16. La batalla del Valle Inocente

El cielo derramaba su llanto sobre el valle como preludio de la guerra que estaba a punto de desatarse.

Adhárel se encontraba en el interior de su tienda de campaña, con el pellejo de agua en la mano y la mirada perdida en la tela desgastada de la entrada. Sin apartar la vista, inclinó el recipiente sobre su boca y dio un largo trago. Aun después de una jornada de viaje sin descanso hasta la linde sur del bosque de Bereth, no había logrado hacerse a la idea de lo que sucedería a la mañana siguiente. Estaba a punto de liderar un pueblo a la guerra. Una guerra de verdad.

¡Cuántas veces había leído acerca de las batallas en los libros de Historia! ¡Con qué entusiasmo escuchaba a Zennion explicar las motivaciones, las estrategias y las alianzas que tuvieron lugar para llegar a aquella situación! Y qué pocas se había detenido a pensar, aunque solo fuera durante un instante, en alguno de los miles de individuos que participaron en ellas.

Un hijo que había abandonado a su madre para combatir. Un padre que esperaba regresar a casa cargado de oro para su familia. Un soldado obligado a luchar en una guerra que no comprendía. Un amante que soñaba con volver a ver los ojos de su amada. Un rey que tuviera que mostrar a su pueblo su sonrisa más creíble y segura cuando por dentro el miedo estaba resquebrajándolo en mil pedazos…

Y aunque no era justo, fue entonces cuando pensó en ellos. En los soldados que hacían guardia ahí fuera, con la tormenta arreciando por momentos. En Heredias, todavía reunido con los capitanes de los diferentes batallones asegurando posiciones. En su madre, protegiendo a los desvalidos en Bereth y con la preocupación de que su hijo no fuera a regresar. En Duna…

Necesitaba a Duna. Todo sería un poco más sencillo con ella a su lado. Sabría decir las palabras adecuadas para calmarlo y otorgarle la confianza que estaba abandonándolo por momentos. Los nervios lo estaban consumiendo. La cabeza amenazaba con estallarle si no cerraba los ojos de una vez por todas. Tenía que descansar. En los últimos días no había dormido más de cinco horas y la jaqueca comenzaba a hacer mella en su razón.

Con un suspiro en forma de vaho, se recostó sobre la cama improvisada y se cubrió con una manta. Escuchando el sonido de la lluvia y los truenos sobre su cabeza, fue perdiendo la consciencia hasta que…

—¡Adhárel! ¡Majestad, despertad!

El rey apretó los párpados con fuerza antes de atreverse a abrirlos.

—¿Qué sucede? —preguntó, incorporándose. Sentía las pupilas irritadas, como si se hubiera pasado la noche entera admirando las llamas de una hoguera.

Heredias se encontraba frente a él, vestido con la armadura de combate y el yelmo en forma de cabeza de dragón sobre la cabeza. Estaba empapado y formaba un charco a sus pies.

—Ya están aquí, mi señor. Los vigías han dado el aviso: el ejército de Manseralda acaba de abandonar las faldas de las Montañas Áridas.

Adhárel asintió y tomó aire.

—Gracias, Heredias. Voy a vestirme. Enseguida salgo.

—Muy bien, majestad.

Hizo una reverencia y abandonó la tienda chapoteando con las enormes botas.

Adhárel se puso de pie y se estiró. Al menos el dolor de cabeza se había ido. Se frotó los brazos con fuerza para entrar en calor y después se agachó frente al arcón que guardaba su ropa… y la Poesía.

Sacó del cuello el colgante del que pendía la llave que lo abría y la introdujo en la cerradura. Las diferentes partes de la armadura destellaron con la luz de las velas que había en la tienda cuando abrió la tapa. Bajo ellas, doblado con esmero, aguardaba su traje de combate.

