Duna lideraba el grupo. Habían dejado atrás el vestíbulo y ahora recorrían un nuevo pasillo con una hermosa escalera de piedra al fondo. Los muchachos parecían ir despertando poco a poco del sopor al que habían sido sometidos durante tanto tiempo. De vez en cuando sentía que sus oídos se agudizaban o que apreciaba las corrientes de aire con una sensibilidad sobrehumana.
—Lo siento —oía mascullar instantes después a Henry—. Quiero estar listo para cuando lo necesitemos.
Andrew, por su parte, había modificado la espada que le había robado a uno de los guardias para obtener una doble hoja y un mango mucho más manejable. Marco llevaba la mano herida vendada con la propia tela de su camisa y manejaba una espada con la otra. El resto vigilaba la retaguardia con sus armas en alto.
Alcanzaron la escalinata y advirtieron que seguían tan solos como antes.
—Henry, oído —le pidió Duna. Cerró los ojos y aguardó hasta que el don del muchacho hizo efecto. Entonces se concentró para percibir cualquier ruido cercano. Escuchó pasos y también gritos de alarma. Espadas tintineando contra armaduras.
—Se acercan soldados —dijo, volviéndose hacia el pasillo—. Están en el patio y vienen hacia aquí.
—¿Cuántos son? —preguntó Cinthia.
—Al menos una decena.
Marco hizo un mohín con la mano.
—Podemos con ellos.
—Nos retrasarán. Y no podemos arriesgarnos —añadió al descubrir a Morgan restregándose los párpados—. Vamos, arriba parece todo más tranquilo.
Se pegaron a la pared y fueron ascendiendo uno tras otro. El piso superior era igual de amplio que el que habían dejado atrás. Tenían que seguir subiendo. Duna fue la primera en advertir la extraña disposición de aquella segunda escalinata, mucho más ancha que la anterior.
—Parece doble… —masculló Cinthia a su espalda.
La escalera era de doble revolución, por lo que tenía dos comienzos en aquel mismo piso. Los gritos y las carreras ascendieron por el hueco de la escalera como el humo por una chimenea.
—Ya están aquí —masculló Simon.
—¿Y Sírgeric? —preguntó Cinthia, preocupada.
Duna negó con la cabeza y se calmó para tomar una decisión.
—Será mejor que encontremos algún sitio donde esperarlo. Aparecerá en cualquier momento.
—¡Eh! —Marco les hizo una señal a todos. Acababa de abrir una de las puertas cercanas a la escalera—. Está vacía.
—Corred —dijo Duna.
Una vez que estuvieron todos dentro, Andrew colocó la mano sobre el pomo de la puerta y lo deformó para atrancarla. Se volvió para enfrentarse a una espaciosa habitación con cuadros colgando de las paredes y varios sillones desperdigados alrededor de una hermosa mesa de madera.
—¿Y ahora? —preguntó Henry.
—Esperemos. Seguramente esté…
Duna sintió un empujón y cayó al suelo con un grito ahogado.
—¡Sírgeric! —exclamó Cinthia, tirando el arco. Duna se volvió para encontrarse a Adhárel agarrando el cuerpo ensangrentado de su amigo. Ambos estaban empapados.
—Lo han herido —explicó el rey, quitándose el yelmo y apoyando la cabeza de Sírgeric en el suelo con suavidad. Cuando vio a Duna se echó a sus brazos—. ¿Estás bien? Y habéis vuelto con Cinthia.
Ella asintió con un nudo en la garganta y después corrió junto a su amigo.
—Te… lo dije… —balbució Sírgeric. Intentó sonreír, pero no pudo aguantar la mueca en los labios. Tosió con fuerza, salpicando su camisa con más sangre.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Duna.
En pocas palabras, Adhárel les puso al corriente de la situación en el valle.
