17. Intrusos

Aparecieron en el interior de un salón amplio y vacío. Durante los primeros segundos, nadie se movió. Duna sostenía con decisión una espada mucho más ligera que las que había utilizado para entrenarse. Sírgeric, su puñal y el mechón de pelo de Aya. Cinthia portaba su antiguo arco y, a la espalda, su carcaj de flechas. Simon llevaba un sable, y el Marqués… bueno, el Marqués se agarraba con fuerza la tripa para no vomitar allí mismo. Les habían dejado la máquina de electricidad a las mujeres en el palacio por si necesitaban defenderse.

—Todo despejado —susurró Sírgeric, separándose unos pasos del grupo para inspeccionar el lugar.

—¿Estamos en Manseralda? —le preguntó Duna a Laugard.

—¿Dónde si no? —le espetó él—. ¿Puedo irme ya? ¡Por favor!

—Tendrás que acompañarnos un ratito más —respondió Sírgeric—. No me fío de que no vayas a avisar a alguien en cuanto te soltemos.

Laugard apretó los puños con enfado.

—¿Cómo podéis seguir desconfiando de mí?

Duna le palmeó la espalda.

—No me hagas responder, por favor.

Habían viajado hasta aquella sala del trono creyendo fervientemente en el don del Marqués. La suave luz del amanecer teñía la lluvia y las grandes cristaleras con nitidez. Al fondo estaba la regia silla sobre la tarima. La tormenta del exterior amortiguaba cualquier sonido, provocando la sensación de que estuvieran en un castillo abandonado.

—Y ahora, ¿adónde vamos? —preguntó Cinthia, sacando una de las flechas y colocándola sobre el arco.

—Primero rescataremos a los chicos. Luego nos encargaremos de la Poesía.

Sírgeric regresó junto al grupo.

—¿Conoces la disposición de los calabozos?

—Ni siquiera sé si tienen —masculló Laugard, enfadado.

—Entonces tendremos que averiguarlo.

Abrieron la puerta de la habitación con cuidado de no hacer ruido. Sírgeric asomó la cabeza y comprobó que el vestíbulo estaba vacío.

—Para no arriesgarnos, haremos una cosa. Duna, quédate con Laugard y Simon. Yo iré con Cinthia a investigar. Una vez que encontremos un sitio seguro, volveré a por vosotros.

Todos asintieron.

—Sabéis que podría gritar, ¿verdad? —comentó de repente el rey de Caravás. Chasqueó los dedos—. Esto es lo que tardarían en aparecer los guardias aquí.

—Estamos tranquilos —le aseguró Duna—. Somos conscientes de lo mucho que aprecias tu vida y de lo poco que duraría si se te ocurriera hacer algo así.

El Marqués apretó los labios y se sonrojó.

—Enseguida vuelvo —les aseguró Sírgeric, agarrando de la mano a Cinthia. Las dos amigas se miraron y asintieron.

El suelo de aquel lugar estaba formando por un centenar de baldosas negras y blancas, semejando un tablero de ajedrez. A ambos lados del ancho corredor habían dispuesto algún que otro banco de madera tallada y pequeños abetos enterrados en macetas de cerámica. Sírgeric se escurrió hasta uno de los arcos que guardaban los ventanales y luego le hizo un gesto a Cinthia para que lo siguiera.

—¿Y si estamos solos? —masculló Cinthia.

—Pues a lo mejor… —bromeó, e iba a continuar cuando advirtió una sombra a lo lejos. Colocó su brazo sobre el pecho de Cinthia y la pegó al cristal.

Un instante después escucharon unos pasos acercándose a su posición. Cinthia preparó el arco y la flecha. A pesar de haber transcurrido cerca de un año desde la última vez que tuvo un arma en la mano, sus dedos reaccionaron al instante, como si se tratara de una tonada de la infancia que no hubiera olvidado.

El guardia se puso a tararear distraído. Sírgeric le hizo una señal a Cinthia. Se agachó y se asomó para comprobar que el tipo se encontraba a diez metros de ellos. La muchacha sostuvo el arma en alto, lista para salir y disparar. El joven le mostró tres dedos. Después dos. Uno. Y cuando iba a bajarlo, escucharon los pasos apresurados de un segundo hombre.

Sírgeric echó un vistazo y descubrió que se trataba de otro soldado.

—¿Qué haces aquí? —preguntó el recién llegado.

—Me dijeron que vigilara la entrada.