Como si de un ritual se tratara, fue vistiéndose con parsimonia, asegurándose de no dejar ninguna correa o enganche sueltos. Tras protegerse las piernas y la cintura, se colocó el peto con el dragón de Bereth en el frente sobre la cota de malla. En las manos se puso los mismos guantes de cuero cubiertos de pequeños fragmentos de metal que había utilizado Barlof mientras estuvo vivo. Los guanteletes también eran suyos. Sería la manera perfecta de vengar su muerte si llegaba a enfrentarse a Dimitri.

Una vez listo, sacó el hermoso casco que había pertenecido a su abuelo Amadís y contempló su reflejo en él. De nuevo volvería a convertirse en dragón, pensó. Quizás por última vez. Las fauces de la criatura hacían las veces de visera, y el yelmo estaba coronado con un penacho de plumas rojas y verdes. Respiró hondo y se lo colocó en la cabeza. A continuación, sacó el pequeño cofre cilíndrico en el que guardaba la poesía y extrajo el pergamino. Lo dobló con cuidado y lo guardó en el interior de su guante, protegido. Después salió al exterior.

El viento agitaba con fuerza las copas de los árboles bajo las que se cobijaba el campamento. Los hombres corrían de allá para acá, ensillando caballos, terminando de colocarse las armaduras o practicando con las armas. Los sentomentalistas se encontraban reunidos en un enorme círculo con Zennion en el centro, que gesticulaba con las manos al tiempo que daba las órdenes pertinentes.

Adhárel se acercó a Heredias, que estudiaba con interés un mapa de la zona.

—No es el mejor lugar para pelear, pero me temo que no hay otra opción, ¿verdad? —Heredias se volvió sonriente y Adhárel negó taciturno—. Ya he advertido a los hombres que deben tener cuidado con el terreno: hay riachuelos escondidos entre la maleza que pueden hacerles caer o partirles el tobillo si no tienen cuidado.

El rey asintió con un nudo en el estómago. ¿Cómo se suponía que iban a estar intentando protegerse de los ataques de los soldados de Dimitri al tiempo que esquivaban zanjas invisibles? Alzó la mirada y la perdió en el lluvioso horizonte. Un relámpago iluminó el paisaje.

—¿Cuándo está previsto que nos pongamos en marcha?

—Enseguida, mi señor. Zennion quería dar unas últimas recomendaciones a los sentomentalistas. Las máquinas…

Adhárel se volvió hacia el capitán.

—Ya sabíamos que las utilizarían —replicó, resignado.

—Son más de los que esperábamos.

—¿Y su ejército?

—Tienen de todo: bárbaros, criminales, hombres salvajes sin ninguna formación, pero que pueden resultar incluso más peligrosos que nuestros soldados. No tienen nada que perder y si consideran que su misión merece el sacrificio, arrasarán con todo el que se cruce en su camino aunque pierdan la vida.

No hablaron más. El sonido de un cuerno lejano les advirtió que la prórroga había terminado. Que, para bien o para mal, la batalla más importante de sus vidas los esperaba.

Dimitri movió el cuello dentro del yelmo para desentumecerlo y volvió a fijar la vista al frente. Su caballo trotaba sin prisa a la cabeza de su ejército. A ambos lados, sus hombres lo escoltaban en silencio con las máquinas de electricidad en sus manos.

El Valle Inocente se extendía como un mar dorado y esmeralda embravecido. El viento dibujaba olas en la hierba y las espigas. Dimitri sonrió con suficiencia. Llovía. Tal y como había previsto y deseado.

Todas las dudas que había cosechado en los últimos meses se desvanecieron aquella madrugada al despertar y comprobar que, punto por punto, su plan había funcionado. Bereth, con Adhárel a la cabeza, aguardaba para enfrentarse a Manseralda. En sus filas había logrado reunir más sentomentalistas de los que en un principio imaginó. Los hombres sin dones habían respondido con entusiasmo cuando, uno a uno, fue convenciéndolos para que combatieran por su reino y su Continente. Y además llovía. ¿Qué más podía pedir?