—Esa… esa daga era para mí —masculló al final—. Sírgeric no debería haber…
—No puedes morirte, ¿me oyes? —Cinthia le apartó un mechón de pelo empapado y le dio un beso en los labios—. No te lo permitiré.
El joven volvió a toser y ella no pudo aguantar por más tiempo las lágrimas.
—¿Qué hacemos? —preguntó, volviéndose hacia los demás. Sus labios temblaban incontrolados. Duna le rompió la camisa y dejó a la vista la herida. Con el trozo que acababa de romper su amiga, Cinthia taponó el corte—. Se desangra… —masculló, impotente.
—Tenemos que volver a por Laugard —dijo Henry. El resto de los niños observaban la escena, mudos.
—Es inútil —le espetó Marco, intentando mantener la cabeza fría—. No creo que tenga fuerza ni para curar al…
Se calló cuando advirtió la mirada de Lysell, acuosa.
—Lo siento…
—¿Dónde estamos? —preguntó Adhárel, deshaciéndose de su armadura. En el último momento ocultó el pergamino de la Poesía en su cintura.
—Manseralda —respondió Duna. A continuación se volvió hacia Morgan—. Mantén su cuerpo caliente.
El muchacho asintió y cerró los ojos. Frunció el ceño y alzó las manos sobre el tembloroso cuerpo de Sírgeric.
—¿Qué estáis haciendo aquí? —preguntó el rey, con un atisbo de enfado.
—Salvarlos y destruir la Poesía de Thalisa.
—¡¿Qué?! ¿La Poesía de…?
—Si lo hacemos, todos los habitantes del reino dejarán de luchar. ¡Se detendrá la guerra!
Adhárel fue a replicar, pero un golpe en la puerta los advirtió de que ya no estaban solos.
—¡He oído algo aquí dentro! —dijo una voz al otro lado. El picaporte se zarandeó con un ruido seco, pero permaneció atrancado.
—Dimitri está en el castillo también —explicó Adhárel con un susurro rápido—. Debe de saber lo que tramáis.
Un nuevo golpe hizo temblar la madera.
—Si entran, Sírgeric no tendrá ninguna oportunidad —advirtió Morgan.
Cinthia levantó la mirada. El joven había cerrado los ojos y su respiración se había vuelto más pesada en los últimos minutos.
—Tenemos que encontrar a Thalisa y despertarla —insistió Duna—. Creemos que estará en lo alto de la torre.
—Primero tendremos que salir de aquí. Hay que distraerlos.
—¡Pero no sabemos cuántos son!
Lysell se secó una lágrima que se escurría por su mejilla y se acercó a la puerta.
—¿Cuántos sois? —preguntó en voz alta.
—Seis —respondieron varias voces al otro lado.
—Solucionado —se encogió de hombros ante aquella diminuta victoria.
Los soldados siguieron aporreando la madera, protestando ante la incomprensión de lo ocurrido.
—Muy bien —dijo Adhárel con voz ronca—. Cinthia y Morgan, vosotros os quedaréis aquí con Sírgeric. Nosotros encontraremos a Thalisa… y a Dimitri. Ocultaos en esa esquina para que no os vean cuando salgamos. Les haremos creer que no queda nadie dentro.
Entre todos los muchachos movieron el cuerpo del joven hasta colocarlo en uno de los sillones.
—Se pondrá bien —le aseguró Duna a Cinthia, dándole un beso en la frente. La otra asintió y volvió a abrazar a Sírgeric para protegerlo del frío.
Cuando estuvieron listos, Andrew agarró el picaporte de la puerta y la abrió de un golpe. El camino quedó libre y el soldado que se disponía un instante antes a atravesar con su cuerpo la madera perdió pie y se estrelló contra el suelo.
Después solo hubo confusión. Espadas entrechocando, hombres gritando al sentir simples rasguños como si los hubieran atravesado con hierros hirvientes, espadas que se convertían en platos planos sin motivo, estocadas y defensas, gruñidos de victoria y de derrota…
Una vez que los soldados fueron reducidos, Morgan regresó a la puerta astillada y arregló con su don los estropicios. Después bloqueó desde fuera la cerradura y las bisagras, fundiéndolas para que permanecieran rígidas y no pudieran girar.
