19. Y fueron felices…

Adhárel volvió el cuello y tomó las manos de Duna entre las suyas. Estaba preciosa con aquel vestido blanco con los hombros al aire y unas mangas anchas, vaporosas, casi transparentes. El corazón le latía con fuerza en el pecho, como si hubiera estado corriendo en lugar de quieto, de pie, los últimos minutos. No pudo evitar sonreír. Duna le devolvió la mirada y advirtió una diminuta lágrima cristalina corriendo por su mejilla…

El castillo de Manseralda pareció ahogarse en el silencio cuando el pergamino con la Poesía de Thalisa terminó de consumirse en ceniza. Un silencio claustrofóbico y frío, falto de vida. Asustada e impaciente por lo que pudiera encontrar, Duna regresó corriendo a la galería donde Adhárel y Dimitri se habían batido en duelo para encontrarse al rey de Bereth arrodillado junto al cadáver de su hermano. Se acercó con paso vacilante, temerosa de descubrir que aquel charco de sangre que crecía a su alrededor perteneciera a su amado. Pero entonces Adhárel se giró, alzó la mirada y asintió.

Ya está —dijo con un nudo en la garganta. Duna corrió hasta él y se abalanzó en sus brazos, enterró la cabeza en su pecho y sollozó aliviada. Sí, ya estaba.

Aya ordenó a sus sobrinos que se estuvieran quietos. Hänsel y Korbes, los dos hermanos de Cinthia, de cinco y siete años respectivamente, habían regresado junto con los demás niños encantados de la cueva del Flautista varias semanas atrás. Desde entonces, se habían convertido en el sueño y la pesadilla de la mujer, que se debatía a cada momento entre estrujarlos en sus brazos o mandarlos a sus habitaciones en el palacio, castigados.

Cinthia, indiferente al enfado de su tía, admiraba la escena con los ojos brillantes y la boca seca. ¿Podía ser real aquello? Después de tanto sufrimiento, de tanto dolor, ¿era posible que al fin el destino les hubiera dado un final feliz?

Instigada por un presentimiento, ladeó la cabeza para encontrarse con la dulce mirada de Sírgeric clavada en ella. Apretó los labios para no llorar y se recostó sobre su hombro. Un escalofrío le sobrevino al recordar los últimos momentos en Manseralda. Había estado tan cerca de perderlo. Tan cerca…

Andrew posó las manos sobre las bisagras deformadas de la puerta y cerró los ojos. En cuanto estas volvieron a su forma habitual, abrieron la puerta de un empellón y entraron en la sala donde aguardaban Cinthia, Morgan y Sírgeric.

Duna se quedó paralizada ante la escena. Su amiga lloraba sobre el cuerpo inerte del sentomentalista mientras Morgan se mantenía aovillado, con los brazos alrededor de sus rodillas, en un sillón cercano.

Su corazón se saltó un latido cuando su abotargada mente llegó a la cruel conclusión de que Sírgeric, finalmente, había dado su vida por salvar a Adhárel. Cinthia levantó la mirada y, con los ojos rojos, negó suavemente. No podía ser. No se lo creía. No podía estar sucediendo…

Duna corrió a consolarla como tantas otras veces había hecho de pequeña. Como se esperaba de la hermana mayor que era.

Cinthia se dejó mecer, agonizando de dolor. Sírgeric se había ido. Los mil recuerdos compartidos con el joven cruzaron por sus mentes, estallando en la oscuridad y desvaneciéndose de nuevo en su memoria como fuegos de artificio.

Y entonces, sucedió lo imposible. El joven tomó una sonora bocanada de aire y volvió a quedar tendido en el suelo con los ojos abiertos.

Había regresado a la vida. Pero ¿cómo?

Sírgeric inhaló el aroma que desprendía el cabello de Cinthia y le dio un suave beso en la cabeza. Después volvió a mirar al frente. El traje de gala que llevaba puesto, con la Insignia del dragón resplandeciendo bajo el sol y demás condecoraciones, le molestaba con los vendajes y gasas que protegían sus cicatrices. Al menos, se dijo, había sobrevivido.

Todavía no era capaz de describir con palabras lo que había sucedido con exactitud. Recordaba haber cerrado los ojos a pesar de los ruegos de Cinthia, que le suplicaba que siguiera despierto. Sintió el frío embargándolo por dentro, indiferente al don de Morgan, que había luchado por mantenerlo caliente hasta la extenuación.