Cuervo era el único que no se encontraba allí, sino en el castillo, protegiéndolo de posibles intrusos junto a un puñado de guardias. En caso de que hubiera algún problema grave, tenía el deber de viajar hasta la batalla y llevarse a Dimitri de regreso a Manseralda. Por supuesto le había ordenado tácitamente que nadie, bajo ningún concepto, entrase en sus aposentos reales. Por las joyas y tesoros que ocultaba en ellos, le había dicho. El secreto de Thalisa seguía siendo eso: un secreto.

La silueta del ejército de su hermano apareció a lo lejos. Una mancha oscura que se extendía por el horizonte como una capa de alquitrán. Dimitri alzó la mano para indicar a sus hombres que se detuvieran. A continuación se acercó al viejo Dareen.

—Sienten miedo —dijo el hombre, cerrando los ojos para poder captar mejor las emociones del bando contrario—. Pero también decisión. Consideran que es su deber estar ahí para proteger al Continente de la devastación.

Dimitri se rió entre dientes.

—Cómo no… ¿Algo más?

—Nada que no sepamos: no parece que el miedo vaya a frenarlos.

—Bien. A nosotros tampoco.

Dicho esto, tiró de las correas de su montura para girarse y encararse a su ejército.

—¡Guerreros, sentomentalistas y aliados…!

—¡Reinos libres! —El viento y los truenos engullían la voz de Adhárel—. Hoy será un día que el Continente recordará siempre. El día en que hombres corrientes, guerreros y sentomentalistas dejaron sus diferencias a un lado y unieron sus fuerzas para combatir por su tierra.

—Todos nos temen. Vosotros, mis aliados, ¡mis hermanos!, habéis hecho posible el sueño de levantar desde los cimientos un reino donde no tenemos que ocultarnos, donde no debemos esconder nuestros dones. Un reino que podéis llamar hogar. ¡Manseralda es el refugio de las mentes más brillantes y los hombres más poderosos de todo el Continente! Y no nos detendremos aquí: si lo hemos hecho con el sur, lograremos conquistar el resto del Continente. ¡Nadie podrá detenernos!

—Los lazos que nos unen no entienden de aspecto, creencias o condición. Y son estos lazos los que nos hacen más fuertes. ¡Hoy luchamos por nosotros y por quienes nos sucederán! Estamos aquí para demostrar a quien haga falta que el Continente se ha levantado sobre los hombros de personas humildes y trabajadoras, de padres e hijos, de amigos que han trabajado codo con codo para perpetuar la paz que ahora intentan arrebatarnos. ¿Vamos a permitírselo? ¡No!

—¡Aquí tenéis la oportunidad que estabais esperando para saciar vuestra sed de venganza! —Dimitri señaló al Valle—. Hoy, en esta tierra que pronto será nuestra, podréis dar rienda suelta a vuestros instintos, hermanos. ¡Liberad los dones que durante tanto tiempo os han obligado a ocultar como criminales y demostradles lo que valéis! ¡Que su sangre riegue nuestros campos!

—¡Por nuestros hijos! ¡Por nuestras familias! ¡Por el Continente! ¡Por nuestros destinos! ¡¡Al ataque!!

Adhárel se colocó el yelmo y clavó sus espuelas en el lomo del caballo. Con un relincho, el animal se lanzó a la carrera hacia el enemigo. Heredias, el rey Oer, Lorian y Zennion se encontraban a ambos lados con las espadas alzadas y la mirada fija en el batallón de combate de Manseralda. Tras ellos, el ejército y los sentomentalistas rugieron con la fuerza de un dragón.

Manseralda también se puso en marcha. A una velocidad inconcebible, las hordas de guerreros recortaron terreno con una decisión más propia de caballos desbocados. Los bramidos de los dos bandos se fundieron en un coro que auguraba muerte, sangre y desolación.

Y entonces comenzó la lluvia de rayos. Sus propias invenciones, sus envidiadas armas se habían vuelto contra ellos. La electricidad cegaba y consumía vidas por doquier mientras los sentomentalistas, dirigidos por Zennion, levantaban muros de tierra y plantas para protegerse de los relámpagos. Pronto el valle se cubrió de una espesa nube de humo oscuro que los envolvió como preludio del infierno que se vislumbraba en el horizonte.