—Asegurada —dijo cuando terminó.
Adhárel asintió y encabezó la marcha. Los escalones eran amplios y sin apenas altura. Como Duna ya había visto, existía una segunda hilera enrollada sobre el mismo eje, y aunque parecía la misma escalera, se trataba de una diferente. Apartó la mirada y se concentró en el suelo que pisaba para no marearse. Al llegar arriba descubrieron que aquel era el último piso. No parecía haber manera de seguir ascendiendo. El lugar se encontraba completamente desierto.
—Los aposentos de Dimitri se encuentran… —Lysell no terminó la frase. La puerta a la que señalaba se abrió de par en par y una docena de hombres tan empapados como Adhárel irrumpieron en el silencioso corredor. Guerreros del valle.
Tras ellos surgió el rey de Manseralda vestido con ropas igual de húmedas. Durante un segundo se quedó sorprendido al ver a Adhárel allí de pie, aunque no dijo nada. Con una serie de órdenes a sus hombres bloqueó cualquier posibilidad de que pudieran pasar.
—No sé cómo habéis llegado hasta aquí —dijo—. Pero puedo aseguraros que no saldréis con vida del castillo.
—Eso ya lo veremos —replicó Adhárel.
Dimitri asintió con una sonrisa bravucona y chasqueó los dedos. Sus hombres se abalanzaron contra los intrusos como perros de caza sin ninguna organización. Eran, supuso Adhárel, humanos hechizados por su hermano sin ninguna voluntad sobre sus actos. Los muchachos se prepararon para recibirlos con sus espadas en alto y sus dones dispuestos.
—Tú quédate pegada a la pared —le susurró Marco a Lysell antes de embestir al primer hombre que se cruzó en su camino, con la mano sana. La niña miró a su alrededor antes de agazaparse detrás de una columna, junto a la escalera.
El primer soldado cayó al suelo pocos segundos más tarde, con dos hilos de sangre escurriéndose por sus oídos. Dimitri fue apartando de su camino a todos hasta encontrarse de nuevo con Adhárel. Esta vez ninguno habló. El hermano menor lanzó una estocada directa al pecho de Adhárel, que este a duras penas pudo esquivar. Con un giro rápido, el rey de Bereth le devolvió el ataque y le obligó a retroceder varios pasos. Los dos tuvieron la sensación de que ya habían peleado aquella batalla mucho antes, en una torre y un palacio diferentes.
Adhárel sintió que el destino, a cambio de la vida de Sírgeric, le había ofrecido una segunda oportunidad para enmendar sus errores.
Se arrepintió enseguida de haber tenido aquel pensamiento. Sírgeric se pondría bien. Sírgeric no estaba muerto.
No estaba muerto.
Con la seguridad absoluta de que así era, arremetió contra su hermano lanzando una ristra de ataques indiscriminados que el otro lograba repeler con dificultad. Pronto se encontraron en el extremo opuesto de la galería, donde el entrechocar de sus espadas provocaba un eco a su alrededor y apagaba el resto de los sonidos del mundo. Los ventanales estaban abiertos, empapando el suelo con la fría lluvia del exterior.
Ellos eran las propias espadas que sostenían, y cada golpe, cada intento de arrancarle la vida al otro de una dentellada mortal, era la única manera que la vida y las circunstancias les habían dejado para resolver sus diferencias. Y a los dos les parecía bien la alternativa.
En un momento de distracción por parte de Dimitri, Adhárel encontró su flanco bajo descubierto y le lanzó una patada al estómago. Su hermano cayó al suelo con un sonoro golpe y cuando fue a coger su espada, Adhárel se la alejó de un puntapié. La lluvia caía sobre él por la ventana abierta.