—Vuelve inmediatamente a las escaleras. Una patrulla ya se dirige al patio.

—Pero…

—¿Qué parte de «vigila los calabozos» no has comprendido?

Con un gruñido, el interpelado dio media vuelta y se alejó de allí. El otro, por el contrario, avanzó hacia ellos.

Sírgeric asintió con la cabeza y se puso de pie, pegado a la pared. Cuando el hombre pasó a su lado sin advertir su presencia, se lanzó sobre él y lo dejó inconsciente con un golpe en la nuca.

Cinthia salió del escondrijo para ayudarle a ocultar el cuerpo cuando escucharon nuevos pasos a su espalda.

—Estoy pensando que de todas formas debería… ¡Eh!

La muchacha volvió a agarrar el arco con las dos manos. Cargó la flecha y disparó. Todo terminó en un abrir y cerrar de ojos. El guardia no tuvo tiempo ni de reaccionar. Cayó al suelo, fulminado.

Sírgeric la observó anonadado.

—Es que iba a dar la alarma… —se excusó ella, bajando el arma.

Él sonrió, todavía sorprendido.

—Ayúdame con este y ahora iremos a por el otro.

Unos metros más allá, en mitad del vestíbulo, había una puerta. Se acercaron con el cuerpo a rastras y comprobaron que estuviera vacía. Una vez que recogieron al segundo guardia, atravesaron el resto del pasillo. Cinthia estaba temblando, pero se obligó a respirar hondo y a tranquilizarse.

—Los calabozos deben de estar por aquí —supuso Sírgeric.

Siguieron el nuevo corredor, deteniéndose cada pocos metros para comprobar que no venía nadie, hasta una nueva bifurcación. La tormenta en el exterior se oía cada vez más lejana según se iban internando más y más. Por el contrario, el silencio reinante en el vestíbulo había dado paso a una cháchara socarrona de al menos cuatro hombres, no muy lejos de allí.

Sírgeric le pidió a Cinthia que volviera hasta la última puerta que habían dejado atrás. La abrieron sin hacer ruido y entraron. Se trataba de las cocinas. Las paredes, el techo abovedado y el suelo eran enteramente de piedra. En el centro, sobre un mueble de metal negro, se amontonaban las sartenes y cacerolas que no colgaban de las repisas. En uno de los extremos estaba la enorme chimenea, ahora apagada. Descendieron los tres peldaños que la antecedían y se ocultaron en una de las esquinas.

—Voy a ir a buscarlos. No podemos enfrentarnos a todos esos soldados nosotros solos.

Cinthia se mostró conforme.

—No te muevas de aquí, ¿de acuerdo?

—Descuida.

Sírgeric sacó el mechón de pelo de Duna y se volvió hacia la joven. Iba a repetirle que tuviera cuidado cuando ella se abalanzó sobre él. Sus labios se encontraron en un nuevo beso.

Sin aire, el joven se separó, sonrió y desapareció. Cinthia no tuvo tiempo más que de colocarse en un lugar alejado de la cacharrería de la cocina antes de que sus amigos se materializasen a su lado.

Sírgeric se colocó frente al grupo.

—Bien, este es el plan: Simon, tú te encargarás de dejar inconsciente con tu don a uno de los soldados que hay fuera. Del resto nos ocupamos nosotros.

—¿Y yo? —preguntó el Marqués.

El joven se encogió de hombros.

—Tú limítate a que no te maten.

Salieron de nuevo al pasillo y se apelotonaron contra la pared. Sírgeric y Simon iban a la cabeza. Cuando llegaron a la esquina, el muchacho cerró los ojos y se concentró en absorber las defensas de uno de los cuatro soldados que guardaban la puerta.

—¡Eh, Bralián! ¿Qué te ocurre?

—Me encuentro… —El cuerpo de uno de ellos cayó al suelo, produciendo un estrépito metálico.

—¿Se ha mareao? —preguntó otra voz.

—No lo sé…

Sírgeric les hizo un gesto a todos para que se movieran.

Los soldados no supieron cómo reaccionar cuando los vieron aparecer de pronto. Uno estaba sentado en un taburete, los otros dos, intentando despertar al compañero desfallecido.

Cinthia los apuntaba con su arco mientras Duna, Sírgeric y Simon enarbolaban sus espadas. El Marqués se limitó a sonreír inocentemente, agazapado a su espalda.

—¿Quiénes sois vosotros? —preguntó el que estaba descansando.