Había querido pedirle perdón a Cinthia y recordarle cuánto la quería, cuánto la echaría de menos; que no sufriera, que estaría bien… Un centenar de ideas que se quedaron sin palabras pues, de allí a donde iba, jamás podría escapar con su don. Pronto dejó de notar el lacerante dolor en su estómago e instantes después sintió cómo el suelo se desvanecía bajo su cuerpo. Y entonces todo se volvió oscuro.

Más allá de aquel recuerdo no hubo nada. Fueron sensaciones y no hechos lo que experimentó entonces. El miedo a lo desconocido, el desaliento de haber abandonado a Cinthia, la tranquilidad de haber hecho lo correcto, la esperanza de que hubieran vencido a las Musas…

Y de pronto sintió un tirón que incluso en aquel estado letárgico supo que no podía ser natural. Sin entender por qué ni por quién, se vio arrastrado y zarandeado por una marea invisible, por unas corrientes de aire y un oleaje intempestivo y fuera de control. Y en aquel último instante antes de abrir los ojos de regreso en Manseralda, creyó ver algo. Algo que no había comentado a nadie y que se había convertido en una obsesión sin respuesta.

Antes de despertar vio un rostro. Un rostro que apenas recordaba. El de una mujer de cabello rojizo y enmarañado, mirada afilada y labios congelados en una mueca de terror.

Abrazó con fuerza a Cinthia y se obligó a tranquilizarse. No era más que un recuerdo, se dijo.

Su nombre le vino a la memoria cuando abrió los ojos.

Kalendra, la hermana de Wilhelm.

Lejos de Manseralda, del Valle Inocente o de Bereth. Lejos del calor del sol y del fragor de la batalla, de las tormentas y de los ojos de las Musas, Firela alzó el espejo con las dos manos y con su respiración empañó levemente el cristal.

Kalendra se encontraba allí, tras ella, encerrada en el reflejo, con la mirada tan perdida como las otras veces y la tristeza maquillando su rostro. Galasaz también la miraba con preocupación y lástima. Pero ella ya había tomado una decisión y era irrevocable.

Desenvainó su puñal. El mismo que su hermana le había regalado tanto tiempo atrás, cuando no eran más que unas niñas que jugaban a ser guerreras, y dejó que su filo resplandeciera bajo la tenue luz del sol que se filtraba por la ventana.

No quería tener que presenciar los ruegos ni el llanto de personas que no conocía. Suficiente tendrían con llorar la marcha de Galasaz cuando le llegara la hora. No, para evitar todo eso se había encerrado en una despensa vacía de la casa del sentomentalista. Un lugar como otro cualquiera para morir.

Dejó el espejo sobre una mesita coja y agarró el puñal con las dos manos.

Ya voy, hermana, Pensó.

Era su turno de cruzar al otro lado y arrastrar con ella a Kalendra.

¿Trastocaría los planes de la Muerte? ¿Provocaría un cataclismo imposible de imaginar? ¿Otorgaría la vida a alguien que muriese?

Con la mirada puesta en su hermana y su deseo de volver a estar con ella, se clavó el puñal en el corazón.

Que fuese lo que tuviera que ser.

Lysell colocó las manos detrás de la espalda y se secó las palmas con la falda del hermoso vestido que llevaba. Estaba nerviosa y cansada. No dormía bien desde que regresaron de Manseralda y no parecía que la situación fuera a mejorar pronto. Solo con las pócimas de Zennion lograba relajarse lo suficiente como para no pasar la noche en vela. Y reinar en ese estado estaba siendo muy duro.

Vekka la había abandonado, pero regresaba todas las noches en las recurrentes pesadillas…

Cuando bajaron a los sótanos del castillo de Manseralda y descubrieron el cuerpo del Marqués, aparentemente, sin vida, ella salió corriendo en busca de su amigo, indiferente a los peligros que todavía pudieran aguardarle más allá del portón principal. Pero todo fue en vano. Vekka y Lue se habían desvanecido como si nunca hubieran existido.

Nunca lloró unas lágrimas tan amargas. Habían huido como la arena entre los dedos; se habían desvanecido sin dejar más pruebas de su existencia que el recuerdo. Y ella se había quedado sola. Sola en un Continente en guerra, lleno de traiciones y penurias. Ya no habría más relámpagos de luz en su vida.

Duna la encontró un rato después, llorando con la cara enterrada en sus manos, arrodillada en mitad de la llanura que rodeaba el castillo y bajo la incesante tormenta. Como un recién nacido, se dejó abrazar y consolar.Como si las palabras pudieran hacer algo, se lamentó.