No hubo palabras. No quiso remarcar su acción con una frase legendaria que solo un cadáver recordaría. Con un movimiento rápido, su espada le atravesó el pecho…
… solo que no fue Dimitri quien recibió la estocada. El mismo hombre que le había arrastrado fuera de la batalla en el valle boqueaba frente a él con el filo de su espada clavado en el pecho.
Adhárel se apartó con el arma en la mano, incapaz de reaccionar. El sentomentalista de facciones afiladas se escurrió hasta el suelo y quedó tendido a sus pies, muerto. Dimitri aprovechó el momento para ponerse de pie y apartarlo sin más miramientos.
—Una lástima —dijo, sin atisbo de pena. Se agachó y recogió su arma. Adhárel no daba crédito a su frialdad—. Era un buen hombre.
—¡Adhárel! —la voz de Duna llegó desde la otra punta del corredor, aunque le pareció que provenía de otro mundo—. Vamos a entrar en la habitación.
Dimitri soltó una carcajada.
—¿A qué jugáis? ¿No os rendís todavía? Habéis vencido a un puñado de pueblerinos, pero todavía me queda un escuadrón en la manga.
Adhárel escuchó el tumulto de sus amigos entrando en la sala contigua a las escaleras; los aposentos de Dimitri.
—No jugamos a nada —le espetó Adhárel, intentando distraerle. Su arma brillaba ferozmente con la sangre del sentomentalista muerto—. Vamos a destruir la Poesía de Thalisa y con ella tu plan de gobernar el Continente.
Un atisbo de duda y preocupación cruzó la mirada de su hermano, pero enseguida mutó en una de fingida sorpresa.
—Parece que alguien ha hecho sus deberes…
Sin previo aviso lanzó la primera estocada, que Adhárel repelió con energía.
—Ríndete ahora que puedes y quizás te perdone, Dimitri.
Esta vez la risotada fue más sonora.
—¿No tiene límites tu misericordia, hermano? ¿Cuánto más necesito para enfadarte? ¿Bastará con que mate a Duna delante de ti o…?
Adhárel no le permitió acabar. Desató una tanda de golpes que fueron haciéndole retroceder. El último le acertó en el brazo.
Con un grito de dolor, Dimitri se deshizo del guante que lo protegía y dejó a la vista la piel pútrida y cuarteada.
—¿Qué…? —Adhárel lo observó conmocionado.
—¡Aquí no hay nada! —exclamó Duna con urgencia—. ¡Alguien se acerca por las escaleras!
Adhárel volvió en sí.
—¿Dónde escondes a Thalisa? ¿Dónde está su Poesía?
—¿Crees que te lo voy a revelar así como así?
Alguien se acercó corriendo por el pasillo.
—A él no, pero a mí sí —dijo Lysell, con decisión.
—¡Cállate! —le ordenó Dimitri.
—¿Dónde está Thalisa y dónde escondes su Poesía?
El rey se puso rojo de ira, apretando los labios como si se tratara de un niño dispuesto a no respirar, pero no le sirvió de nada.
—En lo alto de la torre —la voz le salió rasgada y seca—. La Poesía está en un arcón a sus pies.
Dimitri intentó esquivar a Adhárel para atacar a la niña, pero el rey de Bereth se lo impidió.
—¿Y cómo podemos acceder a la torre?
—Hay un pasadizo secreto —más que palabras, parecía que estuviera escupiendo arena.
—¿Dónde?
—En mi habitación… —Dimitri soltó un gruñido—. ¡Te mataré como no te calles!
La niña no se amedrentó.
—¡Lysell, deprisa! —le apremió Duna.
—¿Cómo accedemos al pasadizo? ¿Dónde está la puerta?
—El espejo es la puerta. Si tiras del libro con tapas oscuras y filigranas doradas que hay en la estantería, se abrirá.
