Tras esto, siguió a Sírgeric. Duna se quedó algo rezagada y después se encaminó al palacio, pero no siguió a Adhárel. En cuanto pudo, se desvió e intentó poner en orden sus pensamientos. Si quería que aquel plan funcionara, necesitaba a alguien que la ayudase. Alguien que pudiera tener tanta fe como ella misma. No tuvo que dar muchas vueltas para dar con la persona indicada: Aya.