Adhárel se encontró de pronto asestando mandobles a diestro y siniestro para abrir un camino hacia el frente. Había dejado de prestar atención a los fogonazos de luz, preocupado solo por avanzar. Los hombres gritaban en todas las direcciones. Los caballos relinchaban desesperados en mitad de la refriega. Un hombre convirtió en piedra una montura con el simple toque de su mano. Otro durmió a cuantos rozó con sus dedos hasta que alguien le rebanó los brazos. Un muchacho, que se retorcía como una serpiente, esquivó espadazos y arremetió con su propio sable hasta que unas raíces salieron del suelo y lo inmovilizaron por completo. Adhárel no se quedó a observar cómo perdía la vida.

Jack, en primera línea de ataque, escupía sobre la tierra de sus enemigos sin mostrar un ápice de cansancio, los ojos brillando de emoción y fuerza. Troncos y tallos se alzaban bajo su control golpeando, protegiendo y cerrando el paso a quienes osaban cruzarse en su camino. Adhárel se maravilló ante el trabajo que Zennion había hecho con el asustadizo muchacho en tan poco tiempo.

Bolas de fuego surcaron los cielos como fuego fatuos, indiferentes al humo y a la lluvia. Las flechas sobrevolaban las cabezas en busca de objetivos inciertos. Los relámpagos sesgaban vidas con estallidos indiscriminados. El incesante murmullo de espadas y escudos entrechocando parecía advertir: el siguiente eres tú, el siguiente eres tú…

Durante un fugaz instante pudo ver a Zennion gritando órdenes y haciendo gestos. Entonces reparó en un hombre que se dirigía hacia él con un hacha en alto. Adhárel azuzó a su animal y se lanzó contra él. Detuvo el arma a escasos centímetros de la cabellera del Maestre. Con un segundo golpe y una patada logró desequilibrar al contrario y tirarlo al suelo. Un instante después, la espada de Zennion se clavaba en su pecho.

—Gracias.

Adhárel asintió por respuesta, de vuelta a la batalla. El viento comenzó a agitarse. No de manera natural, sino de una forma extraña. Un surco circular se formó a sus pies. Las briznas de hierba se sacudían violentamente. Adhárel alzó la mirada.

Para cuando advirtió al hombre que estaba llevando a cabo la proeza ya era tarde. Como si agarrara un enorme látigo, el sentomentalista dirigió la corriente o el ciclón en miniatura hacia el rey. Adhárel intentó saltar de la montura para huir, pero no fue suficientemente rápido. Como si un gigante lo hubiera agarrado de los hombros, sintió que el viento lo elevaba por los aires.

Intentó gritar, pero su boca estaba concentrada en respirar dentro de aquel tornado. Sus manos apenas podían sostener la espada. Los ojos se le cerraron por la velocidad. Estaba a punto de perder la consciencia. El mundo entero comenzó a dar vueltas a su alrededor… y entonces se detuvo. El viento, el ruido ensordecedor y la sensación de inestabilidad desaparecieron.

Y se descubrió cayendo al vacío.

Un grito le hizo abrir los ojos. Se encontraba a unos centímetros de la hierba, flotando. Benzo permanecía cerca de él, con una mano contraída que parecía estar domando al viento mientras con la otra sostenía todo el peso de Adhárel.

Un gesto rápido del rey bastó para indicarle que estaba listo. El muchacho asintió y este se preparó para la corta caída. En cuanto se hubo recuperado del golpe, se puso en pie. El muchacho liberó el pequeño tifón en ese momento, pillando desprevenido al sentomentalista adulto, que perdió el control sobre la ráfaga de viento. Sin esperar más, el rey se abalanzó sobre él y antes de que pudiera desenvainar su arma, le clavó la suya en el estómago.

—Me has salvado la vida —dijo.

—Vos habríais hecho lo mismo por mí, majestad —respondió el chico.

De nuevo se separaron sin más palabras; la batalla no había hecho más que comenzar.