La niña giró sobre sus talones y salió corriendo hacia la habitación. Los dos hermanos se quedaron solos en el amplio vestíbulo.
—Es cuestión de minutos —le dijo Adhárel a Dimitri—. Pronto todo esto se acabará y el Continente podrá volver a la normalidad.
Las aletas de la nariz de Dimitri se abrían y se cerraban con rabia.
—Antes te ensartaré esta espada en el estómago —le aseguró.
—Me das lástima, hermano. Nunca has apreciado todo lo que tenías y siempre has necesitado más. Parece que tu avaricia ha terminado destruyéndote —con un gesto señaló su mano.
—¿Destruirme, dices? —Dimitri alzó los dedos negros—. Esto me ha dado poder. El mundo entero me recordará como el gran emperador que unió a todos los sentomentalistas en una guerra sin cuartel.
Esta vez fue Adhárel quien rió con lástima.
—No, Dimitri. Todos te recordarán como el cobarde que engañó y traicionó a su propio reino y a su familia para conseguir poder. Y a ese tipo de personas, el tiempo termina borrándoles el nombre.
Descubrieron el pasadizo secreto y entraron. Al final de los escalones se encontraron con una nueva puerta cerrada. Andrew se acercó a ella mientras Duna inclinaba la antorcha que habían desenganchado al comienzo de la escalera para facilitarle la labor.
—Si al final resultará que su poder era más útil de lo que parecía… —bromeó Henry, dándole un codazo a Marco. El otro ni se molestó en sonreír.
La habitación que descubrieron era circular, amplia y sin apenas muebles. En su centro, sobre la cama con dosel, la reina Thalisa dormía plácidamente. Al menos en apariencia.
—También ella se encuentra bajo el influjo de Dimitri —dijo Marco, acercándose.
—Tenemos que despertarla. Es ella quien tiene que destruir su Poesía.
Andrew se puso de rodillas y comenzó a trastear con el cerrojo del baúl hasta que lo deshizo. Tras rebuscar entre la ropa guardada, encontró un cofre de madera.
—La tengo —dijo, sin aliento y alzando el pergamino.
Duna zarandeó el cuerpo de Thalisa, pero no dio resultado.
—Vamos, despierta. ¡Tienes que levantarte! ¡Thalisa!
—Esta es para mí —comentó Henry. Cerró los ojos y respiró hondo. Todos se quedaron en silencio, aguardando. El muchacho volvió a abrirlos—. ¿Qué hacéis? ¡Seguid diciéndole cosas o no servirá de nada!
Los muchachos y Duna empezaron a llamar a gritos a Thalisa para que volviera en sí. Mientras Duna la agarraba del brazo, Marco agitaba su hombro opuesto.
Y entonces, abrió los ojos.
—¡Ah! —Intentó alejarse, pero no pudo moverse apenas—. ¿Qué…? ¿Dónde estoy? ¿Quién… Quiénes sois? —Las palabras se le atragantaban en la garganta, por el miedo.
—Reina Thalisa, soy Duna Azuladea. Os conocí tiempo atrás. Necesitamos que destruyáis vuestra Poesía.
Dimitri atacó sin piedad. Sus golpes contenían toda la rabia que su oscuro corazón podía albergar, pero Adhárel los detuvo uno tras otro.
—Siempre te has creído tan perfecto, Adhárel —dijo, resollando—, cuando no has sido más que el producto del azar. Yo tendría que haber nacido primero. Cuántas cosas habrían sido diferentes. Yo habría sabido cómo domar al dragón.
Adhárel le miró aturdido, no creía haber oído bien.
—¿Estás diciendo que también envidiabas mi maldición?
—Más bien me daba lástima ver lo poco que la aprovechaste. Hasta como bestia resultaste una decepción.
Adhárel contuvo su rabia y, con los labios en tensión, masculló:
—Quizás debas saber que el dragón no siempre fue una decepción.