Los demás fueron mucho más avispados. Dejaron el cuerpo del otro en el suelo y sacaron sus espadas. Mientras el del taburete se ponía de pie, los otros dos se lanzaron sobre ellos.

Cinthia disparó una flecha directa al pecho del que intentaba incorporarse.

Duna sintió que le temblaban las piernas cuando vio al tipo de nariz aguileña abalanzarse sobre ella con su espada en ristre. Levantó su arma de forma automática y repelió el primer ataque. Se miró para comprobar que seguía bien y advirtió que el punzante dolor del brazo se debía a la presión; no la habían herido.

Con mayor seguridad, se volvió contra el mismo guardia y comenzó a esquivar estocadas y a intentar recordar el juego de pies en el que Sírgeric la había instruido. Pronto dejó de hacerlo: lo único que le preocupó fue evitar el filo contrario.

Todo iba bien y no había sido alcanzada ni una vez cuando su espalda chocó contra algo frío. La pared estaba tras ella y no le quedaba más espacio para seguir retrocediendo. El hombre sonrió con suficiencia y se preparó para descargar un golpe letal. Duna agarró con fuerza el mango de su espada, lista para recibirlo. Pero, de pronto, el gesto del hombre se transformó. Su sonrisa pareció licuarse hasta quedar serio. Los ojos se le pusieron en blanco y Duna apenas tuvo tiempo de apartarse cuando vio que los brazos, y la espada con ellos, se precipitaban contra el suelo.

Simon se encontraba tras él, sonriente.

—¿Te he dicho ya que siempre has sido mi favorito? —le preguntó Duna, aprovechando la oportunidad para golpear al guardia con el mango de su arma.

Sírgeric estaba teniendo más problemas con el que quedaba… hasta que este reparó en que el resto de sus compañeros habían caído en combate y que los demás insurrectos tenían la mirada y las armas apuntándole.

Asustado, dirigió su filo hacia unos y otros sin decidirse a quién atacar. Desesperado, se abalanzó sobre Sírgeric, con tan mala suerte que, justo cuando iba a golpearle, este desapareció. Con un sonoro golpe, el guardia colisionó contra la pared de piedra y cayó al suelo, fulminado.

El joven sentomentalista apareció un segundo después junto a Duna.

—Buen trabajo —les dijo, envainando su espada.

Apartaron el taburete y el cuerpo del guardia caído sobre él y cruzaron la puerta a su espalda. Las escaleras se encontraban iluminadas por un puñado de antorchas amarradas a la pared.

Bajaron en fila, con los músculos en tensión y el entusiasmo comedido de su primera victoria. Simon se iba agarrando a la pared con sus pálidos dedos, y Duna temió que fuera a caer inconsciente en cualquier momento, agotado.

Abajo solo había un hombre y parecía dormido. Tenía la cabeza apoyada sobre la pared y la boca entreabierta. El pasillo no tenía más de tres metros de largo.

Sírgeric se volvió para mirar al grupo, desconcertado. Sin pensárselo mucho, se acercó al hombre y lo zarandeó por los hombros.

—¡Eh! —El guardia abrió los ojos, asustado—. ¿Qué pasa? ¿Qué ocurre? —Fue a incorporarse, pero Sírgeric se lo impidió.

—¿Dónde están los calabozos? —preguntó.

—¿Quiénes sois vosotros? ¿Qué… qué queréis?

El joven volvió a empujarlo contra la pared.

—Responde.

El guardia se quedó en silencio unos segundos antes de responder.

—A… aquí, están aquí… —Colocó la palma de su mano sobre la pared y esta se descorrió. Los adoquines de piedra se doblaron y el resto del túnel apareció ante ellos. Alguien al fondo soltó un grito ahogado.

—Estupendo. —Con un golpe en la cabeza le hizo perder el conocimiento. A continuación se enfrentó a las sombras que venían hacia él. Dos eran de estatura normal, la otra…

—¡Lysell! —exclamó Duna, acercándose a la niña. Pero antes de que pudiera llegar a su lado, el lobo de Vekka se abalanzó sobre ella y la tiró al suelo.

—¡Duna! —Sírgeric corrió a socorrerla y con ayuda de la espada y una patada certera echó al animal al suelo. En cuanto tocó la piedra, el lobo volvió a ponerse a cuatro patas y a arremeter contra él.