¿Volvería a verlo? ¿Se atrevería a regresar y a pedirle disculpas? ¿Cuándo? El lobo había vuelto a cazar. Esta vez había sido Laugard de Siol quien había perdido su Luz, sus ganas de vivir, pero ¿y si la siguiente era ella? Sabía que el único motivo por el que se había marchado era para no ponerla en peligro, pero seguía doliendo lo mismo.

Sin saber muy bien cómo sucedió, varios días después se descubrió en el reino que la vio nacer para ser coronada ante su pueblo. La Reina sin Poesía fue como muchos la llamaron. La Reina Cuervo, otros, pues durante la ceremonia, Wilhelm descendió desde las alturas, se posó sobre el trono y graznó con fuerza. Como otorgándole su beneplácito.

Desde ese día, no se volvió a separar de su sobrina.

Echó un vistazo a su derecha y acarició la jaula de oro que contenía a la oscura ave. La impotencia y el desconsuelo le hicieron derramar un par de lágrimas que alguien se apresuró a secar de su rostro. Lysell levantó los ojos, aturdida, y se encontró con la cálida y sincera mirada de Marco, que amagó una sonrisa. Ella asintió para hacerle saber que estaba bien y volvió a mirar al frente al tiempo que sus mejillas se sonrojaban levemente.

Marco, por su parte, bajó la mirada hacia sus lustrosas botas y le ordenó a su corazón que dejara de palpitar tan fuerte. Como si fuera a hacerle caso…

Llevaba la mano herida vendada y el mismo traje oficial que el resto de sus compañeros sentomentalistas. Incluso Tail, acomodado en una silla de madera y con cierta inquietud en sus ojos, contemplaba el panorama con una leve sonrisa. No volvería a ser el mismo, les había advertido Zennion, aunque al menos podía hablar y cada vez lograba mantenerse despierto más tiempo. No como el Marqués.

Laugard no reaccionó ante ningún estímulo. Parecía muerto en vida. El ataque que había sufrido Tail no era comparable al de aquel hombre. El único sonido que lograba arrancar de sus resecos labios era un continuado lamento que parecía no tener fin. Su manipuladora labia se había apagado. Su mirada inquieta se había vuelto vidriosa.

El Marqués que todos conocían se había perdido para siempre.

Con todo, lo llevaron de vuelta a Bereth y allí permaneció atendido por sanadores y sentomentalistas. Cuando Lysell explicó lo que le había sucedido, cuando les habló de la Luz y de la verdad sobre el lobo de Vekka, perdieron las últimas esperanzas de recuperarlo.

Y con ello la posibilidad de volver a otorgar su forma humana al rey de Caravás, ahora felino…

El gato dio una vuelta sobre las rodillas del Marqués, cuya silla se encontraba junto a la de Tail, y volvió a repanchigarse indiferente a los acontecimientos. Soltó un maullido y se quedó dormido.

Henry le dio un codazo a Morgan y señaló al animal. En cuanto comprobó que su amigo estaba prestando atención, se concentró y chasqueó los dedos. El gato alzó las orejas, abrió los ojos y pegó un brinco antes de salir huyendo lejos de allí ante el desconcierto de todos.

El joven se volvió para recibir los aplausos de sus amigos cuando se topó con la iracunda mirada de Zennion. No hizo falta más para que supiera que volvía a estar castigado. Genial.

Unos metros por detrás, Cloto puso los ojos en blanco y se aguantó la risa. Tulius dormía sobre su regazo mientras Giacomo y Ettore la escoltaban cada uno a un lado. Los tres sonreían, vestidos con sus mejores galas. Todo olvidado. Todo perdonado.

La máscara del Flautista brillaba como nunca, ocultando su deformidad, pero no las lágrimas que de vez en cuando encontraban su camino hasta su afilada barbilla…

Las Maldiciones no habían desaparecido con las Musas. Al menos no las que ya estaban en marcha. Los reinos cuyos soberanos habían destruido sus Poesías siguieron encantados, aletargados, marchitos. Sin embargo, como le prometieron a Adhárel al cerrar el pacto, los niños que el Flautista había mantenido protegidos en su cueva quedaron libres.

El tiempo no había pasado por ellos. Muchachos que se encontraron con una realidad que desconocían: padres muertos años atrás, casas que habían sido derruidas, hermanos a los que no reconocían… Muchos descubrieron que no quedaba nadie que celebrase su regreso.