A lo lejos, Heredias combatía con su espada y un hacha ensangrentada. Una avalancha de salvajes sin más protección que una simple malla o incluso a pecho descubierto, se abalanzaban sobre él, desesperados por alcanzarlo como una jauría de lobos. El príncipe Lorian corrió a su lado para socorrerlo.

Adhárel comprobó con desesperación la juventud de muchos de ellos, el lamentable estado en el que se encontraban, las armas tan inútiles con las que luchaban. Mientras los caballeros con armaduras blandían espadas anchas como puertas, aquellos pobres desgraciados no tenían más que azadas y cuchillos de cocina enormes y desafilados.

Un ruido a su espalda le hizo volverse a tiempo de esquivar las púas del mangual que enarbolaba un hombre barbudo con gesto animal. Adhárel agarró su espada con fuerza y aguardó al siguiente ataque. Cuando se produjo, se agachó y arremetió contra el tipo, pero el golpe apenas le rozó el muslo. Necesitaba ser más rápido. No previno el segundo ataque con suficiente antelación y la cabeza del arma lo golpeó en el hombro, arrancándole un aullido de dolor. A pesar de la armadura, había sentido el golpe en la carne. La rabia y la adrenalina se apoderaron de sus músculos. Con una fuerza que desconocía tener, se abalanzó sobre el hombre y le arreó dos puñetazos en la cara con los guantes de hierro. El tercero no hizo falta, pues el hombre no parecía estar en condiciones de volver a levantarse.

Adhárel miró a su alrededor tras la manta de lluvia con la espada en alto. Aquí y allá, sentomentalistas y humanos, con armaduras o sin ellas, se enfrentaban con una voracidad desesperada. Las bolas de fuego seguían cayendo desperdigadas junto a las flechas, pero la primeras tardaban poco en apagarse a causa del agua y las segundas no tenían ningún objetivo concreto, por lo que la mayoría terminaban clavadas a su alrededor o sobre los cadáveres.

Había decenas. Desperdigados por doquier, mirara donde mirara la lluvia arrastraba como ríos de lava la sangre de sus cuerpos. Hombres anónimos que ya no abrirían los ojos nunca más. Que no regresarían a sus casas ni volverían a abrazar a sus familias.

Adhárel cerró los ojos un solo instante para concentrarse. No podía perder el control ahora; tenía que seguir luchando. De aquella batalla dependía el destino del Continente, de él mismo. El pergamino de la Poesía lo abrasaba dentro del guante, como si fuera hierro fundido. Los últimos versos no dejaban cabida a dudas: debía enfrentarse a Dimitri. Pero ¿de qué serviría matar a su hermano cuando aquella cruenta batalla seguiría tiempo después? ¿Cómo detendría a todos esos sentomentalistas que ahora lanzaban por los aires a sus hombres, que los disminuían de tamaño para machacarlos, que los transformaban en piedra o los volvían locos?

Un simple vistazo sirvió para comprobar la situación tan precaria en la que se encontraban ambos bandos. Principalmente el del norte. Las máquinas de electricidad, como esperaban, habían hecho estragos. Los gritos de ataque y rabia habían dado paso a los aullidos de auxilio y dolor. Almas en pena que se retorcían con filos y puntas y hojas clavadas en la piel. Habían perdido. No podía seguir mirando. De nada habían servido los últimos meses. No estaba preparado para aquello. Era el fin…

De repente escuchó un galope de caballos en la lejanía. Parecían tambores sobre la tierra húmeda. Latidos palpitando esperanza. La refriega a su alrededor también se detuvo al advertir aquel sonido. Adhárel se dio la vuelta para observar, entre la manta de agua, varias docenas de jinetes con hachas y espadas en alto.

Némades.

Según se fueron acercando, el rey de Bereth advirtió a Corpuskai a la cabeza del séquito, seguido de cerca por sus hombres de confianza y por el joven Leda, que empuñaba un hacha corta.