—¿Ah, no? ¿Cuándo no lo fue? —Los dos giraban al unísono, retándose con las mirada. Las espadas solo estaban separadas por el frío viento de fuera.
—Cuando asesiné a tu padre. Cuando lo carbonicé al proteger a nuestra madre.
—¿Mi padre?
—Somos medio hermanos —reveló de pronto—. ¡Yo ni siquiera debería ser rey! Mi padre fue un pobre berethiano que se enamoró de nuestra madre antes de casarse.
—Mientes.
—Sabes bien que no, Dimitri. —Inclinó la cabeza—. Así que ya ves: en realidad tú deberías haber sido el rey de Bereth después de nuestra madre.
Su hermano pequeño entrecerró los ojos. ¿Era dolor lo que reflejaban?
—Todos estos años… —Las palabras se le atascaron en un estertor—. Tú mataste a mi padre. —No era una acusación. Era un hecho. Y por cómo se marcaba su mandíbula, se notaba los esfuerzos que estaba haciendo por contener la rabia—. Mi padre. No está… por tu culpa.
Adhárel tragó saliva, desconcertado. No esperaba que la noticia fuera a afectarle de ese modo. Esperaba que avivase su ira de tal modo que perdiera el control, no que lo desarmara. Una lágrima se escurrió por la mejilla de Dimitri. Otra la siguió.
Su hermano estaba llorando. Soltó la espada y dejó que tintinease sobre el suelo de mármol.
—Acaba de una vez —dijo en un susurro.
Pero el rey de Bereth se quedó quieto sin saber cómo reaccionar.
—Tendría que haber sido diferente —replicó, intentando poner en orden sus ideas.
Adhárel y Dimitri burlándose de Zennion cuando se volvía hacia la pizarra…
Dimitri robando comida a escondidas de las cocinas mientras Adhárel vigilaba…
Adhárel enseñándole a montar a caballo con dos ponis…
Dimitri llorando con las rodillas ensangrentadas tras caerse y Adhárel intentando tranquilizarlo…
De noche, junto a la chimenea, escuchando un cuento leído por su madre…
Recuerdos, recuerdos, recuerdos…
—No puedo —masculló Adhárel, tan sorprendido como devastado. La rabia, el odio, el enfado… todo se había esfumado. Estaba cansado. De luchar, de llevar sobre sus hombros semejante carga. De sus responsabilidades y del sufrimiento que conllevaban como una maldición. ¿Una muerte más? ¿La de su hermano? No podría con ella. No así…
Dimitri alzó la mirada, taciturno.
—¿Qué nos ha pasado? —preguntó el pequeño, llorando—. ¿Qué he… hecho?
El rey de Bereth negó sin palabras.
—Han sido Ellas. Las Musas.
El otro asintió con los labios apretados.
—Estoy harto —musitó—. Quiero… quiero que todo esto termine. Quiero volver a Bereth.
Se secó las lágrimas con la mano izquierda y fue a dar un paso, pero sintió un mareo y se tambaleó. Adhárel se apresuró a agarrarlo del brazo para evitar que se cayera.
Y entonces se dio cuenta de su error.
—¿Qué? ¡No! Desde luego que no —exclamó la joven reina con las manos en la cabeza para contener la jaqueca—. ¿Cómo podéis pedirme algo así? —Reparó entonces en todos los demás muchachos que la contemplaban ensimismados—. ¿Y quiénes sois vosotros? ¡Abandonad mis… mis aposentos!
—No estáis en vuestros aposentos —le dijo Duna con voz calmada.
—No estoy… —frunció el ceño—. ¿Y dónde estoy?
Duna respiró hondo y habló despacio para hacerse explicar.
—Dimitri os ha tenido encerrada en esta torre desde que se casó con vos.
—¿Mi príncipe de la luna? —Si sintió algún apuro por revelar el apodo frente a todos aquellos desconocidos, no dio muestras de ello.