En cuanto a los sentomentalistas que habían participado durante la guerra en el bando de Manseralda, les ocurrió como al resto de los aldeanos y aldeanas cuyo rey o reina habían roto la principal regla de las Musas. Poco a poco fueron convirtiéndose en almas en pena que vagaban por el Continente sin poder recordar su pasado ni disfrutar su futuro.

Ni siquiera cuando se marcharon pudieron jugar limpio, meditó Cloto con lástima.

Al menos a ellos tres les habían dado todo un ciclo lunar para cerrar sus asuntos pendientes y despedirse.

Y todo gracias a un príncipe valiente…

Adhárel pronunció el «Sí, quiero» y atrajo a Duna hacia sí para darle un beso. Cuando se separaron, los invitados estallaron en vítores de alegría. El rey fue a girarse para saludar, pero Duna lo agarró con decisión y volvió a juntar sus labios con los suyos en un beso más largo y apasionado.

El público comenzó a aplaudir emocionado al tiempo que los trovadores y juglares daban rienda suelta a sus melodías. Levantando los bajos de su delicado vestido blanco, Duna descendió los escalones del altar agarrada con decisión del brazo de Adhárel.

Aya y la reina Ariadne les salieron al paso para abrazarlos y besarlos. Los recién casados respondieron con entusiasmo a todos los comentarios y saludaron con la mano a los más alejados mientras recorrían el largo pasillo hasta el portón del santuario.

Cuando Duna pasó junto a Giacomo, se detuvo unos instantes. Lo agarró de la mano y se la acarició con fuerza. Bajo la máscara, ambas miradas se encontraron. No hicieron falta palabras para transmitir aquellos sentimientos. Después, lentamente, la dejó marchar. Tras ellos, la corte entera se puso en marcha.

En el exterior, un centenar de berethianos se agolpaban en la plaza y las calles circundantes gritando salvas y felicitaciones. Adhárel atrajo hacia sí a Duna y le dio otro beso junto a la oreja.

—Lo logramos —dijo en un susurro, sin dejar de saludar.

—Lo logramos —respondió Duna con un nudo en el estómago y las lágrimas amenazando con desbordarse de felicidad.

Frente a ellos, varios carruajes de caballos aguardaban para llevarlos a ellos y a los invitados al palacio, donde proseguiría la celebración. Adhárel y Duna se metieron en el primero, el más espléndido de todos, y se pusieron en marcha.

—Lysell… —La voz de la vieja Cloto se escurrió entre los invitados hasta la muchacha, que se volvió con la jaula de oro entre las manos.

—¿Me habéis llamado? —preguntó, algo intimidada por la anciana. Tulius se encontraba a su lado, agarrado de la falda de su vestido.

—Sí, querida. ¿Te importa si compartimos carruaje?

La muchacha miró a los dos guardias que la escoltaban como su sombra dentro y fuera de Salmat y después asintió, intentando mostrarse cortés.

Una vez dentro de uno de los vehículos y con el traqueteo de las ruedas de fondo, la Musa se metió la mano entre los pliegues de su vestido marrón y sacó una bolsa de tela doblada. Bajo la atenta mirada de Lysell y Tulius, fue abriéndola hasta que adquirió un tamaño considerable. La joven miró el saco con preocupación.

—Tranquila, no estoy pensando en encerrarte dentro, si es eso lo que te preocupa —bromeó ella al ver su gesto.

Lysell se puso colorada y desvió los ojos hacia la estrecha calle por la que circulaban. Mientras tanto, Cloto metió la mano en la bolsa, aparentemente vacía, y comenzó a revolver en su interior.

—Juraría que estaba por aquí… —mascullaba cuando no se mordía el labio—. Siempre guardo las cosas y luego… ¡Ah! ¡Aquí está!

Con una sonrisa triunfal sacó una bola de lana de un color marrón de lo más corriente. Lysell creyó que se había vuelto loca.

—Esto que te entrego vale más que cualquier tesoro que hayas visto jamás. Más que todas las coronas y joyas de los reyes del Continente juntas. Guárdalo con cuidado —le advirtió la mujer con seriedad.

—Es… lana —se atrevió a replicar ella.

—¡Ya sé que es lana! —le espetó ella, ofendida—. Pero no una lana cualquiera. Fue un regalo de un viejo amigo —explicó tras un suspiro—. Del mismo que me regaló este saco tan útil. La prenda que tejas con esta lana, querida niña, será capaz de deshacer cualquier hechizo que recaiga sobre la persona que se la pruebe.

Lysell dio un respingo y se volvió hacia el cuervo negro, que observaba la escena en silencio entre los barrotes dorados.