Se encontraban a una distancia considerable de la batalla cuando Adhárel advirtió a dos hombres arremetiendo el uno contra el otro. No le habrían llamado la atención de no ser porque los dos eran manseraldinos. El más grande, un gigantón de barriga prominente, desencajó su mandíbula como una cobra ante su presa y se tiró sobre el otro para zampárselo de un trago. Pero su contrincante fue mucho más rápido y lo esquivó lanzándose al suelo. Con manos temblorosas, agarró la máquina de electricidad enterrada en el barro cerca de él y se volvió a tiempo de cargarla y disparar contra el gordo sentomentalista, que estalló en cenizas.

Adhárel apartó la mirada, aturdido.

—Me alegro de verte, hermano —la voz carente de sentimiento de Dimitri le hizo volverse como un resorte con la espada en alto.

—Dimitri… —Por respuesta, el otro se levantó la visera de su casco y asintió.

No podía ser él… y sin embargo lo era. ¿Cómo podía haber cambiado tanto en poco más de un año? No había en él ni rastro del muchacho que abandonó Bereth. Su rostro, su musculatura… su mirada. La maldad y la oscuridad que lo rodeaban eran perceptibles incluso sin el don de Marco. Aquel era el artífice de tamaña locura. Por fin le ponía cara al monstruo. Con todo, no permitió que el asombro se reflejara en sus ojos, por el contrario, le imprecó:

—¡Mira lo que has hecho!

—¿Yo? ¡Has sido tú, Adhárel! —Dimitri bamboleaba su espada con fingido desinterés—. ¡Tú nos has llevado a esto! ¡Tú has condenado al Continente!

—¿Tus hombres se matan entre ellos y me echas a mí la culpa?

Con cada palabra la distancia entre ellos se recortaba. Adhárel permanecía pendiente a su alrededor, augurando un posible ataque.

—¡Fuiste tú quien decidió entrometerse cuando no debía!

—¿Te refieres a cuando estuviste a punto de condenar a tu reino?

—¡Bereth nunca fue mi reino!

Adhárel soltó una carcajada cargada de lástima.

—¿Cuándo vas a dejar de engañarte a ti mismo? Ya eres mayor para afrontar la realidad, ¿no? —Las mejillas de su hermano se encendieron con ira, empapadas por la tormenta, pero no dijo nada. Se limitaron a seguir rotando con la espada en alto—. ¡Mira hasta dónde ha llegado tu pataleta esta vez! ¿Cuántos de estos hombres están bajo tu don? ¿Cuántos de ellos te siguen por tus ideales o porque confíen en ti; por quien eres tú y no por una mentira?

—Pronto no tendrás lengua con la que aleccionar a todos los que te rodean, Adhárel. Dime, ¿ya te ha dejado esa fulana de Duna o sigue robando de las arcas reales?

Con un gruñido, el rey de Bereth se echó sobre su hermano. Las espadas restallaron en mitad del fragor de la batalla a su alrededor. Con un empujón, Dimitri se quitó de encima a Adhárel y volvió a la posición de defensa.

—Veo que sigues peleando como una doncella —se jactó Dimitri, recuperando el aliento— y que necesitas a tus amigos los salvajes del bosque para que te ayuden en una guerra que los dos sabemos que perdiste hace tiempo.

La ira de los dos brillaba en sus ojos como la sangre y el agua sobre sus armaduras.

—Piensas que controlas a todas estas marionetas, pero el único que tiene la razón atada a un hilo eres tú, hermano.

—¡Hace tiempo que dejé de ser tu hermano!

El arma de Dimitri atravesó la lluvia y se abalanzó sobre Adhárel. Este, a pocos centímetros de ser golpeado, se apartó para después contraatacar. Dimitri esquivó el golpe con una finta.

En aquella lucha estaban presentes todas las rencillas, todas las pelas, todos los momentos de ira contenida que habían compartido a lo largo de su vida. Ya no existía ningún Maestre ni ninguna madre que pudiera detenerlos. No era una riña entre hermanos lo que estaba teniendo lugar.

Adhárel y Dimitri arañaban las oportunidades que la suerte propiciaba para golpear con más fuerza y más saña que nunca. La rabia y la locura eran las únicas dueñas de su razón en aquellos momentos. La impaciencia y la desesperación por vencer al otro, por no morir en el intento. Pues los dos sabían que de aquella lucha solo podía salir uno con vida.