—Sí, majestad. Dimitri. Ha convertido Manseralda en un reino cuyos únicos habitantes son sentomentalistas con sed de venganza. Debéis destruir la Poesía para que todos ellos pierdan las ganas de luchar.
—¡Hay una guerra en marcha! —intervino Marco, mucho menos impaciente.
—¿Manseralda…? —No parecía entender nada—. ¿Un reino de…? ¿Dimitri me encerró aquí? ¡No decís más que majaderías! Os advierto que gritaré si no me…
Duna la agarró de los hombros y la obligó a que se centrase.
—Utilizó su don, majestad. ¿No os acordáis? Os hechizó para que durmierais, pero no murieseis. Quería reinar sin Poesía, pero también sin vuestras restricciones. ¡Llamad a la guardia sino y comprobadlo vos misma!
—Me hacéis daño… —se quejó Thalisa, asustada.
—Por favor. Tenéis que recordar. ¿Cuándo fue la última vez que visteis la luz del sol? ¿Que os paseasteis por vuestro reino?
—Fue… yo… —Su respiración se aceleró. Perdió la mirada en la lejanía e intentó concentrarse, pero de nada sirvió—. No me acuerdo.
—Dimitri os ha estado utilizando. ¡Debéis hacérselo pagar!
Thalisa asintió. Primero despacio, a continuación con seguridad.
—Lo recuerdo. Sus… sus visitas —balbució—. Me… Me… —una lágrima se escapó de sus ojos. Duna la abrazó.
—Destruid vuestra Poesía y acabad con todo esto.
Los dedos negros de Dimitri se cerraron alrededor de la muñeca desnuda de Adhárel como un cepo a su presa.
—Ya eres mío —musitó Dimitri con el más acérrimo y frío odio.
Adhárel intentó liberarse, pero entonces sintió la oscuridad ascendiendo por sus nervios y directa a su razón. Las piernas le flaquearon y comenzó a ver todo borroso.
—Nunca cambiarás, Adhárel —dijo Dimitri, concentrándose en combatir la resistencia que su hermano oponía—. Un puñado de lágrimas y te desmoronas. Patético. Y ahora que sé lo que sucedió realmente con mi padre, acusaré a nuestra madre de asesinato. O mejor, lo harás tú.
Los tentáculos se desperdigaron por su cuerpo y su mente como mil serpientes. Devorando su voluntad y su interés por seguir luchando. Por seguir adelante. La oscuridad que ofrecían era mucho más dulce que la realidad. Solo tenía que ceder, dejarse mecer por esas voces que se lo pedían con ronroneos y caricias. Ya no sentía miedo. Pronto ni lo recordaría.
—Despídete de este mundo —escuchó en la lejanía—. Ahora serás mi marioneta.
Una marioneta. ¿Despedirse de este mundo?
Todavía no podía. Había algo… algo que se le olvidaba y sin lo que no se iría. O alguien.
Sí, alguien que no estaba con él en aquella oscuridad y que tampoco quería que lo hiciera.
Duna.
Duna debía permanecer fuera. No podía dejar que llegara allí. Tenía que advertirle. La oscuridad le daba miedo.
Aunque las voces intentaran convencerle de que no tenía por qué, el pánico comenzó a crecer en su interior. Y con el pánico también regresaron las ganas de volver a ver la luz, de volver a verla a ella. De salir de allí.
Algo de todo aquello no estaba bien. No podía dejarse vencer. No podía…
Con todas sus fuerzas, Adhárel empujó a Dimitri lejos de él.
Su hermano sacudió la cabeza, aturdido, y rápidamente volvió a armarse. Adhárel advirtió de pronto la espada que sujetaba con dedos temblorosos en la otra mano y se dispuso a responder a los ataques.