Cinthia no aguardó: sacó una nueva flecha de su carcaj y la disparó. Le acertó en una pata, haciéndole tropezar y golpearse el morro contra la piedra.

Lysell y Vekka observaban la escena a unos metros.

—¡Arriba, Lue! ¡Arriba! —el animal obedeció, pero esta vez más despacio—. ¡Aquí!

Más allá, los gritos y gemidos de un puñado de niños les pusieron la piel de gallina.

—¿Por qué no podemos irnos ya? —preguntó el Marqués, asustado.

Duna se levantó con ayuda de Cinthia.

—Lysell, Vekka…

—Están bajo el control de Dimitri —explicó Sírgeric—. No intentes razonar con ellos. No hay tiempo.

La joven fue a acercarse, pero Lue se volvió contra ella, amenazante. Vekka le arrancó la flecha de la pata y los atravesó con su mirada.

—¡Tenéis que despertar! —les gritó Duna desde una distancia prudencial.

—No debéis estar aquí —dijo Lysell, con tono monocorde—. ¿A qué habéis venido?

—A salvar a los niños —respondieron todos prácticamente al unísono.

—No podéis.

Cinthia se acercó con el arco cargado de nuevo.

—Ya lo creo que sí.

Y sin esperar a más reacciones, tensó la cuerda y soltó la flecha. El lobo no pudo esquivarla y cayó abatido con un aullido mudo.

—¡Lue! —gritó Lysell. Como si de un cristal estrellándose contra el suelo se tratase, el encantamiento de Dimitri se desvaneció en la niña.

—¿Qué has hecho? —exclamó Vekka, igual de alterado y con los ojos llenos de rabia.

El muchacho desenvainó su puñal y se lanzó sobre Cinthia, pero Sírgeric lo agarró de la cintura al pasar por su lado y lo retuvo.

—¡Suéltame! ¡Te mataré! —Ella retrocedió, asustada por su ferocidad—. ¡Lo has matado! ¡Lo has… matado!

De pronto pareció quedarse sin energía. El puñal cayó al suelo, y más tarde el resto de su cuerpo perdió consistencia.

—¿Qué estás haciendo, Simon? —preguntó Sírgeric, volviéndose hacia el chico.

—¡No he sido yo! —se excusó el otro.

Duna corrió hasta la primera celda sin prestar atención a los sollozos de Lysell y miró en su interior.

—¡Sírgeric! ¡Es Henry!

Hecho un ovillo, cerca de la entrada, el joven se contraía gimiendo en voz baja.

El sentomentalista dejó a Vekka en el suelo y se acercó a Duna. Con su arma le cortó un mechón de pelo a Henry y se apareció dentro de la celda, lo rescató y volvió a sacarlo ayudándose del cabello de Duna.

—¿Qué le ocurre? —preguntó Simon, acercándose mientras los otros dos iban liberando a los demás.

—Están hechizados —respondió con un murmullo Lysell, agachada junto a Vekka. Simon se volvió hacia ella. Sus ojos habían recuperado el brillo natural—. Un… un sentomentalista los encerró dentro de sí mismos.

Duna soltó un grito al llegar a la prisión de Marco.

—¿Qué le han hecho? —Sírgeric apareció con el niño en brazos y lo llevó junto a una antorcha. El muñón del dedo cercenado tenía un pésimo aspecto.

Duna creyó que iba a marearse. Desde su posición veía a todos los muchachos tendidos en el suelo, gimiendo y suplicando ayuda; a Vekka tirado en el suelo, removiéndose en sueños; al lobo con los ojos entreabiertos, echado sobre un baño de sangre, y a Lysell con lágrimas en los ojos, observándola con seriedad. Parecía una pesadilla.

—¡Laugard! —gritó Sírgeric—. ¡Rápido!

—¿Y ahora qué quieres de mí? —La voz le temblaba tanto como las piernas.

—Cúralos.

—¿Yo?

—¡Deprisa!

No hizo falta nada más. Todos los que ya sabían cómo funcionaba su don cerraron los ojos y se concentraron en hacer que funcionara.

—Solo tú puedes liberarlos. Vamos, Laugard —decía Sírgeric—. Ese es tu don y siempre lo ha sido. ¿Cómo… cómo no nos lo dijiste antes? Liberar las mentes de la gente es lo que mejor se te ha dado siempre. Hazlo una vez más. Una vez más…

No sucedió nada. Al menos durante el primer minuto. Después, Marco tomó una sonora bocanada de aire y abrió los ojos. Con un gesto, Sírgeric le pidió al Marqués que fuera con los demás mientras él ayudaba al muchacho a volver completamente en sí.