—¿Podría…?

La anciana asintió con una sonrisa.

—Pero todo en esta vida tiene un precio y esto no será menos. —Se inclinó un poco hacia delante y prosiguió—. Mientras lo tejas, no podrás pronunciar una sola palabra. Desde el momento en que des la primera puntada y hasta el día en que termines la chaqueta, no podrás comunicarte con nadie, ni asentir ni negar en silencio, ni podrás reírte ni esbozar una sonrisa. Y tampoco podrás advertir a nadie de lo que vas a hacer. Si incumples alguna de estas reglas, su magia no surtirá efecto.

—¿Necesito tejer… en silencio?

—En absoluto silencio, así es. Una sola palabra, querida, y tus esfuerzos habrán sido en balde.

—Pero…

—Hemos llegado —se escuchó la voz del cochero.

Cloto guardó de nuevo el saco en su vestido y se dispuso a abandonar el carruaje.

—De ti depende intentarlo o no. Me gustaría que fuera más sencillo, pero hace tiempo que esas cosas dejaron de depender de mí.

Con un guiño fue a salir, pero la niña la agarró del brazo.

—¿Es cierto…? —Respiró hondo y lo intentó de nuevo—. ¿Es cierto que vos mandasteis que me hechizaran?

—Sí —respondió la mujer—. Así es. Y estoy segura de que tu don te será muy útil durante tu largo reinado, Lyssel D’Artenaz.

Y esta vez sí, la muchacha se quedó sola en el compartimento con el ovillo de lana en una mano y la jaula de oro en la otra.

Los violines comenzaron a sonar cuando Duna y Adhárel entraron en la pista de baile. Del brazo del rey, la joven se acercó al centro de la sala y después se colocó frente a él. Un cosquilleo la embargaba por dentro. Los nervios, la emoción, un repentino pánico escénico. No sabía lo que era, pero con todo, no podía dejar de sonreír.

Adhárel alzó su mano y ella la agarró con delicadeza antes de sentir cómo la acercaba a él por la cintura. Entraron las arpas y el piano y ellos comenzaron a girar lentamente. La música se extendió por toda la sala y los envolvió con su melodía, haciéndoles olvidar cuanto había a su alrededor.

Los ojos de ella puestos en los de él. La respiración de él acompasada a la de ella. Dieron una vuelta y sus rostros volvieron a encontrarse. Ambos tranquilos, sonrientes, felices. Violas y violonchelos tronaron con decisión, coronando escalas y arpegios.

Y entonces Duna lo recordó.

—Esta fue… —susurró.

—La pieza que sonó durante nuestro primer baile —terminó él, sonriendo.

—¿Cómo…?

—¿Cómo he hecho para que la tocaran de nuevo? —sugirió él, al tiempo que la reina Ariadne entraba en la pista acompañada de Heredias y Sírgeric de Cinthia—. ¿O cómo es que la he recordado?

Duna no sabía qué decir. El gesto había sido tan perfecto, tan dulce e inesperado que no pudo contener por más tiempo las lágrimas.

—¿Todavía no entiendes lo mucho que me importas? —le preguntó el rey, atrayéndola hacia sí y apoyándola contra su pecho—. ¿Qué más necesitas para comprender que no podría vivir sin ti, que te amo con locura? —Respiró hondo y añadió—: Siento mi comportamiento durante los últimos meses, yo…

Pero ella no le dejó continuar. Colocó un dedo sobre sus labios y negó suavemente.

—Hagamos como si todo eso no hubiera sido más que un sueño; una historia más que contar a nuestros hijos. Al menos por esta noche.

Adhárel sonrió, complacido.

—El cuento de una desvalida doncella algo testaruda y de un valeroso príncipe dragón.

Duna soltó una suave risa.

—Me temo que te has confundido de historia —replicó ella con bravuconería—. En mi cuento ella es hermosa y diestra con la espada y él… bueno, él es un poco quejica.

—¿Ah, sí? —preguntó él en voz baja.

—Ahá. —Batió las pestañas con coquetería y añadió—: Está en los libros. Puedes comprobarlo.

Adhárel se detuvo en mitad de la pista de baile, indiferente a la música y a los invitados, y acercó su rostro al de ella para darle un nuevo beso.

—Entonces supongo que será cierto.

Sin la amenaza de las Musas cerniéndose más sobre ellos se atrevieron a pensar que, por fin, sus destinos eran completamente suyos.

Unos destinos que, por el momento, guardarían en sus corazones para sentirse, al menos durante una noche, felices para siempre.