Adhárel esquivó una nueva estocada y arremetió con un mandoble fuerte y certero que desequilibró a su hermano. En un movimiento se colocó a su espalda y, de una patada, lo lanzó al suelo embarrado. Su arma salió volando hasta clavarse en la tierra húmeda. La armadura de Dimitri se cubrió de un fango espeso cuando intentó levantarse. El rey de Bereth no perdió la ocasión: se lanzó sobre él con la espada en alto, pero cuando se acercaba, Dimitri alzó la pierna y le arreó un fuerte puntapié en la espinilla. Adhárel intentó cambiar el peso de pierna, pero no tuvo tiempo y se estrelló contra la tierra. La espada cayó instantes después fuera de su alcance.

Su mirada se cruzó con la de Dimitri. No hizo falta más. Como un poseso, el rey de Manseralda se arrastró a por su arma al tiempo que Adhárel hacía lo propio con la suya. Antes de que Dimitri llegara a tocar el mango de la suya, se encontró con el filo de la espada de su hermano a la altura de la garganta.

Sobre la punta se escurrían las gotas de lluvia en procesión. Un relámpago se reflejó en la hoja. Adhárel dejó de percibir las trifulcas y peleas de su alrededor. Dimitri y el final de toda aquella pesadilla eran lo único que le importaba.

—Hasta siempre, hermano.

Alzó la espada. Los dedos se aferraban al mango con decisión. Observó por última vez los ojos de su hermano. El miedo, la vergüenza y la ira se mezclaban con el agua en sus párpados. Un solo golpe. Era lo único que necesitaba. Concentró toda la fuerza en los brazos y lanzó el filo contra su adversario.

De súbito, algo desvió su ataque. La espada salió volando de sus manos y se clavó en la tierra, junto a Dimitri. Un rasguño en el metal de su peto fue el único rastro que había dejado. Los dos hermanos se observaron, sorprendidos.

Adhárel se volvió para averiguar quién lo había atacado. No había nadie. Entonces recibió un golpe en el estómago. Antes de caer de espaldas pudo advertir una silueta oscura que se desvaneció sin darle tiempo a procesarla.

Se enderezó con dificultad, intentando recuperar el aliento, a tiempo de ver aparecer junto a Dimitri a un hombre vestido entero de negro y con una capa cubriéndole las facciones. Se arrodilló junto a su hermano y le susurró algo al oído. El rostro de Dimitri se contrajo en una mueca de enfado antes de mostrar una sonrisa canina. Se volvió hacia Adhárel.

—Me temo que tendremos que posponer nuestra pelea—. El rey de Bereth lo miró sin comprender. Dimitri se puso de pie con ayuda del recién llegado—. Parece que tu querida aldeana se ha metido en un lío del que me temo no saldrá bien parada.

—Duna… —Intentó ponerse en pie, pero su hermano lo apuntó con su espada—. Si se te ocurre hacerle algo te arrancaré la vida con mis manos. ¡Te lo juro!

—Cálmate, Adhárel. La trataré como se merece. —Sonrió con suficiencia y se agarró al otro hombre—. Por cierto, mira detrás de ti.

En ese momento ocurrieron tres cosas.

La primera fue que Dimitri y el desconocido se desvanecieron en mitad de la lluvia.

La segunda, que Adhárel se volvió a tiempo de ver a un tipo pálido como un cadáver lanzándole una daga directa a la garganta.

La tercera fue que alguien apareció a su lado.

El tiempo pareció ralentizarse a ojos del joven. Todo a su alrededor se emborronó. Aquella daga iba a acertarle, hiciera lo que hiciese. Lo vio con tanta claridad que solo pudo resignarse y pedir perdón por haber fallado. El arma cruzó el aire al tiempo que el recién aparecido se interpuso en su camino.

No hizo falta que Adhárel se volviera para saber quién era. Y lo que más lamentó fue no poder actuar para detenerlo.