Sin un instante de respiro, Dimitri arremetió contra él con la saña refulgiendo en sus ojos. Pero esta vez sus estocadas fueron diferentes: no existía ningún método ni control. La desesperación era lo que movía el cuerpo y el arma del joven. La sangre de venganza, la necesidad de salir vivo de aquel combate lo cegaron y se tropezó…
El grito de Adhárel contuvo todo su dolor, lástima y triunfo.
Su espada arrebató la vida de Dimitri de un solo golpe. Sus ojos se llenaron de lágrimas y el arma se precipitó al suelo con un tintineo seco.
Alivio. Pena. Miedo. Angustia. Paz… no lograba controlar sus emociones.
Cayó de rodillas ante el cuerpo inerte de su hermano y dejó que el llanto se mezclara con la sangre de Dimitri.
La reina de Manseralda se volvió hacia Duna y asintió, seria. Después, agarró el pergamino que Andrew le tendía y lo colocó con decisión sobre la llama de la antorcha que sujetaba Lysell.
Acto seguido observó cómo las llamas iban consumiendo su Poesía Real. Y mientras esto ocurría, los últimos milagros y pesadillas tomaron forma a lo largo y ancho del Continente…
Dos pisos más abajo, ante la desesperada mirada de Cinthia y la impotencia de Morgan, Sírgeric expulsó su último aliento.
Lue abrió los ojos, se revolvió contra el desconcertado Marqués y antes de que este pudiera defenderse, saltó sobre su pecho y muy lentamente le fue robando la escasa Luz que quedaba en su interior para salvar a Vekka.
Los manseraldinos del valle bajaron sus armas, detuvieron sus dones y se preguntaron al unísono qué hacían tan lejos de sus hogares con las ropas y las manos teñidas de sangre. Sus ganas de luchar se consumían como la tinta en el pergamino.
En mitad del bosque de Bereth, en plena tormenta, en lo alto de los frondosos árboles, sin recuerdos ni emociones, guiado tan solo por un instinto que había traspasado las barreras del cuerpo, el cuervo negro que ahora era Wilhelm abrió los ojos y supo hacia dónde debía dirigirse.
Caminó hasta el borde de la rama donde se encontraba y batió las alas. Pronto remontó el vuelo y se perdió entre la niebla y la lluvia. Su destino, Salmat.
Aldernath Kastar sintió una presión en el pecho como si todo el universo se hubiera reunido sobre sus costillas, como si alguien intentara arrancarle el corazón de cuajo. Boqueó sin aliento. Intentó no gritar para no preocupar al tabernero. Sus manos se agarraron al borde de la mesa y apretó hasta que se volvieron blancas. Y entonces el dolor remitió. Tan repentinamente como había llegado, desapareció.
Un par de campesinos lo miraron preocupados, pero él no se inmutó. Su cabeza intentaba procesar las últimas palabras que solo él había escuchado. Eres libre. Eres libre. Tienes hasta la próxima luna llena. Con lágrimas en los ojos, se puso de pie y abandonó la taberna en busca de su hermano.
Giacomo despertó con sus voces. Libéralos. Una lágrima se escurrió por sus mejillas deformadas. Con manos temblorosas tomó el pífano que descansaba sobre su regazo y observó el instrumento como si fuera la primera vez que lo veía, como si hubiera olvidado para qué servía.
Había llegado el momento. Para bien o para mal… para bien o para mal…
Lo agarró entre sus dedos, cerró los ojos y sopló su música encantada por última vez.
Cloto también lo sintió en los huesos. Sin previo aviso se desmayó en el sillón del palacio en el que hasta hacía un instante había estado hablando animadamente. Cuando despertó, escuchó las voces de sus hermanas. Era libre hasta la próxima luna llena, después abandonaría el Continente… quisiera o no.
Su tiempo allí había llegado a su fin.
Las Musas aceptaron su derrota con dignidad. Miraron con resignación lo que dejaban atrás y abandonaron los cielos del Continente sin intención de regresar jamás. Que, para ellas, suponía una temporada muy, muy larga.
Y Firela aceptó cruzar al otro lado.