Minutos más tarde, los cuatro jóvenes respiraban con normalidad y los ojos abiertos. Laugard, por el contrario, se desplomó en el suelo sin energía.

—Lo has hecho estupendamente —le dijo Sírgeric, palmeándole la espalda.

Cinthia ayudó a Duna y a Simon a que todos se fueran despertando por completo. Tras los minutos de desconcierto y los saludos, se fueron poniendo de pie. Con paso tambaleante se acercaron a Sírgeric para darle las gracias.

—Hicisteis una locura y podría haberos costado la vida —los amonestó él, serio.

Todos bajaron la cabeza.

—A mí me ha costado un dedo —masculló Marco, mirándose la sangre de la mano. El grupo sonrió en silencio. Al instante siguiente se echaron sobre Sírgeric para abrazarlo, indiferentes a todo.

Henry fue el primero en separarse. Tenía la mirada puesta unos metros más allá, en el cuerpo de Vekka.

—Es él… —masculló.

—Henry, no. —Sírgeric lo agarró del brazo, pero el muchacho se zafó.

—¡Suéltame! Si hemos venido hasta aquí ha sido para hacerle pagar por el daño que le hizo a mi hermano.

—Pero Tail está mejor, Henry —le aseguró Simon, colocándose frente a él. De un empujón, lo apartó de su camino.

Cuando estaba a punto de llegar al cuerpo de Vekka, Lysell se puso en pie con los brazos abiertos.

—No se te ocurra tocarle —le dijo con un hilo de voz tan afilado como la daga que sujetaba.

—Déjame pasar —le espetó él, empujándola del hombro. Ella descargó con fuerza el arma sobre su brazo, y Henry dio un salto hacia atrás—. ¿Qué te crees que haces?

—Te lo he dicho. Déjalo.

Los adultos rodearon al muchacho.

—Henry, deja de comportare como un idiota y escúchame —le ordenó Sírgeric—. El Continente está en guerra y solo hay una manera de detener toda esta masacre: destruyendo la Poesía de Thalisa. Tenemos que encontrarla y necesitamos trabajar juntos para ello, ¿entendido? —le agarró de la cara para que le mirase—. ¿Lo has entendido? Él no es el enemigo.

El muchacho permaneció unos segundos más con los músculos tensos antes de respirar hondo y asentir.

—De todas formas, parece estar más muerto que vivo.

Lysell comenzó a llorar en silencio tras escuchar aquello. Se volvió a agachar junto a Vekka y le acarició la cabeza. Cuando Henry regresó con el grupo, Simon le atizó un puñetazo en el hombro.

—Esto por dejarme tirado —dijo. Y antes de que él llegara a reaccionar, le atizó otro en la cara—. Y esto por ser un chulo.

Henry fue a devolvérselo, pero Sírgeric lo agarró del brazo con decisión.

—He dicho que se acabó.

Duna se acercó a Lysell.

—¿Qué le ocurre? —preguntó, mirando a Vekka, que mascullaba algo.

—Es… el lobo —dijo entre lágrimas la niña—. Están u… unidos. Y si Lue muere, Vekka…

El llanto se hizo más pronunciado. Duna alzó la mirada para encontrarse con la de Cinthia.

—Yo… lo siento —dijo la joven—. No quería… vino hacia mí y tuve que defenderme.

Lysell no respondió. Le dio un beso en la frente a Vekka y se puso de pie.

—Quiero que lo cure vuestro amigo. Como hizo con ellos —su voz sonó tan seria y clara como la de un adulto.

Todos se volvieron hacia el Marqués de Caravás, que intentaba sentarse recto.

—Podría… intentarlo… —masculló, con la cabeza bamboleándose hacia delante y los ojos entrecerrados.

Sírgeric le hizo un gesto a Andrew y juntos lo arrastraron hasta el lobo. Una vez ahí, le colocaron las manos sobre el lomo y a continuación explicaron en voz alta cómo funcionaba el don de Laugard.

—Pero no debemos quedarnos aquí —dijo cuando terminó.

—Entonces habrá que creer en él… a distancia —bromeó Marco.

El joven asintió. Lysell se acercó al Marqués.

—Yo me quedo.

—Lysell, a lo mejor necesitamos tu don —le dijo Duna, poniéndole una mano en el hombro.

—¿Mi don? Está claro que lo único que ha hecho hasta ahora ha sido meternos a todos en problemas.

La joven se acuclilló frente a ella.

—Todo sucede por alguna razón —le explicó, recordando el comentario de Cloto—. Tienes que ser valiente. Cuando todo esto acabe serás la reina de Salmat, y tus súbditos te querrán y te protegerán como tú a ellos. Ayúdanos a salvar al Continente. Por ellos, por Vekka, por tu familia…

La niña se mordió el labio, nerviosa. Volvió la vista hacia su amigo. Se la veía tan perdida como a un barquito de papel en mitad del océano. Los ojos se le llenaron de lágrimas antes de echarse sobre Duna.

—Todo saldrá bien. Vekka se pondrá bien. Cree en Laugard y él hará lo demás.

El Marqués sonrió ante el comentario.

—Tenemos que irnos —avisó Sírgeric desde la entrada. Antes de subir, le dio un nuevo golpe en la cabeza al guardia de la entrada para asegurarse de que no despertaría. A continuación, subieron las escaleras corriendo. Fuera se hicieron con las armas de los soldados heridos y se dispusieron para recibir órdenes de Sírgeric.

—Buscamos a la reina Thalisa. Debe de estar oculta en alguna habitación. Conociendo a Dimitri, en la más inaccesible.

—El castillo tiene una torre —dijo Lysell—. Por lo que sé, los aposentos del rey estaban allí.

—Excelente. —Sírgeric le dedicó una sonrisa de agradecimiento—. Nos dirigiremos hacia allí. Lo mejor será que…

—¡Eh! ¡Ahí hay alguien!

Sírgeric se volvió a tiempo de ver a un tipo vestido de negro en el extremo opuesto del palacio.

—¡Sé quien es! —exclamó Marco—. ¡Fue quien nos trajo hasta aquí! Viaja con la lluvia.

—Con la… —Sírgeric se giró hacia la ventana más cercana, donde los goterones dibujaban caminos en el cristal. Sin decir más, salió corriendo hacia él—. Maldita sea. ¡Id yendo! ¡Os alcanzaré!

Atravesó el vestíbulo como una exhalación. El tipo de la ropa oscura le sacaba una ventaja considerable, pero el portón principal estaba cerrado y aprovechó aquel tiempo para recuperar distancias. No sabía hacia dónde se dirigía, pero tenía una premonición…

… que se confirmó en cuanto salió a la intemperie y vio ante sus propios ojos cómo el hombre se desvanecía entre gotas.

—Maldita sea… —Con los dientes apretados, rebuscó en su colgante, pero el broche estaba atorado.

—¡Ahí está!

Una voz a su derecha le hizo volverse. Una patrulla de soldados se dirigía hacia él corriendo.

—¡Ábrete! —masculló, intentándolo con las uñas.

Los soldados estaban a escasos tres metros.

El colgante cedió.

Con dedos temblorosos buscó el mechón de Adhárel.

El filo de una de las espadas se encontraba sobre su cabeza.

Cerró los ojos…

El cuchillo perforó su abdomen desprotegido con una suavidad extrema.

—¡No! —gritó Adhárel, cogiendo el cuerpo de Sírgeric antes de que cayera al suelo. Una mancha oscura comenzó a impregnar su camisa a la altura del estómago.

Adhárel se volvió para ver cómo su agresor sacaba una nueva daga y se disponía a repetir el tiro. Pero no llegó a hacerlo. Cuando echó la mano hacia atrás para tomar impulso, el filo de un hacha se la rebanó. A continuación perdió la cabeza de la misma forma. Corpuskai asintió tras él con gesto serio y volvió a la refriega sin más miramientos.

—Coge… el… Duna —masculló Sírgeric, con una mueca de dolor. Adhárel no le hizo caso. Con la mayor delicadeza posible le arrancó el arma de la herida y después colocó la tela sobre ella para intentar detener la hemorragia.

—No intentes hablar… —le dijo.

Sírgeric negó con los ojos cerrados y los dientes apretados.

—¡Vamos! —El grito desesperado se convirtió en un gruñido.

Adhárel obedeció. Se quitó uno de los guantes a toda prisa y sacó el mechón negro del colgante de su amigo. A continuación se lo puso entre los dedos.

—A… agárrate —le dijo Sírgeric, amagando una sonrisa. Cerró los ojos y los sacó de allí.